Blanco empezó a militar en Palabra Obrera. Durante su vida emprendió 14 huelgas de hambre y fue deportado de varios países. (JUAN ULRICH)
Hugo Blanco, líder campesino peruano, formado en el trotskismo argentino, es un referente de esa corriente política. De paso por Buenos Aires, analiza el poder indígena, el peronismo y el conflicto con el campo.
Un puñado de brasileños deambula por el lobby del hotel. Bullicio, ansiedad, cámaras de fotos y el chasquido de una lata de cerveza que se abre componen una pequeña escena del hiperconsumo occidental. Revolotean en su mundo hasta que algo los sorprende y los congela un instante. Un señor mayor cautiva su atención. Lo observan curiosos. Es un abuelo que lleva un sombrero de paja, un abrigo de lana, sandalias, un morral cruzando su pecho y manos arrugadas como pergaminos milenarios. Es Hugo Blanco Galdós. Los turistas vuelven a su rutina viajera. El grabador se enciende y el abuelo abre fuego: “En las comunidades indígenas está el doble poder que los trotskistas siempre alentamos. Hace 500 años que el poder de las comunidades indígenas y campesinas se enfrenta con el poder del consumismo. Esa lucha, esa contradicción es una de las llaves para derrotar a la locura capitalista”, arremete Blanco, el dirigente que encabezó en Perú, a fines de los ’50, una de las mayores reformas agrarias que haya conocido la Historia, y que hoy es considerado un mito viviente por centenares de luchadores sociales en el mundo.
Blanco está en Buenos Aires para presentar su último libro, Nosotros los indios, recientemente publicado por Editorial Herramienta. “Hablo de indios porque así nos llaman peyorativamente. Es un látigo con el que nos azotan la cara. Como digo en el libro, recojo ese mismo látigo ya que detesto las palabras suaves”, subraya mientras levanta sus canosas cejas.
La obra recopila varios textos suyos que revelan el devenir de un personaje poseedor de una valentía tal que lo ha llevado a emprender 14 huelgas de hambre, dirigir levantamientos armados, ser deportado varias veces, ser electo como diputado y senador y estar preso tantos años que ya ni recuerda cuántos han sido. La historia cuenta que uno de los penales en los que pasó más tiempo es el de la Isla del Frontón, un presidio alejado de las costas peruanas y al que se llega luego de superar fuertes corrientes marinas. En esa cárcel, cada vez que sube la marea el agua entra a las celdas y llega hasta el cuello de los reclusos. “Sí, sí, de eso sí me acuerdo”, apunta risueño.
Blanco es un militante de toda la vida que se formó políticamente en nuestro país en la década del ’50 cuando llegó de su Cuzco natal para estudiar Agronomía. En la universidad ingresó a Palabra Obrera, la agrupación trotskista que conducía Nahuel Moreno, un dirigente histórico de esa corriente ideológica en la Argentina. Pero la facultad no le gustaba ya que, según relata, “era un lugar demasiado antiperonista” y se proletarizó entrando a trabajar en un frigorífico de Berisso, cerca de La Plata.
“En junio de 1955, cuando se produce el primer intento de derrocamiento de Perón, nos subimos a un camión para defender al gobierno del General. Cuando pasamos por una escuela le pedí a la directora que me prestara la bandera argentina que estaba izada en el patio para llevarla a la Plaza de Mayo. Me la dio con la promesa de que la devolviera a la vuelta. Por supuesto que así lo hice. Esa experiencia y ese recuerdo es lo que me permite valorar muchas cosas del pueblo peronista. Creo que tenía, no sé si ahora será igual, una fortaleza tremenda digna de admiración”, rememora sobre aquellos años platenses.
–¿Cómo se plasma en su militancia la formación trotskista con ese apego por el peronismo y la lucha indígena y campesina?
–Mi experiencia en las comunidades indígenas me ha mostrado que en ellas hay varios elementos de una sociedad socialista. Por ejemplo, los problemas comunitarios no los resuelve una persona o un grupo de personas, sino el conjunto. Algo que para las comunidades es obvio pero que en las sociedades capitalistas es todo lo contrario, ya que un grupo decide sobre los problemas de todos. –¿Cuán realista es esa opción en pleno siglo XXI?
–Es absolutamente posible. Así funciona hoy en día la organización política en las comunidades y así funcionaba en toda América hasta que llegó la colonización con sus problemas capitalistas. Han pasado 500 años y los indígenas seguimos allí, planteando un contrapoder al capitalismo reinante. Yo lucho para que ese poder de las comunidades, el de abajo, el que plantea la ruptura con el orden, tenga cada vez más fuerza. ¿Hay algo más trotskista que eso? En muchas regiones del Perú y de buena parte de América latina, los guardias civiles y el Estado capitalista no entran a nuestras zonas de influencia. Es el caso de Chiapas, el caso de los kunas en Panamá, el de la región del Cauca en Colombia y decenas de lugares más. En los últimos años estas comunidades han adquirido un sano poder que antes no tenían. Hay una dinámica muy favorable. Evo Morales y Rafael Correa en Bolivia y Ecuador son reflejos de este proceso. La lucha más abierta es en las comunidades ecuatorianas amazónicas y, en menor escala, en las comunidades serranas o costeñas de ese país. En los últimos años hay un gran ascenso de los indígenas. Y ahora muchas de las organizaciones se enfrentan a estos gobiernos exigiéndoles más. Eso yo lo veo muy bien. En Otavalo, Ecuador, hace poco se hizo la reunión del Alba (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América) exigiendo que se construya el Estado plurinacional que la misma Constitución dice que hay que hacer. –Sin embargo, muchos integrantes de pueblos originarios andinos viajan a los Estados Unidos y con las remesas que envían, sus familias hacen construcciones estilo Miami en plena sierra.
–Eso existe, es verdad, pero también peleamos contra eso dentro de nuestras comunidades. Muchos compañeros si pudieran ser como Michael Jackson, se sacarían la piel. Es una mentalidad muy fuerte pero creo que comienza a revertirse. Así como en los Estados Unidos antes era algo malo ser negro, luego de las rebeliones, ser negro comenzó a ser bello. Con las rebeliones empiezan los cambios. Cuando no hay rebelión todo es más pasivo y la colonización avanza. En momentos de bajo conflicto las mujeres que van a trabajar o a una entrevista laboral a Lima dicen que no habla quechua y que sólo saben castellano. Son conscientes de que en caso contrario les van a pagar menos. Sin embargo, lentamente la cosa se está dando vuelta pero se avanza despacio. En Perú venimos de una guerra entre las fuerzas armadas y la guerrilla que fue fratricida. Los militares asesinaron a casi 70 mil indígenas, muchos de ellos grandes dirigentes que no tenían nada que ver con las organizaciones armadas, y por eso sentimos el retroceso. –En su libro señala que la batalla ahora es cultural y medioambiental, ¿cómo es eso?
–Absolutamente. Es medioambiental en sus fines y cultural en sus medios. Cultural por la reivindicaciçon de la hoja de coca y su contenido sagrado y ancestral contra la denigración que hace el capitalismo al asociarla con la cocaína. Otro punto es el idioma que nos han robado. Allí se ve un ejemplo de cómo el capitalismo es un sistema opresor. El castellano es sexista. Si en un lugar hay 300 mujeres y un solo hombre, se habla de un “nosotros”. En el quechua se usa la palabra runa que no distingue entre varones y mujeres. En las comunidades, ahora se utilizan cada vez menos nombres como Walter o William y más nombres como Urpi. Otro ejemplo son los monumentos nuevos como el de Túpac Amaru, el de los cuatro hermanos Ayar, el de las cuatro campesinas levantando una carga o el que representa a un grupo de agricultores. En lo cultural está la gran batalla y es allí donde más queda expuesta la tensión del doble poder. –¿Y por qué medioambiental?
–Antes, desde el marxismo y el trotskismo, luchábamos por una sociedad igualitaria. Pero ahora he cambiado. Ya no creo que sea la clase obrera la única sepulturera del capitalismo, tal como decía Marx. Ahora está en juego la salvación de la especie humana. Porque si no derrotamos al sistema capitalista nos van a matar a todos, incluidos los capitalistas. La minería que envenena a la gente, la desaparición de bosques y selvas, la agroindustria que depreda la tierra son algunos ejemplos de cómo se daña a la Madre Tierra. No es que esté en contra del desarrollo. En realidad es la misma lógica del marxismo adaptada al hoy. No reniego de que haya minería, que haya centrales termoeléctricas, que haya un campo de aviación en las sierras, pero siempre y cuando sea la humanidad la que decida sobre sí misma y pondere qué cosas son buenas y no pongan en peligro a la Madre Tierra. Ese cuidado a la Pachamama subvierte los valores capitalistas de dañar el planeta para obtener ganancia lo más rápido posible a costa de todo. Elinor Ostrom, la Premio Nobel de Economía del año pasado, agradeció a muchas comunidades indígenas norteamericanas, ya que le habían mostrado cómo se podía administrar la economía teniendo en cuenta a la séptima generación de sus descendientes. Ellos dicen que si hay una obra que puede perjudicar a sus tátaratataranietos no se hace. El capitalismo, como se ve, es todo lo contrario. Y no es que hay capitalistas buenos y capitalistas malos, es así intrínsecamente. Si una multinacional desiste de una obra porque va a provocar un agujero en la capa de ozono, viene otra multinacional y la lleva adelante. –Pero no todas las naciones tienen el mismo peso de su componente campesino e indígena. Aquí en Argentina la gravitación de esa población es menor.
–Seguro, pero el doble poder aquí también existe. Yo creo que donde más se ve es en las fábricas recuperadas. Ahí se está construyendo poder. La apuesta creo que pasa por fortalecer estos ámbitos como comunidades y fábricas recuperadas, sumando algunos sindicatos y estudiantes para derribar al capitalismo. Sabemos que tarde o temprano iremos a una disputa violenta y armada y así será. Aquella frase de Marx de que “la violencia es la partera de la historia” sigue vigente.
Tierra o muerte. En 1958, Blanco, junto a la comunidad cuzqueña, dejaron de pagar la arrienda al hacendado y exigieron que la tierra fuera para quien la trabajara. Así estuvieron nueve meses hasta que lograron tener sus parcelas. Anteriormente hubo paros reivindicativos pero esa vez el paro consistía en trabajar la tierra para ellos. El enfrentamiento se hizo armado. La resistencia indígena campesina triunfó y el gobierno peruano reconoció esa reforma agraria. El levantamiento de Cuzco contagió al resto del Perú y así se logró toda una revolución rural que ha convertido a esa nación andina en uno de los países con mayor cantidad de pequeños propietarios. –Aquí hace poco hubo un importante conflicto entre las cúpulas del campo y el Gobierno Nacional, ¿lo pudo seguir?
–Sí, claro, y muy de cerca. Esa gente de la Rural es depredadora no sólo de sus grandes campos sino de la Madre Tierra a través de la soja. Desde ya que acuerdo con que paguen impuestos. También seguí al trotskismo local y sus posturas en ese conflicto. En fin... me parece inaudito que un revolucionario esté defendiendo a los grandes patrones. No sé por qué lo habrán hecho. Probablemente porque son antikirchneristas y entonces están a favor de todo lo que esté contra el Gobierno. Yo me formé con Nahuel Moreno y con él, mas allá de que nunca fuimos peronistas, siempre luchábamos contra la oligarquía y los patrones, muchas veces junto a los peronistas.
Blanco se ha quedado sin municiones verbales. El contingente brasileño regresa de su paseo turístico pero ya no le llama la atención ese abuelo que a sus 76 años sigue militando para minar las bases del sistema capitalista. No le prestan atención, pero el doble poder ha vuelto a caminar por el lobby del hotel.
Título: Nosotros los indios Autor: Hugo Blanco Edit.: Herramienta-La Minga Año: 2010. 239 págs.