12/10/2024

La centralidad del trabajo hoy.

Por Antunes Ricardo , ,

I

 

 Este texto pretende, por un lado, desarrollar algunos significados y dimensiones de los cambios en curso en el mundo del trabajo, así como algunas de las consecuencias (teóricas y empíricas) que se desprenden de estas transformaciones, tales como la pertinencia y la validez, en el mundo contemporáneo, del uso de la categoría trabajo.

 

 

 Como resultado de las transformaciones y metamorfosis en curso en las últimas décadas, particularmente en los países capitalistas avanzados, con repercusiones significativas en los países del Tercer Mundo dotados de una industrialización intermedia, el mundo del trabajo vivió múltiples procesos: de un lado, se verificó una desproletarización del trabajo industrial, fabril, en los países del capitalismo avanzado. En otras palabras, hubo una disminución de la clase obrera industria tradicional. Pero, de otro lado, paralelamente, ocurrió una significativa subproletarización del trabajo, consecuencia de las formas diversas del trabajo parcial, precario, tercerizado, subcontratado, vinculado a la economía informal, al sector de servicios, etc. Se comprobó, entonces, una significativa heterogeneización, complejización y fragmentación del trabajo.
Las evidencias empíricas presentes en varias investigaciones, no nos permiten acordar con la tesis de la supresión o eliminación de la clase trabajadora bajo el capitalismo avanzado, especialmente cuando se constata la prolongación de múltiples formas precarizadas de trabajo. Eso sin mencionar el hecho de que parte sustancial de la clase-que-vive-del-trabajo se encuentra fuertemente radicada en los países intermedios e industrializados, como Brasil, México, India, Rusia, China o Corea, entre tantos otros, donde esta clase desempeña actividades centrales en el proceso productivo.
Al contrario de un adiós al proletariado, tenemos un amplio abanico de agrupamientos y segmentos que componen la clase-que-vive-del-trabajo (Antunes, 1995).
En los países del capitalismo avanzado, la década del 80 presencia profundas transformaciones en el mundo del trabajo, en sus formas de inserción en la estructura productiva, en las formas de representación sindical y política. Fueron tan intensas las modificaciones que incluso se podría afirmar que la clase-que-vive-del-trabajo presenció la más aguda crisis de este siglo, que afectó no sólo su materialidad, sino que tuvo profundas repercusiones en su subjetividad, como también, en el íntimo relacionamiento entre estos niveles, afectó su forma de ser. Década de gran salto tecnológico, la automatización y las grandes transformaciones organizacionales invadieron el universo fabril, insertándose y desarrollándose en las relaciones de trabajo y de producción del capital. Se vive, en el mundo de la producción, un conjunto de experimentos más o menos intensos, más o menos consolidados, más o menos presentes, más o menos tendenciales, más o menos embrionarios. El fordismo y el taylorismo ya no son los únicos, se mezclan con otros procesos productivos (neofordismo, neotaylorismo), y en algunos casos hasta son sustituidos, como la experiencia japonesa del “toyotismo” nos permite constatar.
Emergen nuevos procesos de trabajo, donde el cronómetro y la producción en serie son sustituidos por la flexibilización de la producción, por nuevos patrones de búsqueda de productividad, por nuevas formas de adecuación de la producción a la lógica del mercado. Se ensayan modalidades de desconcentración industrial, se procuran patrones de gestión de la fuerza de trabajo, de los cuales los procesos de “calidad total” son expresiones visibles, no sólo en el mundo japonés sino también en varios países del capitalismo avanzado y del Tercer Mundo industrializado. El “toyotismo” penetra, se mezcla e incluso sustituye, en varias partes, el patrón taylorismo-fordismo (sobre esta polémica, ver, entre otros: Murray, 1983; Sabel y Piore, 1984; Clarke, 1991; Annunziato, 1989; Harvey, 1992; Coriat, 1992a y 1992b; Gounet, 1991 y 1992; Amin, 1996).
Se presencian formas transitorias de producción, cuyos desdoblamientos son también agudos en lo referido a los derechos del trabajo. Estas son desregulaciones, flexibilizaciones, de modo de dotar al capital del instrumental necesario para adecuarse a su nueva fase.
Estas transformaciones presentes, o en curso, en mayor o en menor escala, dependiendo de innumerables condiciones económicas, sociales, políticas, culturales, étnicas, etc., de los diversos países donde son vivenciadas, penetran a fondo en el proletariado industrial tradicional, acarreando metamorfosis en el trabajo.
La crisis afecta fuerte también el universo de la conciencia, de la subjetividad de los trabajadores, de sus formas de representación, de las cuales los sindicatos son una expresión (ver Antunes, 1995; Beynon, 1995; Fumagalli, 1996; McIlroy, 1997). ¿Cuáles fueron las consecuencias más evidentes que merecen mayor reflexión? ¿La clase-que-vive-del-trabajo estaría desapareciendo? (Gorz, 1982).
Comenzamos inicialmente afirmando que se pueden apreciar múltiples procesos. De un lado se verificó una desproletarización del trabajo industrial, fabril, manual, especialmente, aunque no sólo, en los países del capitalismo avanzado. En otras palabras, hubo una disminución de la clase obrera industrial tradicional. Se puede presenciar también un significativo proceso de subproletarización intensificado, presente en la expansión del trabajo parcial, precario, temporario, que señala una sociedad dual en el capitalismo avanzado.
Se efectivizó una expresiva “tercerización” del trabajo en diversos sectores de servicios; se verificó una significativa heterogeneización del trabajo, expresada a través de la creciente incorporación del contingente femenino en el mundo obrero. En síntesis: hubo desproletarización del trabajo manual, industrial y fabril; heterogeneización, subproletarización y precarización del trabajo. Disminución del proletariado industrial tradicional y aumento de la clase-que-vive-del-trabajo.
Vamos a dar algunos ejemplos de estas tendencias, de este múltiple proceso en el mundo del trabajo. Comencemos por la cuestión de la desproletarización del trabajo manual, fabril, industrial. Tomemos el caso de Francia: en 1962, el contingente obrero era de 7.488.000. En 1975, ese número llegó a 8.118.000 y en 1989 se redujo a 7.121.000. Mientras en 1962 representaba el 39% de la población activa, en 1989 ese índice bajó a hasta 29,6% (Bihr, 1990; 1991, 87/108).
Se puede decir que “en los principales países industrializados de Europa Occidental, los trabajadores efectivos, ocupados en la industria, representaban cerca del 40% de la población activa al comenzar los años 40. Hoy, su proporción se sitúa cerca del 30%. Se prevé que bajará a 20 o 25% al comienzo del próximo siglo (Gorz, 1990b y 1990). Estos datos evidencian una nítida reducción del proletariado fabril, industrial, manual, en los países de capitalismo avanzado, sea en el transcurso del cuadro recesivo, sea especialmente en función de la automatización, de la robótica y de los múltiples procesos de flexibilización.
Hay, paralelamente a esa tendencia, una significativa expansión, heterogeneización y complejización de la clase-que-vive-del-trabajo, dada por la subproletarización del trabajo, presente en las formas del trabajo precario, parcial, etc. A título de ilustración: tomando el período de 1982 a 1998, mientras se dio en Francia una reducción de 501.000 empleos de tiempo completo, hubo un aumento de 111.000 empleos de tiempo parcial (Bihr, 1990; 1991; 88/89). O sea, mientras varios países del capitalismo occidental avanzado vieron decrecer los empleos de tiempo completo, paralelamente asistieron a un aumento de las formas de subproletarización, a través de la expansión de los trabajadores parciales, precarios, temporarios.
Gorz agrega que aproximadamente 35 a 50% de la población activa británica, francesa, alemana y americana se encuentra desempleada o desarrollando trabajos precarios, parciales, indicando la dimensión de aquello que correctamente se llama la sociedad dual (Gorz, 1990a e 1990).
Del incremento de la fuerza de trabajo que se subproletariza, un segmento llamativo está compuesto por mujeres. De los 111.000 empleos parciales generados en Francia entre 1982 y 1988, 83% fueron llenados por la fuerza de trabajo femenina (Bihr, 1990; 1991; 89). Se puede decir que el contingente femenino se ha expandido en diversos países en los que la fuerza de trabajo femenina representa -en promedio- cerca del 40%, o más, del conjunto de la fuerza de trabajo (ver, sobre el caso inglés, Beynon, 1995).
Del mismo modo, hay un intenso proceso de asalariamiento del sector servicios, que llevó a la constatación de que en las “investigaciones sobre la estructura y las tendencias de desarrollo de las sociedades occidentales altamente industrializadas, encontramos, de un modo cada vez más frecuente, su caracterización como ‘sociedad de servicios’. Eso se refiere al crecimiento relativo y absoluto del ‘sector terciario’, esto es, ‘del sector servicios’” (Offe, Berger, 1991, 11).
Hay, en tanto, otras consecuencias importantes que son resultados de la revolución tecnológica: paralelamente a la reducción cuantitativa del proletariado tradicional, se da una alteración cualitativa en la forma de ser del trabajo. La reducción de la dimensión variable del capital, resultado del crecimiento de su dimensión constante -o, en otras palabras, la sustitución del trabajo vivo por el trabajo muerto- ofrece, como tendencia, la posibilidad de conversión del trabajador en supervisor y regulador del proceso de producción, conforme a la abstracción marxista presente en los Grundrisse (Marx, 1974). Por tanto, se puede constatar que, para Marx, había una imposibilidad de esta tendencia a ser plenamente efectivizada bajo el capitalismo, dada la vigencia de la ley del valor (ídem, Marx, 1974).
Por lo tanto, bajo el impacto tecnológico, hay una posibilidad planteada por Marx al interior del proceso de trabajo, que se configura por la presencia de la dimensión más cualificada en parcelas del mundo del trabajo, por la intelectualización del trabajo en el proceso de creación de valores, realizado por el conjunto del trabajo social combinado. Esto permitió a Marx decir: 
[...] con el desarrollo de la subsunción del trabajo real al capital o del modo de producción específicamente capitalista, no es el obrero industrial, sino una creciente capacidad de trabajo socialmente combinada que se convierte en agente real del proceso de trabajo total, y como las diversas capacidades de trabajo que cooperan y forman una máquina productiva participan de manera muy diferente en el proceso inmediato de formación de mercancías, o mejor, de los productos -éste trabaja más con las manos, aquel trabaja más con la cabeza, uno como director (manager), ingeniero (engineer), técnico, etc., otro como capataz (overlooker), otro como operario manual directo, o inclusive como simple ayudante-, tenemos que más y más funciones de la capacidad del trabajo forman parte del concepto inmediato de trabajo productivo, y sus agentes en el concepto de trabajadores productivos, directamente explotados por el capital, subordinados en general a su proceso de valorización y producción. Si se considera el trabajador colectivo, cuyo oficio es la oficina, su actividad combinada se realiza materialmente (materialiter) y de manera directa en un producto tal que, al mismo tiempo, es un volumen total de mercancías; es absolutamente indiferente que la función de tal o cual trabajador -simple eslabón de ese trabajo colectivo- esté más próximo o más distante del trabajo manual directo.[1]
 
Eso evidencia que, inclusive en la contemporaneidad, “la comprensión del desarrollo y de la auto-reproducción del modo de producción capitalista es completamente imposible sin el concepto de capital social total [...]. Del mismo modo, es completamente imposible comprender los múltiples y agudos problemas del trabajo, tanto nacionalmente diferenciado como socialmente estratificado, sin que se tenga siempre presente el necesario cuadro analítico apropiado: a saber, el irreconciliable antagonismo entre capital social total y la totalidad del trabajo.” (Mészáros, 1995; 891). Claro que este antagonismo es particularizado en función de las circunstancias socioeconómicas locales, de la inserción de cada país en la estructura global de la producción del capital y la mutualidad relativa del desarrollo socio-histórico global (ídem, 1995; 891).
Por todo esto, hablar de supresión del trabajo bajo el capitalismo, aparece como carente de mayor fundamentación, empírica y analítica; evidencia mayor cuando se constata que dos tercios de la fuerza de trabajo se encuentra en el Tercer Mundo industrializado e intermedio (incluida China) y donde las tendencias apuntadas tienen un ritmo particularizado.
Lo que de hecho parece ocurrir es un cambio cuantitativo (reducción del número de obreros tradicionales), una alteración cualitativa que es bipolar (el trabajador se torna, en algunas ramas, más calificado, “supervisor y vigilante el proceso de producción”). En el otro extremo de la bipolarización, se tiene la constatación de que se descalificó intensamente en varios ramos, disminuyó en otros, como el minero y el metalúrgico. Hay, por tanto, una metamorfosis en el universo del trabajo, que varía de rama en rama, de sector en sector, etc., que configura un proceso contradictorio, que cualifica en algunas ramas y descualifica en otras (Lojkine, 1990 y 1995; Freyssenet, 1989). Entonces, se complejizó, heterogeneizó y fragmentó el mundo del trabajo.
Se puede constatar, por tanto, de un lado, un efectivo proceso de intelectualización del trabajo manual. De otro, y en sentido inverso, una descalificación, más aún, subproletarización, manifiesta en el trabajo precario, informal, temporario, etc. Si es posible decir que la primera tendencia sería la más coherente y compatible con el avance tecnológico, la segunda ha sido una constante en el capitalismo de nuestros días, dada su lógica destructiva, lo que muestra que ni el proletariado desaparecerá tan rápidamente en lo que es fundamental, ni es posible visualizar, incluso en el universo más distante, la eliminación de la clase-que-vive-del-trabajo.
 
 
II
 
Las indicaciones hechas más arriba, de manera sintética, nos permiten, en la segunda parte de este ensayo, problematizar algunas tesis presentes en los críticos de la “sociedad del trabajo”, así como ofrecer un esbozo analítico para el entendimiento de esta problemática. ¿De cuál crisis de la “sociedad del trabajo” se trata?
 
Al contrario de aquellos autores que defienden la pérdida de la centralidad de la categoría trabajo en la sociedad contemporánea, las tendencias en curso, bien en dirección a una mayor intelectualización del trabajo fabril o a un incremento del trabajo cualificado, bien en dirección a la descualificación o a su subproletarización, no permiten concluir que haya una pérdida de centralidad en el universo de una sociedad productora de mercancías. Aunque se presencia una reducción cuantitativa (con repercusiones cualitativas) en el mundo productivo, el trabajo abstracto cumple un papel decisivo en la creación de valores de cambio. La reducción del tiempo físico de trabajo en el proceso productivo, así como la reducción del trabajo manual directo y la ampliación del trabajo más intelectualizado, no niegan la ley del valor, cuando se considera la totalidad del trabajo, la capacidad de trabajo socialmente combinada, el trabajador colectivo como expresión de múltiples actividades combinadas.
Cuando se habla de la crisis de la sociedad el trabajo, es absolutamente necesario calificar la dimensión de la que se está tratando: si es una crisis de la sociedad del trabajo abstracto (como sugiere Robert Kurz, 1992) o si se trata de una crisis del trabajo también en su dimensión concreta, en cuanto elemento estructurante del intercambio social entre los hombres y la naturaleza (como sugieren Offe, 1989; Gorz, 1982, 1990 y 1990a, y Habermas, 1987, entre tantos otros).
En el primer caso (el de la crisis de la sociedad del trabajo abstracto), hay una diferenciación que nos parece decisiva y que en general ha sido tratada negligentemente. La cuestión esencial aquí es: la sociedad contemporánea, ¿es o no predominantemente movida por la lógica del capital, por el sistema productor de mercancías? Si la respuesta fuera afirmativa, la crisis del trabajo abstracto solamente podrá ser entendida como la reducción del trabajo vivo y la ampliación del trabajo muerto.
La variante crítica minimiza, y en algunos casos termina concretamente por negar la prevalencia y la centralidad de la lógica capitalista de la sociedad contemporánea, al defender gran parte de sus formuladores el rechazo del papel central del trabajo, tanto en su dimensión abstracta, que crea valores de cambio -pues estos ya no serán más decisivos hoy- como en su dimensión concreta, por el hecho de que ésta no tendría mayor relevancia en la estructuración de una sociabilidad emancipada y de una vida llena de sentido. Así, tanto por su cualificación como sociedad de servicios, posindustrial y poscapitalista, como por la vigencia de una lógica institucional tripartita, vivenciada por la acción pactada entre el capital y los trabajadores y el Estado, nuestra sociedad contemporánea, menos mercantil, más contratacionista o más consensual, ya no sería más regida por la lógica del capital.
 
Habermas hace una síntesis más articulada de esta tesis:
 
La utopía de la sociedad del trabajo perdió su fuerza persuasiva (...) Sobre todo, la utopía perdió su punto de referencia en la realidad: la fuerza estructuradora y socializadora del trabajo abstracto. Claus Offe compiló convincentes ‘indicaciones de la fuerza objetivamente decreciente de factores como el trabajo, la producción, el lucro en la determinación de la constitución y el desarrollo de la sociedad en general’.[2]
 
 Y, después de referirse favorablemente a la obra de Gorz, agrega,
 
Corazón de la utopía, la emancipación del trabajo heterónomo se presentó, entonces, bajo otra forma en la proyección socio-estatal. Las condiciones de la vida emancipada y digna del hombre ya no deben resultar directamente de una mudanza en las condiciones de trabajo, esto es, de una transformación del trabajo heterónomo en autoactividad.[3]
 
Cuando Habermas se refiere a la dimensión abstracta del trabajo se evidencia en esta vertiente interpretativa que el trabajo no tiene más potencialidad estructurante, ni en el universo de la sociedad contemporánea, como trabajo abstracto, ni como fundamento de una“utopía de la sociedad del trabajo”, como trabajo concreto, pues “los acentos utópicos se movieron del concepto de trabajo hacia el concepto de comunicación” (Habermas, 1989; 68. Ver Méda, 1995; 220).
Creemos que sin la decisiva y precisa incorporación de la distinción entre trabajo concreto y trabajo abstracto, cuando se dice “adiós al trabajo”, se comete una fuerte equivocación analítica, pues se considera de una manera un fenómeno que tiene doble dimensión.
 
En cuanto creador de valores de uso, cosas útiles, forma de intercambio entre el ser social y la naturaleza, no nos parece plausible concebirse, en el universo de la sociedad humana, la extinción del trabajo social. Si es posible visualizar, más allá del capital, la eliminación de la sociedad del trabajo abstracto -acción ésta naturalmente articulada con el fin de la sociedad productora de mercancías- es algo ontológicamente distinto suponer o concebir el fin del trabajo como actividad útil, como actividad vital, como elemento fundador, protoforma de la actividad humana. En otras palabras: una cosa es concebir, con la eliminación del capitalismo, también el fin del trabajo abstracto, del trabajo extrañado; otra, muy distinta, es concebir la eliminación, en el universo de la sociedad humana, del trabajo concreto, que crea cosas socialmente útiles y que, al hacerlo, (auto)transforma a su propio creador. Una vez que se conciba al trabajo desprovisto de esta su doble dimensión, sólo resta identificarlo como sinónimo de trabajo abstracto, trabajo extrañado o fetichizado. La consecuencia que surge de esto es, entonces, en la mejor de las hipótesis, imaginar una sociedad de “tiempo libre”, con algún sentido, pero que conviva con las formas existentes de trabajo extrañado y fetichizado.
Nuestra hipótesis es la de que, a pesar de la heterogeneización, complejización y fragmentación de la clase obrera, la posibilidad de una efectiva emancipación humana aún puede ser concretada y viabilizada socialmente a partir de revueltas y rebeliones que se originan centralmente en el mundo del trabajo; un proceso de emancipación simultáneamente del trabajo, en el trabajo y por el trabajo. Esto no excluye ni suprime otras formas importantes de rebeldía y contestación. Pero, viviendo en una sociedad que produce mercancías, valores de cambio, las revueltas del trabajo tienen estatuto de centralidad.
Todo un amplio abanico de asalariados que comprende el sector servicios, además de los trabajadores “tercerizados”, los trabajadores del mercado informal los “trabajadores domésticos”, los desempleados, o los subempleados, etc., pueden sumarse a los trabajadores directamente productivos y por eso, actuando como clase, constituirse en segmento social dotado de mayor potencialidad anticapitalista. Del mismo modo, la lucha ecológica, los movimientos feministas y tantos otros nuevos movimientos sociales, tienen mayor vitalidad cuando consiguen articular sus reivindicaciones singulares y auténticas con la denuncia a la lógica destructiva del capital -en el caso del movimiento ecologista- y del carácter fetichizado, extrañado y desrealizador del género humano, generado por la lógica societal del capital -en el caso del movimiento feminista- (ver Antunes, 1995; Mészáros, 1995 y Bihr, 1991).
Esa posibilidad depende, evidentemente, de las particularidades socioeconómicas de cada país, de su inserción en la división internacional del trabajo, así como de la propia subjetividad de los seres sociales que viven del trabajo, de sus valores políticos, ideológicos, culturales, de género, etc.
Al contrario, entonces, de la afirmación del fin del trabajo o de la clase trabajadora hay otro punto que nos parece más pertinente, incitante y de enorme importancia: en los embates desencadenados por los trabajadores y los segmentos sociales excluidos, que el mundo ha presenciado, ¿es posible detectar mayor potencialidad, inclusive centralidad, en los estratos más cualificados de la clase trabajadora, en aquellos que vivencian una situación más “estable” y que tienen, consecuentemente, mayor participación en el proceso de creación de valor? O, por el contrario, ¿se encuentra el polo más fértil de acción exactamente en aquellos segmentos sociales más excluidos, en los estratos más subproletarizados? Se sabe que aquellos segmentos más cualificados, más intelectualizados, que se desenvolvieron junto con el avance tecnológico, por el papel central que ejercen en el proceso de creación de valores de cambio, podrían estar dotados, al menos objetivamente, de mayor potencialidad anticapitalista. Pero contradictoriamente, estos sectores más cualificados vienen a ser exactamente aquellos que son objeto del intenso proceso de manipulación, al interior del espacio productivo y del trabajo. Pueden experimentar, por eso, subjetivamente, mayor envolvimiento y sujeción por parte del capital, de lo cual la tentativa de manipulación elaborada por el toyotismo es la mejor expresión. Recuérdese el lema de la “Familia Toyota” en el inicio de los años 50: “Proteja la empresa para defender la vida” (Antunes, 1995; 25). Por otro lado, sectores de trabajadores más calificados son igualmente susceptibles, especialmente en los países avanzados, por acciones pautadas desde concepciones de inspiración neocorporativa.
En contrapartida, el enorme abanico de trabajadores precarios, parciales, temporarios, etc., que denominamos subproletariado, en conjunto con el enorme contingente de desempleados, por su mayor distanciamiento (o inclusive exclusión) del proceso de creación de valores tendrían, en el plano de la materialidad, un papel de menor relieve en las luchas anticapitalistas. Por eso, su condición de desposeídos y excluidos los coloca potencialmente como un sujeto social capaz de asumir acciones más osadas, una vez que estos segmentos sociales no tienen más nada que perder en el universo de la sociabilidad del capital. Su subjetividad podrá ser, por tanto, más propensa a la rebeldía.
Las recientes huelgas y las explosiones sociales, presenciadas por los países capitalistas avanzados, especialmente en esta primera mitad de la década de los 90, se constituyen en importantes ejemplos de las nuevas formas de confrontación social contra el capital. Podemos ejemplificar con la explosión de Los Angeles, la rebelión de Chiapas en México, la emergencia del Movimiento de Trabajadores Sin Tierra (MST) en Brasil. O también con las innumerables huelgas ampliadas de los trabajadores, como las de las empresas públicas de Francia en noviembre-diciembre de 1995; la larga huelga de trabajadores portuarios en Liverpool, desde 1995; la huelga de cerca de dos millones de metalúrgicos en Corea del Sur en 1997, contra la precarización y la flexibilización del trabajo. Más aún, con la reciente huelga de los transportistas de la United Parcel Force, en agosto de 1997, con 185.000 paralizados, articulando una acción conjunta entre trabajadores part-time y full-time (Ver Petras, 1997; Dussel, 1995; Soon, 1997 y Levredo, 1997). Estas acciones, entre tantas otras, muchas veces mezclando elementos de estos polos de la “sociedad dual”, se constituyen en importantes ejemplos de esas nuevas confrontaciones.
 
El capitalismo, en cualquiera de sus variantes contemporáneas, desde la experiencia sueca a la japonesa, desde la alemana a la norteamericana, para no hablar del Tercer Mundo, a pesar de sus diferencias, no fue capaz de eliminar las múltiples formas de manifestaciones de extrañamiento. Más bien, en muchos casos, se dio un proceso de intensificación y mayor interiorización en la medida en que se minimizó la dimensión más explícitamente despótica, intrínseca al fordismo, en beneficio del “involucramiento manipulatorio” de la era del toyotismo o del modelo japonés. Si el extrañamiento es entendido como la existencia de barreras sociales, que se oponen al desenvolvimiento de la individualidad en dirección a la omnilateralidad humana, a la individualidad emancipada, el capitalismo de nuestros días, al mismo tiempo, con el avance tecnológico de por medio, potenció las capacidades humanas, hizo emerger crecientemente el fenómeno social del extrañamiento, en la medida en que este desenvolvimiento de las capacidades humanas no produjo necesariamente el desarrollo de una subjetividad llena de sentido, sino al contrario, “puede desfigurar, envilecer, etc., la personalidad humana”. Esto porque al mismo tiempo en que el desarrollo tecnológico puede provocar “directamente un crecimiento de la capacidad humana”, puede también “en este proceso sacrificar los individuos (inclusive hasta clases enteras)” (Lukacs, 1981; 562).
La presencia de bolsones de miseria en el corazón del “Primer Mundo”, a través de la brutal exclusión social, de las explosivas tasas de desempleo estructural, de la eliminación de innumerables profesiones en el interior del mundo del trabajo como resultado del incremento tecnológico vuelto exclusivamente hacia la creación de valores de cambio, son apenas algunos de los ejemplos más salientes y directos de las barreras sociales que obstan, bajo el capitalismo, la búsqueda de una vida llena de sentido y emancipada para el ser social que trabaja. Se evidencia, de ese modo, que el extrañamiento es un fenómeno exclusivamente histórico-social, que en cada momento de la historia se presenta de formas siempre diversas, y que por eso no puede ser jamás considerado como una condición humana, como un rasgo natural del ser social (Lukacs, 1981; 559).
Se sabe que las diversas manifestaciones del extrañamiento afectan, en la contemporaneidad, más allá del espacio de la producción, aún más intensamente la esfera del consumo, la esfera de la vida fuera del trabajo, haciendo del tiempo libre, en buena medida, un tiempo también sujeto a los valores del sistema productor de mercancías. El ser social que trabaja debe tener solamente lo necesario para vivir, pero, constantemente, deber ser inducido a querer vivir para tener, o soñar con nuevos productos, operándose así una enorme reducción de las necesidades del ser social que trabaja (Heller, 1978; 64/65).
Creemos, al contrario de aquellos que defienden la pérdida del sentido y del significado del fenómeno del extrañamiento (Entfremdung o “alienación”, como es comúnmente denominada) en la sociedad contemporánea, que los cambios en curso en el proceso de trabajo, a pesar de algunas alteraciones experimentadas, no eliminarán los condicionamientos básicos de este fenómeno social, lo que hace que las acciones desencadenadas en el mundo del trabajo contra las diversas manifestaciones del extrañamiento de las fetichizaciones tengan aún enorme relevancia en el universo de la sociabilidad contemporánea.
Por lo tanto, contrariamente a las formulaciones que preconizan el fin de las luchas sociales entre las clases, es posible reconocer en la sociedad contemporánea la persistencia de los antagonismos entre el capital social total y la totalidad del trabajo, aunque esto esté particularizado por los innumerables elementos que caracterizan la región, país, economía o sociedad, su inserción en la estructura productiva global, etc. (Mészáros, 1995, 891), así como rasgos de la cultura, género, etnia, etc. Dado el carácter globalizado y mundializado del capital, se torna necesario aprehender también las particularidades y singularidades presentes en las confrontaciones entre las clases sociales, tanto en los países avanzados, como en aquellos que no están directamente en el centro del sistema y de la cual toman parte una gama significativa de países intermediarios e industrializados, como sucede con Brasil. Pero eso nos alargaría demasiado y está más allá de los límites de este texto.
 
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El texto que presentamos: “La centralidad del trabajo hoy”, enviado por el profesor Antunes a la redacción de la revista Herramienta, fue el tema central del Seminario sobre el trabajo y de las conferencias que realizó en la Argentina, entre los días 20 y 28 de setiembre de 1998.

 


[1] Marx, 1994, 443/444
[2] Habermas, 1989; 53
[3] Habermas, 1989; 54

 

 

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