Resumen
Las ciudades, que en otro tiempo fueron consideradas la expresión “más perfecta” de los beneficios del desarrollo económico capitalista, son hoy, sin lugar a dudas, la manifestación más acabada y brutal de la crisis profunda y casi insoportable que vive este sistema. Las que en otro tiempo fueron promesa de progreso individual y social, manifestación clara de la modernización, entendida no sólo como incorporación de los avances tecnológicos en la industria, los servicios y otras áreas de la actividad humana, sino también como realización de un futuro anunciado. Las que eran consideradas muestra fehaciente del desarrollo civilizatorio; utopía materializada a golpe de reorganización del espacio-tiempo de la vida toda, en aras de la maximización de la productividad, de hacer más eficientes la producción, distribución, circulación y consumo de los productos y servicios, nacionales y extranjeros; el lugar por excelencia de la mercantilización plena, dinámica, expansiva, pujante. Las que fueron núcleo de concentración de unas supuestas y reales oportunidades de ascenso social a través del empleo “seguro” y bien remunerado, de la escuela “accesible” y cuasi gratuita, del acceso a los servicios de salud, recreación, cultura, además de otros servicios urbanos que en conjunto mejoraron los niveles de vida de la gente, ampliando su posibilidad de obtener bienes que no llegaban a las zonas rurales y de satisfacer una amplia gama de necesidades (reales o creadas). Las ciudades sufren hoy un deterioro constante y su continuo declive nos expresa lo que parece la crisis irrevocable de lo urbano… Frente a todos estos procesos nos preguntamos: ¿qué alternativas se pueden generar con otro tipo de dinámicas sociales urbanas?
Introducción
En México, como en la gran mayoría de los países de América Latina y del resto del mundo, el crecimiento urbano presenta profundas desigualdades económicas, sociales y espaciales, y ha generado enorme pobreza y exclusión. El desmedido crecimiento de las ciudades ha contribuido a la depredación del ambiente y de los recursos naturales, ha provocado segregación social y urbana, fragmentación, privatización y utilización irracional de los bienes comunes, de los servicios y los espacios públicos.
En los últimos años, se han multiplicado los procesos que favorecen la proliferación de grandes áreas urbanas en condiciones de pobreza, precariedad y vulnerabilidad ante los riesgos naturales y los inducidos por la acción de diferentes sujetos: empresarios, gobiernos y otros colectivos sociales e individuos. En suma, “hoy día construimos ciudades sociales injustas, económicamente ineficientes y con baja competitividad y complementariedad, espacialmente desordenadas, poco funcionales y ambientalmente insustentables” (Munguía, 2010: 1).
De acuerdo con los análisis e investigaciones de diversos estudiosos de nuestras realidades urbanas, las ciudades latinoamericanas se han transformado aceleradamente por lo menos en los últimos veinte años y, en el momento actual, enfrentan “una problemática caracterizada, entre otras cuestiones, por precarias condiciones de vida urbana, la vulnerabilidad de la mayoría de ciudadanos, tanto en el ámbito social como económico, la degradación del entorno natural y construido, y la reorientación de las políticas sociales de combate a la pobreza, así como nuevas tendencias sobre planificación del territorio urbano” (Monterrubio y Vega, 2009: 9).
El funcionamiento del sistema de producción capitalista, desde sus inicios, pero especialmente en su etapa actual –que comienza entre los años setenta y ochenta del siglo XX–, ha implicado formas específicas de organización y distribución espacial que centraron en las ciudades las dinámicas más intensas del proceso de acumulación, por lo que son precisamente las ciudades las que manifiestan impactos muy negativos acarreados por dicho proceso. En el periodo referido, la dinámica capitalista también ha exigido la instrumentación de las llamadas políticas de ajuste estructural que ampliaron los costos sociales y ambientales, y han supuesto, en general, un creciente deterioro de las dinámicas urbanas.
No obstante todo lo anterior, cabe señalar que también en los últimos años vienen gestándose y desarrollándose en las ciudades procesos sociales que claramente representan formas alternativas de organización y construcción del espacio urbano, que manifiestan diversas maneras de reapropiación y creación de nuevos sentidos y significaciones sociales relacionados con la posibilidad de darle otros usos, se trate de espacios públicos o privados; procesos que han supuesto el relanzamiento de las dinámicas barriales y comunitarias solidarias, la construcción alternativa de formas de movilidad, de producción de algunos bienes, de protección de los recursos ambientales para la ciudad, de nuevas estrategias para el saneamiento urbano y la provisión de algunos servicios públicos; además, de expresiones culturales urbanas y de otras múltiples y creativas maneras de ir ocupando no solo los espacios donde el vaciamiento del Estado y su gobierno no ha sido cabalmente ocupado por la iniciativa privada, sino también aquellos en los que ésta se ha instalado falsamente como única posibilidad.
Algunos rasgos de un proceso muy complejo
En este apartado, más que caracterizar con detalle el complejo proceso de deterioro y crisis de lo urbano, destacaremos algunos de los que nos parecen sus rasgos más importantes, los cuales dan cuenta de la transformación de las dinámicas sociales en los espacios urbanos. Nos referiremos en particular a la ruptura de las formas de construcción comunitaria –y de su relacionamiento social solidario–, las que han existido principalmente en los barrios y colonias populares, pues nos parece que es precisamente ese desgarramiento del tejido social comunitario y solidario el que abre campo a los procesos de segregación, fragmentación, aislamiento, desconfianza e inseguridad de los habitantes de las grandes urbes, a los que se suma una premeditada política estatal que por acción u omisión los profundiza. Tales procesos están, desde nuestro punto de vista, en la base del profundo deterioro y crisis que viven en la actualidad las grandes ciudades.
Desde una aproximación que se puede denominar clásica, la ciudad es definida como una compleja forma socio-espacial “asociada por excelencia al ámbito público, ya que se vincula históricamente con el surgimiento y desarrollo de la civitas y de la res publica, en cuanto a formas institucionalizadas que hacen posible la convivencia, el intercambio, el encuentro y el diálogo entre sujetos e intereses diversos” (Duhau, 2001: 131), dar cuenta de tal complejidad no es posible sino a partir de una aproximación transdisciplinaria.
Autores como Orozco Barba (2010: 5) señalan que en el periodo de la modernidad iluminista el sentido de la historia mantuvo linealidad, “[]…pero la secularizó al convertirla en progreso racional utópico y apenas sostuvo una visión cíclica de la agricultura, inaugurando en el espacio de la ciudad el centro de su utopía moderna”.
Se puede decir que es hasta el siglo XIX que la metrópolis adquiere realidad como forma urbana propiamente moderna, que para algunos autores es “producto simultáneo del desarrollo industrial capitalista, la acelerada urbanización de la población, el desarrollo de nuevas tecnologías de transporte y la concentración de servicios y actividades de gestión […]” (Duhau, 2001: 132).
En este momento histórico, las ciudades –que comienzan a ser cada vez más grandes–, expresan las enormes posibilidades del llamado progreso civilizatorio para potenciar “favorablemente” las condiciones de vida en las nuevas urbes, aunque no sin contradicciones, pues también éstas manifiestan diversas limitaciones y son escenario de múltiples “males” sociales que, tan solo un siglo después, tendrán que ser enfrentados con propuestas urbanas alternativas que, yendo a la raíz o quedándose en la superficie de la problemática, buscarán cambios profundos en las dinámicas sociales conflictivas, propias de esos espacios urbanos crecientemente deteriorados e inviables, en los que resulta claro que “la negación de la vida social emana de la ciudad” (Gascas, 2005: 12).
Según un documento de la UNESCO (1995), en algunos países de América Latina la dinámica de expansión urbana comenzó en los años veinte y treinta del siglo XX (Argentina, Uruguay y Chile); para otro grupo de países, entre los que se encuentra México (Brasil, Venezuela y Perú), el desarrollo urbano más acelerado se dio a partir de la década de los años cuarenta. En todos estos países, los crecientes niveles de urbanización fueron acompañados de dos procesos importantes: primero, una intensa dinámica migratoria relacionada no solo con el propio crecimiento urbano –y lo que suponía en términos de oportunidades de empleo y acceso a mejores niveles de vida–, sino también con el abandono que estaba sufriendo el campo; y, segundo, altas tasas de crecimiento demográfico, al menos hasta los años ochenta. En la actualidad, el grado de urbanización de este conjunto de países rebasa el 70 por ciento, lo que significa que más del 70 por ciento de la población total vive en las ciudades. Este proceso se fue acentuando en prácticamente todas las grandes ciudades latinoamericanas a lo largo de todo el siglo veinte.
Autores como López Rangel y Segre (1986) apuntan que: “Un hecho reconocido desde principio de los setenta es que la crisis que sufre la inmensa mayoría de nuestras sociedades latinoamericanas tiene una expresión contradictoria y dramática en las ciudades” (López Rangel y Segre, 1986: 1).Al respecto, también coincidimos con otros estudiosos que subrayan esas dramáticas y enormes contradicciones que se expresan actualmente en el ámbito urbano. Por ejemplo, Díaz Malasquez (2006: 1) señala que son cinco los grandes males urbanos que las sociedades de América Latina y El Caribe están enfrentando en estos tiempos:
1. Hipercrecimiento, porque el proceso de urbanización crece a tasas anuales de alrededor del 4 por ciento.
2. Carencias de servicios, porque es evidente el déficit de infraestructura urbana y de servicios de saneamiento (para el autor, entre un 50 y 90 por ciento de la población de las ciudades no cuenta con estos servicios, lo que a su vez genera impactos ambientales desastrosos).
3. Discontinuidad de gestión, porque los periodos electorales traen cambios que repercuten en la atención adecuada a las necesidades de la población urbana, en los periodos de gobierno prima cada vez más el clientelismo, la ineptitud, la ineficacia, la extracción o, mejor dicho, robo descarado de recursos de las arcas públicas, entre otros problemas.
4. Poca proyectualidad e inversiones, porque los problemas anteriores las hacen poco “atractivas” para los inversionistas, además de que éstos –en plena etapa del capitalismo neoliberal–, invierten más en la economía financiera; mientras que el gobierno, en todos sus niveles, ha reducido sustancialmente la inversión en infraestructura urbana y provisión de servicios públicos, y se ha preocupado de manera prioritaria en cubrir los compromisos de la deuda externa y en solventar, con cargo al erario, las consecuencias económicas de las malas decisiones tomadas por los propios empresarios e inversionistas.
Aunque se puede acotar en este punto al autor, pues lo que está sucediendo en muchas grandes ciudades mexicanas es que grandes inversionistas, animados y apoyados por los gobiernos estatales y municipales de todos los colores partidistas, están llevando a cabo proyectos de supuesta regeneración urbana que han implicado la expulsión de los propietarios y habitantes de zonas populares muy céntricas, las cuales se deterioraron precisamente por falta de inversión en infraestructura y servicios que no hicieron esos mismos y otros gobiernos, y que, por tanto, se vendieron a precios muy bajos. Esos grandes capitales están instalando en esas zonas hoteles y restaurantes de lujo, departamentos también de lujo, comercios para marcas selectas, y otros negocios dirigidos a las elites, expulsando literalmente a los sectores populares que las habitaban hacia otras áreas de las ciudades. De igual forma, en colonias donde tradicionalmente ha vivido población de clase media, comienzan a instalarse bares, restaurantes, antros, hoteles y otros comercios, que también han ido transformando la vocación residencial de las mismas. Al mismo tiempo, surgen en las áreas periféricas de muchas grandes ciudades mexicanas infinidad de fraccionamientos y desarrollos habitacionales de ínfima calidad que han invadido las pocas áreas rurales, naturales y productivas, con las que contaban las urbes para su abastecimiento no solo de alimentos sino también de agua y oxígeno, a través de los cambios indiscriminados en los usos del suelo que se han realizado con la complicidad de las administraciones municipales, estatales y federales.
5. Inseguridad e insolidaridad, porque el modelo económico y político actual promueve una ciudad precaria, excluyente, inequitativa, fragmentada, con cada vez más áreas o fraccionamientos “cerrados”, en los que se provee de una precaria seguridad, en un entorno de gran inseguridad. Se trata, entonces, de la “construcción de una antisociedad insolidaria”.
En este contexto problemático, observamos que existe una diversidad de análisis sobre los procesos de cambio que vienen experimentando las ciudades en los últimos años. Se ha dado cuenta de ellos desde diferentes aproximaciones teóricas y disciplinares que no abordaremos aquí, pero sí subrayaremos que si bien durante un largo periodo predominaron los enfoques arquitectónicos, geo-espaciales y geo-económicos, en los últimos años se hicieron cada vez más necesarios estudios transdisciplinarios que incorporaran también las perspectivas sociológica, antropológica, de los estudios culturales y, en general, de las ciencias sociales, para caracterizar las complejas dinámicas de transformación urbana, en particular por el creciente proceso de degradación de las relaciones sociales construidas en esos “nuevos” espacios.
Para autores como Duhau y Giglia, las transformaciones que han experimentado las grandes metrópolis latinoamericanas, entre las que pueden contarse varias ciudades mexicanas, se manifiestan no sólo en la organización del espacio público sino también en las formas de expansión urbana, que han implicado nuevas modalidades de división social y de distribución del espacio. Para ellos, el crecimiento periférico es un ejemplo de que las grandes metrópolis ha pasado de un “modelo compacto”, que implica una organización espacial en torno de una centralidad claramente definida, a la configuración de un tejido urbano difuso y sin límites bien definidos que se organiza en torno de “varios centros” (Duhau, Giglia, 2004: 168).
Todo este proceso de organización jerárquica y diferencial del espacio urbano, que al mismo tiempo se ha convertido en múltiples formas de diferenciación, fragmentación y exclusión de la dinámica social de la metrópolis, tiene que ver, según Ferran Ventura, con una lucha política que expresa los intereses contrapuestos de los habitantes de la urbe, y cuyas consecuencias más nefastas suelen recaer sobre los grupos de menores posibilidades. El respecto dice Ventura: “Los límites de la ciudad se manifiestan como espacios para la exclusión, si le añadimos un conjunto de población problemática, entonces se convierten en espacios propicios para ser objetivo de luchas políticas. Espacios que suelen estar ligados a lo rural, pero sin participar de ello. En ellos, los espacios públicos son nulos, la ciudad permanece ajena a estos espacios” (Ventura Blanch, 2010: 1).
Tenemos, pues, que todo el proceso que ha llevado a la transformación de la urbe está íntima e inevitablemente ligado con la propia dinámica de desarrollo del sistema económico capitalista, ahora en su declinante fase neoliberal, y también con sus profundas limitaciones y contradicciones. Pero, nos damos cuenta que, sin que se haya transformado radicalmente este sistema, desde hace tiempo comenzaron a surgir nuevas formas de construcción de la dinámica social urbana que trataban –y tratan– de hacer frente de una manera bastante creativa a la múltiple y compleja problemática generada por el enorme crecimiento de las ciudades; en particular, en un ámbito en el que se encuentran ampliamente desmitificados los calificativos de inteligente y sustentable con los que quisieron bautizar al crecimiento urbano, al menos en los últimos veinte años.
Experiencias que perfilan alternativas
Nos parece necesario e importante intentar dar cuenta del proceso de construcción de alternativas para vivir la ciudad, en un periodo creciente de deterioro y crisis de la vida en las urbes. Existen diversas experiencias documentadas a través de trabajos, estudios e investigaciones que se realizan en diferentes ámbitos, tanto en México como en América Latina y otros países del mundo.
Humberto Orozco analiza las utopías que circulan por la ciudad, como críticas a su rumbo (definido por los intereses de unos cuantos), también “como apuestas diversas de los sentidos de ciudad y como construcciones socioculturales que movilizan identidades colectivas en torno a sueños, ideales que consideramos utópicos en el sentido de proyectos de ciudad” (Orozco Barba, 2010: 3).
Cuando hablamos de experiencias alternativas de vida en las grandes ciudades, estamos hablando de mucho más que proyectos: nos referimos a procesos que se han venido gestando lentamente a lo largo de los últimos años y que tiene que ver no solo con la forma de reorganizar el espacio urbano, ni con las maneras de resolver los problemas de movilidad y de provisión de servicios o de utilizar los espacios públicos, sino que tienen que ver con la generación de nuevas dinámicas de relacionamiento social que suponen una reconstitución de las formas barriales y comunitarias, es decir, colectivas y horizontales, de proponer y construir respuestas que atiendan las necesidades de los grupos sociales que las plantean, dejando de depender de los gobiernos.
En el caso, por ejemplo, de la ciudad de Guadalajara, en México, han surgido en los últimos años diversas expresiones de debate, crítica y resistencia ante la franca reducción de los espacios públicos y las posibilidades para realmente vivir la urbe, y han desplegado diversas estrategias: a) frente a la inseguridad (grupos de personas, barrios y colonias en alerta, para evitar ser robados o agredidos); b) por la falta de posibilidades de acceso a la cultura (grupos independientes y callejeros de teatro, títeres, clubes de cine y video organizado entre vecinos en barrios y colonias populares, entre otras muchas expresiones); c) por la inexistencia de políticas de movilidad más adecuadas, que privilegien el transporte público, la bicicleta y otras formas de movilidad no motorizada (GDL en bici, Ciudad para todos, Bici 10); d) por la irresponsabilidad con la que se tratan los desechos sólidos y la enorme negligencia con el uso del agua y su falta de tratamiento (El Colectivo Ecologista); e) frente a la gran especulación que se da con el suelo urbano y las formas como se promueve la construcción de nuevos desarrollos habitacionales, a costa del sacrificio de las propias áreas de amortiguamiento urbano en las que las zonas de cultivo, los ríos y arroyos, los mantos freáticos que abastecen de agua, los bosques –como los de La Primavera, Los Colomos y El Nixticuil, los cuales hace muchos años formaban parte de un mismo sistema–, han sufrido los embates de las inmobiliarias y sus cómplices, los gobiernos municipales, estatales y federales (el Comité Salvabosque Tigre II); etcétera.
Nos referimos a un conjunto de organizaciones que en Guadalajara se han propuesto distintos objetivos para mejorar de las condiciones de vida en la ciudad. Sin embargo, algunas de estas organizaciones se dedican profesionalmente a estas actividades y ponen en el centro de su interés la posibilidad de lograr acuerdos y negociaciones con los gobiernos –de todos los niveles, pero en particular con los de los ayuntamientos–, pues eso les permite –al tiempo que canalizan las inconformidades y mantienen el control de los grupos afectados y movilizados–, capitalizar políticamente el descontento y, muchas veces, obtener cuantiosos recursos para financiar sus actividades y poner en marcha algunos de sus planes.
Cabe aclarar que considero que esto no sucede con el Comité Salvabosque Tigre II
1, pues sus propuestas son muy diferentes: encuentran en un lugar muy distinto el origen de los problemas que enfrentan: el capitalismo es el verdadero problema y de nada sirven los paliativos; no buscan la negociación con los gobiernos y no los consideran los responsables principales de proponer soluciones, más bien plantean distintas lógicas autogestivas para atender la problemática que enfrentan ellos y el bosque. A través de la autonomía y la autogestión, al mismo tiempo que en una primera instancia denuncian y exigen la acción de los responsables –entre ellos los propios gobiernos y sus políticas–, tratan de utilizar todos los recursos legales a su alcance y también los medios de comunicación e intentan cuidar el bosque de la presión y depredación ejercida por los grandes grupos inmobiliarios. Para el Comité Salvabosque, no se puede confiar en los gobiernos, ni el interlocutor es el Estado, sino que se requiere actuar con autonomía en la defensa del bosque El Nixticuil, frente a la maquinaria imparable del sistema económico y político que, a través de las acciones de sus grupos de interés, extiende la ciudad a costa de la vida.
Existen otras múltiples experiencias en nuestra ciudad que tienen que ver con la conservación del mobiliario urbano, con el remozamiento, la autoconstrucción, la rehabilitación de parques urbanos antes descuidados y abandonados; y, en otro ámbito, la producción para el autoconsumo a través de huertos familiares, la creación de espacios para el llamado comercio justo (frente a la proliferación de cada vez más y más grandes centros comerciales), la producción cooperativa, etcétera. Pero, en todos los casos, lo que me parece más importante es la transformación que se está dando en las dinámicas sociales que generan, y al mismo tiempo se recrean, con la construcción de cada una de todas estas experiencias; esto es, la proliferación de otras formas de relacionamiento donde lo colectivo y lo comunitario, lo solidario, vaya ganando cada vez más terreno frente a las prácticas individualistas y egoístas, tan generalizadas en este tiempo.
Para autores como Orozco Barba, se trata de “ciudadanos que se vinculan entre sí para cuidar sus territorios, su cuadra, su barrio, su colonia; para fomentar la bicicleta, los conciertos al aire libre o el arbolado urbano” (Orozco Barba, 2010: 9). Dichas expresiones entran en franca confrontación con los proyectos hegemónicos de ciudad impuestos por gobiernos ineptos y cómplices, y por los grandes y voraces empresarios, especuladores, que lo único que buscan es la ganancia: ya sea que se trate de atender la problemática de la movilidad, de los servicios públicos, de los vocacionamientos de ciertas zonas y los constantes cambios en los usos del suelo negociados al mejor postor, de la construcción de nuevas áreas habitacionales, centros comerciales y de la promoción de otras actividades orientadas al turismo (es decir, buscando satisfacer a los visitantes de las ciudades y al mismo tiempo ignorando las necesidades de quienes las habitan de forma permanente). Un ejemplo más, en el caso de Guadalajara, es el de los Juegos Panamericanos que, como tanto otros, se ha convertido en el gran negocio de unos cuantos.
A manera de conclusión
Sin haber cumplido siquiera medianamente ninguna de sus promesas de antaño, imaginadas o reales, las ciudades llegaron a un punto insostenible: deterioradas en su imagen por la polución, el caos vial, la invasión de publicidad, el desorden en la planeación, la falta de mantenimiento y de generación de nuevas infraestructuras y servicios; por el deficiente y cada vez más privatizado acceso a los servicios más elementales; por la segregación, fragmentación, limitación o eliminación, según el criterio de unos cuantos, del intercambio y la convivencia sociales; por la ruptura de sus espacios y dinámicas comunitarias; marcadas por el despojo y la especulación del suelo urbano, concentrado abusivamente en manos de grandes inmobiliarias y constructoras; por los cambios en los usos del suelo para privilegiar los desarrollos habitacionales de lujo, o los desarrollos comerciales y de servicios para canalizar un nuevo tipo de turismo; por el desplazamiento creciente de poblaciones de los barrios y colonias céntricas y tradicionales hacia los suburbios, las zonas marginales semi-urbanizadas, hacia los cotos cerrados y hacia las más o menos cercanas ciudades dormitorio; por la sobreexplotación y contaminación de sus recursos acuíferos y por la destrucción de los bosques que las alimentan de oxígeno y recargan los mantos freáticos; etcétera.
Si las ciudades, entonces, parecen sentenciadas a desaparecer por el desdibujamiento y la ruptura de sus dinámicas colectivas solidarias, comunitarias; y en ellas ahora impera la fragmentación, el aislamiento, la desconfianza, la inseguridad, la violencia, la criminalidad de todos los días; el desbordamiento de la capacidad estatal para atender las necesidades colectivas; los cambios en el uso y distribución del suelo y de los espacio públicos; etcétera. Pero ¿hay salidas?
Ante este panorama desolador, la puesta en marcha de nuevas formas de construcción de lo urbano abre horizontes de posibilidad que abonan a la discusión de alternativas civilizatorias que no suponen la autodestrucción social. Lo que, al mismo tiempo, exige dar respuesta colectiva a preguntas como las siguientes: ¿Es posible generar nuevos sentidos en la construcción de lo urbano?; ¿es posible frenar la dinámica del crecimiento y del cambio tecnológico, características de los procesos productivos, distributivos y de consumo concentrados en las ciudades?; ¿es posible plantear otras formas de satisfacer las necesidades colectivas elementales, garantizando la reproducción de la vida no solo en las ciudades, sino también en el campo (cuya dinámica se ha visto brutalmente alterada por las exigencias de las ciudades)?; ¿es posible gestionar autónomamente los recursos, autoproducirlos y autoadministrarlos, de forma más equitativa, sin que para ello haya que destruir el equilibrio y ni las posibilidades de autoreproducción ambiental?; ¿es posible organizar una movilidad alternativa, a partir de romper las exigencias eficientistas de la maximización productiva en el menor tiempo posible en todas las esferas de la vida individual y colectiva?; ¿es posible resignificar el espacio público y volverlo a usar colectivamente para beneficio de la comunidad y de las personas que la conforman?; ¿es posible generar una dinámica que disminuya la concentración de personas, de viviendas, de actividades productivas y de servicios, de posibilidades de consumo y, por tanto, de desechos, etcétera, en las ciudades y que, al mismo tiempo, proponga una nueva relación entre lo rural y lo urbano?
A partir de las experiencias y prácticas a las que se hizo referencia y que se están realizando en muchas ciudades de México, América Latina y el mundo entero, podríamos decir, sin caer en un optimismo sin fundamento ni ser ingenuas, que resulta urgente e inevitable realizar una profunda reflexión colectiva respecto de los límites insalvables que representa el desarrollo urbano tal como se ha dado hasta ahora, y que es inminente que repensemos la posibilidad de vivir juntos de otras maneras, bajo otras premisas, bajo otras condiciones.
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Artículo enviado especialmente para su publicación en Herramienta.