26/12/2024
Por , , Menéndez Luis
El presente trabajo se centra en el estudio y análisis de los diferentes dispositivos represivos que el Estado guatemalteco diseñó e implementó durante un relativamente corto período, entre 1978 y 1983, cuando los procesos de represión estatal se generalizaron en el país centroamericano, alcanzando niveles de terror masivo, genocidio, etnocidio y ecocidio.
En este período el despliegue de las guerrillas insurgentes va a armonizar con la rebeldía y el desarrollo comunitario de la población campesina indígena y con una situación de insurgencia en otras naciones del área centroamericana. La respuesta del Estado y las clases dominantes de Guatemala a la revuelta social fue devastadora: terror y tierra arrasada. Sólo la magnitud de la rebeldía explica la magnitud de la represión. El genocidio, el terror y las políticas con que se implementaron han de ser comprendidos como la respuesta racional y brutal del capital y los sectores hegemónicos en Guatemala a la lucha de las clases sometidas social y racialmente, y a sus prácticas sociales que cotidianamente potenciaban la prefiguración de una sociedad en la que el sistema del capital estaba cuestionado.
El país multiétnico
Entre los comienzos del decenio de los sesenta y mediados de los años noventa, el accionar represivo y contrainsurgente de las diversas fuerzas militares y paramilitares organizadas por el Estado guatemalteco cobró la vida de más de ciento cincuenta mil personas, siendo responsable también de más de cincuenta mil desaparecidos, entre un millón y un millón y medio de campesinos mayas desplazados, cuatrocientos mil exiliados, decenas de miles de niños huérfanos, más de cuatrocientas fosas comunes clandestinas y más de seiscientas comunidades indígenas masacradas colectivamente (CEH 1999; REMHI 1998; Ball et al. s/f.). Esto ha sucedido en un pequeño país de poco más de once millones de habitantes. El 65% de ellos son indígenas. Más del 80% de las víctimas del terrorismo estatal pertenecía a alguna de las diferentes etnias mayas.
En el territorio de Guatemala conviven veintiún grupos étnicos de origen maya y una etnia mestiza de indígena y español, los ladinos, que al igual que las otras cuenta con su lengua y sus costumbres propias. Son los ladinos quienes ocupan los puestos principales en el gobierno, el ejército y la administración en Guatemala, así como los dueños y señores del manejo de las empresas y la economía del país. Su lengua, el español, es considerada como el idioma oficial del país. Mario Payeras (1997, 123) ha conceptuado como ladinos a "todos aquellos guatemaltecos que no se consideran o no son considerados indios, y que participan de esta manera en la cultura hegemónica"[2].
La delimitación estricta de las fronteras étnicas entre los pueblos indios y los ladinos no es sencilla, Payeras (1997, 119) hablará de Guatemala como un "país multiétnico" considerando que la diversificación clasista y el proyecto político alternativo que caracterizan a las nacionalidades como tales "han sido hasta hoy patrimonio exclusivo de los ladinos", mientras que los indígenas se cohesionan e identifican sobre todo por componentes socioculturales, "como la lengua, las costumbres, las pautas de conducta" y, además, "el proceso de diferenciación clasista entre los grupos étnicos es todavía incipiente, por la misma razón de que en conjunto son un sector dominado".
Desde la época de la colonia la sociedad guatemalteca se estructuró bajo un modelo piramidal. En la base se halla el indígena que permanecerá dentro del país como grupo cultural diferente y subordinado. El "postulado de diferencia lleva fácilmente consigo el sentimiento de superioridad" (Todorov, 1987, 70) y la construcción de la identidad indígena por parte de los sectores dominantes ladinos como la de unos "otros" que, pese a ser simbólicamente parte del país guatemalteco, pierden el atributo de reconocimiento nacional. Pérdida que permitirá la acción diferenciadora y persecutoria que se implementará desde el Estado.
Los campesinos de las diferentes etnias mayas son, a la vez, subordinados y despojados de la tierra: en 1952 menos del 1% de las fincas ocupaban el 86% de la tierra productiva y la mitad de éstas pertenecían a veintitrés familias. La situación ha variado poco luego de transcurridos más de cincuenta años: se calcula que en el año 2001, en un país eminentemente agrícola como Guatemala, el 15% de la población posee el 85% de la tierra en grandes latifundios[3].
Los ladinos tienen un papel dual en sus relaciones de clase y culturales. Por un lado se suman a la discriminación del indígena y al racismo, en tanto son partícipes y beneficiarios del proyecto de nación de la burguesía ladina. Pero al mismo tiempo, en cuanto son miembros de sectores trabajadores y pobres o capas medias empobrecidas, se oponen a la clase dominante y a sus expresiones culturales. Payeras (1997, 60), utilizando conceptos tomados de Hegel llama a esta situación de los ladinos como de "conciencia desgarrada".
La forma finquera del Estado
Los fundamentos de la violencia represiva del Estado guatemalteco pueden rastrearse en la forma que éste adquirió desde el momento mismo de su conformación oligárquica-liberal. Esta forma estatal original guatemalteca ha sido denominada como finquera (Tischler, 2001). Tuvo su origen en el siglo xix y se prolongó casi sin cambios hasta 1944, cuando una revuelta popular dio paso a una crisis del Estado guatemalteco en conjunto y a una década en la que fueron impulsadas transformaciones estructurales que serán truncadas por el golpe de Estado de 1954 contra el entonces presidente Jacobo Arbenz. Desde ese momento se abrirá una crisis política que, a partir de 1963, devendrá creciente militarización del Estado guatemalteco.
Al hablar de forma finquera estatal es preciso aclarar que se comprende aquí al Estado como una forma particular de las relaciones sociales. Esto está en oposición a quienes analizan al Estado sólo con funciones de aparato de dominación, ubicado "por encima" de la sociedad. Se considera que el Estado no es simplemente una institución, ni un aparato y lo que refiere a lo estatal no es tan sólo la función desempeñada, sino la forma histórica en que se desempeña.
Esta perspectiva permite abordar la génesis y el desarrollo del Estado oligárquico guatemalteco como forma de las relaciones sociales nucleadas en torno a la finca cafetalera. Forma en la cual el Estado no es interpretado como un mero instrumento de la oligarquía, sino como un momento específico de la reproducción social, ligado estrechamente a la trama dominante de las relaciones sociales.
La servidumbre y el racismo hacia las etnias mayas son elementos constitutivos de la racionalidad de esta forma finquera estatal. El racismo permitirá racionalizar y mantener formas coloniales de explotación del indígena. Estas incluyen el uso del terror, el castigo corporal, y la sofocación violenta de cualquier intento de rebeldía. Michel Foucault (1993) ha descripto acertadamente que el concepto de racismo fue reapropiado en los siglos xix y xx como mecanismo que volvió posible desarrollar el poder del Estado para quitar la vida de sus ciudadanos a partir de un discurso biológico que, además, permite tolerar todo tipo de ultraje hacia la población marginada.
Entre los diez años que van de 1944 a 1954 existió en Guatemala el intento de constituir una nueva forma estatal basada en la democracia de masas. El golpe militar que derroca a Jacobo Arbenz a mediados de los años cincuenta se constituyó en la victoria del proyecto finquero de país (Tischler, 2001, 14). A partir de entonces se fue adecuando la forma finquera del Estado a las nuevas circunstancias de la división del trabajo internacional y la acumulación capitalista local en un movimiento de modernización que frenó todo intento de democracia de masas, evidenciando la incapacidad estatal de lograr consenso social en torno a un proyecto de nación que aglutinara al conjunto de la población. Esta adecuación de la forma finquera estatal -que reproduce mediaciones paternalistas y racistas- irá acentuando una "dinámica histórica excluyente" (CEH 1999) y dará lugar a un enfrentamiento social de más de treinta años y a un largo período de terror y violencia estatal.
La voluntad insurgente
En noviembre de 1960 un grupo de jóvenes oficiales del ejército, opuestos al régimen dictatorial, intentaron llevar a cabo un golpe de Estado pero fracasaron en su intento. Algunos de estos militares contribuyeron al surgimiento de la guerrilla revolucionaria guatemalteca vinculándose con los partidos de oposición al gobierno, especialmente con partidos reformistas y con el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). Este proceso se combina con movilizaciones callejeras estudiantiles en las principales ciudades. En esos primeros años del decenio de los sesenta el PGT comienza a organizar, junto a otras fuerzas, la instalación de un foco guerrillero en el norte del país, que fue rápidamente desarticulado. Entre 1962 y 1967 la insurgencia organizada en las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) implanta varios frentes guerrilleros en el país, pero hacia el final del período es derrotada por el ejército. La represión, que había comenzado con características policiales, hacia 1966 derivará en el involucramiento del ejército en un amplio ataque al movimiento guerrillero.
A comienzos de los años setenta el movimiento insurgente comienza a reestablecerse en las áreas rurales, densamente habitadas por las comunidades mayas. En esos años el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) comenzó su accionar en la selva del norte del departamento de El Quiché. Hacia 1976 el EGP empezó a hacer "trabajo amplio de masas" con trabajadores urbanos y agrícolas, estudiantes, pobladores y campesinos medios (Payeras, 1991, 17), y hacia fines de la década y el principio de los años ochenta, el EGP será la organización político-militar más asentada en las zonas rurales y por lo tanto la más preocupante para el Estado y el ejército de Guatemala.
Poco tiempo después del inicio de las actividades el EGP, la Organización Pueblo en Armas (ORPA) comenzó sus operaciones. La ORPA entendía que los frentes guerrilleros tenían que vincularse lo más posible a la población, "organizarla, concientizarla de la lucha, incorporar combatientes y prepararlos para el accionar" (Harnecker, 1982). En estos mismos años, aunque con menores medios armados, las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) también desarrollarán trabajo guerrillero en el altiplano central y en el departamento de El Petén.
Finalmente, en febrero de 1982 surge la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), un frente de las organizaciones revolucionarias que coinciden en una estrategia única: la guerra popular revolucionaria. Este acuerdo no oculta que existieron diferencias apreciables entre las organizaciones y que, en los hechos, la unidad estuvo principalmente centrada en la búsqueda de la caída del gobierno de turno y en una destacada actividad político-diplomática internacional.
Un año antes, en el primer semestre de 1981, la guerra de guerrillas había entrado en la "fase de generalización" (Payeras, 1991, 20). En ese mismo año la estrategia contrainsurgente del Estado también despliega todo su accionar represivo y de terror para desarticular al movimiento popular y la insurgencia revolucionaria.
La insumisión social en el campo y en la ciudad
La lucha por la posesión y el trabajo de la tierra por parte de los campesinos de las etnias mayas ocupa no poco espacio en el enfrentamiento con las clases dominantes. Las modalidades de organización campesina cuyo interés se centra en la búsqueda de mejoras salariales -sindicalismo agrario- tuvieron una importante participación a finales de la década de los años cuarenta, impulsando la organización gremial y sindical. Más tarde, la lucha campesina evidencia un importante repunte en la década de los años setenta, sobre todo en el altiplano y la costa sur del país.
El Comité de Unidad Campesina (CUC), una agrupación multiétnica, sale a luz en abril de 1978 con su lema central: "cabeza clara, corazón solidario, puño combativo". Con un alto nivel de convocatoria el CUC establece estrategias de reivindicación agraria que van más allá de la lucha por la obtención de la tierra. En 1980 el accionar del CUC paraliza casi en su totalidad la producción en las principales y mayores fincas algodoneras y azucareras de la costa sur.
El poder de convocatoria del CUC será percibido por las clases dominantes guatemaltecas como una seria amenaza. No únicamente por la cantidad de personas que podía movilizar, sino porque "representaba una peligrosa alianza entre ladinos pobres y campesinos mayas, con la participación de religiosos y con influencia y asesoría de grupos insurgentes" (CEH, 1999, 190). Por ello será uno de los objetivos principales de la represión en el sector rural y los gobiernos militares reiteradamente argumentarán que las acciones del CUC están vinculadas a las estrategias de los grupos guerrilleros.
Por otra parte, mediante un intenso trabajo rural la iglesia católica se ocupó de la formación y la consolidación de comunidades cristianas que se constituyeron como espacios de toma de conciencia a partir de un sector inspirado por la teología de la liberación. Desde estas actividades de la Iglesia se fueron desarrollando cooperativas campesinas. La organización en cooperativas evidenció en esos años la continuación de una práctica social comunitaria que además de promover la protección en la comercialización de los productos campesinos, tomaba elementos propios de la tradición cultural indígena en la resolución de sus actividades cotidianas. No sólo rescatando la herencia de una cultura sometida sino también prefigurando un futuro posible: "se está viendo, está surgiendo dentro de estas comunidades como una planta de la nueva sociedad, donde no hay discriminación, donde todos valemos iguales" (Lenkersdorf, 1989, 39). Experiencias de estas formas comunitarias se continuarán realizando aún en los períodos más represivos y a lo largo de los años siguientes cuando la población desplazada por el ejército continúe la lucha por su cultura y se organice en las llamadas Comunidades de Población en Resistencia (CPR)[4].
Estas prácticas comunitarias de los campesinos indígenas se entrelazaron con el desenvolvimiento de los movimientos guerrilleros en las áreas rurales en los finales de los años setenta. Tanto el EGP como la ORPA fueron integrando en sus programas políticos cuestiones indígenas. En el caso del EGP se elaboró un vasto plan de involucramiento de los campesinos en su lucha. Involucramiento que recuerda al implementado por las guerrillas en el Viet Nam en su guerra de liberación.
Por otra parte, desde mediados de los años setenta el movimiento sindical urbano cobró también un fuerte impulso. Se realizaron movilizaciones de carácter masivo en las principales ciudades del país. Después del fuerte terremoto que se produjo en febrero de 1976 en el territorio guatemalteco, sindicalistas y estudiantes que colaboraron con las tareas de ayuda y reconstrucción, conformaron brigadas que estrecharon contacto con las barriadas urbanas y los campesinos afectados. Un año después, en 1977, "más trabajadores fueron a la huelga que en cualquier otro año en la historia de Guatemala" (Ball et al. s/f., cap. 3).
La insurrección en el campo, la rebeldía en la ciudad, el auge de las organizaciones armadas guerrilleras de fines de los años setenta que van a generalizar la lucha frente a la forma finquera estatal y los sectores dominantes de Guatemala, también fueron alentadas e impulsadas por el estallido revolucionario que abarca casi toda la región centroamericana en esos años. En especial a partir del asesinato de Chamorro en Nicaragua, en enero de 1978, que da lugar a una insurrección revolucionaria en ese país y que culminará con la revolución sandinista. La lucha y los éxitos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua y del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador propagaron el incendio rebelde hacia Guatemala.
"Si Nicaragua venció, El Salvador vencerá", fue una consigna muy escuchada. A la que algunos podían agregar sin temor a exageración: "y Guatemala lo seguirá".
La tierra arrasada
Para lograr la sumisión de la rebelión campesina y guerrillera de fines de los años setenta las fuerzas represivas del Estado y los sectores dominantes guatemaltecos estuvieron acompañadas por la política intervencionista del gobierno norteamericano. Ésta no sólo brindaba entrenamiento a militares guatemaltecos y apoyaba a ejércitos contrarrevolucionarios como los llamados "contras" en Nicaragua, sino que consideraba a la propia Guatemala como un plan piloto para intervenir militar y políticamente en la cuenca del Caribe. Fusiles israelíes para el ejército y asesoramiento y participación de militares y represores de otros países -como la Argentina- en la "cruzada anticomunista en América Central" (Armony, 1999, 68-69), estuvieron también a disposición del terror en Guatemala.
El anticomunismo y la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) fueron pilares en la estrategia política y militar de los Estados Unidos ante este estallido rebelde en América Central. En Guatemala tuvieron, en primer lugar, un carácter y un contenido enfrentado a las reformas del decenio 1944-1954; luego antidemocrático, y finalmente contrainsurgente y de terrorismo de Estado.
En los años que van desde 1980 a 1984, el ejército concentró sus tropas en el territorio occidental de Guatemala para quitar lo consideraba la potencial base civil de la guerrilla. Durante esos cinco años, el Estado guatemalteco "cometió el 82% de los asesinatos y desapariciones rurales de los 36 años de conflicto armado" (Ball et al. s/f., cap. 8). En el lapso de tiempo transcurrido bajo el gobierno de Fernando Lucas García (1978-1982) y especialmente en los diecisiete meses de gobierno de Efraín Ríos Montt (entre marzo de 1982 y agosto de 1983), es cuando la violencia estatal se centra en las áreas rurales y a la vez es más indiscriminada. La víctima fue mayoritariamente la población maya que sufrió la destrucción completa de centenares de aldeas y comunidades, sus pobladores asesinados, sus casas incendiadas y sus tierras expropiadas. Se persiguió de este modo la eliminación de cualquier posibilidad presente o futura de insurgencia campesina indígena.
Las fases de la contrainsurgencia entre 1978 y 1983
Desde fines de los años setenta y hasta el término del gobierno de Ríos Montt, en agosto de 1983, pueden encontrarse al menos tres fases de la política contrainsurgente (Figueroa Ibarra, 1996, 102). Una primera fase -entre 1978 y 1980- se centra sobre todo en el asesinato y la desaparición de activistas del movimiento popular y de los partidos de izquierda, especialmente en las ciudades. La segunda fase, que recorre los años de 1980 y los primeros nueve meses de 1981, es la que da inicio al terror masivo en las áreas rurales y la ofensiva del gobierno logra también desarticular la red urbana del EGP y de la ORPA. Finalmente, la tercera fase, que comienza en el último trimestre de 1981, coincide con la ofensiva militar contra los frentes guerrilleros noroccidentales. En este tercer momento, y sobre todo a partir del golpe de Estado que pone en el gobierno a Efraín Ríos Montt, se implementa una acción combinada. Por un lado se intensifican las masacres en las aldeas rurales y por otro se acompaña el terror con medidas políticas de carácter nacional que buscan recomponer el consenso político estatal. Figueroa Ibarra (1991; y 1996, 103) llama a esta combinación "reformismo contrainsurgente" o "reformismo contrarrevolucionario". Se caracteriza en que a la vez que suspende las garantías constitucionales, establece tribunales "de fuero especial" para procesar a supuestos subversivos y extiende la acción militar a casi todo el país, combina estas medidas represivas con eficaces programas de control como "alimentos por trabajo" y los llamados "polos de desarrollo", poblados militarizados donde se "reeducaba" a los refugiados desplazados por el terror estatal.
También en esos años serán creadas e implementadas las patrullas de autodefensa civil (PAC), que cobraron un importante y definitivo impulso bajo la presidencia de Ríos Montt. Las PAC constituyeron una compleja organización que expresó el exitoso intento de cooptación e integración de centenares de miles de pobladores rurales al sistema de dominación y represión del Estado guatemalteco. Cooptación casi siempre forzosa, pero no siempre rechazada por los campesinos indígenas.
La muerte como imperativo
A principios del decenio del ochenta, el alto mando del ejército de Guatemala evaluaba que las organizaciones guerrilleras tenían el control de varios municipios de los departamentos de Quiché, Huehuetenango, Chimaltenango y Sololá, y ejercían influencia en otros numerosos departamentos. Se calculaba que alrededor de 270.000 habitantes de esas zonas estaban organizados por la guerrilla (CEH, 1999, 193). El centro del conflicto social se había desplazado hacia el campo.
El ejército aumentó sus fuerzas mediante el reclutamiento forzoso e implementó campañas militares especiales para vencer a la insurgencia aterrorizando a la población civil. La llamada Operación Ceniza comenzó en noviembre de 1981 y su nombre ya indica cuál sería la estrategia desarrollada en las aldeas campesinas con el fin de aislar a la guerrilla.
Desde los sectores dominantes de la forma finquera estatal se percibía la vinculación entre la población indígena campesina y las fuerzas insurgentes guerrilleras como producto de la falta de integración al sentido nacional por parte de los primeros. El ejército reproducirá estos principios racistas considerando que "los indígenas eran fácilmente manipulables por la acción política de la guerrilla" (CEH, 1999, 199). Desde allí surge la concepción de que hay que "quitarle el agua al pez", es decir, destruir la población civil de la cual supuestamente se nutría la insurgencia guerrillera. El racismo imperante en los estamentos superiores de la administración estatal y los cuerpos del ejército y el desprecio por la cultura maya, permitió atacar a la población campesina indígena sin ninguna consideración moral o ética sobre las víctimas.
Cuando se habla del racismo existente ya en la forma estatal dominante es lícito preguntarse: ¿qué es propiamente el racismo? Michel Foucault en su Genealogía del racismo afirma que éste, "en primer lugar, es el modo en que, en el ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una ruptura, la ruptura que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir" (Foucault, 1993, 264). Esta "ruptura" entre lo que ha de vivir y lo que ha de morir permitió a las fuerzas del Estado represor masacrar aldeas enteras: no sólo se mataba a todos los pobladores sean hombres, niños, mujeres o ancianos, también las casas eran quemadas, los sembradíos incendiados, inclusive se mataba a los animales domésticos. Luego arribaba la topadora y allí donde había existido una aldea campesina indígena en poco tiempo sólo quedaba desolación, tierra arrasada.
El racismo tiene una segunda función que "es la de permitir establecer una relación positiva del tipo siguiente: ‘cuanto más mates, hagas morir, dejes morir, tanto más por eso mismo, vivirás’" (Foucault, 1993, 264). Expresado con otras palabras: si quieres vivir debes hacer morir, debes matar. La muerte como imperativo. Prácticamente en todas las matanzas llevadas a cabo por el ejército o sus brazos represivos informales había un patrón común mediante el cual o bien se convocaba a toda la población de una aldea antes de darle muerte, o bien se cercaba la comunidad o, inclusive, "se aprovechaban ocasiones donde la población estaba reunida, en celebraciones o días de mercado, para ejecutar la matanza" (CEH, 1999).
La muerte se convirtió en un valor que tenía su recompensa. En las instituciones militares, "uno de los mecanismos más importantes para el ascenso y la mejora de la posición interna fue no sólo el grado de cumplimento de las órdenes sino, sobre todo, el grado de crueldad en la realización de las tareas encomendadas" (REMHI, 1998, cap. 3). En ocasiones, la muerte de quien era considerado enemigo no bastaba. Había que cometer sobre él una violencia mayor e innecesaria. La mutilación de cadáveres, su quema pública o el dejarlos sin enterrar para que las alimañas se encargaran de los restos, implicaron un plus de violencia que aumentó el impacto en los sobrevivientes y, al mismo tiempo, comprometió a los subordinados y les quitó cualquier prurito de adversión a la violencia.
La destrucción masiva de grupos y comunidades ha constituido un patrón central de la política contrainsurgente, especialmente entre los años 1981 y 1983. La mayor parte de las víctimas de masacres corresponden al período de gobierno del general Efraín Ríos Montt. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico registró 667 masacres realizadas por las fuerzas represivas del Estado en las aldeas, destruyendo por entero comunidades mayas. La mayor parte de las matanzas fueron realizadas en El Quiché -casi el 50% del total- y en los departamentos de Chimaltenango, Huehuetenango y Alta Verapaz[5].
Desde las fuerzas represivas, se buscó mantener el enfrentamiento con la guerrilla y, sobre todo, las acciones de terror sobre las aldeas campesinas lo más alejados posible de las zonas urbanas, es decir de los principales agentes económicos, políticos y sociales. A su vez, una férrea censura en los medios de comunicación impidió que las matanzas fueran denunciadas. El silencio en los medios de prensa capitalinos sobre la violencia represiva en el medio rural fue completo. El terrorismo de Estado contra las comunidades mayas fue desconocido por gran parte de los guatemaltecos de las ciudades.
Genocidio y etnocidio
En uno de los Informes sobre Guatemala desclasificados por la Central de Inteligencia norteamericana, se da cuenta de un telegrama "secreto" que lleva la fecha de 5 de febrero de 1982 y que refiere a las operaciones contrainsurgentes en el departamento de El Quiché, en las que el ejército casi no ha encontrado fuerzas guerrilleras en el área, pero ha destruido pueblos enteros y asesinado indígenas sospechados de colaborar o simpatizar con la insurgencia. Para el informante de la CIA, el ejército de Guatemala "está convencido de que toda la población indígena de Ixil apoya a la guerrilla y ha creado una situación que ha forzado al ejército a no dar cuartel a combatientes y no combatientes por igual" (Doyle, 2000).
El Informe REMHI (1998, cap. 4) ha considerado que la violencia contrainsurgente generalizada contra comunidades enteras -incluyendo población civil no combatiente y niños-, siguiendo un patrón de actuación común en su implementación, constituye una práctica con características genocidas.
Sin embargo, la estrategia contrainsurgente estatal fue combinada. A la vez que efectuaba masacres en aldeas enteras, buscaba por otro lado construir consenso e incorporar a los campesinos indígenas a la racionalidad capitalista guatemalteca. Por esta razón quizás un acercamiento más preciso para la comprensión de la represión por parte del ejército y el Estado guatemaltecos lo dé la noción de etnocidio. Si el término genocidio remite a la idea de raza y a la voluntad de exterminar un grupo racial, el concepto de etnocidio se refiere no ya a la destrucción física de las personas, sino a la de su cultura. El antropólogo Pierre Clastres (1987, 56) que ha trabajado esta noción de etnocidio lo define como "la destrucción sistemática de los modos de vida y de pensamiento de gentes diferentes a quienes llevan a cabo la destrucción". Para Clastres (1987, 57):
El etnocidio comparte con el genocidio una visión idéntica del Otro: el Otro es lo diferente, ciertamente, pero sobre todo la diferencia perniciosa. Estas dos actitudes se separan en la clase de tratamiento que reservan a la diferencia. El espíritu, si puede decirse genocida, quiere pura y simplemente negarla. Se extermina a los otros porque son absolutamente malos. El etnocidio, por el contrario, admite la relatividad del mal en la diferencia: los otros son malos pero puede mejorárselos, obligándolos a transformarse hasta que, si es posible, sean idénticos al modelo que se les propone, que se les impone.
La devastación de las culturas indígenas
La aplicación sistemática del terror estatal en las aldeas campesinas persiguió la destrucción de centros ceremoniales de las distintas etnias mayas, de sus lugares sagrados y de sus símbolos culturales. Se buscó también desestructurar el sistema de autoridad originario de las comunidades. Se impidió el uso de sus propias normas y procedimientos para regular la vida social y resolver sus conflictos internos.
La vestimenta y el idioma de los campesinos también fueron sujetos a la represión. En el caso de la vestimenta, la política etnocida intentó socavar el fuerte contenido simbólico que tienen los trajes tradicionales y los tejidos indígenas "[...] como identificador étnico [ya que] está cargado de múltiples y contradictorios sentidos porque es un objeto que se vive con particular intensidad: son producidos por las mismas mujeres, son parte de su ser social y, al fin, guardan un poder tal de significación que se refleja en las prácticas cotidianas" (REMHI, 1998, cap. 3)
El desplazamiento forzoso de las poblaciones provocó el desarraigo cultural y la imposición de valores y normas ajenos a la cultura de los campesinos indígenas. Cada etnia maya tiene un idioma que le es propio y particular, una de las consecuencias de los desplazamientos impuestos por el Estado fue la necesidad obligada de parte de los campesinos de aprender otra lengua, por lo general el español.
Un perverso ataque a la cultura indígena estuvo dado por la utilización que hizo el ejército de nombres y símbolos mayas para denominar sus fuerzas de tareas, sus operaciones militares y sus campañas. De este modo "la fase de terror masivo, de masacres y arrasamiento de aldeas fue llamada Fusiles y frijoles; la instalación de las aldeas estratégicas llamadas oficialmente aldeas modelo o polos de desarrollo fue denominada Techo, tortilla y trabajo, y el uso del trabajo forzado de los habitantes de estas aldeas modelo fue llamado Pico y pala" (Figueroa Ibarra, 1991).
La agresión estuvo dirigida a menoscabar elementos con profundo contenido simbólico para la cultura maya. El propio concepto cultural indígena sobre la muerte fue atacado por las características etnocidas del terror estatal. Para las etnias mayas la muerte "cobra una importancia particular por la relevancia central que tiene en su cultura el vínculo activo que une a los vivos con los muertos" (CEH, 1999). La presencia militar, la huida forzosa de las aldeas, las persecuciones y la desaparición de los cuerpos para impedir ceremonias funerarias hicieron que frecuentemente el entierro de los campesinos asesinados no fuera posible. En muchas comunidades se utilizaron lugares sagrados como escenarios para los crímenes.
La destrucción y quema de casas y campos, además de la devastación que implican, tienen "un fuerte significado simbólico para la población indígena. Quemar realidades directamente vinculadas a la vida humana comporta la destrucción de su mwel o dioxil, el principio que permite, entre otras cosas, la continuidad de la vida" (REMHI, 1998, cap. 3).
Por otra parte, estas connotaciones etnocidas y genocidas de la represión estatal vinculadas al ataque hacia la cultura y la raza, son complementadas por la destrucción de la naturaleza y las prácticas de los campesinos indígenas en relación con ésta. Entre los mayas la tierra tiene un significado cultural profundo ligado a la identidad colectiva. El terrorismo de Estado fue también responsable de cometer ecocidio, por cuanto la política de tierra arrasada implicó la destrucción indiscriminada de los cultivos y los recursos naturales en amplias zonas del ámbito rural.
Como si la destrucción de los sembradíos y la quema de cultivos no fuera suficiente, bajo la presidencia del general Ríos Montt también se dio la orden de talar todos los árboles en un margen de cincuenta metros a ambos lados de las principales carreteras del país, con el argumento de impedir ataques guerrilleros a los convoyes militares.
Desplazamiento forzoso: de la aldea comunitaria al Polo de Desarrollo
Durante 1982 el ejército lanzó una ofensiva denominada Plan de Campaña Victoria 82 contra los frentes guerrilleros del noroccidente y norte del país, involucrando a las dos terceras partes de sus efectivos. Esta ofensiva militar en las zonas rurales produjo un nuevo fenómeno: el de los desplazados. El desplazamiento fue masivo entre población campesina que buscando huir de las masacres salió del país o se adentró en las montañas. Según el Informe REMHI (1998) en la época de mayor violencia la población que huía llegó a ser de más de un millón de desplazados internos; cuatrocientos mil exiliados en México, Belice, Honduras, Costa Rica y los Estados Unidos; cuarenta y cinco mil refugiados legales en México y trescientos cincuenta mil ilegales en este país y en los Estados Unidos. En algunas zonas del altiplano el despoblamiento llegó a ser del 80%. Muchos de los pobladores desplazados se quedaron sin sitio dónde vivir o dónde sembrar y cultivar, seriamente amenazados por el hambre y las enfermedades.
Como parte de su estrategia contrainsurgente en el área rural, el Estado guatemalteco buscó la reorganización integral de la sociedad campesina. Para ello implementó el control social de la población y el territorio desplegando proyectos de militarización de las comunidades rurales. Estos proyectos tuvieron un carácter desarrollista, apuntando a una integración forzosa de la producción campesina a los intereses capitalistas de los sectores dominantes, y afectaron a cerca de medio millón de campesinos mayas, a los que se trató de encuadrar, trasladar y reconcentrar bajo los planes y las directivas del ejército y el gobierno.
Esta política estatal dio lugar a la conformación de las llamadas aldeas estratégicas: las aldeas modelo y los polos de desarrollo. Se trató de presentar estas aldeas como alternativa para el desarrollo de las comunidades rurales. Sin embargo, por su concepción y su práctica, estas poblaciones fueron utilizadas como destacamentos con un escudo de población civil, que tenía la responsabilidad de vigilar puntos estratégicos, participar en labores de contrapropaganda, servir de informantes al ejército y facilitar las rutas de montaña para combatir a la guerrilla insurgente.
Entre cincuenta y sesenta mil personas vivieron en las aldeas modelo (REMHI, 1998). A partir de 1983 pasaron a llamarse polos de desarrollo. Aunque en un principio contaban de condiciones materiales elementales fueron dotadas más adelante con planes e instalaciones de servicios como agua corriente y luz eléctrica y áreas educativas y sanitarias. A diferencia de la vida comunitaria tradicional de los campesinos mayas, la producción y la comercialización se trató de organizar en función de una división del trabajo a escala nacional y se buscó fomentar en los campesinos la idea de la pequeña propiedad capitalista.
Además de desarticular las formas del intercambio y la cooperación comunitaria, en los polos de desarrollo se buscó el adoctrinamiento ideológico y la imposición de valores ajenos a las comunidades. Se pretendió la adhesión a la simbología nacional guatemalteca, a la bandera y al himno y a los valores del individualismo y el éxito, conceptos extraños a la cultura tradicional maya.
Los polos de desarrollo se estructuraron con un régimen similar al de un campo de concentración (Icadis, 1989, 59). La vida cotidiana estaba absolutamente normatizada, imponiendo la ruptura constante con los valores tradicionales indígenas. El idioma que se estableció para todo el programa fue el español, la educación se impartía en esta lengua de los ladinos y de los sectores de poder en Guatemala.
Las patrullas de autodefensa civil
Por su importancia operativa, su significativo número y su perdurabilidad en el tiempo, la estrategia más efectiva empleada por el Estado contrainsurgente en Guatemala para desarticular la rebeldía y dislocar las tradiciones culturales mayas fue la conformación de las patrullas de autodefensa civil (PAC).
Las patrullas fueron creadas a finales de 1981. Su función originaria y principal fue la de involucrar a las comunidades campesinas indígenas en la ofensiva antiguerrillera del ejército. Comienzan a funcionar como grupo de hombres civiles organizados -casi siempre coercitivamente- por el ejército y el Estado como fuerza paramilitar complementaria. Se pretendía así aislar al movimiento guerrillero y tener un control mayor en las comunidades que el que el propio ejército podría realizar por sí mismo.
Casi en forma inmediata a su conformación el ejército obligó a los patrulleros civiles a acompañarlo en la realización de algunas operaciones militares y en el mismo año de 1981 ya se reportan acciones violatorias de los derechos humanos por parte de las PAC.
En abril de 1982 las PAC fueron legalizadas, dentro del Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo puesto en práctica al inicio del gobierno de Ríos Montt. En 1986, esta legalidad sería refrendada y se les cambiaría el nombre por el de Comités Voluntarios de Defensa Civil (CVDC).
Las PAC fueron disueltas oficialmente en el año 1996, pero esto no significó su desaparición completa. Muchos de sus integrantes se organizaron en Comités de Desarrollo Local, "organizaciones que han sido aprovechadas en ciertas oportunidades para ejercer un poder de hecho por fuera del orden jurídico" (CEH, 1999, 235). También constituyeron una fuerte base social de apoyo al Frente Republicano Guatemalteco, el partido político de Ríos Montt en las elecciones nacionales de la década de los años 90.
El número de integrantes de las patrullas civiles no ha sido precisado, pero en sus años de mayor desarrollo, es decir en 1982 y 1983, se calcula que llegaron a agrupar entre novecientos mil y un millón de campesinos comprendidos entre los 15 y los 60 años. Esto significa que cerca del 80% de la población rural masculina hubo de integrarse a las patrullas, y que casi el 12% de la población total de Guatemala formó parte de las PAC[6].
La vida rural como campo de batalla
El Plan de Campaña del ejército Firmeza 83, destaca que entre los objetivos de constitución de las PAC está la organización de "todo guatemalteco, sin excepciones" para que "con apoyo del ejército defiendan sus intereses comunales preservándolos de la destrucción de los delincuentes subversivos" (CEG, 2002). La vida de las personas involucradas se convirtió en un campo de batalla. La obligación de participar en las PAC desestructuró la sociedad comunitaria. Al tener que emplear gran parte de su tiempo para patrullar, los hombres tuvieron dificultades para poder realizar su trabajo habitual.
La formación de las PAC fue decisiva para desestructurar el sistema de autoridad indígena en las comunidades: "el cambio de la estructura de poder fue evidente con la implementación de las PAC. Los consejos de ancianos, los alcaldes auxiliares, los mayores y toda expresión de poder local cayeron ante la implantación de los jefes de patrulla, quienes a partir de ese puesto, suplantaban las estructuras tradicionales comunitarias" (CEH, 1999, 196).
El ejército se aprovechó de los problemas existentes entre las comunidades como los atinentes a disputas familiares y por la tierra y de límites territoriales para crear PAC donde esos sucesos ocurrían. De esta manera organizaba unos grupos de campesinos contra otros, cooptándolos para la lógica del poder y de la fuerza para imponerse. La formación de las patrullas también ocasionó divisiones en el interior de las comunidades entre aquellos que estaban a favor de participar en las PAC y aquellos que se resistían, o no querían involucrarse en operaciones armadas.
En las comunidades, el ejército delegaba el control en los patrulleros civiles. Estos se instalaban en garitas para la vigilancia, controlaban las salidas y entradas de campesinos, los permisos y la documentación. El servicio se prestaba de forma rotativa, pero en todo momento había una patrulla actuando en la comunidad, con una cantidad de personas que oscilaban entre los treinta y cincuenta integrantes. Los patrulleros estaban obligados a elevar informes sobre los hechos ocurridos en su comunidad y llevarlos a los destacamentos militares. Se provocaba, de esta manera, la totalitarización del control en las aldeas campesinas.
La incorporación obligatoria implicaba que se forzaba a las personas a integrar las PAC por medio de coacciones y amenazas de muerte sobre su persona o allegados. El control absoluto de la vida cotidiana hizo que fuera muy difícil que las personas se resistieran a participar. A la obligación de alistarse se unieron otras obligaciones. Las patrullas fueron entrenadas bajo disciplina militar y su estructura jerárquica fue organizada según el modelo militar. Los días de entrenamiento también conformaron una rutina casi diaria para los patrulleros, desestructurándolos aún más de su vida normal comunitaria. Aún cuando se les proveyó de armamento, por lo general éste era limitado dada la desconfianza de parte del ejército hacia los indígenas. Habitualmente los patrulleros utilizaban sus propias armas, como escopetas, machetes y palos. En la distribución del armamento a los patrulleros intervino la evaluación militar sobre la lealtad y disciplina hacia el ejército.
A los anteriores requerimientos se sumó la obligación de llevar a cabo actos de violencia, muchas veces bajo la amenaza de muerte sobre el patrullero o sus familiares. Fue frecuente la participación de las PAC en masacres junto a los batallones del ejército. También el ejército obligó a los patrulleros a ejecutar hechos violentos mientras los militares permanecían como observadores. En otras ocasiones el ejército daba las ordenes de represión hacia una comunidad y luego buscaba asegurarse de que los patrulleros ejecutaban sus órdenes, para lo cual éstos debían llevar el testimonio de su violencia: prendas de vestir o partes mutiladas de las personas capturadas y ejecutadas.
Pero no siempre la violencia fue forzada. Hubo patrullas que actuaron autónomamente en la represión de otra comunidad a la que no pertenecían, o hacia otra etnia maya[7]. Si bien muchos patrulleros sentían la obligación de participar en las PAC como algo inevitable, algunas patrullas civiles mostraron ser combativas y destacarse en las labores que el ejército les asignaba, incluso en aquellas que implicaban ejecuciones y matanzas. Pertenecer a la patrulla, estar a cargo de una de ellas implicó también para quien ejercía ese pequeño poder, un compromiso riesgoso: de no ser lo suficientemente diligente, podía ser acusado de reticencias y la infidelidad se pagaba con la vida.
En otras oportunidades, el celo mostrado en la tarea de control, rastreo o represión por parte de los patrulleros estuvo dado por estímulos materiales, como el otorgamiento de facilidades en las compras de abonos y otros elementos necesarios para los cultivos.
Las PAC cometieron asesinatos también en sus propias comunidades. Según REMHI, "es posible que una parte de ellas [las víctimas] fueran miembros de la infraestructura guerrillera en muchas comunidades, pero también las ejecuciones tuvieron un carácter indiscriminado y se perpetraron contra cualquier sospechoso, en medio de un despliegue desmedido de fuerzas, en una situación de completa indefensión de las víctimas y muchas veces delante de sus familiares" (REMHI, 1998, cap. 2).
La compleja conformación y actuación de las patrullas civiles a partir de las propias aldeas campesinas indígenas aleja el análisis del esquema reduccionista que imagina a los oprimidos unidos o bien para resistir, o bien para sobrellevar mejor su situación. La presencia terrorista del Estado y la política de masacres y tierra arrasada, junto a la propaganda ideológica y cooptación forzosa, trastoca los lazos solidarios y comunitarios, estimula la violencia entre iguales, afecta la integridad de las comunidades indígenas rurales.
Continuidad de las patrullas: los victimarios como víctimas
En 1986 las PAC pasan a denominarse Comités Voluntarios de Defensa Civil (CDVC). Aún cuando la denominación haya cambiado, en esos años todavía la finalidad de las patrullas siguió siendo la participación en la acción contrainsurgente del Estado. En 1995, ante la inminente firma de acuerdos de paz con los insurgentes, el ejército comienza a desmovilizar a los patrulleros civiles. Se desmovilizan aproximadamente doscientos setenta mil patrulleros y el ejército recoge unos catorce mil fusiles de manos de las PAC.
El desmantelamiento de las patrullas constituye una parte esencial de los acuerdos de paz firmados en 1996 entre el gobierno y insurgencia armada. No obstante, las PAC y los comisionados militares han mantenido sus estrechos vínculos con el ejército y continuaron cometiendo abusos en forma de amenazas, intimidaciones, linchamientos y homicidios. Por otro lado, los ex patrulleros, que jugaron un papel decisivo en la consolidación de redes de control social y obtención de información en las aldeas campesinas, también han conservado posiciones de autoridad en muchas comunidades, lo que les ha proporcionado altos beneficios procedentes de fondos estatales y proyectos de desarrollo.
Luego de la firma de los Acuerdos en 1996, los patrulleros buscaron adoptar nuevas formas de organización: "en algunos lugares forman comités pro-mejoramiento, comités pro-agua, pro-seguridad, e incluso comienzan a tener parte en las estructuras de poder local como alcaldes y concejales" (CEG, 2002). Las redes locales de las PAC han continuado con la violencia y la intimidación para preservar su dominio social y político en sus comunidades y para mantenerse prácticamente como estructura de poder alternativo en la Guatemala rural.
En los años noventa, con la conformación del Frente Republicano Guatemalteco, el partido político de Ríos Montt, da comienzo la reorganización de las patrullas a partir de los cuadros militares de la agrupación política. Los patrulleros más comprometidos en la represión se constituyeron en militantes del partido y tendieron una política demagógica hacia el conjunto de las ex patrullas, ofreciéndoles, en la campaña electoral de 1999, compensaciones económicas, casas y otras promesas electorales. Las ex PAC devendrán en una base social importante para el FRG y un factor decisivo para el triunfo de López Portillo, el candidato presidencial por el partido que dirige Ríos Montt, en ese año.
Durante las elecciones presidenciales de 1999 y también en las del año 2003, los ex patrulleros actuaron no pocas veces como fuerza de choque del FRG, intimidando a los opositores y atacando a representantes de los medios de prensa. Especialmente en las elecciones de 2003, con el FGR en el gobierno desde 1999, los ex patrulleros tenían las manos libres para la actuación violenta, ligados a la facción militar de características mafiosas que disponía del poder político en el país.
En el año 2002, el gobierno del FGR justificando su política de resarcimiento económico a los ex patrulleros, declaró que los integrantes de las PAC fueron "héroes que defendieron a la Patria" y alentó las manifestaciones públicas de los ex patrulleros que exigían una indemnización por los "servicios prestados al Estado", reivindicando su papel en la lucha contrainsurgente. A mediados de ese año ex patrulleros bloquearon las antiguas ruinas mayas de Tikal en la selva del Petén, tomando como rehenes a turistas extranjeros para reclamar compensaciones por su participación en las PAC . Este acto fue el primero de una serie de movilizaciones y actividades emprendidas por las PAC con el objeto de obtener compensaciones. Para agosto de 2002, la movilización inicial de ex componentes de las PAC en El Petén ya se había visto seguida de manifestaciones de hasta veinte mil ex patrulleros en toda Guatemala (AI, 2002).
La compensación que ofreció el presidente Alfonso López Portillo durante su administración, consiste en tres pagos de mil setecientos cuarenta y siete quetzales por persona. Uno de esos pagos se les entregó durante el año 2003 a cerca de cuatrocientos noventa mil ex PAC, aunque otros trescientos cincuenta mil ex patrulleros quedaron sin obtener este primer cobro. El actual gobierno del presidente Oscar Berger, ganador en las últimas elecciones nacionales a fines de 2003, se ha comprometido a mantener el pago de estas compensaciones[8].
En repetidas ocasiones los ex patrulleros han bloqueado rutas y formado piquetes de protesta en los caminos como medida de presión para el cobro de la "indemnización" prometida. Situación paradójica, sólo posible en una sociedad que no ha deslegitimado las formas de relación social basadas en la represión, y por la cual quienes han sido victimarios -y veinte años atrás participaron masivamente en las masacres de sus iguales en las comunidades mayas-, ahora devienen víctimas.
La racionalidad de la muerte
Las consecuencias del terror estatal trascienden los daños ocasionados por el terror en sí mismo. La violencia estatal alcanzó no sólo a la víctima, sino también a su entorno familiar y social. La represión y el asesinato no fueron una mera etapa política, sino que se aplicaron sistemáticamente durante décadas. La acción del terror del Estado creó una enorme población de niños huérfanos. Se estima que entre cien mil y doscientos mil niños perdieron al menos a uno de sus padres y que el 20% de éstos perdieron a ambos padres.
No fue un enfrentamiento limitado a la insurgencia armada. La acción represiva estatal buscó la derrota de la rebeldía y de todo proyecto de sociedad alternativa. Ha sido también un fuerte golpe para la cultura campesina indígena, avasallada por las armas y por la propaganda del Estado capitalista guatemalteco y forzada a aceptar valores impuestos. Cuando no, cooptada voluntariamente hacia una racionalidad individualista, no solidaria, no comunitaria, violenta y competitiva.
La conocida rigidez y poca flexibilidad al cambio por parte de los sectores dominantes guatemaltecos que dan el carácter finquero al Estado -y que incluso promovieron un golpe de Estado en 1983 contra el propio Ríos Montt al pretender éste hacer reformas en el aspecto tributario-, no debe hacer perder de vista la racionalidad subyacente en toda implementación de dominación capitalista.
La aparente irracionalidad del terror del Estado guatemalteco, las masacres colectivas en las aldeas sobre pobladores indefensos y la sobreviolencia generalizada son la expresión de la racionalidad instrumental presente en la base de todos los dispositivos y toda la implementación de las políticas contrainsurgentes y represivas en Guatemala.
Analizando la estrecha vinculación entre el holocausto judío durante la segunda guerra mundial y la racionalidad moderna capitalista, Zygmunt Bauman (1997, 9) ha escrito que el holocausto "no fue la antítesis de la sociedad moderna y de todo lo que ésta representa". Por el contrario, el holocausto "podría haber descubierto un rostro oculto de la sociedad moderna". Tal como Auschwitz fue una extensión rutinaria del moderno sistema de fábricas del capitalismo, los Polos de Desarrollo en el altiplano constituyeron la implementación instrumental de la acumulación capitalista en el área rural de Guatemala.
La racionalidad de la muerte y sumisión absoluta está en la base de la racionalidad del capitalismo ya desde sus primeros orígenes, tal como lo expresara Karl Marx en El capital, en el capítulo dedicado al estudio de la acumulación originaria. El terror sin límites aplicado a la rebeldía social en Guatemala se encuadra en esta racionalidad moderna de la acumulación y dominación capitalista. Racionalidad cruzada por un racismo atávico y una rígida forma estatal conformada en el siglo xix y perdurable hasta el presente.
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[1] Muchas gracias a Luis García Fanlo por sus aportes y comentarios, y a Andrés Méndez por sus observaciones.
[2] Guatemala contiene además a la población de los garinagu, mezcla de caribes rojos y pueblos traídos de África en la época de la Colonia y que en los inicios del siglo xix se instalaron en la costa atlántica guatemalteca provenientes de la San Vicente (isla ubicada frente a la costa de Venezuela) tras ser expulsados por los ingleses. Otra población, bastante reducida, la constituyen los xincas, indígenas de origen no maya, que se ubican al sur del país. Ambos grupos poseen también sus propios idiomas.
[3] Cfr: reportaje a Mario Polanco, director del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM) (Cuesta Marín, 2001, 57).
[4] Un informe especial de la OEA (1993) indica que unos cincuenta mil campesinos buscaron refugio en las montañas del norte del Quiché, huyendo de la represión del ejército. Si bien sus condiciones materiales de vida eran escasas, crearon fuertes vínculos organizacionales y dieron lugar a las CPR. Hacia mediados de 1992 unas veintitrés mil personas aún estaban organizadas en las distintas CPR.
[5] Según el estudio de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico los departamentos más afectados son: 344 masacres cometidas en El Quiché, 88 en Huehuetenango, 70 en Chimaltenango, 61 en Alta Verapaz, 28 en Baja Verapaz, 16 en Sololá, y 15 en San Marcos.
[6] Para la CEH (1999, 227) "cerca de la mitad de los hombres adultos guatemaltecos fueron patrulleros en 1982, o en otras palabras, [...] uno de cada dos hombres adultos fue patrullero".
[7] En datos de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico los patrulleros participaron en el 18% de las violaciones a los derechos humanos que este Informe registra, de las cuales el 85% fueron realizadas por las PAC junto con el ejército u otras fuerzas del Estado, y en el 15% de los casos las PAC actuaron solas.
[8] Diario Prensa Libre, 26 de febrero de 2004. Se ha intentado también ofrecer compensaciones por medio de proyectos productivos, lo que ha sido rechazado por las organizaciones que agrupan a los ex patrulleros, que exigen la entrega de dinero en efectivo.