“Mi presencia en el Perú debe tener un objeto.
Si lo pierde, nada la justifica”
José Carlos Mariátegui
En su artículo dedicado a la figura de Rainer Maria Rilke (1927), Mariátegui advierte el peligro metodológico implícito en la aplicación de “categorías estéticas” en torno al análisis de obras particulares, en la medida en que presupondrían, para el crítico, el riesgo de configurar una abstracta estructura homogénea que no respete la cualidad de las obras que le sirven de base. Sin embargo, el autor de La escena contemporánea es consciente de que “no se puede prescindir de ellas para enjuiciar con cierto orden la poesía y el arte de esta época caótica.
El caos, en la poesía y en el arte, no es nunca tan absoluto como para no aceptar provisoriamente un orden que permita explotarlo y analizarlo” (Mariátegui, 1969: 187). Este movimiento pendular, reacio tanto a las generalizaciones abstractas como a la crítica relativista orientada exclusivamente al análisis concreto de las obras singulares (que se desentiende de las aquellos lineamientos latentes que se ocultan bajo la apariencia de la multiplicidad de lo real), expresa la tensión constante de un pensamiento polémico, “que funciona como respuesta a determinadas proposiciones, construyéndose sobre la marcha” (Rama, 2007: 170). Este carácter provisorio, en constante construcción y revalidación, del pensamiento crítico de Mariátegui, resulta, sin embargo, representativo de un periodo histórico atravesado por la inestabilidad política, económica e ideológica. Explotar y analizar el orden que se manifiesta en las obras de arte implica el reconocimiento del potencial crítico de las obras, en las que se avizora el pulso latente de la época. La persistente referencia a la realidad concreta que parte de las lecturas literarias, sin embargo, no manifiesta tanto la extrapolación de categorías estéticas a ámbitos ideológicos disímiles, sino la peculiaridad en la que, en Mariátegui, se encarna la figura del intelectual. El paso que representa su participación en el movimiento esteticista de la revista Colónida (1916), que supuso un primer contacto con las tendencias vanguardistas, al interés por la política social del Perú que expresa la fundación de la revista Nuestra Época (1918), señala el modo en que el espectro de intereses de Mariátegui se extiende más allá de la esfera estética.
En su “Defensa de los intelectuales” (1968), Sartre había definido al intelectual como “alguien que se mete en lo que no le concierne” (Sartre, 1973: 287), como un especialista que excede su ámbito de acción particular (que le es conferido por una sociedad en la que la diversidad de funciones sociales deslinda toda posibilidad de comprensión estructural de las relaciones sociales sobre las que se erige) “en nombre de una concepción global del hombre” (cf. ibíd.).
La apelación a una concepción global del hombre, implica la problemática posición que el intelectual ocupa en la sociedad: si el “técnico del saber práctico”, es decir, el especialista que responde a la posición socialmente adjudicada, en la medida en que “es reclutado desde arriba” (ibíd.: 293), expresa en su disciplina desarrollos teóricos alineados a lo existente (por lo que su praxis parece adquirir cierta organicidad respecto de la sociedad burguesa), el intelectual, que traiciona los postulados que la clase dominante presenta como universales, se presenta como una figura desgarrada, aislada, en la medida en que niega la positividad de la sociedad burguesa en nombre de un ideal, irrealizable en el marco de la sociedad de la que surge.
Aun cuando la condición de autodidacta de Mariátegui impide identificarlo como un técnico del saber práctico, resulta significativo el hecho de que su viaje a Europa (1919-1923) se vincule con su creciente interés por la política social del Perú. Si la propuesta gubernamental ante la actividad política de Mariátegui (“O la cárcel o viaje a Europa con ayuda oficial” –Meseguer Illan, 1974: 23) acentúa la extraterritorialidad a la que se ven sometidos los intelectuales críticos, la misma experiencia europea no redundará sino en un intensificado compromiso con el destino de la política nacional y americana: “Europa, para el americano [...] no es solo un peligro de desnacionalización y desarraigamiento; es también la mejor posibilidad de recuperación y descubrimiento del propio mundo y del propio destino. El emigrado no es siempre un posible deraciné” (Mariátegui, 1982: I, 464). El contacto con la situación europea de los años ’20 (el avance de la ideologías fascistas, la crisis económica de posguerra, la ola revolucionaria que, desde Rusia, se expande por los países centrales de Europa, la particular y decisiva posición que las clases medias adoptarán ante la amenaza del evidente proceso de proletarización) reforzará en Mariátegui, por un lado, la idea del caos que parece predominar en una época de transición (“Europa me reveló hasta qué punto pertenecía yo a un mundo caótico [...]” –Mariátegui, 1982: I, 462), por otro, el modo en que las relaciones de producción capitalistas imponen relaciones económicas que, aun en el plano de la crítica cultural, de deberían dejar de considerarse:
En la crisis europea se están jugando los destinos de todos los trabajadores del mundo [...] La crisis de las instituciones europeas es la crisis de las instituciones de la civilización occidental. Y el Perú, como todos los demás pueblos de América, gira dentro de la órbita de esta civilización [...] porque se trata de países políticamente independientes pero económicamente coloniales, ligados al carro del capitalismo [...] La civilización capitalista ha internacionalizado la vida de la humanidad, ha creado entre todos los pueblos lazos materiales [...] El internacionalismo no es un ideal; es una realidad histórica (Mariátegui, 1982: I, 228)
Los periodos de crisis evidencian, de acuerdo a la mirada de Mariátegui, conexiones que en periodos de relativa estabilidad social se mantienen ocultas, aunque operantes. La sensación del caos ideológico que predomina en tales periodos de transición supone para el intelectual crítico, por lo tanto, la posibilidad de reconocer, bajo las apariencias sobre las que se erige el mundo capitalista, las latencias que atraviesan las esferas ideológicas. En ese contexto, las obras y manifestaciones artísticas con las que entrará en contacto durante su estadía en Europa supondrán para Mariátegui, tanto una manifestación concreta de la crisis de la sociedad capitalista, como una fuente potencialmente crítica de la misma sociedad de la que surge: “La decadencia de la civilización capitalista se refleja en la atomización, en la disolución de su arte [...] Pero esta anarquía, en la cual muere, irreparablemente escindido y disgregado el espíritu del arte burgués, preludia y prepara un orden nuevo” (Mariátegui, 1982: II, 412).
Pero el debilitamiento de las fronteras ideológicas también conlleva el peligro, antes mencionado, de extrapolar categorías propias del campo estético al ámbito sociopolítico. La crítica literaria de Mariátegui se presenta como un intento constante por evadirse de ambos extremos. A tal fin, la conciencia de que el arte (que aun en sus periodos críticos anuncia una nueva época), debe nutrirse del mismo suelo histórico que juzga, se presenta como un parámetro válido tanto para la estricta crítica literaria de las obras particulares, como para la intervención del pensamiento crítico que parte de sus lecturas. Ya en 1921, en su artículo “Aspectos viejos y nuevos del Futurismo”, Mariátegui extenderá esta modalidad crítica a las mismas vanguardias. El “programa político del futurismo” expresa un doble fracaso: por un lado, la obra pierde validez estética al intentar colocarse directamente al servicio de la causa política, por otro, Mariátegui advierte la inviabilidad de todo programa político que surja de “un comité de artistas” que intenta “improvisar de sobremesa una doctrina política” (Mariátegui, 1969: 57) como respuesta a la crisis capitalista.
La crítica al futurismo expresa también el imbricado vínculo que existe entre la técnica artística y la concepción global que define a todo arte. La coexistencia de elementos progresistas y conservadores que Mariátegui reconoce en el futurismo restringe el potencial crítico de sus manifestaciones, en virtud de un rebasamiento de las fronteras que recae en una estetización de la política. La lectura de Mariátegui, por el contrario, procura no violentar la lógica inherente a la obra de arte (en la que se manifiestan las potencialidades eminentemente humanas) que, si bien debe contemplar el desarrollo de las técnicas propias del periodo, no puede limitarse a la mera innovación técnica, ya que “el arte se nutre siempre [...] del absoluto de la época” (Mariátegui, 1969: 170) Si la independencia política antes mencionada se encuentra en contradicción con el internacionalismo colonialista que instaura el capitalismo, los postulados implícitos a la obra de arte se oponen tanto a la objetiva mercantilización mundial, como a los estrechos límites políticos: el programa político futurista “además, era un programa local [...] lo que no se compaginaba con algo esencial en el movimiento: su carácter universal” (ibíd.: 57)
Sin embargo, la apelación a los postulados universales, humanistas, no implica una concepción esencialista en torno a la praxis artística. La misma reluctancia que muestra Mariátegui respecto de la presencia de elementos conservadores en el futurismo se expresa en su crítica al método naturalista de representación literaria. El determinismo social que se advierte en “la descripción naturalista del tendero, del conserje, del pequeño empleado, del artesano, del obrero mismo, observado en apresuradas visitas a los suburbios [...]” (Mariátegui, 1969: 281) no rebasa la superficialidad de una realidad que, lejos de enfrentarse al intérprete de un modo estable y acabado, no puede ser descifrada más que a través de la interpretación, de una construcción en la que el mismo intérprete se encuentra comprometido. La deficiencia metodológica del naturalismo, que, en su afán de veracidad populista, hipostasia el presente como condición humana (con lo cual anula el potencial crítico inherente de la praxis artística) es confrontada con el método del realismo decimonónico:
Una novela de Zola –Roma– me parece un documento mucho menos verdadero y penetrante de la Italia de su época que una novela de Stendhal –La Cartuja de Parma, verbigracia– respecto de la Italia de otro tiempo. Las criaturas de Stendhal expresan una sociedad y una época más intensa y profundamente que las de la Zola. Roma es un folletín escrito con superficialidad de turista. El método del naturalismo no es, pues, necesariamente, el criterio de la verdad (Mariátegui, 1969: 290)
Si la claudicación ante lo existente que manifiesta el método naturalista anula la posibilidad de representación adecuada de una realidad que se define por su dinamismo, el realismo de Stendhal (aun cuando representa un modelo histórico que corresponde a “otro tiempo”, ya superado), en virtud de la totalidad intensiva que conforma, alcanza un adecuado nivel de representación estética. Esta consideración en torno al desarrollo histórico inmanente a la praxis artística se observa en la evaluación de la novela de M. Gorki Los Artamonov; mientras la condensación literaria realista le ha permitido a Gorki representar un amplio proceso histórico (“Desde la abolición de la servidumbre hasta la Revolución Bolchevique” ) a partir de la configuración de sus rasgos esenciales, Mariátegui sostiene que “Zola no hubiera podido narrar todo esto sino en una serie como la de los Rougen Macquart, con muchos raptos románticos y mucho diletantismo sociológico” (Mariátegui, 1982: II, 270). La figura de Gorki resulta significativa no solo porque desmiente “con esta novela que haya muerto el realismo” (Mariátegui, 1982b: 371), sino por el modo en que revitaliza la representación literaria de acuerdo al periodo de transición dentro del que se construye. La comparación realizada en torno a la configuración de Zola y Stendhal se actualiza en torno al nuevo realismo ruso: si el realismo de un Tolstoi expresa “un comunismo campesino y cristiano”, correspondiente a un periodo prerrevolucionario, el realismo de Gorki considera “las máquinas, la técnica, la ciencia occidentales, todas las cosas que repugnaban al misticismo de Tolstoi” (Mariátegui, 1982: II, 375). De acuerdo a la perspectiva de Mariátegui, solo al artista que es consciente del proceso histórico le es otorgada la capacidad de configurar las latencias que condicionan una realidad dinámica, de eludir “la imprecisa nostalgia de los tiempos pretéritos” (Mariátegui, 1969: 72)
Las posibilidades de un realismo como el que Mariátegui advierte en Gorki se ven limitadas en Europa por el contexto histórico en el que se enmarcan. El individualismo propio del decadentismo esteticista, el latente conservadurismo del futurismo, la aparente neutralidad naturalista que define al populismo positivista, no representan sino expresiones unilaterales de la crisis de la sociedad burguesa. Por el contrario, las obras de Proust, Pirandello, John Dos Pasos, que expresan la crisis de la novela tradicional, contienen, en la disolución a partir de la cual se construyen, un carácter anticipador: ya no se trata de una configuración que surge de una personalidad cerrada en sí misma, del culto al poeta como manifestación suprema de la individualidad en un mundo despersonalizado. Los autores que tematizan la misma crisis de la novela moderna evidencian el dato histórico, de acuerdo con el cual “de la exaltación del yo se ha pasado a la desconfianza del yo”. Las relaciones que Mariátegui establece entre la producción artística de Pirandello y Proust y la teoría freudiana enuncian la “intuición de la época”, esto es, la desarticulación de “la antigua concepción de la personalidad o psiquis humana” (cf. Mariátegui, 1969: 163ss.). De esta manera, ante la torre de marfil en la que se recluye la individualidad de un arte intimista, aislado de toda función social, Mariátegui resalta el carácter colectivo que la crisis del arte burgués coloca en primer plano: “El drama humano tiene hoy, como en las tragedias griegas, un coro multitudinario. En una obra de Pirandello, uno de los personajes es la calle” (Mariátegui, 1969: 74s.). La apertura que Mariátegui reconoce como incipiente tendencia de renovación artística expresa la actualización de un realismo que toma sus métodos de configuración de las técnicas propias de su época; así, en
Manhattan Transfer, de John Dos Pasos, Mariátegui reconoce cómo “la técnica novelística, bajo la conminatoria del tema, se hace cinematográfica”. El nuevo realismo por el que aboga Mariátegui se caracterizaría por la superación del individualismo tradicional, tanto en la producción como en la recepción estéticas. La representación literaria adquiere, bajo este signo, una cualidad que, sin desatender las tendencias históricas contemporáneas, expone las tendencias subterráneas que definen a todo realismo. En esta línea, Mariátegui advierte cómo, en las obras que exponen la crisis de la representación, confluyen la impersonalidad de la vida moderna (“En
Manhattan Transfer no hay una vida [...] sino una muchedumbre de vidas que se mezclan, se rozan se ignoran, se agolpan”), y el potencial colectivo de la que se hacen portadoras: “Las estancias monótonamente iguales de este rascacielos alojan dramas distintos; pero todos estos dramas son elementos de una sola balzaciana expresión de Nueva York” (cf. Mariátegui, 1982: II, 393ss.)
Sin embargo, será en el surrealismo donde Mariátegui reconocerá la más elevada expresión de la revolución del arte burgués que, ni bajo la égida del naturalismo ha podido “liberarse de resabios románticos ni de modelos clásicos” (Mariátegui, 1982: II, 371). Si en las vanguardias Mariátegui distingue un gesto de rechazo respecto de la sociedad burguesa, solo en el surrealismo reconocerá un tratamiento artístico que se corresponde con la situación crítica de la sociedad a la que se opone, condición ineludible de todo arte que refiera, de acuerdo a su propia lógica, la superación progresista de la crisis social. Nadja, el relato de Breton en la que Mariátegui reconoce indicios concretos de la revolución de la novela tradicional, reduce el tratamiento descriptivo del viejo realismo al alternar la narración con “fotos de Man Ray, con cuadros de Max Ernst, con dibujos de Nadja, con retratos de sus amigos, con vistas de la calle” (Mariátegui, 1969: 280), razón por la cual la percepción individualista del poeta burgués es desestructurada en una realidad que se construye a partir de una diversidad de perspectivas y soportes técnicos. En Nadja vuelve a encontrar Mariátegui el impulso por los espacios abiertos de la nueva literatura:
A Nadja no se la puede encontrar sino en la calle. En otro lugar, alguna sombra velaría su presencia. Es indispensable que su encuentro no se vincule al recuerdo de un salón, de un teatro, de un café, de una tienda. Su atmósfera pura, transparente, personal, es la de la calle (Mariátegui, 1969: 278)
Este tratamiento, a diferencia de lo que sucede con “la nueva literatura rusa” (donde Mariátegui, sin dudas influido por la “idea rusa”, cree localizar el renacimiento de una nueva épica, en la que la intervención de las masas creadores cumple un rol primordial), sin embargo, no encuentra aún el marco social adecuado para la configuración de una vida pública activa; en esta limitación de la configuración artística respecto de la realidad concreta, no obstante, se localiza el potencial anticipador de todo arte realista. En la revalidación de la imaginación surrealista, concebida como antesala de una realidad futura, Mariátegui distingue “una etapa de preparación para el realismo verdadero” (Mariátegui, 1982: II, 371).
La validez artística del surrealismo radica en el modo en que se sustrae a la generalización de las categorías estéticas en las que recae el futurismo. A partir de una lectura peculiar de los manifiestos surrealistas, Mariátegui sostiene que el movimiento liderado por André Breton representa, en el plano estético, la dinámica social del periodo de transición. Así, mientras que en cada intervención del futurismo se reconoce “al viejo futurismo de anteguerra”, el surrealismo
ha tenido un proceso. Dadá es nombre de su infancia. Si se sigue atentamente su desarrollo, se le puede descubrir una crisis de pubertad. Al llegar a su edad adulta, ha sentido su responsabilidad política, sus deberes civiles [...] Y, en este respecto, se ha comportado de un modo muy distinto que el futurismo [...] no se le ocurre someter la política a las reglas y gustos del arte (Mariátegui, 1982: II, 341s.)
La insistencia en remarcar el carácter procesual del surrealismo se encuentra en estrecha relación con las críticas dirigidas al arte burgués tradicional, y a la perspectiva de futuro que distingue a toda verdadera obra de arte. Si el arte no constituye una herramienta de transformación social, el carácter anticipador que lo define supone una lectura que vaya más allá de lo existente. La realidad que se interpreta en los ensayos dedicados al Perú, por lo tanto, exponen un tratamiento similar, en la medida en que no exponen sino un proceso histórico que identifica las condiciones de desarrollo americanas, subraya el papel activo de la literatura en sus diversos periodos (el colonial, el cosmopolita, el nacional), y despliega una posible línea de desarrollo latente. La realidad peruana es el mismo proceso histórico que, en virtud de su carácter asincrónico, promueve un internacionalismo en el que coexisten diferentes épocas (el realismo incipiente de la nueva literatura rusa, el carácter precursor del realismo que representa el surrealismo, el retorno a la literatura autóctona que supone el cosmopolitismo de las vanguardias literarias peruanas), por lo que las configuraciones literarias contemporáneas, en función de su peculiar universalidad, pueden presentarse como piedra de toque de una futura literatura peruana. El hecho de que una tal literatura no haya surgido aun señala más bien la negación de toda concepción romántica del arte como herramienta de transformación social; la obra de arte no inaugura ningún periodo heroico, sino que señala posibilidades latentes que solo pueden actualizarse en el plano de la realidad política a través de la transformación concreta de la realidad; si el arte, en los periodos de crisis, logra cargarse de un poder prefigurador, “la obra maestra no florece sino en un terreno largamente abonado”, por lo que “el artista genial no es ordinariamente un principio sino una conclusión” (Mariátegui, 2004: 253) El carácter anticipador de la obra de arte le permite a Mariátegui recorrer el ámbito de lo posible que configura la literatura. En este sentido, el proceso a través del cual una literatura tradicionalmente colonial se orienta a la conformación de su propia identidad debe rehuir de todo provincianismo estético. El modelo que Mariátegui advierte en la crítica y subversión de las tradiciones propias de las vanguardias europeas, respecto de la crisis del capitalismo, en la incipiente literatura de la revolución de la Unión Soviética, encuentra en las vanguardias de la literatura argentina otra manifestación:
Todos ellos están nutridos de estética europea [...] No obstante su concepción ecuménica del arte, los mejores de estos poetas siguen siendo los más argentinos. La argentinidad de Girondo, Güiraldes, Borges no es menos evidente que su cosmopolitismo (Mariátegui, 1982: II, 309)
La experiencia europea, que reforzó en Mariátegui su pertenencia americana, intensificó la certeza de que “por estos caminos cosmopolitas y ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos” (Mariátegui, 1982: II, 310) El análisis del proceso de la literatura peruana que desarrolla en los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana expresa la potencialidad de este camino posible.
Bibliografía
Mariátegui, José Carlos, Obras. 2 vols. Casa de las Américas: La Habana, 1982.
–, Crítica literaria. Editorial Jorge Álvarez: Buenos Aires, 1969.
Meseguer Illán, Diego, José Carlos Mariátegui y su pensamiento revolucionario. Instituto de Estudios Peruanos: Lima. 1974.
Rama, Ángel, Transculturación narrativa en América Latina. El Andariego: Buenos Aires. 2007.
Sartre, Jean-Paul, “Defensa de los intelectuales”. En: –, Situaciones VIII. Alrededor del 68. Trad.: E. Gudiño Kieffer. Buenos Aires: Losada. 1973, pp. 285-343.