23/04/2024

La actualidad de la revolución

Por Revista Herramienta

El comenzar el año 1917 nadie imaginaba que se estaba en vísperas del acontecimiento revolucionario más significativo e influyente del siglo XX. En el mes de enero, pocas semanas antes de la insurrección que derrocó al zar de Rusia Nicolás II, el exiliado Vladimir Ilich Lenin se dirigía a una reducida audiencia de jóvenes suizos con estas palabras:

Nosotros, los de la vieja generación, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura. No obstante, creo que puedo expresar con seguridad plena la esperanza de que la juventud (...) no sólo tendrá la dicha de luchar sino, también, de triunfar en la futura revolución proletaria (Lenin, 1970, tomo XXIV: 275-276).

 

La anécdota suele ser recordada para destacar que la Revolución Rusa sorprendió incluso a quien llegaría a ser su principal dirigente. Pero más importante es advertir que Lenin no remite “la futura revolución” a las calendas Griegas,[1] sino todo lo contrario: advierte a quienes lo escuchaban sobre la actualidad de la revolución, sobre la necesidad de prepararse para luchar y triunfar en la misma.

El objeto de este ensayo es reivindicar aquella minoría irreductible de la “vieja generación” que, a pesar de la Guerra imperialista que había comenzado en 1914, a contramano de las desatadas pasiones chauvinistas y sobreponiéndose al colapso de la Segunda Internacional, fue capaz de mantener una postura revolucionaria. Su lucha venía desde antes: ya a finales del siglo XIX y, especialmente después del “ensayo general” que fue la Revolución Rusa de 1905, hubo socialistas (término que aquí se utiliza en un sentido amplio e incluye socialistas, social-demócratas, anarquistas, sindicalistas revolucionarios, etc.) que resistieron el curso reformista que por entonces se imponía en las organizaciones políticas y sindicales de los trabajadores, que defendieron tácticas, formas organizativas y métodos de lucha orientados a terminar con la explotación del capital y dar paso a la construcción de una sociedad sin clases.

Este largo y complejo proceso adquirió nuevos perfiles y urgencias entre el estallido de la Guerra y la aparente desaparición del internacionalismo y la nueva ola revolucionaria que comenzó en 1917.

 

Ascenso y colapso de la Segunda Internacional

A comienzos del siglo XX el capitalismo estaba en plena expansión, tras haber superado la primera gran crisis sistémica que se había iniciado en 1870 y se había prolongado casi veinte años en lo que también se llamó “Gran Depresión” (no confundir con la posterior a 1930).

Se había ingresado en la fase imperialista del capitalismo, una fase o estadio en el cual las principales potencias del mundo (y quienes pugnaban por acceder a ese estatus privilegiado, como los Estados Unidos y Japón), necesitaban intensificar la explotación de los pueblos coloniales para restablecer y desarrollar sus economías, y se disputaban el reparto del mundo a fin de asegurarse mercados, lo que les permitía abastecerse de materias primas y fuerza de trabajo más baratas y ganancias extraordinarias. Con el cambio de siglo, se aceleraron la expansión del mercado mundial, donde se enlazaban y enfrentaban monopolios e intereses imperiales, y las tensiones económicas, políticas y militares, que amenazaban la estabilidad del sistema mundial de Estados que lo sostenía e intentaba regular.

Paralelamente, también el movimiento obrero y socialista internacional experimentaba profundas transformaciones. Una vez superado el trauma que provocara el sangriento aplastamiento de la Comuna de París en 1871 y la disolución de la Asociación Internacional de Trabajadores (“Primera Internacional”), en la misma ciudad de París se conformó en el año 1889 una nueva Internacional de Partidos Socialistas y Organizaciones Laboristas, conocida también como “Segunda Internacional” o “Internacional Socialista”.[2]

La reorganización y fortalecimiento del movimiento obrero se desarrolló con ritmos y características diversas en los distintos países y regiones del mundo, pero tendió a adoptarse una especie de patrón dual: por un lado, Sindicatos que procuraban agrupar al mayor número posible de trabajadores para impulsar sus reivindicaciones económicas y laborales frente a las patronales; por otro, Partidos capaces de sostener en el terreno electoral y parlamentario las demandas políticas, ante todo el derecho al voto para todos los hombres mayores de edad y la legalización de las organizaciones obreras y socialistas. Es significativo que esta especie de “división de tareas” entre Sindicatos (“de todos los trabajadores”) y organizaciones político-programáticas con “afinidad ideológica”, tendió a replicarse también en diversas organizaciones anarquistas.

No se debe olvidar que, en la mayor parte del mundo, las actividades sindicales y políticas seguían siendo ilegales y severamente reprimidas. En el imperio zarista, por ejemplo, la implacable policía política (Ojrana) sistemáticamente desarticulaba los intentos de organización obrera. Y en Europa, como en otras partes (los Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, Argentina, Uruguay, México...) las organizaciones obreras debieron librar duras batallas. Sin embargo, la relativa prosperidad posterior a la Gran Depresión permitió que las burguesías imperialistas, siempre a regañadientes y en respuesta a las luchas, hicieran concesiones “selectivas”, y las franjas de trabajadores con mayor organización y capacidad de presión conquistaron una serie de reivindicaciones (salarios, condiciones de trabajo, estabilidad, etc.) que los colocaban en una situación de relativo privilegio, generándose marcadas diferenciaciones en el seno de la clase obrera.

Ese contexto alentó una tendencia acomodaticia en muchas direcciones y organizaciones sindicales y políticas. En el afán de lograr y conservar mejoras parciales y relativas, se fueron dejando de lado las tácticas basadas en la acción directa, la movilización de masas y el recurso extremo de la huelga general. Todos los esfuerzos sindicales se concentraban en campañas y acciones puntuales destinadas a presionar y negociar acuerdos con tal o cual patronal. Los partidos se empeñaban en construir eficaces maquinarias electorales para hacer campañas en torno a las cuestiones que, en cada momento, les permitieran obtener más votos y diputados, a fin de ganar visibilidad, prestigio “institucional” y capacidad de negociación ante los respectivos gobiernos.

  Revisionistas, reformistas... y social-patriotas

A pesar de las restricciones legales, de represiones a veces muy violentas y de furiosas campañas de desprestigio contra el “extremismo ateo” lanzadas por los gobiernos, la Iglesia y las cámaras empresariales, la Segunda Internacional, sus partidos y sindicatos se extendieron y fortalecieron.

Los partidos socialistas y social-demócratas ganaron peso electoral; en varios países consiguieron fuertes representaciones a nivel parlamentario y municipal y contaban con miles de seguidores. Los sindicatos pasaron a ser organizaciones de masas, con miles de afiliados, cotizaciones y recursos económicos que permitieron, en muchos casos, impulsar un pujante movimiento cooperativista. En el seno de estas grandes organizaciones se formaron aparatos que empleaban gran cantidad de funcionarios que, alejados del escrutinio, necesidades y aspiraciones de los militantes y afiliados de base, tendían a convertirse en instrumento y soporte de los dirigentes del Partido o el Sindicato, de los bloques parlamentarios y sus comisiones asesoras, etcétera.

Esto alcanzó su máxima expresión en la compleja, diversificada y poderosa red de organizaciones trabajosamente construida por el Partido Obrero Social-Demócrata Alemán, considerado heredero directo del legado de Karl Marx y Friedrich Engels. Este partido había sido capaz de atravesar los doce años de proscripción y persecuciones derivadas de las “leyes antisocialistas” impulsadas por el canciller Bismarck (entre 1878 y 1890) y, aún después, de la hostilidad de la monarquía prusiana de Guillermo II, cuyo régimen descansaba en el “reagrupamiento” de las fuerzas conservadoras, los Junkers y grandes industriales.  Dado que ese bloque reaccionario excluía a la social-democracia, esta respondió erigiendo una especie de “contra sociedad” obrera que, sin enfrentar abiertamente el poder constituido ni desafiar su legalidad, recurrió a campañas y movilizaciones muy bien organizadas y autolimitadas que lograron no solo mejoras paulatinas en el nivel y condiciones de vida de los trabajadores, sino también fortalecer su autoestima y fe en que la fuerza y capacidad de la Social-Democracia conduciría evolutivamente al socialismo.

A medida que se consolidaba la tendencia al oportunismo y la colaboración de clases, la revolución desapareció del “orden del día” en los partidos de la Segunda Internacional y quedo reducida a un recurso retórico que podía agitarse “en los días de fiesta”.

La coyuntura económica de relativa prosperidad y expansión económica posterior a 1895 fue interpretada por los llamados revisionistas del marxismo como prueba suficiente de que el capitalismo había ingresado en un período histórico de sostenido desarrollo. En función de esa lectura, se postuló que, en las nuevas condiciones, el objetivo de abolir el capital era tan irrealista como dañino, y que las organizaciones obreras deberían concentrar todos sus esfuerzos en conseguir reformas económicas y ampliación de los derechos democráticos. Tales objetivos podrían alcanzarse por medio de la acción concertada del Sindicato en el terreno socio-económico y del Partido a nivel político-parlamentario, lo que permitiría conquistar posiciones, mantener una relación de fuerzas, y concertar alianzas con los elementos progresistas de la burguesía. Eduard Bernstein, quien fuera amigo personal y albacea literario de Engels, se convirtió en el principal impulsor de esta orientación con sus artículos sobre “Problemas del socialismo”, escritos a partir de 1987, y su libro Las premisas del socialismo (1899).

Las premisas teóricas del revisionismo fueron discutidas y refutadas por Karl Kautsky, por entonces considerado el principal teórico marxista (una especie de “Papa Rojo” del socialismo) y, con notable elocuencia, por la joven y casi desconocida Rosa Luxemburg, recién llegada a Alemania.

Después de sucesivos debates y muchas vacilaciones, las tesis del revisionismo fueron formalmente rechazadas, tanto en los congresos del Partido Social-Demócrata Alemán,[3] como en los congresos de la Segunda Internacional. Bernstein fue derrotado porque Bebel y los máximos dirigentes de la Social-Democracia alemana habían llegado a la conclusión de que lo que más convenía al Partido era ratificar su doctrinaria adhesión al marxismo, intervenir en las elecciones con sus propias banderas, sin buscar alianzas con los partidos burgueses y manteniendo “la vieja y probada táctica” de luchas de sindicales parciales y auto-controladas y campañas electorales en torno a los ejes que en cada coyuntura permitiesen ganar más y más votos.

Como se acaba de señalar, el partido alemán y la Segunda Internacional rechazaron las tesis del revisionismo, pero en definitiva el oportunismo y el reformismo se mantuvieron y expresaron en la Realpolitik de los dirigentes sindicales y políticos. La práctica y el horizonte político de la Social-Democracia dejó de lado el carácter revolucionario del marxismo para adoptar un doctrinarismo teórico compatible con el conservadurismo organizativo y el oportunismo político. Al respecto, puede decirse que   

Marx y Engels no dejaron nunca en lo personal de ser revolucionarios; la socialdemocracia se olvidó, en cambio, gradualmente de tomar en cuenta la revolución como posibilidad política realista. Fue ilustrativa, a este propósito, la actitud abierta y confiada de Marx y Engels, en 1882, en el movimiento revolucionario popular ruso, de cuyos límites históricos se daban cuenta perfectamente, pero que se insertaba también en el marco del movimiento democrático revolucionario. Los socialdemócratas alemanes, en cambio, no lograban “comprender” que una revolución podía partir de la Rusia “atrasada”. Esa misma ceguera se repetiría en 1905 y de una manera más trágica en 1917. Se creaba de este modo un círculo vicioso a causa del cual la mayor conciencia de la clase obrera aumentaba su aislamiento político y cultural en relación con los demás estratos populares, campesinos y pequeño burgueses, perdiéndose así la unidad del pueblo que es la columna vertebral del movimiento revolucionario. El radicalismo verbal cubría una actitud meramente reactiva, defensiva del estrato profesional obrero que llenaba de contenidos políticos sustancialmente liberales, a despecho de la retórica antiburguesa. El marxismo se convierte de ciencia de la revolución en doctrina “científica” con una función utópica-compensatoria (Rusconi, 1981: 20).  

Lo antedicho no equivale a sostener que el curso de la Segunda Internacional fuera un proceso lineal dictado por los cálculos políticos y justificaciones ideológicas de algunos dirigentes, ni desconocer que el ciclo de implantación y fortalecimiento de la Internacional y sus partidos incrementó las fuerzas y capacidad de movilización de la clase obrera. Las organizaciones de los trabajadores se convirtieron en una fuerza que los capitalistas no podían ignorar. De ese modo, quedaban demostradas tanto la posibilidad de arrancar concesiones económicas a la burguesía, como la conveniencia de multiplicar la visibilidad y trascendencia de las exigencias políticas de la clase planteándolas también a nivel parlamentario...

Paralelamente, la creciente institucionalización (y moderación) de los socialistas estuvo acompañada por la burocratización de sindicatos y partidos. Los intelectuales y profesionales de clase media ganaron creciente importancia (tanto la dirección de los partidos como en las bancadas parlamentarias y municipales) y muchos oportunistas y arribistas fueron atraídos por la posibilidad de “hacer carrera” política o sindical.

El socialismo se hizo evolucionista y se identificó con la engañosa ilusión de que la “Modernidad”, el “Progreso”, el “curso de la Historia” y las “leyes del desarrollo económico” eran los vectores que preparaban y conducían al socialismo o, en todo caso, a sociedades modernas y democráticas en las que el antagonismo social tendería a desaparecer. Esto condujo a minimizar o desconocer las contradicciones del capital, el antagonismo de clase y la expoliación de pueblos y naciones coloniales, que se agudizaban en la etapa del capitalismo imperialista. 

Kautsky, el más destacado teórico de la Segunda Internacional, estuvo ubicado en el ala izquierda del partido cuando se libró la lucha contra el revisionismo. Pero a partir de 1910, y especialmente de 1912, cuando en una coyuntura de huelgas y crisis política esa izquierda planteó la posibilidad de preparar la huelga general, Kautsky adoptó una postura centrista, y luego acompañó la deriva derechista de los cuadros que accedieron a la dirección del partido una vez desaparecida “la vieja guardia” que había corporizado Bebel. Kaustky contribuyó decisivamente a la difusión del marxismo vulgar que condiciona mecánicamente el cambio social al desarrollo de las fuerzas productivas, la consolidación de las instituciones democráticas, y las “leyes de hierro” de la economía y/o la “necesidad histórica”. El proletariado debía acumular fuerzas y organización, esperando el momento en que madurasen las condiciones para que, dirigido por la Social-democracia, pudiera “llegar” al gobierno.

Kautsky morigeró sus iniciales pronunciamientos anticolonialistas y llegó a sostener que el imperialismo era una forma peculiar de expansión capitalista que, por su extrema violencia, podía afectar los verdaderos intereses de la burguesía. Los socialistas deberían tratar de apartar a la burguesía de las “camarillas” belicistas (la industria pesada y el bloque agrario). Confió en la posibilidad de un capitalismo “pacífico” y en que la democratización de los Estados y la fuerza moral de la Segunda Internacional permitirían resolver los conflictos interestatales por medio del arbitraje.

Lo cierto es que, llegado el momento decisivo, de nada valieron las discusiones sobre el imperialismo, la cuestión colonial, o la guerra y la paz. En el congreso de Stuttgart se había votado que, en caso de guerra, el deber de los socialistas sería “intervenir para hacerla cesar inmediatamente”  y utilizar “la crisis económica y política creada por la guerra para hacer agitación [con todas sus fuerzas] entre las capas populares más amplias y precipitar la caída de la dominación imperialista” (Kriegel, 1985-225: 783). El Congreso de Copenhague en 1910 reiteró que “las guerras son producto del capitalismo y sobre todo de la competencia internacional de los Estados capitalistas en el mercado mundial”.[4] Pero el 4 de agosto de 1914, la bancada parlamentaria de la Social-Demócrata en el Reichtag votó los créditos de guerra reclamados por Guillermo II y, de un día para el otro, la inmensa mayoría de los dirigentes socialistas de toda Europa capituló a los respectivos gobiernos y se convirtieron en social-patriotas.[5] Kautsky “explicó” la catástrofe diciendo que la Segunda Internacional estaba preparada para la paz y no para tiempos de guerra. En cada país, los socialistas fueron arrastrados por el chauvinismo y el patrioterismo bélico pasó a llamarse Unión Sagrada: colaboración de clases para la defensa nacional y el esfuerzo de guerra. Similar conducta adoptaron el Tradeunionismo británico y muchos Sindicalistas revolucionarios. Incluso anarquistas venerados como James Guillaume (superviviente dirigente de la AIT) o el ruso Piotr Kropotkin (el más conocido y respetado mentor intelectual del anarquismo) se pronunciaron en favor del defencismo.[6]  

 

Los que no capitularon

El Buró Internacional Socialista, a cargo por entonces del belga Huysmans y el austríaco Adler, quedó paralizado. Y el impacto desmoralizador de la inesperada bancarrota fue inmediato.

Incluso quedaron anonadados los enemigos de la guerra imperialista, minoritarios y dispersos: “luxenburguistas” en Alemania, “tribunistas” en Holanda, “estrechos” en Bulgaria, los seguidores de Tranmael en Noruega, los socialistas pacifistas de Italia o Suiza, los bolcheviques, mencheviques internacionalistas y algunos eseristas rusos, así como los socialdemócratas de Servia. Ni ellos, ni los sindicalistas revolucionarios y anarquistas que se mantuvieron al margen de la Unión Sagrada, estaban preparados para semejante catástrofe. Por lo tanto, no fue un trámite rápido ni sencillo superar semejante derrota, restablecer contactos a pesar de antiguas diferencias y desconfianzas en las nuevas y difíciles condiciones derivadas de la guerra, terminar de cortar los lazos con la vieja Internacional y debatir bases y ritmos para un reagrupamiento dispuesto a luchar con métodos y perspectivas revolucionarias contra la guerra imperialista. 

En las conferencias de Zimmerwald (septiembre de 1915) y Kienthal (abril de 1916) algunas decenas de dirigentes, tan minoritarios como heterogéneos, comenzaron a esbozar una perspectiva común en oposición a la Unión Sagrada y la Guerra imperialista. Cierto es que estos intentos sólo llegaron a cobrar contornos precisos, visibilidad e influencia de masas después de la Revolución Rusa y de la fundación (en 1919) de la Internacional Comunista o “Tercera Internacional”, pero sería muy equivocado suponer que la recreación del marxismo revolucionario fue una creación ex nihilo de los bolcheviques. Por el contrario, para comprender cabalmente la originalidad, límites y contradicciones de la corriente que luego de la Revolución Rusa pasaría a denominarse comunista, es imprescindible prestar atención y examinar críticamente el conjunto de aportes que a lo largo de muchos años y en orden disperso hicieron todos aquellos revolucionarios que combatieron la degeneración de la social democracia. Semejante investigación excede los objetivos y límites de este ensayo, pero no podemos dejar de recordar que existieron ricas polémicas teórico-políticas sobre la Huelga General, la acción sindical y la lucha política, la espontaneidad y el rol del partido, las lecciones a desprender de la Revolución Rusa de 1905, etcétera.

En aquellos debates y combates puede registrarse un sostenido y trabajoso esfuerzo para comprender y asumir la actualidad de la revolución, considerando las contradicciones del capitalismo como totalidad y retomando la olvidada conexión entre socialismo y revolución. Así se avanzó en el estudio y comprensión del imperialismo y el capital financiero, los monopolios y el Estado moderno, sobre el desarrollo desigual y combinado en la historia, sobre la expansión mundial del capital y su articulación con anteriores modos de producción en formaciones económico-sociales determinadas.

Entre quienes batallaron por mantener una perspectiva internacionalista y anticapitalista hubo organizaciones y dirigentes que, sin ser parte de la Segunda Internacional, aportaron a la lucha de clases y el internacionalismo: los Industrial Workers of the World, fuertes en los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelandia, con dirigentes de la talla de Bill Haywood, Lucy Parsons o James Connolly; los anarco-sindicalistas y sindicalistas revolucionarios como V. Griffuelhes, P. Monatte, A. Rosmer, Hubert Lagardelle (y durante algún tiempo Sorel); el sindicalismo asambleario y de base que se desarrolló en Gran Bretaña; poderosas organizaciones anarquistas, como la CNT/FAI de España, la Federación Obrera de la Región Argentina o la titánica obra de los hermanos Flores Magón en México, etcétera. Sin desmedro de este reconocimiento, corresponde terminar estas reflexiones sobre el auge y colapso de la Segunda Internacional destacando a quienes más directamente contribuyeron al renacer del marxismo revolucionario. 

Rosa, Lenin, Trotsky...

Sin pretender ofrecer un panorama completo (ni mucho menos) del relanzamiento del marxismo revolucionario a comienzos del siglo XX y antes incluso del comienzo de la Revolución Rusa, mencionaremos algunos autores y obras que jalonaron esa elaboración polémica y colectiva.

Rosa Luxemburgo escribió ¿Reforma o Revolución? (1900), Problemas organizativos de la socialdemocracia [rusa] (1904), Huelga de masas, partido y sindicatos (1906), La acumulación del capital (1913), y La crisis de la social-democracia alemana (1916). De la inmensa cantidad de libros y artículos escritos durante ese período por Vladimir Ilitch Ulianov, alias Lenin, optamos por destacar El desarrollo del capitalismo en Rusia (1898), ¿Qué Hacer? (1902), Un paso adelante, dos pasos atrás. La crisis en el seno de nuestro partido (1904), Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática (1905), Las divergencias en el movimiento obrero europeo (1910), El Socialismo y la Guerra (1914), El imperialismo fase superior del capitalismo (1916). De León Trotsky, recordamos Nuestras tareas políticas (1904), 1905: Resultados y perspectivas (1906) y La guerra y la Internacional (1914). Karl Liebknecht es el autor de Militarismo y antimilitarismo (1907). El joven Nicolai Bujarin publicó La economía mundial y el imperialismo (1916). El holandés Antón Pannekoek, Teoría marxista y táctica revolucionaria (1909), Acción de masas y Revolución (1912). El también holandés Hermann Gorter, El Materialismo Histórico (1913) y El Imperialismo, la Guerra Mundial y la Socialdemocracia (1914). Khristian Rakovsky, de orígen búlgaro pero también dirigente de la socialdemocracia revolucionaria en Rumania y Rusia, es el autor de Los socialistas y la guerra (1915).

 


Rosa: de La crisis de la social-democracia alemana (“Folleto Junius”)

El socialismo es el primer movimiento popular del mundo que se ha impuesto una meta y ha puesto en la vida social del hombre un pensamiento consciente, un plan elaborado, la libre voluntad de la humanidad. Por eso Federico Engels llama a la victoria final del proletariado socialista el salto de la humanidad del reino animal al reino de la libertad. Este paso también está ligado por leyes históricas inalterables a los miles de peldaños de la escalera del pasado, con su avance lento y tortuoso. Pero jamás se logrará si la chispa de la voluntad consciente de las masas no surge de las circunstancias materiales que son fruto del desarrollo anterior. El socialismo no caerá como maná del cielo. Sólo se lo ganará en una larga cadena de poderosas luchas en las que el proletariado, dirigido por la socialdemocracia, aprenderá a manejar el timón de la sociedad para convertirse de víctima impotente de la historia en su guía consciente.

Federico Engels dijo una vez: “La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie”. ¿Qué significa «regresión a la barbarie» en la etapa actual de la civilización europea? Hemos leído y citado estas palabras con ligereza, sin poder concebir su terrible significado. En este momento basta mirar a nuestro alrededor para comprender qué significa la regresión a la barbarie en la sociedad capitalista. Esta guerra mundial es una regresión a la barbarie. El triunfo del imperialismo conduce a la destrucción de la cultura, esporádicamente si se trata de una guerra moderna, para siempre si el periodo de guerras mundiales que se acaba de iniciar puede seguir su maldito curso hasta las últimas consecuencias. Así nos encontramos, hoy tal como lo profetizó Engels hace una generación, ante la terrible opción: o triunfa el imperialismo y provoca la destrucción de toda cultura y, como en la antigua Roma, la despoblación, desolación, degeneración, un inmenso cementerio; o triunfa el socialismo, es decir, la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo, sus métodos, sus guerras. Tal es el dilema de la historia universal, su alternativa de hierro, su balanza temblando en el punto de equilibrio, aguardando la decisión del proletariado. De ella depende el futuro de la cultura y la humanidad. En esta guerra ha triunfado el imperialismo. Su espada brutal y asesina ha precipitado la balanza, con sobrecogedora brutalidad, a las profundidades del abismo de la vergüenza y la miseria. Si el proletariado aprende a partir de esta guerra y en esta guerra a esforzarse, a sacudir el yugo de las clases dominantes, a convertirse en dueño de su destino, la vergüenza y la miseria no habrán sido en vano.

La clase obrera moderna debe pagar un alto precio por cada avance en su misión histórica. El camino al Gólgota de su liberación de clase está plagado de sacrificios espantosos. Los combatientes de junio, las víctimas de la Comuna, los mártires de la Revolución Rusa: una lista interminable de fantasmas sangrantes. Han caído en el campo del honor, como dijo Marx refiriéndose a los héroes de la Comuna, para ocupar para siempre su lugar en el gran corazón de la clase obrera. Ahora millones de proletarios están cayendo en el campo del deshonor, del fratricidio, de la autodestrucción, con la canción del esclavo en sus labios. Ni eso se nos ha perdonado. Somos como los judíos que Moisés llevó por el desierto. Pero no estamos perdidos y la victoria será nuestra si no nos hemos olvidado cómo se aprende. Y si los dirigentes modernos del proletariado no saben cómo se aprende, caerán para “dejar lugar para los que sean más capaces de enfrentar los problemas del mundo nuevo”

[...]

El verdadero problema que la guerra mundial les ha planteado a los partidos socialistas, de cuya solución depende el futuro del movimiento obrero, es la disposición de las masas proletarias para luchar contra el imperialismo. El proletariado internacional no adolece de falta de postulados, programas y consignas, sino de falta de hechos, de resistencia efectiva, del poder de atacar al imperialismo en el momento decisivo, es decir, de guerra. No ha podido poner en práctica su vieja consigna de guerra contra la guerra. He aquí el nudo gordiano del movimiento proletario y de su futuro. 

El imperialismo, con su política de fuerza bruta, con la cadena incesante de catástrofes sociales que provoca es, por cierto, una necesidad histórica de las clases dominantes del mundo contemporáneo. Sin embargo, nada podría ir en mayor detrimento del proletariado, que el que éste arribara a la menor ilusión, a partir de la guerra actual, de que es posible un desarrollo idílico y pacífico del capitalismo. Hay una sola conclusión que el proletariado puede extraer de la necesidad histórica del imperialismo. Capitular ante el imperialismo significará vivir para siempre a su sombra, alimentándose de las migajas que caigan de las mesas de sus victorias. 

La historia avanza por medio de contradicciones, y por cada necesidad que trae al mundo, trae también su opuesto. La sociedad capitalista es, sin duda, una necesidad histórica, pero también lo es la rebelión de la clase obrera en su contra. (...) Nuestra necesidad es el socialismo. Nuestra necesidad recibe su justificación en el momento en que la clase capitalista deja de ser la portadora del progreso histórico, cuando se convierte en un freno, en un peligro para el desarrollo futuro de la sociedad. La guerra mundial demuestra que el capitalismo ha alcanzado esa etapa.

Obras Escogidas, Tomo 2, págs. 63 y 127, Ediciones Pluma: Buenos Aires, 1976.


  


Lenin: de El Socialismo y la Guerra

Durante la existencia de la II Internacional se libró sin cesar una lucha en el seno de todos los partidos socialdemócratas entre el ala revolucionaria y el ala oportunista. En varios países (Inglaterra, Italia, Holanda y Bulgaria) se llegó, con este motivo, a la escisión. Ningún marxista dudaba de que el oportunismo expresa la política burguesa en el movimiento obrero, los intereses de la pequeña burguesía y de la alianza de una ínfima parte de obreros aburguesados con “su” burguesía, contra los intereses de las masas proletarias, oprimidas.

Las condiciones objetivas de fines del siglo XIX reforzaron especialmente el oportunismo, transformando la utilización de la legalidad burguesa en servilismo ante ella, creando una pequeña capa burocrática y aristocrática de la clase obrera e incorporando a las filas de los partidos socialdemócratas a muchos “compañeros de ruta” pequeño burgueses.

La guerra vino a acelerar este desarrollo, convirtiendo el oportunismo en social chovinismo, y la alianza secreta de los oportunistas con la burguesía en una alianza abierta. Además, las autoridades militares han declarado en todas partes el estado de guerra y amordazado a las masas obreras, cuyos viejos jefes se han pasado, casi en su totalidad, al campo de la burguesía.

La base económica del oportunismo y del social chovinismo es la misma: los intereses de una capa ínfima de obreros privilegiados y de la pequeña burguesía, que defienden su situación excepcional y su “derecho” a recibir unas migajas de los beneficios que obtiene “su” burguesía nacional del saqueo de otras naciones, de las ventajas que le da su situación de gran potencia, etcétera.

El contenido ideológico y político del oportunismo y del social chovinismo es el mismo: la colaboración de las clases en vez de la lucha entre ellas, la renuncia a los medios revolucionarios de lucha y la ayuda a “sus” gobiernos en su difícil situación, en lugar de aprovechar sus dificultades en favor de la revolución. Si consideramos todos los países europeos en su conjunto, sin detenernos en tales o cuales personalidades (aunque se trate de las más prestigiosas), veremos que precisamente la corriente oportunista ha sido el principal sostén del social chovinismo, y que del campo revolucionario se alza, casi en todas partes, una protesta más o menos consecuente contra esa corriente. Y si examinamos, por ejemplo, la manera como se agruparon las diversas corrientes en el Congreso Socialista Internacional de Stuttgart, en 1907, veremos que el marxismo internacional se pronunció contra el imperialismo, mientras que el oportunismo internacional se manifestó ya entonces en su favor.

En el pasado, antes de la guerra, el oportunismo era considerado como una “desviación”, como una posición “extremista”, pero, no obstante, se le concedía el derecho de ser una parte integrante del partido socialdemócrata. La guerra ha demostrado que esto ya no será posible en el futuro. (...) Hoy, la unidad con los oportunistas, siendo como es la escisión del proletariado revolucionario de todos los países, significa de hecho la subordinación de la clase obrera a “su” burguesía nacional y la alianza con ella para oprimir a otras naciones y luchar por los privilegios de toda gran potencia. [...] La clase obrera no puede cumplir su misión histórica sin librar una lucha implacable contra esa actitud de renegados, contra esa falta de principios, contra esa actitud servil hacia el oportunismo y contra ese increíble envilecimiento teórico del marxismo. El kautskismo no es fruto del azar, sino el producto social de las contradicciones de la II Internacional, de la combinación de fidelidad verbal al marxismo con la sumisión, de hecho, al oportunismo.

[...]

Los socialistas no pueden alcanzar su elevado objetivo sin luchar contra toda opresión de las naciones. Por ello deben exigir absolutamente que los partidos socialdemócratas de los países opresores (sobre todo de las llamadas “grandes” potencias) reconozcan y defienda el derecho de las naciones oprimidas a la autodeterminación, y justamente en el sentido político de esta palabra, es decir, el derecho a la separación política. El socialista de una gran potencia o de una nación poseedora de colonias, que no defiende este derecho, es un chovinista. (…) A su vez, los socialistas de las naciones oprimidas deben luchar absolutamente por la unidad plena (incluida la unidad orgánica) de los obreros de las naciones oprimidas y de las naciones opresoras. La idea de una separación jurídica de las naciones (la llamada “autonomía nacional y cultural” propugnada por Bauer y Renner) es una idea reaccionaria.

La época del imperialismo es la época de la opresión creciente de las naciones del mundo entero por un puñado de “grandes” potencias, razón por la cual la lucha por la revolución socialista internacional contra el imperialismo es imposible sin el reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación. “Un pueblo que oprime a otros pueblos no puede ser libre” (Marx y Engels). Un proletariado que acepte que su nación ejerza la menor violencia sobre otras naciones no es socialista.

(Obras Completas, Tomo XXI, págs. 312 y 319, Editorial Cartago: Buenos Aires, 1960)



        Trotsky: de La guerra y la revolución

Cuando el capitalismo pasa del estadio nacional al estadio imperialista y mundial, la industria de cada país, y al mismo tiempo la lucha del proletariado, pasan a quedar bajo la dependencia directa de las fluctuaciones del mercado mundial, que se desarrolla y garantiza con las Marinas de Guerra. Dicho de otra manera: en contradicción con el interés de clase de los trabajadores, aumentan los intereses de diversas capas del proletariado cada vez más dependientes de la política exterior del gobierno. […] Negar las tendencias imperialistas en el seno de la Internacional y el inmenso rol que tuvieron en la conducta de los partidos socialistas, es cerrar los ojos ante lo evidente. Son hechos perturbadores. ¡Pero en ellos reside lo inexorable de la crisis revolucionaria! (…) Desde que el poder capitalista pasa a ser mundial, es decir imperialista, el proletariado no puede hacerle frente con un programa (llamado “Mínimo”) basado en la coexistencia de trabajadores y un gobierno nacional. […] La derrota de la II Internacional es ante todo la bancarrota de su sistema táctico. Los métodos empleados en la oposición parlamentaria no solo son objetivamente infructuosos, sino que pierden todo valor ante los ojos de los trabajadores, que ven claramente el perfil del imperialismo por detrás de sus parlamentarios y constatan que son cada vez más dependientes de los éxitos del imperialismo en el mercado mundial. Cualquier socialista que piense se da cuenta de que el pasaje del Posibilismo a la Revolución no puede ocurrir sin convulsiones históricas. ¡Pero que estas hicieran desmoronar a la Internacional, en cambio, es algo que nadie pudo prever! (…) ¡La Historia agarró la escoba, barrió a la Internacional de los Epígonos y arrojó a millones de seres humanos al campo de batalla, donde la sangre se derrama con sus últimas ilusiones! ¡Terrible experiencia! De su desenlace dependerá, posiblemente, el destino de la cultura europea.

[...]

El proletariado, tras haber pasado por la escuela de la guerra, ante el primer choque advertirá la fuerza de hablar con lenguaje enérgico. “La Necesidad hace la ley”, le responderá a quienes pretendan hablarle de legalidad. Esa cruel Necesidad que reina soberana durante y después de la guerra, será capaz de rebelar a las masas.

El proletariado será quien sienta más vivamente el debilitamiento total en que se hundirá Europa. Los recursos materiales estarán agotados por la guerra y la posibilidad de satisfacer las exigencias de las masas será muy limitada. Esto conducirá inexorablemente a graves conflictos políticos que, ampliándose y profundizándose, pueden asumir el carácter de una revolución social cuyo curso y desenlace son, evidentemente, actualmente imprevisibles.

Por otra parte, la guerra, con sus inmensos ejércitos y sus diabólicas armas de destrucción, puede agotar no solamente los recursos materiales de la comunidad, sino también las fuerzas morales de los proletarios. […] Si no encontrara resistencias internas, puede durar muchos años con éxitos provisorios de uno u otro campo, hasta el total agotamiento de los principales beligerantes. Toda la energía combativa del proletariado puede agotarse en este terrible trabajo de autodestrucción. ¡La resultante puede ser que nuestra cultura sea arrojada hacia atrás durante varias generaciones!

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Reunir las fuerzas del proletariado en la batalla por la paz, es atacar al imperialismo en todos los frentes. […] La campaña por la paz debe ser llevada adelante simultáneamente y por todos los medios de los que dispone la socialdemocracia. Los ejes son: 1) liberar a los pueblos de la hipnosis del nacionalismo, y 2) depurar a fondo los actuales Partidos oficiales del proletariado. Los nacional-revisionistas y los social-patriotas que aprovecharon las conquistas del socialismo y utilizaron su influencia sobre las masas trabajadoras para sus objetivos nacional-militaristas, deben ser rechazados al campo de los enemigos de clase del proletariado. La socialdemocracia revolucionaria no teme quedar aislada.

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Los marxistas revolucionarios no tenemos razón alguna para perder la esperanza. La época en que entramos será nuestra época. El marxismo no está vencido. Por el contrario: si el estruendo de la artillería en todos los campos de batalla europea significa la bancarrota de las organizaciones históricas del proletariado, proclama también la victoria teórica del Marxismo. ¿Qué queda actualmente el desarrollo “pacífico”, de la desaparición de las contradicciones capitalistas, del crecimiento mesurado y progresivo del socialismo? Los reformistas, que esperaban “llegar” por medio de la colaboración de la socialdemocracia con los partidos burgueses, se reducen ahora a desear la victoria de los ejércitos nacionales. […] El Reformismo se metamorfoseó en Socialismo imperialista.

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La desorganización del orden mundial acarreará la del orden colonial. Las colonias perderán su carácter “colonial”. Sea cual sea la salida del conflicto, la resultante solo puede ser el estrechamiento de la base del capitalismo europeo. La guerra no resuelve la cuestión del proletariado; por el contrario, la agudiza. Y el mundo capitalista queda entonces ante dos posibilidades: Guerra permanente o Revolución del proletariado. Si la guerra “pasó por encima” de la cabeza de la II Internacional, sus consecuencias inmediatas van a pasar por encima de las cabezas de la burguesía mundial. ¡Nosotros no nos dejamos llevar por la desesperación ante el naufragio de la Internacional, esa vieja forma ideológica barrida por la Historia! La era revolucionaria se creará a partir de las fuentes inagotables de proletariado que se elevarán a la altura de los nuevos problemas (La guerre et la révolution, Tomo I, Les Editions Tete de feuilles, 1974, págs. 135 y ss. Traducción propia).


 

[1]Expresión utilizada para indicar que algo no se realizará nunca, ya que en Grecia no existían las calendas, que era una división del mes romano.

[2]  En la nueva organización participaron también los anarquistas, pero las organizaciones anarquistas fueron separadas en 1883 y definitivamente excluidas en 1896. Una de las pocas voces que se alzó en contra esa expulsión fue la de Pannekoek, socialista de izquierda de Holanda. Por el contrario, la gran mayoría de la social-democracia alemana fue muy hostil al anarquismo y tendía a descalificar cualquier crítica de izquierda como expresión de "anarquismo y espontaneismo pequeñoburgués”.

[3] En los congresos de Hannover (1989), Lübeck (1901) y Dresde (1903), en el cual Bebel en persona batalló para que se rechazara (por 228 votos contra 11) esa táctica "tendiente a cambiar nuestra línea de actuación probada y gloriosa, basada en la lucha de clases, y a reemplazar la conquista del poder político la implacable lucha contra la burguesía por una política de concesiones al orden establecido" (cit. en Droz, 1985-224: 64). 

[4] Incluso se presentó una enmienda que recomendaba enfrentar ese peligro con la preparación de "la huelga general obrera" y "la acción y agitación populares en sus formas más activas", pero su votación fue postergada para el posterior congreso... que la guerra impidió.

[5] Sólo en Rusia y Servia la mayoría de los dirigentes socialistas se pronunciaron en contra de la guerra. Los 14 diputados social-demócratas en la Duma votaron en contra de los créditos de guerra, e incluso los 11 "trudoviques" (provenientes del esesismo) se retiraron de la sesión. El Partido Socialista Italiano se manifestó neutral y el ILP británico optó por el pacifismo, pero la mayoría de los Tradeunionistas y el Partido Socialista Británicos apoyaron la guerra. Las direcciones sindicales se suman en todos lados y casi sin fisuras al "patriotismo", incluyendo a la CGT de Francia que confluye con la SFIO, arrastrando a notorios izquierdistas como Lafuelle y Hervé y muchos anarquistas.

 [6]El reformismo y la burocratización de las organizaciones obreras no pueden ser achacadas "al marxismo", dado que evoluciones similares se dieron entre los millerandistas franceses, los fabianos británicos. Un caso extremo y de innegable importancia fue el surgimiento de un sindicalismo declaradamente enemigo del socialismo y partidario de la conciliación de clases, cuya máxima expresión fue la AFL conducida por Samuel Gompers.

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