Creo que la primera mitad del siglo XXI será más dificultosa, más perturbadora y, sin embargo, más abierta que todo lo que hemos conocido durante el siglo XX. Digo esto basándome en tres premisas, aunque carezco de tiempo para argumentarlas aquí.
La primera premisa es que los sistemas históricos, como todos los sistemas, tienen vidas finitas. Tienen un comienzo, un largo período de desarrollo y, finalmente, mueren, cuando se alejan del equilibrio y alcanzan puntos de bifurcación.
La segunda premisa es que en esos puntos de bifurcación surgen dos nuevas propiedades: pequeños inputs provocan grandes outputs (mientras que durante el desarrollo normal se produce lo contrario: grandes inputs provocan pequeños outputs) y el resultado de tales bifurcaciones es intrínsecamente indeterminado.
La tercera premisa es que el moderno sistema-mundo, como sistema histórico, ha entrado en una crisis terminal, y no resulta verosímil que exista dentro de 50 años. Sin embargo, ya que el resultado es incierto, no sabemos si el sistema (o los sistemas) resultante será mejor o peor que el actual, pero sí sabemos que el período de transición será una terrible etapa llena de turbulencias, ya que los riesgos de la transición son muy altos, los resultados inciertos y muy grande la capacidad de pequeños inputs para influir sobre dichos resultados.
Está muy extendida la opinión de que el colapso de los comunismos en 1989 marcó un gran triunfo de liberalismo. Pero, a mi entender, marcó más bien el colapso definitivo del liberalismo en tanto que geocultura definidora de nuestro sistema-mundo. Esencialmente, el liberalismo prometió que las reformas graduales mejorarían las desigualdades del sistema-mundo y reducirían su aguda polarización. La ilusión de que esto era posible dentro de la estructura del moderno sistema-mundo ha sido, de hecho, un gran factor de estabilización, pues legitimaba los Estados ante los ojos de sus poblaciones, a las que prometía un cielo sobre la tierra en un futuro al alcance de la vista.
El colapso de los comunismos, de los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo y de la fe en el modelo keynesiano dentro del mundo occidental refleja, a través de esa triple simultaneidad, la cada vez más propagada desilusión popular en la validez y realidad de los programas reformistas.
Pero esta desilusión, por muy merecida que sea, golpea sobre los puntales en que se basa la legitimación popular de los Estados, y, de hecho, deshace cualquier posible razón por la que sus poblaciones debieran tolerar la continua y creciente polarización de nuestro sistema-mundo. Por tanto, preveo que se producirán considerables tumultos, del mismo tipo que los ocurridos durante los años 90, extendiéndose desde las Bosnias y Ruandas de este mundo hacia las regiones más ricas (y consideradas más estables) del planeta, como los Estados Unidos.
Como ya he dicho, estoy exponiendo premisas, de las que ustedes pueden no estar convencidos, ya que no tengo tiempo para argumentarlas.
[1] Deseo simplemente sacar las conclusiones morales y políticas de mis premisas. La primera conclusión es que el progreso no es inevitable, a diferencia de lo que la Ilustración, en todas sus variantes, predicó. Pero no acepto que sea por ello imposible. El mundo no ha avanzado moralmente en los últimos miles de años, pero podría hacerlo. Podemos movernos en la dirección de lo que Max Weber llamó “la racionalidad sustantiva”, esto es, valores racionales y fines racionales, alcanzados colectiva e inteligentemente.
La segunda conclusión es que la creencia en certezas, una premisa fundamental de la modernidad, ciega y mutila. La ciencia moderna, esto es, la ciencia cartesiana-newtoniana, se ha basado en la certeza de certeza. La suposición básica es que existen leyes universales objetivas que gobiernan todos los fenómenos naturales, que estas leyes pueden ser descubiertas por la investigación científica y que, una vez que tales leyes son conocidas, podemos pronosticar perfectamente el futuro y el pasado a partir de cualquier conjunto de valores para las condiciones iniciales.
Frecuentemente, se ha dicho que este concepto de ciencia es mera secularización del pensamiento cristiano, en la que la figura de Dios sería simplemente sustituida por “la naturaleza”, y que la indispensable presunción de certeza se deriva de -y es paralela a- las verdades propias de las creencias religiosas. No quiero comenzar aquí una discusión teológica per se, pero me ha llamado siempre la atención el hecho de que la creencia en un Dios omnipotente, opinión común por lo menos a las llamadas religiones occidentales (Judaísmo, Cristianismo e Islam), es de hecho lógica y moralmente incompatible con una creencia en la certeza, o por lo menos en cualquier certeza humana. Ya que si Dios es omnipotente, entonces los seres humanos no pueden limitarle dictando aquello que creen ser verdades eternas, pues entonces Dios no sería omnipotente. Sin duda, al comienzo de la modernidad los científicos, muchos de los cuales eran muy devotos, pudieron pensar que ellos estaban defendiendo tesis en consonancia con la teología imperante, y tampoco cabe duda de que muchos teólogos les daban motivos para pensar así, pero, en definitiva, no es cierto que la creencia en la certeza científica sea un complemento necesario de los sistemas religiosos.
Además, la creencia en la certeza se encuentra ahora sometida a un severo -y yo diría que muy eficaz- ataque procedente de las propias ciencias naturales. Me basta con referirme al último libro de Ilya Prigogine,
El fin de las certidumbres,
[2] en el que sostiene que, incluso en el
sancta sanctorum de las ciencias naturales -los sistemas dinámicos de la mecánica-, los sistemas son regidos por la flecha del tiempo y se alejan inevitablemente del equilibrio. Estas nuevas perspectivas reciben el nombre de ciencia de la complejidad, en parte porque afirman que las certezas newtonianas siguen siendo válidas solamente en sistemas muy restringidos y simples, pero también porque dicen que el universo manifiesta un desarrollo evolutivo de la complejidad y que la inmensa mayoría de las situaciones no pueden explicarse a partir del equilibrio lineal y de un tiempo reversible.
La tercera conclusión es que en los sistemas sociales humanos, los más complejos del universo -por lo que resultan aún más difíciles de analizar-, la lucha por una buena sociedad es un rasgo permanente. Además, esa lucha toma su mayor significado en los períodos de transición entre un sistema histórico y otro (cuya naturaleza no podemos conocer de antemano). Para decirlo de otro modo: sólo en esos tiempos de transición resulta posible que las presiones del sistema existente hacia la vuelta al equilibrio puedan ser superadas por lo que denominamos libre albedrío. Por tanto, un cambio fundamental es posible, aunque nunca es seguro, por lo que corresponde a nuestra responsabilidad moral el actuar racionalmente, de buena fe y con energía en busca de un sistema histórico mejor.
No podemos saber como sería este nuevo sistema histórico en términos estructurales, pero podemos exponer aquellos criterios que serían la base de lo que llamaríamos un sistema histórico sustantivamente racional. Debería ser un sistema ampliamente igualitario y democrático. No sólo no veo ningún conflicto entre ambos objetivos, sino que sostengo que están intrínsecamente vinculados entre sí. Un sistema histórico no puede ser igualitario si no es democrático, porque un sistema no democrático distribuye el poder desigualmente, lo que implica que también distribuirá desigualmente todas las demás cosas. Y no puede ser democrático si no es igualitario, ya que en un sistema desigualitario algunos disponen de más medios materiales que otros, y, por tanto, es inevitable que también tengan más poder político
La cuarta conclusión que extraigo es que la incertidumbre es maravillosa y que la certeza, si fuera real, sería la muerte moral. Si estuviésemos seguros del futuro, no habría apremio moral alguno para hacer cualquier cosa. Seríamos libres para satisfacer cualquier pasión y actuar siguiendo cualquier impulso egoísta, ya que todas las acciones estarían sometidas a una ordenada certeza. Por el contrario, si todo está sin decidir, entonces el futuro está abierto a la creatividad, no sólo a la creatividad meramente humana, sino también a la creatividad de toda la naturaleza. Está abierto a la posibilidad y, por lo tanto, a un mundo mejor.
Pero solamente podemos conseguir un mundo mejor si estamos dispuestos a emplear nuestras energías morales para conseguirlo, y prestos a enfrentarnos con los que, bajo cualquier disfraz y arropados en cualquier excusa, prefieren un mundo desigualitario y no democrático.
* Conferencia dada en el transcurso del Forum 2000: Inquietudes y esperanzas en el umbral del nuevo milenio, Praga, 3 al 6 de septiembre, 1997. Artículo publicado en Iniciativa Socialista, número 47, diciembre 1997. La traducción al castellano ha sido revisada por Immanuel Wallerstein.
[1] Estas tesis se han defendido con alguna extensión en dos libros recientes: Immanuel Wallerstein,
Después del liberalismo (México, Siglo XXI, 1996) y Terence K. Hopkins y I. Wallerstein, coords.,
The Age of Transition: Trajectory of the World-System , 1945-2025 (Londres: Zed Press, 1996).
[2] Edit. Taurus, 1997, Madrid.