Muchos análisis políticos de los nombramientos del nuevo gobierno de Macri en los medios masivos de comunicación giraron alrededor de la idea de una ceocracia, a raíz de la cantidad de gerentes de grandes empresas (Chief Executive Officers o CEOs) designados como funcionarios, y esta idea habilitó las más osadas hipótesis acerca del carácter de las políticas que adoptaría dicho gobierno.1 El debate generado por tales designaciones se vio enrarecido, en aquella coyuntura de fines de 2015, por el eco de las polémicas suscitadas en el marco del ballotage realizado días antes. En efecto, el eje de la campaña kirchnerista ante la segunda vuelta había sido –recordemos- que sólo el voto por Scioli podía evitar que regresara al gobierno la derecha menemista de la mano de Macri. Los ribetes grotescos de este vulgar chantaje ya habían sido puestos en evidencia mucho antes. “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”, dijo alguna vez Antonio Machado. Y la verdad en éste caso ni siquiera había salido de la boca de un porquero, sino del hocico de un simple puerco: Zulemita Menem ya había aclarado meses antes que tanto Macri como Scioli eran “personas que nacieron de la mano de mi padre”.2 Las designaciones de Macri apenas sirvieron en aquellos días para que los alicaídos kirchneristas creyeran corroborados sus oscuros pronósticos. Sin embargo, la caracterización del gobierno de Macri a partir de esa idea de una ceocracia planteó y sigue planteando, a casi un año de distancia de aquella coyuntura, ciertas cuestiones que nos parecen interesantes.
¿Qué significa esa designación de numerosos gerentes en importantes cargos públicos? Las características del personal designado para la conducción del Estado, naturalmente, nunca carecen de significado político. El propio hecho de que los mencionados Macri y Scioli provenían de las filas del empresariado doméstico, sin ir más lejos, significa algo bastante desagradable para cualquiera de nosotros. Y, más específicamente, el hecho de que una cantidad significativa de los funcionarios nombrados por Macri provengan de la gerencia de grandes empresas tampoco carece de significado. Nos habla, por lo menos, de dos cosas. En primer lugar, de algo que por carencia de un concepto más preciso y valiéndonos de una expresión politológica estándar, podríamos designar como un indicio acerca de un “estilo de gobierno”. Designar en importantes cargos públicos a capitalistas o a sus gerentes implica una suerte de asimilación político-ideológica de la gestión pública del Estado a la gestión privada de la empresa.3 Esto no significa que, en los hechos, los funcionarios designados vayan a gestionar el Estado como si fuera una empresa. La gestión del Estado (es decir, de las relaciones de dominación) está regida por una lógica inexorablemente diferente de la que rige la gestión de las empresas (de las relaciones de explotación).4 Puede que algunos de los CEOs designados, inexpertos en materia de gestión pública, hayan confundido ambas lógicas en un comienzo, pero ya están aprendiendo sobre la marcha... Dicha asimilación, sin embargo, reviste un significado preciso a propósito de los mecanismos político-ideológicos de legitimación de esa gestión del Estado. Apunta a legitimar la gestión pública en términos de la eficiencia (arbitrariamente) atribuida a la gestión privada. Una maniobra político-ideológica neoliberal a la que explícitamente había recurrido Menem cuando, por ejemplo, designó a gerentes de Bunge y Born a la cabeza del Ministerio de Economía en virtud de ser “empresarios exitosos”. Y, en segundo lugar, nos habla de las limitaciones más pedestres de la alianza Cambiemos y, en particular, del PRO, respecto de la disponibilidad de cuadros para ocupar los principales cargos públicos. El PRO es una fuerza política que desde un inicio reunió en sus filas a cuadros provenientes de los principales partidos de un sistema de partidos burgueses en crisis junto con cuadros provenientes de organizaciones sociales extra-partidarias.5 Y, a pesar de su prolongada experiencia de gobierno en la Ciudad de Buenos Aires, el acceso al gobierno nacional parece haber recrudecido su necesidad de recolección de extra-partidarios.
Ahora bien: ¿qué no significan aquellas designaciones de gerentes en cargos públicos? Aquí es donde nos encontramos ante las limitaciones del empleo corriente de la idea de ceocracia para la caracterización del gobierno macrista. Esas designaciones no nos decían ni podían decirnos nada más preciso acerca de las políticas que adoptaría el gobierno de Macri, como pretendieron en su momento muchos periodistas de los medios masivos de comunicación e incluso intelectuales afines al kirchnerismo. Un documento de trabajo de CIFRA presenta el ejemplo más elaborado que conocemos de dicha pretensión.6 El documento propone una interpretación del recambio entre administraciones que pone en juego una burda manipulación de conceptos con fines propagandísticos. Sostiene, por ejemplo, que en las presidenciales de 2015 los sectores dominantes accedieron al poder por primera vez en la historia argentina mediante un partido propio (como si el partido del orden por excelencia de nuestro país, el Partido Justicialista, no fuera un partido burgués), que el recambio resultante de dichas elecciones acarreó por sí mismo un cambio en el régimen político e incluso en la forma de Estado (como si asuntos como estos se dirimieran sin más a través de elecciones), que también los cambios en los “patrones de acumulación” y en sus correspondientes “bloques de poder” están regidos por esos recambios entre administraciones (y que además vienen acelerándose de un modo curioso a lo largo de la historia argentina, a juzgar por los 45 años que duró el “agroexportador”, los 25 que duró el de “valorización financiera”, los 12 que habría durado el de “los gobiernos kirchneristas” (sic) y el añito de vida del que gozaría “el que intentan poner en marcha actualmente los sectores dominantes” (sic). Pero el punto relevante aquí es que semejantes afirmaciones enmarcan un intento de caracterizar el supuesto nuevo “bloque de poder” que habría consagrado la victoria electoral amarilla, así como las medidas de política económica que había comenzado a implementar desde el estado, a partir de los antecedentes educativos y laborales de los funcionarios designados por Macri.7
El documento nos proporciona así una muestra palmaria de la manera en la que no debe abordarse la relación de la burguesía y sus diversas fracciones con el Estado y las políticas públicas. Si adoptáramos el abordaje propuesto por el documento, deberíamos concluir que los gobiernos de Lula implicaron el ascenso al poder de Estado de los obreros metalúrgicos paulistas y los gobiernos de los Kirchner el de los especuladores inmobiliarios, o bien que la política económica implementada por Kicillof fue la puesta en práctica de los principios teóricos de El Capital, cosas bastante alejadas de la realidad, por cierto. Aquella relación de la burguesía y sus diversas fracciones con el Estado y las políticas públicas es, en cambio, una relación objetiva. Esto significa que es completamente independiente de la procedencia de quienes ejercen el poder de estado en ciertas circunstancias. Un puñado de funcionarios plebeyos educados en universidades públicas, provenientes de la pequeño burguesía y enrolados en partidos de masas, en este sentido, puede ejercer el poder de Estado de una manera tan acorde con los intereses de las fracciones de la burguesía que comandan el proceso de reproducción capitalista como una ceocracia. Y también quiere decir que es altamente independiente de la voluntad de esos funcionarios que ejercen el poder de Estado. El proceso de reproducción capitalista está atravesado por luchas entre clases y conflictos entre fracciones de la burguesía cuyos resultados, las relaciones de fuerzas emergentes de esos enfrentamientos, se presentan ante esos funcionarios como un chaleco de fuerza dentro del cual suelen verse obligados a acomodarse.
Las políticas implementadas por el gobierno macrista durante estos meses lucen de una manera muy diferente desde este último punto de vista. Consideremos las características del proceso de ajuste tarifario en curso, especialmente durante los meses que se extendieron entre las resoluciones del Ministerio de Energía y Minería de comienzos de abril y la Revisión Tarifaria Integral de largo aliento que acaba de anunciarse en septiembre. El proceso incluyó resoluciones con aumentos descomunales así como anuncios de topes y descuentos, amparos colectivos seguidos de fallos de diversas instancias judiciales, cacerolazos, audiencias públicas, resurrección de ex secretarios de energía, declaraciones acerca de diversas costumbres domésticas de los argentinos, etcétera. El punto de partida del proceso de ajuste era un retraso tarifario que, a mediados de 2015, se estimaba en un promedio de un 600% en energía y un 200 a 300% en transporte, cubiertos con subsidios que superaban el 4% del producto y eran la principal causa del déficit fiscal. La eliminación de los subsidios y el saneamiento fiscal fue, naturalmente, una de las principales demandas de la burguesía y uno de los principales puntos de coincidencia entre los candidatos en las últimas presidenciales. La situación en la que se encuentra el proceso de ajuste en estos días augura para fines de año, no sólo un aumento del déficit fiscal, sino incluso de los propios subsidios. Esta política tarifaria del gobierno macrista no puede entenderse, desde luego, como una extensión de la estrategia empresaria de Shell. Y las declaraciones de Aranguren en el plenario de comisiones de diputados de junio en el sentido de que, en ese proceso de ajuste tarifario, “estamos aprendiendo sobre la marcha”, pueden considerarse ciertamente como una confesión de las peculiares incertidumbres de un ceo convertido en funcionario pero, fundamentalmente, deben considerarse como un reconocimiento de la condición de cualquier funcionario arrojado en uno de los frentes decisivos en los que se dirime la lucha de clases en nuestros días.
Consideremos ahora las medidas en materia de retenciones. Macri había prometido, en el último tramo de su campaña, la eliminación de todas las retenciones agropecuarias, salvo las que gravaban la soja y sus derivados, que prometía reducir a razón de un 5% anual Esta promesa ratificaba, naturalmente, la posición adoptada por el macrismo durante el principal enfrentamiento interburgués registrado durante el kirchnerismo: el conflicto entre el gobierno y la burguesía agraria y agroindustrial alrededor de las retenciones móviles de 2008.8 Y apenas asumió, a mediados de diciembre de 2015, anunció la supresión de los impuestos a las exportaciones de trigo, maíz, carne y productos regionales, así como la reducción de 5 puntos de los vinculados con la soja (La Nación, 14/12/15). Primavera amarilla aquella, en la que se desarmaba el cepo cambiario sin que el dólar se descontrolara y en la que todos los demás sueños burgueses parecían igualmente realizables. La reducción de los 5 puntos correspondientes al año en curso, sin embargo, acaba de convertirse en un cronograma de reducciones escalonadas a implementarse recién en 2018-19 (La Nación, 3/10/16). La explicación de este viraje no se encuentra, naturalmente, en alguna pérdida de influencia de tres o cuatro funcionarios provenientes de cámaras empresariales vinculadas con la agroindustria que se desempeñan como funcionarios. Basta, en cambio, con revisar las declaraciones que acompañaron este viraje para explicarlo. “La suspensión de la rebaja a las retenciones se debe al contexto social” –declaró el ministro Burayle; “si bien no es lo que se había prometido” -reconoció Chiesa, de la CRA-, “planteado de la manera en que se planteó, en función de los números de pobreza, el sector no le puede quitar el hombro al país” (ambos en Radio Continental, el 4/10/16). La dupla impuestos a las exportaciones agropecuarias – cuestión social vuelve así a la agenda del gobierno de Macri una década y media después de aquella coyuntura en la que el gobierno de Duhalde implementó juntas las retenciones y los planes jefes y jefas de hogar desocupados. Las posiciones adoptadas por ambos gobiernos y las corporaciones son idénticas, sus condicionamientos, semejantes. Macri, en cambio, decretó sin más la eliminación de las retenciones mineras en marzo. Y no sólo es imposible adivinar a las maniobras de qué agente de las corporaciones mineras infiltrado como funcionario respondió esta medida, sino que ni siquiera había sido una promesa de campaña. Pero basta con revisar el anuncio de esta medida por el propio Macri (en San Juan, acompañado por Uñac y Corpacci, y aplaudido desde lejos por los restantes gobernadores de las provincias mineras; Ámbito Financiero 12/2/16) y el contexto en el que se inscribe (desde la reunión con los 24 gobernadores en Olivos en diciembre hasta la devolución del 15% de los fondos de la coparticipación retenidos a las provincias en mayo) para entender el sentido de la supresión de este impuesto no co-participable: el nuevo presidente necesita el apoyo de los gobernadores justicialistas para poder gobernar.9
Estos avances y retrocesos, estas contradicciones, ponen de manifiesto simplemente que las políticas implementadas por un gobierno no pueden explicarse a partir de la procedencia o de la voluntad de sus funcionarios, sino que deben explicarse fundamentalmente a partir de la forma específica en que se expresan las relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clases en el accionar del estado durante determinado período. Pero este es, naturalmente, un argumento que se aplica a cualquier proceso de políticas públicas. Si bien alcanza para poner en evidencia los límites de las interpretaciones del gobierno macrista en términos de una ceocracia, en sí mismo no nos dice nada específico acerca de la naturaleza de dicho gobierno. Sin embargo, quizás el hecho de que aquellas contradicciones, aquellos avances y retrocesos, hayan sido especialmente intensos durante estos últimos meses, sea a su vez un indicio de su naturaleza.
¿Cuál es, entonces, la naturaleza del gobierno macrista? El requisito para entender las características del macrismo es distinguirlo adecuadamente del menemismo. El menemismo fue la respuesta de la gran burguesía a la crisis estructural del modo de funcionamiento del capitalismo argentino de posguerra, gestada sobre las relaciones de fuerzas impuestas por la derrota del movimiento obrero en los procesos hiperinflacionarios de 1989-91 y consistente en un radical proceso de reestructuración económica y política del capitalismo doméstico. El macrismo es un fenómeno muy diferente. No es la respuesta a una crisis estructural sino a una crisis coyuntural: la crisis que cerró el proceso, relativamente exitoso, de restauración del orden llevado adelante por el kirchnerismo.10 No se gestó a partir de una simple derrota del movimiento obrero, sino de un proceso más complejo de restauración del orden a través de la integración de demandas que arrojó como resultado relaciones de fuerzas mucho más favorables a los trabajadores. Y tampoco enfrenta la tarea de imponer una reestructuración radical del modo de funcionamiento del capitalismo doméstico, sino la de resolver una serie de problemas acumulativos que acarreó ese proceso reformista de restauración del orden.11 Hacer frente a problemas como la inflación y el déficit fiscal implicaba un viraje hacia la derecha que el kirchnerismo propiamente dicho no estaba en condiciones de encarar, pero que los dos principales candidatos a las presidenciales se postulaban a encabezar. La competencia entre Macri y Scioli como candidatos del ajuste en las presidenciales de 2015, sin embargo, expresó un viraje hacia la derecha diferente de la competencia entre Menem y Angeloz como candidatos de la modernización en las presidenciales de 1989.
La resolución de esos problemas acumulados durante el kirchnerismo, en el contexto de las relaciones de fuerzas vigentes, era de antemano una tarea ardua. Pero, además, hay un último elemento que complicaba aún más dicha tarea. El proceso de restauración del orden después de la crisis y la insurrección de fines de 2001 fue exitoso, ciertamente, pero no careció de ciertas limitaciones en su dimensión decisiva: la restauración duradera de las condiciones para la dominación política. Estas limitaciones pueden apreciarse, entre otras cosas, en sus dificultades respecto de la recomposición del sistema de partidos, que quedó completamente desarticulado después de la crisis política de 2001. Esta ausencia de recomposición del sistema de partidos fue quizás el factor decisivo que impidió que el recambio entre administraciones y el ajuste que estamos discutiendo tuviera lugar como resultado de la crisis política que atravesó el kirchnerismo en 2008-09. La burguesía resultó incapaz de organizar una alternativa de recambio que impusiera una salida de derecha a esta crisis política a través de las presidenciales de 2011. Mientras tanto, entre 2011 y 2015, los problemas inherentes al proceso reformista de restauración del orden que había concluido el kirchnerismo siguieron acumulándose, convirtiendo al ajuste en una empresa cada vez más ardua. Y también esa ausencia de recomposición del sistema de partidos vuelve a ponerse de manifiesto hoy en las agudas inconsistencias que signan el desempeño de la alianza política gobernante.