08/12/2024
Por Castillo José
El gobierno del Frente de Todos entra en el último tercio de su mandato sumido en una profunda crisis. La Argentina lleva una larguísima fase histórica de retroceso económico y decadencia social. Un PBI per cápita estancado en los últimos diez años, que en una curva más larga se remonta al último medio siglo. Índices de pobreza que se incrementan desde el 4% de 1974 hasta números cercanos al 40% en la actualidad, desocupación estructural y marginación social creciente ¿Cuál es la causa de todo esto?
El régimen de acumulación de valorización o hegemonía y la inserción argentina en la crisis crónica de la economía mundial
La actual crisis es sólo un capítulo del modo en que viene funcionando la acumulación del capital en la argentina desde mediados de la década del 70, con el derrumbe definitivo del régimen de acumulación sustitutivo de importaciones que había preponderado en los 50 años previos. Todas las crisis que abrieron a posteriori no son más que consecuencias de la continuidad de este nuevo régimen de acumulación, al que se lo suele denominar como de “hegemonía” o “valorización financiera”. Más allá de las distintas políticas económicas llevadas adelante por los diferentes gobiernos.
En general hay acuerdo en señalar la continuidad de este régimen de acumulación de valorización financiera entre mediados de los 70 y la crisis de 2001. Las coincidencias no son tantas al afirmar que sigue vigente en el siglo XXI. Evidentemente, lo que está en discusión es la valorización de las políticas económicas del período kirchnerista (2003-2015). Nuestra postura será que, más allá de las obvias diferencias con respecto a programas económicos como el de la dictadura, el menemismo o, posteriormente, el macrismo, durante los doce años kirchneristas no se rompieron los elementos estructurales que conforman el régimen de acumulación de valorización financiera. Esa continuidad fue la que permitió la facilidad con que el macrismo retomó los elementos más regresivos de dicho régimen y los agravó. Ahí está el origen de la crisis actual.
Repasemos las características básicas que definen dicho régimen. Lo primero y principal es la particular vinculación del capitalismo argentino con la economía mundial. No es casual que el final de régimen sustitutivo de importaciones coincida con la crisis mundial de los años setenta. Muestra el carácter profundamente dependiente y subordinado de nuestra economía al capitalismo imperialista.
Las crisis económicas se expresaron siempre bajo la forma de crisis externas. Hasta los años 70 del siglo pasado, las fluctuaciones de los precios de las mercancías exportables por la Argentina, y el cierre o apertura de mercados para estos bienes, definían los límites de la política económica. Durante la sustitución de importaciones se dieron crisis periódicas de balanza comercial, que se las conoció como de “stop and go”. Los límites dependientes de la economía argentina se expresaban así por lo que aún hoy se suele denominar la “brecha externa”. Desde fines de los años 50 en adelante, una parte importante de estos problemas se expresaron no exclusivamente por dicha balanza. La remisión de utilidades a casas matrices por parte de las empresas transnacionales, así como el pago de royalties y patentes aportaban en la conformación de dicha brecha.
En el régimen de acumulación de valorización financiera, la brecha externa asume otra forma. Las podemos denominar crisis de “stop and crash”: las de 1980-82, 1989 o 2001 fueron infinitamente más agudas y con consecuencias políticas, económicas y sociales más graves que las anteriores.
Lo determinante ahora pasó a ser la entrada o salida de capitales financieros de tipo especulativo. Muy rápidamente se generó una gigantesca deuda externa que actúa como el limitante decisivo de la trayectoria de nuestra economía. Este es el elemento central, definitorio a nuestro entender, de la continuidad del régimen de valorización financiera.
Que se expresa también en otras manifestaciones: desindustrialización, extranjerización y fuerte concentración del capital. A ello sumémosle las consecuencias sociales de este régimen: una espectacular traslación de ingresos desde el trabajo hacia el capital, la aparición del desempleo estructural y la agudización de la pobreza.
La crisis de fines de 2001, y en particular, la rebelión popular de entonces modificó fuertemente la relación de fuerzas. Todo trastabilló en esos meses. Sin embargo, por cuestiones que exceden este artículo, se produjo luego una cierta reconstitución del capitalismo argentino y de sus gobiernos.
Mucho se ha discutido sobre cómo se dio la recuperación económica desde mediados de 2002. El kirchnerismo insistirá en que fue producto de sus políticas expansivas. Otros autores pondrán énfasis en una coyuntura mundial con altos precios de las commodities que exporta nuestro país. Un tercer factor, fue el fenomenal ajuste que implicó la devaluación de enero de 2002, que le permitió a la burguesía recomponer rápidamente sus ganancias.
Todos estos elementos tienen que ser ponderados. Pero para nosotros lo determinante fue la suspensión de una parte sustancial de los pagos de la deuda externa entre diciembre de 2001 y fines de 2005.
La continuidad del régimen de acumulación durante el kirchnerismo
El kirchnerismo ha insistido en que produjo un quiebre cualitativo con respecto al período anterior. No acordamos con esta afirmación. No se rompió el proceso de desindustrialización (más allá de una recuperación con respecto a lo más agudo de la crisis de 2001). La valorización del capital siguió estando centrada en lo financiero (como reconoció la propia Cristina Fernández refiriéndose a las ganancias de los bancos durante el período). Se mantuvo y aún más se profundizó la extranjerización, concentración y centralización del capital. Y el mercado de trabajo siguió estando fuertemente flexibilizado con un altísimo porcentaje de trabajo informal y tercerizado, y una masa permanente en desempleo estructural. La recuperación salarial que se dio en los primeros años empezó a partir de 2006 a ser recortada por un creciente proceso inflacionario.
Y, lo más importante, no se dio el “desendeudamiento” propagandizado el kirchnerismo. En 2003 la deuda ascendía a 190.000 millones de dólares, se pagó en efectivo 200.000 millones durante los doce años y culminó 2015 con un endeudamiento de 240.000 millones de dólares. A partir de fines de 2005 se retomaron los pagos y lentamente se fue dando un creciente proceso de endeudamiento. Que la deuda pública haya pasado a estar nominada mayoritariamente en pesos, no implica que no estuviera a la vez fuertemente extranjerizada en la cartera de los poseedores de esos bonos.
El macrismo y la profundización de los rasgos más regresivos del régimen de acumulación
El macrismo motorizó un fuerte ingreso de capitales puramente especulativos. La reversión del ciclo a partir de abril de 2018 dio comienzo a la crisis actual. Así, incrementó la deuda en 150.000 millones de dólares y fomentó una fuga de un monto similar. El acuerdo con el FMI, inédito por el monto (45.000 millones de dólares) y la corrida cambiaria que tuvo su último capítulo tras las PASO de agosto de 2019, marcaron el límite a que debía enfrentarse el nuevo gobierno, con una situación recesiva y salarios y jubilaciones cayendo fuertemente desde 2018.
La velocidad con que el macrismo fue capaz de reconstruir y profundizar los aspectos más regresivos del régimen de acumulación de valorización financiera son la mejor demostración de la continuidad de este.
El gobierno del Frente de Todos
Alberto Fernández llegó al gobierno prometiendo que era posible una renegociación “progresista” y que abriera un horizonte despejado de varios años, tanto con los acreedores privados como con el FMI. Mencionaba además el lanzamiento de un shock de consumo reactivador. Nada de eso sucedió.
El presidente se mostraba como un piloto de tormentas experimentado, con el currículum de haber sido jefe de gabinete de Néstor Kirchner en el período en que se produjo la reactivación de la economía tras la crisis de 2001. Pero omitía que ello había sido posible porque en ese entonces no se estaba pagando una porción sustancial de la deuda externa: los superávits gemelos (fiscal y de balanza de pagos) y el incremento de reservas en esos años eran un producto de ese acontecimiento.
En 2019 era absolutamente distinto. El gobierno del Frente de Todos ni siquiera se planteó una moratoria mientras se renegociaba la deuda. Por el contrario, cumplió a rajatabla todo el exigente cronograma de pagos, asumiendo ya en una situación complicada de reservas. Las negociaciones “progresistas”, con acreedores “comprensivos” y con un FMI “distinto”, eran pura fantasía, como se verificó más adelante.
El período pre-pandémico (diciembre 2019-marzo 2020)
El gobierno del Frente de Todos insiste en que su plan de “redistribución” y reactivación se truncó por la pandemia. Sin embargo, en los cuatro meses previos a esta, las políticas económicas estuvieron fuertemente alienadas al objetivo central de la renegociación con los acreedores privados y el FMI.
Así, se modificó la ley jubilatoria para mostrar al establishment internacional la capacidad de reducir la masa del gasto jubilatorio. El supuesto shock de ingresos se fue diluyendo y terminó prácticamente en la nada. El centro del accionar del nuevo ministro de Economía, y así se lo presentó, fue abocarse con exclusividad a la renegociación de la deuda.
La pandemia y el acuerdo con los acreedores privados (2020)
Al hacerse un análisis fino de las políticas implementadas durante la pandemia, se observa un sesgo hacia una sistemática apropiación por parte de los grandes empresarios de los beneficios de las políticas económicas implementadas. Así el pago de una parte de los salarios por parte del estado, con la contrapartida de la prohibición de despidos, terminó en empresas que aprovecharon esa financiación (que les redujo los costos), pero luego, por diversos mecanismos, igual llevaron adelante las cesantías (el caso más escandaloso fue el de LAN Argentina).
El IFE, única política que se dirigía directamente a manos del pueblo trabajador, fue claramente insuficiente, tanto en su monto como en la periodización de su entrega. Por contrapartida, tras una larga discusión, el impuesto a las grandes fortunas terminó en una tibia medida que no llegó a mover la realidad de un agudo proceso de redistribución regresiva del ingreso.
El ministro Guzmán finalmente alcanzó un acuerdo con los acreedores privados. Fue “vendido” como un gran negocio para nuestro país por la quita obtenida y como lo que abría una ventana para dedicarse plenamente a la redistribución de la riqueza y el desarrollo. La realidad fue que, luego de culminada la negociación, no se resolvió nada en términos de “incertidumbre” de los mercados (de hecho, se dio una primera corrida cambiara en octubre/noviembre de 2020), al poco tiempo los bonos canjeados ya cotizaban a precios de default y, lo más grave, a partir de julio de 2021 ya hubo que empezar a destinar divisas a los pagos de este acuerdo.
El año del rebote, los pagos al FMI y la profundización de la brecha social (2021)
2021, tras la pandemia, fue el año en que el PBI creció a valores similares a los que había retrocedido el año anterior. Sin embargo, se mantuvo un deterioro sostenido de la distribución del ingreso. En concreto, los puestos de trabajo formales que se perdieron durante la pandemia (150.000 en la industria) de hecho no se recuperaron, siendo reemplazados por otros tantos mucho más precarizados y con menores salarios.
Las políticas sociales, aún limitadas, que se habían puesto en marcha durante la pandemia, se discontinuaron (el caso más paradigmático fue el IFE). La manifestación política de todo esto se vio en las elecciones de medio término, con la derrota del oficialismo, y en particular con su reducción de votos en el conurbano bonaerense.
El acuerdo con el Fondo y la crisis de reservas
El pacto con el FMI comenzó a discutirse en septiembre de 2020, y continuó durante todo el 2021. En el medio, se siguieron pagando todos los vencimientos. Incluso cuando este giró un monto de DEGs (Derechos Especiales de Giro) para atender a las consecuencias de la pandemia, el gobierno decidió utilizarlos para cumplir con los compromisos con el propio Fondo. La fragilidad de las reservas, que ya venía desde el mismo comienzo del gobierno, se fue agudizando por el drenaje que generaban estos pagos, sumados a la endémica fuga de divisas.
Hasta diciembre de 2021 de insistió con la posibilidad de lograr un acuerdo “progresista”, se hablaba de llevarlo “a 20 años”, “sin exigencias de ajuste” y “con quita”, al menos de la sobretasa de intereses. Nada de esto sucedió. La evidencia de que se iba a un acuerdo de ajuste clásico provocó una crisis en la coalición de gobierno, con un kirchnerismo que buscó, más que evitar la firma del pacto, escapar a pagar los costos de las consecuencias sociales del mismo.
Finalmente, el acuerdo se firmó en marzo de 2022. Contenía duras metas de ajuste, con un sendero de reducción de déficit fiscal y de la monetización vía el Banco Central y de crecimiento de las reservas para demostrar la futura capacidad de pago. El acuerdo salió con la promesa de que “ahora” sí, se despejaba el panorama.
Marzo-junio de 2022: la estabilidad no alcanzada
Dos elementos aparecen como centrales para caracterizar este subperíodo. El primero es la aceleración inflacionaria. Queremos remarcar que, a pesar de toda la retórica de “guerra a la inflación”, la suba generalizada de precios termina siendo funcional a la realización del ajuste exigido por el Fondo. Es la manera en que, en términos reales, se logra la baja del salario, de las jubilaciones y de los planes sociales, así como de la totalidad de las partidas presupuestarias. Por supuesto que, desde el punto de vista político, la inflación tolerable tiene un límite, y el gobierno busca que no se le desboque. Pero la suba del nivel de precios no es un indicador contradictorio con el ajuste reclamado por el Fondo.
El problema sí se genera con el tipo de cambio. La amplitud de la brecha entre las cotizaciones oficiales y financieras (MEP, CCL y blue) generaron el fenómeno de que, a pesar de los altos precios de las commodities, el Banco Central no logró recomponer reservas. Más aún, siguió perdiéndolas. Empeorado más aún por el incremento de importaciones que produjo la necesidad de importar gas para cubrir la demanda energética.
En junio comenzó la presión ya más clara y definitiva por una devaluación. Es inútil discutir si el tipo de cambio está atrasado o no en términos comerciales. Lo concreto es que la especulación financiera y el endeudamiento impagable, construyen una trayectoria del tipo de cambio que en el largo plazo “tiende al infinito”. En este caso, la orden de largada para la carrera devaluatoria fue el fin del roll-over de los bonos y letras en pesos, con una gran cantidad de especuladores que los liquidaban y se pasaban a la divisa extranjera.
El interregno Batakis: al borde del abismo
La renuncia de Guzmán abrió una fuerte crisis política. En lo económico se manifestó en una aceleración de la devaluación del peso (por medio del incremento de la brecha entre los dólares oficiales y los CCL, MEP y Blue) y una remarcación desaforada de los precios.
Todo ello a pesar de que Batakis buscó sobreactuar “firmeza” para llevar adelante el ajuste, anunciando que se cumpliría a rajatabla la meta de ajuste acordada con el Fondo, se congelaría la planta del estado y se “unificarían todas las cuentas públicas”, un eufemismo para demostrar la intención de ajustar partidas. Se sumó a ello la visita a Estados Unidos para conseguir el aval del propio FMI a las medidas. Al mismo tiempo, se comenzó una fuerte y sostenida suba de las tasas de interés del Banco Central, con el objetivo de recomponer el roll-over de los bonos y letras en pesos. Pero, evidentemente, la apuesta de una porción importante de la burguesía (los sectores exportadores y la especulación financiera) por una devaluación en toda la línea continuó, a partir de advertir que ello era posible por la debilidad de la coalición gobernante.
La nueva era Massa y las perspectivas
Las escasas tres semanas de Batakis al frente del ministerio de Economía no lograron torcer la tendencia de caída de reservas y presión por ampliar la brecha, a lo que se sumó una aceleración de la inflación a niveles récord.
El recambio por Sergio Massa intentó ser mostrado como un nuevo punto de partida. Busca emitir señales hacia el establishment de que “ahora sí” se avanzaría a fondo con el ajuste. La primera fue la unificación del ministerio de Economía, absorbiendo las carteras de Agricultura, Ganadería y Pesca y de Desarrollo Productivo. Recreando de hecho, un “superministerio” que evoca a los tiempos de Domingo Cavallo. El segundo, la conformación de un equipo con algunas figuras con historia en las renegociaciones de deuda de los 80 y 90, tal el caso de Daniel Marx. A ello se suma, no como dato menor, las propias relaciones de Sergio Massa con el establishment político y económico de los Estados Unidos y con un núcleo selecto de grandes empresarios locales
Massa arrancó reafirmando las metas a cumplir con el FMI y el congelamiento de la planta del Estado, agregándole también la negativa a que el Banco Central siga financiando a la Tesorería. Le sumó promesas buscando acelerar, vía diversos privilegios, la liquidación de divisas por parte de los monopolios exportadores. Planteó una suba muy superior a la que se estaba anunciando en las tarifas de gas y luz, por medio de agregar a la diferenciación de ingresos, otra medida basada en el consumo. Y continuó con la fuerte suba de las tasas de interés de referencia del Banco Central, mixturado con el ofrecimiento de un canje voluntario de bonos y letras por otros “duales” (que garantizan cobertura ante la inflación, pero también frente a una eventual devaluación) con plazos de vencimiento en 2023.
A todo ello le agregó la posibilidad de conseguir nuevos préstamos externos, acelerando algunos pendientes con el BID y también recurriendo al mecanismo de los REPO, por medio del cual fondos de inversión extranjeros prestarían a la Argentina con la garantía de bonos, letras e incluso acciones que luego podrían ser “recompradas” por nuestro país. Todas medidas que apuntan a incrementar en el corto plazo las reservas, claro que con el costo de seguir aumentando la bola de nieve del endeudamiento externo.
La contrapartida de todo esto es la virtual ausencia de medidas que recompongan sustantivamente la pérdida de ingresos del pueblo trabajador.
El Frente de Todos, con Massa ahora en el rol central, busca una estabilización de corto plazo. Para esto el primer paso, obvio, es la recomposición de las reservas, para luego proceder, habiendo logrado reducir un poco la brecha cambiaria, a una devaluación fuerte, pero “controlada”, que no desboque todas las variables. Obviamente, dicha devaluación generará un nuevo salto inflacionario, pero, como explicamos más arriba, el gobierno está dispuesto a pagar ese costo ya que es parte del mecanismo con que se lleva adelante el ajuste.
Se trata de objetivos difíciles de alcanzar. Cumplir con la meta de reducción del déficit fiscal exigida por el Fondo (2,5% del PBI) implica llevar adelante un recorte de acá a fin de año de entre 500.000 y 800.000 millones de pesos. La rebaja de subsidios energéticos podrá aportar como mucho 150.000 millones. El resto tendrá que ser recortes efectivos sobre las partidas salariales, jubilatorias, de ayuda social o sobre la obra pública. Un costo evidente lo pagarán las provincias, con la limitación de los giros a las mismas.
La meta externa (alcanzar 5.800 millones de dólares de reservas) es fundamental para el gobierno no sólo por tratarse de algo reclamado por el FMI, sino porque de ello depende, en las condiciones actuales, alcanzar algún tipo de estabilidad del tipo de cambio.
Si Sergio Massa alcanza estos logros, evitando a la vez que se incremente demasiado la conflictividad social, y logra mantener el equilibrio inestable del Frente de Todos, recién entonces el gobierno estará en condiciones de encarar con algún viso de normalidad el proceso electoral del año próximo.
¿A qué se juega el establishment?
Se ha abierto una discusión acerca de si se está frente a una suerte de “golpe económico” contra el gobierno. No creemos que sea así. Lo que sigue primando es la unidad burguesa (y del imperialismo) sosteniendo la estabilidad política, que incluye que este gobierno continúe y culmine su mandato. El gobierno de los Estados Unidos, y a través de él, la posición del FMI es seguir sosteniendo el acuerdo con la Argentina, a pesar incluso del no cumplimiento de algunas de las metas parciales. El marco de todo esto es, sin duda, la situación global latinoamericana, luego de los procesos de rebelión que se vienen dando desde 2019 (Haití, Ecuador, Chile, Colombia, Panamá) que en varios países han implicado cambios políticos no esperados por Washington.
Todo esto no quita que sí efectivamente hay una fuerte presión de muchos sectores para provocar una devaluación relativamente fuerte (del 30 o 40%). Encabezan esto los monopolios exportadores del agro, pero también participan sectores financieros especulativos que ya han apostado a ello a futuro y dependen de que suceda para realizar sus rentas.
El objetivo de la inmensa y absoluta mayoría de la burguesía que opera en nuestro país (nacional y extranjera) es que se lleve adelante el ajuste siguiendo la hoja de ruta del FMI para 2022 y 2023. Como un principio de “estabilidad” provisoria y a corto plazo.
Pero, en el mediano plazo, el programa de todos estos sectores es avanzar hacia la efectiva realización de la tríada de reformas estructurales: fiscal, previsional y laboral. Aprovechando para ello la necesaria reestructuración de la deuda, tanto con los acreedores privados (los bonos hoy cotizan a valores de default y los vencimientos para los años posteriores a 2024 son imposibles de cumplir) como con el propio FMI.
En concreto, la reforma fiscal (reducción o eliminación de impuestos progresivos, a escala nacional y provincial) apunta a que, en conjunto con la exigencia de “déficit cero” y la no asistencia del Banco Central a la Tesorería, se fuerce una reducción sustancial del gasto público total, llevándolo del actual 40% del PBI a un valor cercano a 25%.
La reforma previsional es la misma que se promueve en otros países: incremento de la edad jubilatoria, no automatismo de los reajustes (de hecho, esto ya se logró al desenganchar la fórmula de la inflación a fines de 2019) y eliminación de los regímenes especiales (del cual el más importante es el docente). Todo con la perspectiva de reinstalar algún tipo de jubilación privada en el mediano plazo, quedando la pública como un mero subsidio a la pobreza para la tercera edad.
Finalmente, la reforma laboral apunta a la destrucción de todo el entramado legal de conquistas de décadas de la clase trabajadora, instaurando un sistema flexible generalizado, al estilo de que ya existe en el convenio petrolero de Vaca Muerta, o el que funciona de hecho en algunos rubros, como el de los trabajadores de las aplicaciones. Su objetivo es la reducción definitiva y estructural del “costo laboral argentino”, para igualarlo al de las regiones de mayor súperexplotación del planeta.
A todo esto, se suman los proyectos de privatización o liquidación de las empresas públicas que han vuelto a existir en el siglo XXI y algún tipo de reforma monetaria (donde si bien no es la posición mayoritaria, algunos sectores extremos llevan al punto de la dolarización).
La puesta en marcha de estos proyectos, amparados en una nueva (y enésima) renegociación del endeudamiento, se aspira a que sea llevada adelante por el “nuevo gobierno” que surja a partir de diciembre de 2023, sea la actual oposición (Juntos por el Cambio) o incluso alguna reconfiguración del propio peronismo.
Frente a esta realidad, queda planteada la urgente tarea de fortalecer una alternativa política que plantee otro programa económico, opuesto por el vértice al actual. Que necesariamente comience por la inmediata suspensión de los pagos de deuda externa, por la ruptura con el FMI, por un conjunto de medidas estructurales como la nacionalización de la banca y el comercio exterior, la reestatización de las empresas privatizadas (tanto de servicios públicos, como las que operan en el negocio gasífero-petrolero) y una profunda reforma impositiva progresiva, con el objetivo de poner todos los recursos para resolver las más urgentes necesidades populares de salario y jubilaciones dignas, trabajo, educación, salud y vivienda.
Jose Castillo. Economista, docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Dirigente de Izquierda Socialista. Miembro de Economistas de Izquierda