23/12/2024

¿Intelectuales ausentes?

Por , , Russell Jacoby

 
 
 
 
I
Entrar a un cuarto familiar e identificar espontáneamente un nuevo objeto –una lámpara, un cuadro, un reloj– es una experiencia común. Entrar a un cuarto familiar y designar instantáneamente un objeto quitado recientemente es algo raro. Mientras nuestros ojos y oídos registran sin esfuerzos las adiciones, las “sustracciones” –los objetos que han sido eliminados– a menudo pasan desapercibidas. Semanas, meses o años pueden pasar sin que reconozcamos su ausencia. Un día, quizás, al entrar al cuarto, sentimos que surge un vago malestar: algo ha desaparecido. ¿Qué?
Este libro trata acerca de una ausencia en la cultura, la ausencia de voces jóvenes, quizás la ausencia de una generación. Los pocos –extremadamente pocos– intelectuales norteamericanos significativos de menos de treinta y cinco, incluso cuarenta y cinco, rara vez han suscitado comentarios. Es fácil echarlos de menos, ya que su ausencia es de larga data. No se desvaneció súbitamente una generación intelectual; simplemente, nunca apareció. Y es ya demasiado tarde –la generación es demasiado vieja– para que aparezca.
La cuestión, aun cuando apenas si ha sido discutida, mantiene cargados los ánimos; provoca respuestas acaloradas. Escritores y editores dan un paso hacia atrás, como si se los hubiera insultado. ¿Acaso los jóvenes autores de hoy –ellos y sus amigos– no son tan talentosos y cautivantes como los del pasado? Profesores ofendidos enumeran Jóvenes Turcos que hacen que se sacudan sus campos de estudio. Ciertos izquierdistas sienten asco al detectar la herejía primigenia, la nostalgia, cuando se habla acerca de una generación pasada. ¿No son los jóvenes radicales –productos de la década del ’60– tan brillantes como los radicales del pasado, y aún más numerosos? Una elegía reciente por los intelectuales neoyorquinos de The New York Times Magazine desató varias réplicas furiosas: la vida intelectual está prosperando fuera de Nueva York; no es necesario lamentarse por la decadencia de los intelectuales de Manhattan. Los años sesenta los confinaron a un temprano retiro y a la senilidad. Tanto mejor.1
Esto es silbar en la oscuridad. Querría decir desde el vamos: la postulación de una generación perdida no difama a los individuos. No es una declaración sobre la integridad personal o el genio; tampoco depende de escritores o artistas individuales. Factores complejos marcan o socavan la formación de una generación intelectual; no sería la primera vez que una generación no logra galvanizarse. Sin embargo, hay algo más en juego que una observación interesante; la cuestión es la vitalidad de una cultura pública.
Tampoco se trata de una simple cuestión política, al menos no en términos convencionales. Se ha hablado mucho acerca del ascenso del neoconservadurismo y la declinación del radicalismo, incluso del liberalismo. Por supuesto, el dominio de los neoconservadores y el eclipse de los intelectuales radicales se corresponde con desplazamientos en las realidades políticas. Los neoconservadores cenan en la Casa Blanca; son bendecidos con la atención pública, becas, apoyo gubernamental.
Podría ser gratificante concluir que esto explica totalmente los caprichos de la vida intelectual: los intelectuales jóvenes, generalmente más radicales que los neoconservadores, son ignorados por razones políticas; están desfasados con los tiempos. Quizás. Pero esto deja demasiadas cosas en la oscuridad. Comparada con la década de 1950, la izquierda ha prosperado. Profesores marxistas dan clase por todas partes; los radicales publican infinitamente; y la izquierda más amplia no teme una represión macartista. Sin embargo, los jóvenes intelectuales de izquierda parecen públicamente invisibles. ¿Por qué? Las realidades políticas no pueden ser ignoradas, pero corrientes más profundas –sociales y económicas– conforman la vida intelectual.
La estrategia de declarar “invisible” a una generación intelectual está plagada de dificultades. La declaración parece aceptar el juicio de la “esfera pública” –diarios, reseñas de libros, programas de debates– como una verdad en sí misma; corre el riesgo de confundir el brillo con la sustancia; la exposición televisiva, con el peso intelectual. La esfera pública no es neutral; responde al dinero, o al poder o al drama, no al talento silencioso o a la obra creativa. Durante décadas, incluso durante siglos, los escritores y críticos han condenado a la prensa por distorsionar la vida cultural. En la medida en que la esfera pública es menos un libre mercado de ideas que un mercado, lo que es públicamente visible no registra más que las fuerzas del mercado.2
Si es verdadera, esta observación degenera fácilmente en el clisé de que las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante; los estudios culturales se diluyen en la economía. La vida intelectual, que incluye libros, artículos, revistas, conferencias, discusiones públicas, quizás enseñanza universitaria, está obviamente sujeta a las fuerzas del mercado y la política, pero no puede ser reducida a ellas. El impacto de las cadenas de televisión o los semanarios nacionales sobre la vida cultural no puede ser subestimado; pero esta no es toda la historia. La reestructuración de las ciudades, la desaparición de la bohemia, la expansión de la universidad: estos factores también conforman la cultura. Estos son mis temas.
Mi ocupación son los intelectuales, escritores y pensadores públicos que se dirigen a un auditorio general y educado. Obviamente, esto excluye a los intelectuales cuyas obras son demasiado técnicas o difíciles de implicar a un público. De todos modos, creo que es un mito que los intelectuales privados prosperan mientras decae la cultura pública. La relación entre la obra intelectual “privada” y la “pública” es compleja. Al menos, puede decirse esto: existe una relación de simbiosis. Las mentes más grandes, de Galileo a Freud, no se contentaron con los descubrimientos privados; buscaron y encontraron un público. Si ellos parecen distantes, un estándar demasiado alto, la última generación de intelectuales norteamericanos es mi punto de referencia. Estos también abarcaron a un público; la generación sucesiva no lo hizo.
Quizás no hay nadie a quien abarcar. El público cambió durante las últimas décadas, e incluso siglos. Un público que antaño arrancaba de las manos panfletos de Thomas Paine o que escuchaba durante horas a Abraham Lincoln discutir con Stephen Douglas ya no existe; su espectro de atención se reduce en la medida en que se intensifica su simpatía por la televisión.3 Es posible que no exista un público lector. Si los jóvenes intelectuales están ausentes, un auditorio ausente puede explicar por qué.
Esto es verdad, pero no es la entera verdad. El público que lee libros, revistas y diarios serios ha mermado; no se ha desvanecido. Los escritos de intelectuales más viejos, de John Kenneth Galbraith a Daniel Bell, continúan promoviendo interés y discusión públicos, lo que sugiere que no se ha evaporado el público. El auditorio puede estar reduciéndose, pero están ausentes los intelectuales jóvenes. Este es el énfasis que ponemos aquí: menos en el eclipse de un público que en el eclipse de los intelectuales públicos.
Para decirlo rápidamente: el hábitat, las costumbres y el idioma de los intelectuales se han transformado durante los últimos cincuenta años. Los intelectuales más jóvenes ya no necesitan ni quieren tener un público más amplio; son casi exclusivamente profesores. Los campus son sus hogares; los colegas, su auditorio; las monografías y los periódicos especializados, sus medios. A diferencia de los intelectuales del pasado, se sitúan a sí mismos dentro de campos y disciplinas… por buenas razones. Sus tareas, su progreso y sus salarios dependen de la evaluación de especialistas, y esta dependencia afecta las cuestiones abordadas y el lenguaje empleado.
Los intelectuales independientes, que escribían para los lectores educados, están extinguiéndose; con seguridad, a menudo escribían para periódicos pequeños. Sin embargo, esos periódicos participaban, aunque más no sea a través de la esperanza, de la comunidad más amplia. “Veíamos al arte como una participación en la vida” afirmaba el editorial de despedida de The Seven Arts [Las Siete Artes], una vital revista mensual de cultura; “como un comunismo de la experiencia y la visión, una raíz espiritual para el nacionalismo y el internacionalismo”.4 Los autores se veían a sí mismos como hombres y mujeres de letras que buscaban y valoraban una prosa sobria. Escribían para intelectuales y simpatizantes de cualquier parte; de pequeñas dimensiones, los diarios se abrían al mundo. Por esta razón, sus escritores podían ser leídos por el público educado, y más tarde lo fueron. Educados en las pequeñas revistas, los Max Eastman o los Dwight Macdonald o los Irving Howe, fácilmente se desplazaban hacia periódicos y públicos más grandes.
Hoy, los intelectuales no académicos son una especie en peligro; el desarrollo industrial y el deterioro urbano han devastado su ambiente. Continúan asomándose al mundo cultural porque dominaron un lenguaje público. Los nuevos académicos rebasan en número a los intelectuales independientes, pero como no emplean la lengua vernácula, los foráneos rara vez los conocen.
Los académicos escriben para revistas profesionales que, a diferencia de las revistas pequeñas, crean sociedades insulares. El punto no es la circulación respectiva –los periódicos profesionales enviados automáticamente a los miembros pueden registrar una circulación más grande que las pequeñas revistas literarias–, sino la relación diferente con el público no especializado. Los profesores comparten un idioma y una disciplina. Reuniéndose en congresos anuales para comparar notas, constituyen su propio universo. Un sociólogo o un historiador del arte “famoso” significa: famoso para otros sociólogos o historiadores del arte, no para alguien más. Cuando los intelectuales se convirtieron en académicos, no necesitaron escribir en una prosa pública; no lo hicieron y, finalmente, no pudieron.
La cinta de transmisión de la cultura –la inefable manera en que una generación más vieja transfiere, ya no simplemente su conocimiento, sino también sus sueños y esperanzas– está en riesgo. La cultura más amplia descansa en un número creciente de intelectuales que están envejeciendo sin sucesores. Los intelectuales más jóvenes están ocupados y preocupados por las demandas de las carreras universitarias. Como la vida profesional prospera, la cultura pública se torna cada vez más pobre y decrépita.
Una ironía colorea esta investigación sobre una generación desaparecida. Los intelectuales ausentes de la vida pública son ampliamente los que alcanzaron la mayoría de edad en la década de 1960 –una abreviatura para las insurrecciones que duraron casi quince años–. ¿Cómo es posible que esos veteranos de los movimientos, que a menudo eligieron como blanco la universidad, que se burlaron de sus profesores y ridiculizaron a los pensadores del pasado, hayan podido madurar convirtiéndose en profesionales serios, más tranquilos que los viejos intelectuales? No ofrezco ninguna respuesta aislada o simple, pero la ironía da a entender la magnitud de la reestructuración cultural. En los ’60, las universidades virtualmente monopolizaron el trabajo intelectual; una vida intelectual fuera de los campus parecía quijotesca. Una vez que se disipó el humo, muchos intelectuales jóvenes no habían dejado nunca la escuela; otros descubrieron que no había ningún otro lugar al que ir. Se convirtieron en sociólogos radicales, historiadores marxistas, teóricas feministas, pero de ningún modo en intelectuales públicos.
 
¿Cómo puede inferirse la ausencia de una generación? No existe una guía. La reflexión de un momento, creo, da a entender la omisión. Nombren a un grupo de jóvenes críticos, filósofos o historiadores norteamericanos importantes. Quizás esto no sea jugar limpio; pocos nombres surgen de manera súbita. Sin embargo, no siempre fue difícil nombres a los “jóvenes” intelectuales. Antaño los escritores y críticos monitoreaban regularmente, a menudo obsesivamente, a la joven generación; no discrepaban tanto sobre los nombres, sino sobre sus méritos. Hoy, aun la más corta lista incluiría muchos lugares en blanco: ¿críticos jóvenes destacados?, ¿sociólogos?, ¿historiadores?, ¿filósofos?, ¿psicólogos? ¿Quiénes son? ¿Dónde están?
Una rápida ojeada a la década de 1950 proporciona una cantidad de críticos activos, jóvenes y viejos: Mary MacCarthy, Philip Rahv, C. Wright Mills, Dwight Macdonald, Lionel Trilling, David Reisman, Irving Howe, Arthur Schlesinger Jr., Edmund Wilson, Lewis Mumford, Malcolm Cowley, Sidney Hook y muchos otros. O consideremos las muchas obras vitales de finales de los ’50 y comienzos de los ’60: La sociedad afluente de John Kenneth Galbraith, La mística femenina de Betty Friedan, Volviéndose absurdo de Paul Goodman, Vida y muerte de las grandes ciudades norteamericanas de Jane Jacobs, La élite del poder de C. Wright Mills, El hombre de organización de William H. White y La otra Norteamérica de Michael Harrington.
Simplemente la enumeración de estos libros y autores sugiere dos verdades llamativas sobre la escena contemporánea: los mismos libros o individuos dominan las cumbres culturales de hoy, y muy pocos libros o personas han sido añadidos. Hoy, un cuarto de siglo más tarde, continuamos enumerando a los mismos intelectuales: Norman Mailer, o Daniel Bell, o John Kenneth Galbraith o Gore Vidal, que comenzaron a despertar atención en los ’50.
Mientras los intelectuales jóvenes aislados asomaban –y usualmente se esfumaban–, ninguna generación se aglutinó para desafiar o aun para complementar a los autores más viejos. Para un grupo de intelectuales, dominar los puestos durante unos treinta años –desde los ’50 a los ’80– es impresionante; en una sociedad que se jacta de su juventud y dinamismo, esto es sorprendente. Mientras la planta industrial norteamericana en curso de envejecimiento suscita mucha discusión, la planta intelectual en curso de envejecimiento pasa desapercibida. ¿Dónde está la generación intelectual más joven?
Más de diez años atrás, un sociólogo que estudiaba a jóvenes intelectuales influyentes comentó la ausencia de pensadores y críticos jóvenes. Charles Kadushin presentó los resultados de un amplio estudio empírico de pensadores norteamericanos; quería caracterizar –nombrar y describir– a la “élite intelectual” norteamericana. Para hacer esto, entrevistó a 110 intelectuales influyentes que fueron identificados por aparecer regularmente en periódicos “influyentes” tales como The New York Review of Books, Commentary, Harper’s Atlantic, The New Yorker y The New York Times Book Review (Kadushin, 1974).
A partir de su estudio, Kadushin obtuvo cajas enteras de información interesante y no tan interesante, incluyendo una lista de los intelectuales más prestigiosos. En 1970, los diez intelectuales más destacados eran Daniel Bell, Noam Chomsky, John Kenneth Galbraith, Irving Howe, Dwight Macdonald, Mary McCarthy, Norman Mailer, Robert Silvers, Susan Sontag y, “arañando” el décimo lugar, Lionel Trilling y Edmund Wilson.5 Ninguno de ellos podría ser considerado joven, con la posible excepción de Susan Sontag (treinta y siete años en 1970). La ausencia de los jóvenes incluso en la lista extendida de los setenta intelectuales “top” preocupó de Kadushin. No les echó la culpa a sus métodos de investigación.
“El hecho de que haya pocos intelectuales jóvenes [en la lista] no es un ‘error’; refleja la estructura de la vida intelectual en los EE.UU. en esta época” concluyó Kadushin. Los intelectuales jóvenes simplemente no están presentes en la vida cultural, y no lo han estado durante algún tiempo. Sobre todo, la “élite” madura no ocupó su lugar recientemente; había alcanzado prominencia veinte años antes. “La élite de intelectuales norteamericanos tal como los vimos en 1970”, notó Kadushin, “eran básicamente los mismos que llegaron al poder a finales de los ’40 y comienzos de los ’50” (Kadushin, 1974: 26, 32).
Kadushin le pidió a esta “élite” que identificara a los intelectuales jóvenes en el horizonte; fueron incapaces de hacerlo. Dudando de que esto indicara una ausencia permanente, Kadushin conjeturó que “los herederos aún no se dieron a conocer”. Confiadamente sugirió que esta situación pronto cambiaría. Quince años después, esta confianza parece poco fundada; los herederos aún no se han dado a conocer. Una lista de intelectuales significativos hoy no se vería muy diferente de la de Kadushin (restando los decesos)…; y la lista ya se estaba poniendo amarilla quince años atrás.
Otras reseñas, más informales, de la escena intelectual aparecieron también después del estudio de Kadushin. Aunque no deploran ni siquiera a una generación ausente, sus resultados evidencian la ausencia. Daniel Bell, por ejemplo, cartografió a varias generaciones de intelectuales neoyorquinos. La más reciente, una “segunda generación”, no incluía sorpresas, no había nombres nuevos (Norman Podhoretz, Steven Marcus, Robert Brustein, Midge Decter, Jason Epstein, Robert Silvers, Susan Sontag, Norman Mailer, Philip Roth, Theodore Solotaroff) (Bell, 1980: 127-129). Las antologías usuales de la opinión influyente detallaban a los mismos literatos maduros; la edición de 50° aniversario de la Partisan Review (1984) –casi 400 páginas– revela pocos rostros jóvenes. Algunos esfuerzos aún más populares para hacer desfilar al talento joven se quedan cortos. La revista Esquire regularmente lanza una gruesa edición anual de “lo mejor de la nueva generación: hombres y mujeres de menos de cuarenta que están cambiando Norteamérica”. Arrojan una gran red, llenando la edición con esbozos de jóvenes brillantes. Dejando de lado a los genios de la computación, los arquitectos y los administradores de arte, sus ediciones de 1984 y 1985 no ofrecen casi escritores o críticos que sean figuras importantes fuera de sus especialidades.
Por supuesto, ninguna de esas fuentes está al margen de crítica. Por ejemplo, el estudio de Kadushin, cargado de fondos de cinco fundaciones y meticulosamente empírico y “científico”, es básicamente circular. Les pidieron a intelectuales influyentes que mencionasen a intelectuales influyentes. ¿Cómo fue seleccionado el primer grupo? Abriéndose paso entre 20.000 artículos en revistas “influyentes”, fueron identificados los autores más frecuentes. Aquí está la falla: el grupo a ser entrevistado había sido ya preseleccionado por las revistas influyentes. Sobre todo, ¿a quién mencionaron los intelectuales influyentes como intelectuales influyentes? Más o menos a sí mismos.
Mi propia ojeada a los periódicos y mis interrogatorios aleatorios a mis conocidos confirmaron también la ausencia generacional. The New York Review of Books podría ser ofrecida como la Prueba Documental A, que evidencia la escasez de intelectuales jóvenes. Los periódicos importantes del pasado norteamericano –The Dial, The Masses, Partisan Review– se encontraban estrechamente asociados con la llegada a la madurez de ciertos intelectuales, de John Reed a Max Eastman y Philip Rahv. Sin embargo, después de veinticinco años, es difícil mencionar a un solo intelectual joven asociado con The New York Review. Por supuesto, escritores distinguidos aparecieron y aparecen en sus páginas, de Mary McCarthy a Christopher Lasch y Gore Vidal, pero no son jóvenes ni carentes de consolidación.
La Prueba Documental B serían los resultados de mi sondeo informal. Durante algunos años, he pedido a periodistas, académicos y escritores que nombraran a nuevos intelectuales norteamericanos de amplia significación, no especialistas. El Profesor X, celebrado por ilegibles excursiones al postmodernismo, no cuenta; tampoco el Profesor Y, promocionado por computarizar las teorías económicas de Marx. Mi criterio es, grosso modo, el mismo que empleó Harold Stearns en su investigación de 1921 sobre los intelectuales: “publicistas, editores de revistas no comerciales, autores de panfletos, escritores sobre temas generales” (Stearns, 1921: 47).
Recibí pocas respuestas convincentes, y frecuentemente ninguna respuesta en absoluto. Amigos que se jactan de su destreza y su ingenio intelectuales a menudo responden rápidamente: Foucault, Habermas, Derrida. La conversación continúa en esta dirección: no, vuelvo a subrayar, estoy buscando a norteamericanos (o canadienses) reales y vivos, criados en casa, alimentados con maíz. Entonces escucho: Kenneth Burke, Marshall McLuhan, Norman Brown, Sidney Hook. No, no, vuelvo a formular: intelectuales nuevos, jóvenes, frescos de importancia general. “Oh, ¿intelectuales norteamericanos jóvenes?...; ¿de los últimos quince años?... Sí, por supuesto… Está… Mmmmmm…. ¿Estás diciendo, diez a quince años, no veinticinco?... Mmmm… Sí… Bien… Está…, no…, ahhh, bien…”. La conversación se va apagando, y mi amigo va desviándose, desconcertado ante la ausencia tan llamativa como desapercibida.
Es llamativa y desapercibida; y es más que un hecho interesante. La sociedad se apoya crecientemente en intelectuales viejos que llevan la impronta de las batallas culturales y políticas de hace treinta años. El futuro no mostrará cómo “reverdece”, sino cómo se torna gris la cultura norteamericana.
 
II
Al rastrear una vida cultural elusiva, no puedo ofrecer conclusiones certificadas que refuten todas las alternativas posibles. Mi argumento sobre una generación perdida podría ser impugnado afirmando que los nuevos intelectuales prosperan en el periodismo. Estoy de acuerdo con que el periodismo “nuevo” y no tan nuevo (reportaje personal, periodismo sobre escándalos, crítica de rock) da testimonio –o alguna vez lo dio– de una vigorosa generación joven. Sobre todo, en virtud de la abdicación en otros ámbitos, los periodistas han asumido una importancia crítica, y de manera creciente. Sin embargo, las coacciones de vivir solo de la prensa –plazos de entrega, espacio, dinero– finalmente diluyeron el trabajo intelectual, no lo acentuaron.
Mi argumento podría ser refutado respondiendo que los intelectuales jóvenes han emergido en el cine y la televisión; o que existen, o incluso prosperan nuevos escritores fuera de una arena pública que había estado cerrada para ellos por parte de los viejos editores. Una nueva generación intelectual, sin embargo, apenas si aparece en el cine o la televisión convencionales; y es dudoso que los editores, no importa cuán despóticos o miopes sean, puedan regular el flujo generacional.
Mucho más importantes son los vientos económicos que impulsan la vida cultural, y a veces la congelan. De los miles de estadísticas que describen la transformación de los EE.UU. en el siglo XX, dos pueden explicar parcialmente la ausencia de una generación: la creciente sustitución de los hombres de negocios, los trabajadores y los artesanos independientes por el empleo corporativo y la “explosión” de la educación superior posterior a la Segunda Guerra Mundial. Estas corrientes llevaron a los intelectuales de la independencia a la dependencia, de la escritura free-lance a la enseñanza asalariada en universidades. Entre 1920 y 1970, la población de EE.UU. se duplicó, pero el número de profesores universitarios se multiplicó por diez, pasando de 50.000 en 1920 a 500.000 en 1970.
Las universidades recientemente abiertas y ampliadas permitieron, cuando no obligaron que los intelectuales abandonaran una existencia precaria para elegir carreras estables. Cambiaron las presiones de los plazos de entrega y la escritura free-lance por la seguridad de la enseñanza asalariada y las jubilaciones… con veranos enteros para escribir y holgazanear […].
Con pocas reservas, a fines de los años ’50, los intelectuales norteamericanos huyeron raudamente desde las ciudades a los campus, desde los cafés a las cafeterías. Las pérdidas parecieron insignificantes; renunciaron a los placeres de dormir hasta tarde, codearse con amigos y soñar sus propios proyectos; también renunciaron a la honda ansiedad de vender sus sueños a editores indiferentes a fin de comer y pagar el alquiler. Los conocedores rara vez romantizaron la vida de la escritura libre. “Él nunca podría entender”, escribió Edmund Wilson sobre su amigo el crítico musical Paul Rosenfeld, “que la escritura era una mercancía como cualquier otra; que, desde el momento en que uno carecía de patrón, tenía que ser vendido de un modo muy duro” (Wilson, 1948: 16).
Los beneficios de la vida académica –salarios, seguridad, veranos– no parecían compensados por las desventajas: las clases ocasionales a las ocho de la mañana, el soporífero trabajo en las comisiones y, a veces, un nuevo domicilio alejado de los viejos amigos. Sin embargo, la planilla de balance no incluía las pérdidas reales; menos visibles, pero finalmente decisivas. Al remodelar las vidas de los intelectuales, fue remodelada la vida intelectual.
Los intelectuales, en cuanto académicos, ya no dependían de las pequeñas revistas de opinión y literarias o de periódicos grandes en cuanto canales, tales como The New Yorker o Fortune. Las revistas y las monografías profesionales se convirtieron en su forma de sustento. Los editores y “evaluadores” académicos, los colegas profesionales de la misma especialidad ahora juzgaban sus manuscritos, reemplazando a los editores generales de The New Republic o Partisan Review. La apuesta inicial era mucho más pequeña; al menos, inicialmente. Un manuscrito rechazado por el Journal of Economic History no decretaba un desastre financiero. Todavía se pagaba un salario, el contrato aún era respetado. Sin embargo, para obtener promociones y, finalmente, conservar una posición, los académicos necesitaban conquistar la aprobación o el reconocimiento de los colegas.
Las coacciones y corrupciones de la vida académica no son algo nuevo. La crítica salvaje de las universidades norteamericanas se remonta a El paso de ganso (1923) de Upton Sinclair y La educación superior en Estados Unidos (1918) de Thorstein Veblen, que Veblen pretendía subtitular: “Un estudio sobre la depravación total” (Dorfman, 1934: 353). La cuestión crítica, sin embargo, no es la novedad de la situación, sino su extensión. Cuando las universidades ocupaban un cuadrante de la vida cultural, sus males (y virtudes) significaban una cosa. Cuando pasaron a mantener la vigilancia sobre todo el territorio, sus reglas devinieron en las reglas.
Esas reglas no promovían una dura independencia. Pero la “conformidad conspicua al gusto popular” y la claudicación ante el negocio –la “depravación total” que denunció Veblen (1918: 222)– se quedó atrás de la realidad: el vasto sistema universitario de los años de postguerra y sus demandas. La timidez política fue, a la larga, menos esencial que el saber-hacer y la productividad académicos. Una carrera exitosa dependía de cómo uno impresionaba a los decanos y colegas, que estaban más interesados en ver cómo uno se insertaba que en ver cómo uno se destacaba. Los nuevos académicos escribían libros y artículos poniendo un ojo en el volumen: los hallazgos, los argumentos, los hechos, las conclusiones.
En su apuro, no se detenían en el texto. Los intelectuales académicos no estiman una escritura directa o elegante; no la desdeñan, pero difícilmente les importe. La mayor parte de la escritura erudita incluía sumarios del argumento o de los hallazgos; el hecho de la publicación sobrepasaba cualquier disquisición sobre el estilo. Estos imperativos determinaron crecientemente el modo en que los profesores leían y escribían; se interesaban en la sustancia, no en la forma. La escritura académica devino en ilegibles comunicados edulcorados con agradecimientos a colegas y superiores. Por supuesto, la escritura académica enmarañada no es nueva; una vez más, el asunto es la extensión, no la novedad.
La absorción de los intelectuales en la abultada universidad era y es una tendencia, no un interruptor “de encendido y apagado”. Los intelectuales no ingresan súbitamente a la universidad y de inmediato escupen prosa deprimente. Sin embargo, cuando se observa esta creciente migración en relación con los cambios generacionales, queda parcialmente resuelto el misterio de una generación “ausente”.
La generación nacida hacia 1940 y después, emergió en una sociedad en que la identidad de las universidades y de la vida intelectual estaba casi completa. Ser un intelectual implicaba ser un profesor. Los miembros de esta generación fluyeron hacia las universidades y, si querían ser intelectuales, se quedaban allí. La cuestión no es su talento, su coraje o su política. Más bien, no se dio la ocasión para dominar una prosa pública. Al margen de sus números, ellos son invisibles para el gran público. Los intelectuales ausentes están perdidos en las universidades.
[…]
Esas realidades sociales no solo dictaron un cambio en la prosa; promovieron una renovación completa de la identidad y la autoidentidad intelectuales. Casi desde la adolescencia, los intelectuales post 1940 crecieron en un entorno universitario; las trampas y formas de este se volvieron propios de aquellos. Por ejemplo, el planeamiento y la ejecución de una tesis de doctorado –a menudo ridiculizada por el outsider– se cernían, amenazadores. La tesis era el ticket para un puesto académico serio, para la vida como un intelectual; consumía años de nerviosa energía, si no de investigación y escritura. Para muchos intelectuales era el evento cultural y el desafío de sus vidas.
Una vez completada, no podía ser ignorada; la tesis se convertía en parte de ellos. El estilo de investigación, el idioma, el sentido de la “disciplina” y el lugar de uno en ella: estos elementos marcaron sus almas intelectuales. Y más: el prolongado, a menudo humillante esfuerzo para escribir una tesis a ser juzgada por el propio consejero doctoral y una “comisión” de expertos daba lugar a una red de densas relaciones –y deferencias– que se adhería a sus vidas y sus carreras futuras6. Incluso si lo deseaban, y frecuentemente no lo hacían, los intelectuales jóvenes no podían liberarse de este pasado.
Sn embargo, los intelectuales norteamericanos anteriores se habían ahorrado casi íntegramente esos ritos. Muy pocos de la generación de 1900 escribieron tesis; y, cuando lo hicieron, la insignificancia de la vida intelectual los exhortaba a mirar, más allá de esta, hacia un público más amplio. Trilling (1979: 239) alude a esto al recordar su tesis. “algo del temple intelectual de la época… es sugerido por mi determinación de que la obra encontrara su audiencia, no entre los especialistas, sino entre el público general”.
Trilling fue la excepción al seguir el recto y estrecho camino académico. Pocos aun de la generación “transicional” obtuvieron títulos de doctor. Entraron a las universidades en la década de 1950 bajo circunstancias que difícilmente serían permitidas más tarde, como profesores ordinarios en universidades “grandes” sin Ph.D.7; o se les otorgaron títulos avanzados bajo cláusulas que rara vez se volvieron a invocar. Daniel Bell recuerda que, cuando estaban a punto de concederle un puesto como ordinario en la Universidad de Columbia, surgió una pregunta incómoda: “Me preguntaron: ‘¿Tiene un Ph.D.?’. Dije: ‘No’. Preguntaron: ‘¿Por qué?’. Dije: ‘Nunca presenté una tesis’” (cit. en Bloom, 1986: 430). Esto fue felizmente resuelto mediante la concesión de un Ph.D. por su obra anterior, por su libro El fin de la ideología.
Semejante informalidad refleja una era pasada; es casi imposible conseguir puestos universitarios sin un Ph.D. –como lo hicieron Irving Howe o Alfred Kazin–, u obtener títulos sobre la base de la obra pasada, como les sucedió a Daniel Bell o Nathan Glazer. Un intelectual joven no podría presentarse a una “defensa” de tesis con una colección de ensayos escritos para varias revistas –que constituían El fin de la ideología–, como tampoco sin cumplir con el número requerido de créditos y seminarios… y sin pagar los aranceles correspondientes. Esos obstáculos o iniciaciones académicos eran mucho más que molestias; extendidos a través de los años, definieron vidas jóvenes y, finalmente, la forma y el color de una generación intelectual.
La posibilidad de la vida intelectual fuera de la universidad tampoco era seductora para los intelectuales post 1940. Escribir como autor free-lance tenía tanto sentido como practicar la economía de subsistencia: el espacio abierto non existía. La reducción del espacio cultural –reconocido o no– arreó a los intelectuales a la universidad. Si los salarios y la seguridad académicos eran la zanahoria, la declinación de la vida intelectual tradicional era el palo.
Vivir de la venta de reseñas de libros y artículos dejó de ser difícil; se volvió imposible. El número de revistas y diarios serios declinó (y la escala de pagos de estos difícilmente aumentó) dejando pocas avenidas; todos los signos apuntaban hacia las universidades. Si la frontera occidental se cerró en la década de 1890, la frontera cultural se cerró en la de 1950. Después de esta década, los intelectuales se unieron a instituciones establecidas o se reconvirtieron.
[…]
 
III
La vida cultural está compuesta por las actividades de intelectuales que no se limitan a escribir o pensar o pintar, sino que viven y trabajan en entornos específicos. Esto no es una verdad novedosa, pero se la olvida con facilidad; las ideas de Edmund Wilson o Geoffrey Hartman –que es un profesor inglés en Yale y un exponente destacado de Derrida y el deconstructivismo– evidencian vidas diferentes, períodos diferentes. Menciono esto porque mi reseña estará condimentada por minibiografías; al menos proveeré fechas de nacimiento; a veces, la actividad reciente. No hago esto para afirmar el texto, sino para proporcionar una idea acerca del proceso generacional. Importa que alguien haya nacido en 1910 o en 1940 si escribe para The New Yorker o para el Bulletin of the Midwest MLA.
Sin embargo, las vidas e ideas de los intelectuales no son idénticas. La biografía no puede reemplazar al pensamiento. Para este estudio, es importante saber cuándo nacieron las personas, qué hicieron o están haciendo. Las personas no pueden ser simplemente reducidas a sus vidas y ocupaciones. La mente es más que la materia.
Los ejecutivos de seguros pueden escribir poesía refinada; los profesores de Harvard pueden soltar llamados estridentes a la revolución. En general, ni unos ni otros lo hacen. Es bueno recordarlo, pero no estar obsesionado por ello. Los ejecutivos de seguros usualmente escriben memos e informes, y los profesores de Harvard escriben monografías y formularios para becas. La mente, pues, importa –una lección que dan tanto Marx como Freud–. Las personas son lo que hacen, pero no del todo.
[…]
De seguro, los activistas de la década de 1960 conquistaron la atención pública. Pero los intelectuales asociados con los años sesenta no lograron mantener una presencia pública; muchos partieron en busca de otras carreras; otros desaparecieron en las universidades. Hoy sería difícil mencionar siquiera a unos pocos intelectuales importantes que hayan alcanzado la mayoría de edad en los sesenta; e incluso las obras del período –La formación de la contracultura, El reverdecimiento de Norteamérica, La búsqueda de la soledad– carecen de la fuerza de la crítica social anterior. Por supuesto, esto vuelve a formular el problema: ¿quiénes fueron los intelectuales de los sesenta, y en qué se convirtieron? Los rostros individuales asomaron en los setenta y ochenta y luego se desvanecieron. Una generación está ausente.
 
Bibliografía
 
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Stearns, Harold, America and the Young Intellectual. Nueva York: George H. Doran, 1921.
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Veblen, Thorstein, Higher Learning in America. Nueva York: Huebsch, 1918.
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“Missing Intellectuals?”. En: Jacoby, Russell, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of the Academe. Nueva York: Basic Books, 1987, pp. 3-27 (selección). Traducido y publicado por gentil autorización del autor. Trad. de Miguel Vedda.
Ilustración: Joaquín Zelaya
 
 
1 Cf. Atlas, 1985 y las respuestas; Cockburn, 1985; Willis, 1985.
2 Cf. Keane, 1984.
3 Cf. Postman, 1985: 44-63.
4 Cit. en Gilbert, 1968: 36. Para una discusión de The Seven Arts, cf. Wertheim, 1986: 176-183.
5 Robert Silvers, editor de The New York Review of Books, es el nombre extraño en la lista; en términos convencionales, no es un intelectual destacado, aunque quizás sí un editor destacado.
6 Cf. Loewenberg, 1983: 48-80.
7 Ph.D.: abreviatura de la expresión latina “doctor philosophiae” (“doctor en filosofía”) es la designación habitual, en el sistema universitario anglosajón, para el título de un doctorado dedicado a la investigación; en particular, a la investigación humanística (nota del trad.). 

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