I
La cuestión de la Nación y del Estado nacional surge del mismo proceso de configuración de la modernidad, y por obra de las revoluciones burguesas desencadenadas a partir del último cuarto del siglo XVIII. Gran Bretaña, que se había constituido como estado agregando territorios al viejo estilo feudal, invocando el derecho divino de los reyes, desde 1763 se transformó en una nación que reivindicaba ese mismo derecho, pero para la construcción de su imperio, todavía imbuida parcialmente de una visión feudal. Los EE.UU., a través de un conflicto externo, se conforman como república en oposición a ese proyecto imperial británico, aunque con la finalidad de constituirse también en un imperio, en perspectiva, pero compitiendo con aquel.
La nación francesa, por su parte, gestó su identidad en oposición al absolutismo feudal-monárquico, en un conflicto interno que ganó proyección universal, al proponerse también ella como embrión de un imperio liberal burgués, contrapuesto a las monarquías feudal-absolutistas de toda Europa. Así, la nación o Estado nacional surgen acoplados con la idea de una identidad y de una cultura nacional-popular, constituidas como fuerzas que tienden a la expansión, siendo esta concepción perfectamente adecuada al proceso de acumulación del capital y de la hegemonía liberal-burguesa, en la totalidad socio-histórica gestada en Occidente.
El ingreso a la modernidad capitalista y la formación de los Estados nacionales, a partir de mediados del siglo XIX, frente a la amenaza popular-socialista de subversión del orden del capital, tomó formas de revoluciones pasivas, o sea, la incorporación molecular por parte del viejo orden feudal absolutista de elementos liberal-burgueses. Así, dio salida a la dinámica del capital en gran parte del planeta. Al mismo tiempo, nuevos proyectos imperiales aparecen en disputa en un mercado crecientemente internacionalizado, especialmente Alemania, Italia y Japón, chocando, no sólo con los Estados nacionales generados en las revoluciones burguesas originales, sino también con los viejos imperios orientales de Austria, Rusia y Turquía.
Los estados nacionales luego tuvieron que confrontar con el mundo del trabajo, el otro necesario del capital, organizado políticamente como movimiento obrero. Frente a esta presión obrera, y ante la necesidad de obtener respaldo interno para la expansión imperial, los Estados nacionales liberales se encontraron frente la contingencia de ampliar el estatuto de la ciudadanía política. De esta manera, el Estado liberal democratizado surge como una necesidad del poder del capital, en vista de su disputa con los otros proyectos imperiales por el dominio de parcelas del mercado internacional, que llevaba consigo el germen de la guerra. El resultado catastrófico de este proceso fue el enfrentamiento militar entre esos Estados por un período de treinta años, (1914-1945).
La guerra de los treinta años del siglo XX abrió un amplio y significativo abanico de posibilidades históricas. Antes que nada, la guerra imperialista posibilitó, partiendo de Rusia, la irrupción de la revolución socialista internacional entre 1917 y 1921. Este movimiento, antagónico a todos los imperios y Estados nacionales, tenía el objetivo de configurar una comunidad de pueblos emancipados de la explotación del capital. El hecho de que se particularizase la revolución en el interior de las fronteras del ex imperio ruso significó una derrota histórica de graves proporciones. Los límites materiales y culturales propios de los sujetos socio-políticos que hicieron la revolución, conjugados con una violenta presión económica y militar del imperialismo, terminaron provocando en la URSS una revolución pasiva, propia de Oriente, que reconstituyó el Estado absolutista bajo la forma de un socialismo de Estado, rigiéndose por una lógica del capital; es decir, el estalinismo.
La guerra y la revolución obligaron a los Estados imperialistas a procesar una onda de revoluciones pasivas, a fin de contener al movimiento obrero, y de reordenar la hegemonía del capital. En el mismo sentido actuaron el fordismo-americano y los fascismos. Reorganizaron tanto el mundo del trabajo como el de las instituciones. La paradójica alianza entre los Estados nacionales liberales originales (EE.UU., Inglaterra y Francia) con el socialismo estatal ruso, significará la derrota militar de una de las opciones para restablecer la dominación burguesa y la jerarquía imperial del poder, la opción corporativo-fascista. Tal alianza imposibilitó, también, que la conclusión de la guerra coincidiese con una recuperación de la revolución socialista, pues ésta afectaría a los intereses imperiales que se consolidaban, tanto en Occidente con en Oriente.
Durante la posguerra, la renovada república imperial americana difundió su propio proyecto social, articulándose con resquicios de fascismo y extendiendo su manto imperial sobre el conjunto de Occidente. El fordismo se difundió conjugándose con la intervención estatal en el proceso de acumulación y en la conformación de la hegemonía en la sociedad civil, tal como lo pregonaban Lord Keynes y las corrientes socialdemócratas. El resultado fue la configuración de un Estado asistencial, capaz tanto de atenuar la insurgencia obrera y la influencia comunista como de dirigir una fase expansiva de la acumulación.
Derrotado el nazifascismo y también la posibilidad de recuperación de la revolución socialista, el enemigo supremo del tentacular imperio liberal de Occidente continuó siendo el imperio oriental, ahora constituido en torno al Estado absolutista soviético y su socialismo feudal. La victoria militar sobre Alemania permitió que ese régimen se expandiese, en un proceso más complejo de lo que habitualmente se pretende, en una gran franja de Europa del Este, sofocando las nacientes experiencias de democracia popular.
Nos importa acentuar el impacto ejercido por el siglo imperialista (1880-1980) en la desaparición de formas económicas y políticas arcaicas, y la consiguiente gestación de nuevos estados nacionales. La expansión imperialista, como bien lo sintetizó Lenin, marca una época de acumulación de capital basada en los monopolios y en el predominio del sector financiero, ampliando la disputa por el mercado internacional. En este contexto, se lleva a cabo la lucha de los estados nacionales imperialistas por la apropiación del mundo que desarticula las estructuras de poder tradicionales. Las respuestas de los pueblos sometidos al proceso de occidentalización, conducido por la dinámica del capital, fueron diversas, pero tal vez puedan ser reducidas a dos vertientes principales.
II
En reacción mimética, amplias zonas del mundo sometidas al dominio de Occidente, al rebelarse, buscaron argumentos en la trayectoria revolucionaria de la burguesía y el liberalismo, con el objetivo de formar estados “nacionales”. En gran medida, esto no pasó de ser un subterfugio para que las antiguas capas dominantes renegociaran su inserción en el mercado internacional dominado por Occidente. Fue este el caso de la mayoría de los nuevos estados que surgieron en Asia y en Africa, a partir de la guerra civil en Occidente.
Estos países y continentes fueron precedidos en esta línea por un amplio rosario de estados que hubieron de surgir del desmembramiento del sistema colonial iberoamericano (1808-1838); coincidiendo con la eclosión de las revoluciones burguesas originales, lo que permitió que las oligarquías agrarias se apropiasen miméticamente del discurso liberal revolucionario, y así redefinieran su inserción histórica como Occidente subalterno. Fue este también el caso brasileño, que forjó una parodia de Estado nacional liberal a fin de preservar el orden social agro-mercantil esclavista. Un caso excepcional ocurrido aún en el transcurso del siglo XIX, fue la incorporación inercial de varios preceptos económicos, políticos e ideológicos generados en Occidente por parte de las clases dominantes japonesas, como es el caso de la nacionalidad. Esta occidentalización del Japón, parcial y voluntaria, posibilitó la formación de un Estado nacional, que devino rápidamente en un polo autónomo de poder imperialista.
Una patente novedad se observó en las luchas de emancipación política de los pueblos en el siglo XX: la fuerza propulsora ejercida por la revolución socialista rusa, que estimuló movimientos revolucionarios por la formación de nuevos estados de carácter nacional-popular. Fueron los casos de China, Vietnam, Cuba, países en los cuales las antiguas clases dominantes asociadas a Occidente fueron expropiadas.
La guerra civil de Occidente (1914-1945) y la expansión del mercado internacional, bajo el predominio del capital financiero imperialista, permitió que algunos países pudiesen ingresar en la arena del capital con un poder de negociación política mayor y con condiciones económicas más sólidas. Fueron países que realizaron revoluciones burguesas pasivas, la única forma que apareció como viable en la época imperialista. Como se sabe, una revolución pasiva posee, entre otras, la misión de servir de contrarrevolución preventiva, obligándose a conceder algunos derechos sociales básicos a la clase obrera; este aspecto fue significativo para que revoluciones democrático-populares pudiesen ser bloqueadas. En un amplio abanico de formas, algunos países de Iberoamérica consiguieron configurar un polo de acumulación de capital basado en la gran industria, como así también, estados nacionales con alguna inserción internacional.
Revoluciones burguesas pasivas, realizadas a través del Estado, que reorganizaron el bloque de poder, incorporando nuevos actores sociales pero preservando el poder oligárquico, ocurrieron en Brasil, en Argentina y en México. La derrota de la revolución democrática en España abrió el camino para una revolución pasiva de formas semejantes. Formas particulares de revoluciones pasivas se vivieron en la India (un gigante geo-demográfico que preservó su antiquísimo sistema de estratificación social por castas y sirvió de contrapunto a China) y en Africa del Sur, con su desarrollo capitalista asentado en la abominable discriminación étnica. Sin tomar en cuenta al pequeño Estado de Israel, importante por su peso estratégico, pocos son los países que consiguieron conformarse como estados nacionales.
Los pocos estados nacionales que lograron afirmarse en el siglo XX, lo hicieron aprovechándose de la guerra civil de Occidente en la primera mitad de la centuria, y en las décadas siguientes, se valieron de la confrontación entre el imperio liberal de Occidente, conducido por los EEUU, y el imperio socialista feudal de Oriente, dirigido por la URRS. La emergencia de nuevos estados aliados político-militares pareció funcional a las necesidades estratégicas de los dos imperios, que ofrecían también nuevas oportunidades para el mercado internacional del capital en expansión. Por otro lado, la ideología del capital, en ese momento, valorizaba la existencia de un Estado “democrático”, interventor y regulador del mercado, condición para su hegemonía y para la preservación de la subalternidad del mundo del trabajo. No puede olvidarse la presencia de un fuerte movimiento obrero de inspiración socialdemócrata y/o comunista, mas allá, claro está, de la presencia espectral soviética, con su aparentemente generalizada garantía de derechos sociales.
La cuestión nacional en la era imperialista se muestra, en resumen, de tres maneras diferentes. Inicialmente, en los países de revolución burguesa original y en aquellos que penetraron en la modernidad capitalista por la vía de las revoluciones pasivas, antes de la época imperialista, se trataba de la construcción de espacios imperiales. Para los países víctimas de la expansión imperial, principalmente de Occidente (aunque también Rusia y Japón), la cuestión nacional se confundía con la cuestión de la emancipación política y de la construcción (o rescate) de un Estado y de una identidad nacional. Esta podía acontecer por la vía de revoluciones burguesas pasivas que implicaban compromisos con el viejo orden social y con el orden burgués imperialista; o por medio de una revolución social que, como condición para la construcción de una identidad nacional-popular, dislocase a las clases dominantes nativas rompiendo con el imperialismo, adoptando el horizonte de la superación del capitalismo.
Las tres décadas siguientes al fin de la guerra civil de Occidente fueron de expansión del capital. De manera sustancial, el consenso hegemónico se expresó en los países imperialista en un “pacto democrático” y un Estado asistencial. En algunos países, de revoluciones burguesas pasivas tardías, se intentó la construcción de la hegemonía burguesa por medio de un Estado que garantizaba algunos derechos sociales básicos, mientras que en los estados revolucionarios se buscaba la superación de la miseria y de las secuelas del colonialismo. El llamado proceso de “descolonización” de amplias áreas de Asia y Africa fue, más que nada, una recomposición imperial. Al mismo tiempo que Francia e Inglaterra retrocedían en el ejercicio del dominio directo sobre muchos países, arrancaba el proyecto americanista de difusión de nuevos “estados liberales”, “libres e iguales”, en el mercado mundial. La instauración intermitente de violentas dictaduras en estos nuevos “estados”, se justificaba por la necesidad de enfrentar al “comunismo”, o sea, la posibilidad de desarrollo de revoluciones nacionales-populares antiimperialistas.
III
Los síntomas de desaceleración de esta fase expansiva se empezaron a percibir ya en los años ‘60. La creciente presión del movimiento obrero, aunque dentro de los marcos del reformismo, comenzaba a hacerse insoportable cuando sobrevino una eclosión sociocultural, con potencial revolucionario, que involucraba a la juventud, a las mujeres y a las etnias oprimidas. En 1968/69 estaba germinando una revolución mundial de una difusión aún mayor que la originada en Rusia en 1917. La ausencia de una dirección política hegemónica y la pronta reacción de las instituciones sociales y políticas ligadas al orden, reorientarían a los contestatarios hacia el lecho del reformismo. El movimiento obrero y popular continuó avanzando, sin embargo, en el conjunto de Occidente hasta cerca de 1976. Este fue un elemento agravante en la latente crisis fiscal de los estados, con dificultades cada vez mayores para responder a la demanda popular que exigía la ampliación de los derechos, y hasta la mismísima gestión de la economía.
Las últimas dictaduras de carácter fascista fueron derrotadas en Portugal, España y Grecia. En Chile se intentó una experiencia de transición socialista que fue ahogada en sangre; en Indochina el imperio americano sufrió su mayor derrota histórica. Otra amenaza de importancia, aunque menos ruidosa, para la correlación de fuerzas en el interior del imperio de Occidente, fue la emergencia de nuevos Estados nacionales de capital monopolista, como Brasil y la India, dotados de importantes mercados internos, y de carteles de países productores de petróleo. A esto se sumaron Alemania y Japón, potencias económicas que podían prescindir del capital americano y forjaban zonas de acumulación propias. Para completar, el imperio socialista de Oriente (URSS y aliados) se beneficiaba de la “crisis energética”, procurando tomar la ofensiva militar estratégica (para intentar tapar su crisis hegemónica interna terminal).
Ante este cuadro, se tornó ineludible para el capital emprender una reorganización general del imperio de Occidente, que implicaría cambios en las relaciones entre los estados imperialistas, una ofensiva contra el mundo del trabajo y sus instituciones, un vaciamiento de la soberanía de los estados emergentes del interior del imperio, y la ofensiva económica, política y ideológica contra el estancado imperio oriental. La envoltura ideológica de esta ofensiva del capital se conoció con el nombre de globalización, mientras que eran orientadas por políticas neoliberales. Además, la globalización también representa una nueva fase del capital como contradicción en proceso, haciendo coincidir en cierta forma la ideología con el movimiento de lo real. Así, la globalización es, al mismo tiempo, un producto de la crisis de valorización del capital y una victoria política del imperialismo. De allí su característica de agravar las contradicciones presentes en el proceso socio-histórico orientado por la lógica del capital. La globalización encierra también el significado de completar el largo proceso de occidentalización del mundo y de construcción de un imperio universal del Occidente liberal.
Sin duda, debe rechazarse la lectura ideológicamente orientada por los intereses del capital financiero que destaca como positiva una globalización cultural, manipulada y manipuladora, que destroza identidades sociales y nacionales a cambio de individualidades inconexas y transitorias, siempre a merced del mercado. De la misma manera, debe ser abominada la visión de la globalización de los flujos financieros y del dinero volátil, que arroja a millones de personas a la miseria en tiempos infinitesimales. Recordemos, además, que también la noción de imperialismo surgió envuelta con una aureola positiva delineada por los publicistas favorables a la expansión imperial de Occidente. Sólo tiempo después se plasmó la desmitificación crítico-dialéctica, hecha por las lecturas clásicas de Hilferding, Rosa y Lenin.
La ofensiva ideológica del capital insiste en que la racionalidad se aloja en el mercado. Por lo cual se debe realizar el objetivo de un mercado global, homogéneo y sin fricciones; de la misma forma debe discurrir la actividad política y colectiva. En esta línea de razonamiento, el Estado y sus agencias económicas deben ser desmantelados y privatizados a favor del individuo libre en el mercado global. Este discurso es aparentemente el opuesto al de la época anterior, que valorizaba al Estado como el locus de la voluntad y de la razón, capaz de corregir las imperfecciones del mercado librado a sí mismo. Pero ambos discursos son instrumentos de la acción política del capital que busca su reproducción ampliada. La farsa no es difícil de descubrir.
Entonces, la globalización aparece como una decisión política del capital, que se desarrolla desde 1978, con la caída del gobierno laborista inglés, la elección del Papa Woytila, la eliminación del primer ministro Aldo Moro en Italia, seguido por la elección de Reagan en los EE.UU. y los gobiernos conservadores en Japón y Alemania. La característica fundamental de la globalización y del llamado neoliberalismo es, desde el punto de vista político, ofrecer manos libres al capital para que reconstituya su capacidad de valorización.
Existe un retorno inaudito de la especulación y el rentismo (que estaban relativamente retraídos en la fase fordista imperialista de acumulación), que contamina hasta a los sectores del capital mercantil e industrial. La acumulación de capital-dinero, cada vez mas separada del proceso productivo y cada vez mas desterritorializada, por el mismo hecho de prescindir de la fuerza de trabajo, es incapaz de sustentar un nuevo ciclo de acumulación. Verdaderamente, el estímulo mayor se hace sentir en la economía criminal (tráfico de armas, drogas, detritus industrial), que se articula con el sistema bancario financiero. Para el capital financiero, el mundo-naturaleza surge como una entidad externalizada que no precisa ser reproducida, sino apenas usufructuada. Por esto, otra característica de la globalización es el agravamiento de los problemas ambientales.
La eficacia del capital-dinero especulativo está precisamente en su volatilidad, en su capacidad de mudarse rápidamente de un punto a otro del globo en busca de una mayor valorización. Para ello es necesario que preserve la propiedad del conocimiento y de los medios de comunicación, para actuar con este monopolio en varias direcciones. El conocimiento y los medios de transmisión inmediata de información posibilitan la acción especulativa del capital financiero, transfiriendo activos. Los medios de comunicación de masas funcionan manipulando la conciencia de las masas en dirección de la despolitización y del individualismo consumista. Pero lo más importante en la producción de plusvalía es la propiedad privada del conocimiento científico, que podría ser designado como capital cognitivo. Es un sector del capital desdoblado de la acumulación del gran capital financiero e inmediatamente aplicable al proceso productivo. Este elemento es decisivo en la definición de la globalización como una nueva fase de la contradicción en proceso, pues el capital cognitivo surge como posible hilo conductor de la acumulación y de extracción de plusvalía.
La aplicación de nuevas tecnologías al proceso productivo, asociadas con profundas alteraciones gerenciales en el proceso de trabajo, tienden a ampliar sustancialmente la productividad del capital, actuando con el objetivo de desarticular la actividad de resistencia del mundo del trabajo contra la explotación. La revolución tecnológica, marchando con la robótica y la informatización acelerada, apunta a la superación del fordismo, a través de la dislocación espacial y el desmantelamiento progresivo de la gran industria. Esta ocupa a la gran masa de trabajadores en un sistema de máquinas rígidas y repetitivas, pero viene siendo sustituida por la fábrica pequeña y diluida, que ocupa un número significativamente menor de trabajadores, que trabajan en un sistema de máquinas flexibles e inteligentes.
Como la materia prima de esta forma productiva es el saber, la ciencia y la inteligencia, el proceso de producción de plusvalía se inicia en el laboratorio y se extiende hasta el consumo, ya que éste condiciona la propia oferta de mercancías. En el proceso de trabajo así concebido, la subjetividad del trabajador es subsumida en un grado muy superior a la de la producción fordista. En el gerenciamiento llamado toyotista, grupos de trabajo interactúan con grupos de máquinas, donde el papel de la información se vuelve decisivo, de manera que no sólo las manos, sino también las mentes quedan involucradas en el proceso de trabajo. La presión gerencial por el aumento de la productividad posibilita la oferta de salarios mayores para estos obreros dotados de saber científico y gestores de máquinas automáticas.
La revolución tecnológica provoca cambios en la propia materialidad del capital, que son necesarios para proceder a la ofensiva por la restauración de su hegemonía, no sólo en el proceso socio-productivo, sino también como poder político sin fuerzas antagónicas, y así cumplir la vieja utopía liberal de un mercado homogéneo y sin fricciones. Con el objetivo de aumentar la productividad declinante, el capital, con la inversión en nuevas tecnologías, redefine el perfil del mundo del trabajo, desmantelando sus instituciones y cultura, y en consecuencia, redefine también toda la composición de la sociedad civil burguesa y sus instituciones estatales, promoviendo un reordenamiento de las relaciones sociales favorable a las clases y grupos dominantes, particularmente de la oligarquía financiera.
IV
La acción del capital impone la tendencia a forjar una camada de trabajadores intelectualizados, que convive con una masa en disminución de clase obrera fordista-taylorizada, al mismo tiempo que da origen a un sector de trabajadores autónomos ligados a la información. Pero un elemento socialmente problemático es la “flexibilización” de las relaciones del trabajo, eufemismo del trabajo precario y de tiempo parcial, ofrecido a una masa cada vez mayor de trabajadores sin trabajo, o sea, seres humanos expropiados de su sociabilidad fundante, y excluidos de cualquier derecho elemental. Esta situación fuerza a otros sectores del mundo del trabajo a acoplarse inmediatamente a los intereses empresariales, luchando por la “productividad” y la “reestructuración”, en intentos desesperados para mantener su puesto en el proceso productivo y garantizarse la sobrevivencia mínima.
De esto resulta que, sectores antes de vanguardia en la lucha obrera, se reducen a relaciones casi serviles con la empresa, fragmentando también política y culturalmente el mundo del trabajo. Las organizaciones de la sociedad civil burguesa también se debilitan, pero el impacto mayor y más decisivo de esta estrategia ofensiva del capital es el desmantelamiento de las instituciones sociales y políticas ligadas al movimiento obrero, particularmente los sindicatos y partidos políticos de la izquierda socialista y comunista, que ven corroída su base social y su cultura política puesta en jaque.
Esta situación de creciente desocupación y de ahorro del trabajo vivo por parte del capital, originada en la innovación tecnológica, agrava un elemento crucial, que fue precisamente inducido por la globalización capitalista, tal es, la crisis fiscal de los estados nacionales que no consiguen cubrir sus déficits. Se crea, entonces, un perverso círculo vicioso, pues se intenta recortar gastos públicos atacando los derechos sociales elementales y reduciendo el campo de las políticas públicas, al mismo tiempo que se estimula la actividad del capital en crisis abaratando sus costos. La vorágine de privatizaciones de empresas estatales está inserta en esa situación, pues su objetivo principal declarado es reducir el gasto público, y también estimular la actividad del capital privado, pretextando incorporar nuevas tecnologías.
Pero al ser el capital especulativo y la economía criminal los que se benefician de esta situación, y estando fuera del alcance del control del Estado, actúan en realidad, para el debilitamiento ulterior de la capacidad de recaudación del propio Estado y de su acción de regulador de la economía. Además, la desterritorialización del capital causada por la globalización, tiende a agravar la crisis fiscal, cuando era presentada como la solución, pues para huir del fisco, los paraísos fiscales se multiplican, sirviendo de abrigo para el capital especulativo y criminal. Por lo tanto, no existen dudas de que hay una crisis generalizada de los estados nacionales, aunque esta afirmación debe necesariamente ser mediatizada y diferenciada para que no se incurra en conclusiones políticamente equivocadas.
Comenzando por el escenario del continente africano, que no consiguió más que simulacros de estados nacionales asociados al imperialismo en la fase precedente y donde tampoco los intentos de alternativas nacional-populares hubieron de conseguir algún éxito, finalmente, hoy se ve al Africa inmersa en una generalizada y aparentemente interminable guerra tribal. Por otro lado, hay indicios de formación de polos de congregación, al estilo difuso de los imperios africanos, en torno, por ejemplo, a Africa del Sur y Nigeria. La situación del mundo árabe-musulmán no es muy distinta: los pequeños y medianos estados nacionales nacieron del proceso histórico interno del imperialismo. Debido a las nuevas tecnologías y las cualidades de los productos colocados en el mercado por el proceso de globalización, estas zonas tienden a perder toda importancia en esta fase de acumulación. Algunos países de Iberoamérica se encuentran en una situación semejante, que facilita, por lo demás, la difusión de la economía criminal y del narcotráfico.
Funcionando como gigantescos portaaviones, los llamados “tigres asiáticos”, a costa de una explotación del trabajo análoga a la fase de acumulación primitiva del capital, consiguieron proyectarse al mercado globalizado, por medio de grandes monopolios privados amparados en el Estado. La vida demostró, sin embargo, que éste es un sector muy frágil, pues es el primer lugar donde el capital financiero especulativo procura obtener la “supervalorización”, poniendo en riesgo así al conjunto del sistema. Esos países tienen su soberanía enteramente alienada a favor de las agencias globales del capital (FMI). Sin embargo, países emergentes, con gran potencial de recursos naturales, industrial y demográfico, con un potencial mayor de resistencia para negociar su situación en el mercado mundializado del capital, (por ejemplo, Brasil, México y la India) no han conseguido detener la colonización de sus mercados y la destrucción de sus identidades culturales. Esto sucede, en gran medida, a instancias de las opciones políticas de las clases dirigentes, que pugnan por el ingreso subalterno en el proceso de globalización.
El colapso del socialismo de Estado y del imperio de Oriente, entre 1989 y 1991, derivado de la crisis de hegemonía de la camarilla burocrática dominante y de la presión externa del mercado capitalista, en la era de la globalización, significó una catástrofe para la mayoría de esos pueblos, pues enfrentan una crisis social de dimensiones y una regresión económica. En la mayoría de los casos la transición hacia una forma estatal y económica subalterna a los núcleos imperiales de Occidente quedó en manos de sectores de la propia burocracia seudosocialista dominante en aquellos países. Una de las consecuencias de la desintegración del imperio oriental fue la fragmentación de algunos estados nacionales, como Yugoslavia, Checoslovaquia y la propia URSS. El fin del socialismo de Estado y de su poder imperial es el elemento que con más fuerza sugiere la realización del imperio universal de Occidente liberal, proceso que se identifica con la globalización capitalista. Hasta el momento, China resiste y crece económica y políticamente, por haber iniciado el tránsito hacia una forma de capitalismo monopolista de Estado en el mismo momento en que se desencadenaba lo que habría de llamarse la globalización, representando hoy la última frontera distinta y un potencial de mercado gigantesco.
No se puede afirmar que algunos de los estados imperialistas se han vuelto frágiles en el proceso de globalización. Al contrario. Antes que nada, los EE.UU. emergen en el escenario mundial como potencia militar única, dotada de una enorme capacidad de exterminio y con pretensiones de consolidarse como “guardián” del (des)orden mundial. Liquidada la URSS, el conductor de la fuerza armada de Occidente, a través de la OTAN, son los Estados Unidos, que pasa a ser el “jefe de policía” del imperio universal de Occidente liberal. El Estado norteamericano, más que nunca, pasa a ser el defensor de la propiedad privada en todos los cuadrantes del mundo y preserva la inversión tecnológica en sus fuerzas armadas, que más que como una necesidad política, actúa como estabilizadora de las tasas de valorización del capital. Al mismo tiempo, amplía las fuerzas coercitivas contra las clases subalternas del interior del país, que le exige la creciente marginación social producida por la desocupación y el crecimiento de la economía criminal.
En tanto, la fuerza económica de Alemania y Japón no puede ser descuidada, lo que obliga a EE.UU. a componer con estos países la tríada que conduce el imperio universal, que hoy sustituye a la antigua bipolaridad imperial Occidente- Oriente. Hasta el colapso del imperio oriental soviético, el proceso de la Unión Europea era conducido por la alianza hegemónica franco-alemana. A partir de la anexión de la RDA, de la división de Checoslovaquia y de la fragmentación de Yugoslavia, Alemania retomó bruscamente su vieja visión imperial direccionada hacia el Este, provocando las resistencias de Francia, y aunque parezca paradojal, un mayor compromiso de Inglaterra con la Unión Europea. Habiendo derrotado precozmente a su clase obrera (en los años ‘50), Japón inició el reemplazo del fordismo, adquiriendo ventajas comparativas que hicieron de ese país, derrotado al final de la guerra, un polo de poder y de acumulación capitalista de suma importancia.
Así, el imperio universal de Occidente liberal cuenta con el poder militar incontrastable de los EE.UU., y con una conducción política triádica (o tricéfala) que se condensa en instituciones supranacionales de carácter financiero, como el FMI y el BM, y hasta en organismos informales como el G-7. La ONU queda, entonces, como un organismo regulador de las relaciones internacionales muy debilitado. Encontrándose Japón limitado por su propia ubicación geográfica de archipiélago y enfrentándose al crecimiento de China; se puede anticipar que en el futuro tendrá que optar por una aproximación mayor a los EE.UU. o con la propia China. En compensación, EE.UU. tiende a expandirse a través del NAFTA y Alemania surge como fuerza hegemónica en la Unión Europea.
Con lo dicho, se puede observar que la llamada crisis de los estados nacionales o la disolución de la soberanía de los Estados es una verdad parcial, que debe ser analizada dentro del proceso de globalización, entendiendo a éste como una nueva fase del capital en proceso y que exige una redefinición del papel del poder político y del territorio. Es innegable la permanencia, y hasta el fortalecimiento del poder de los estados imperialistas, así como se observa un debilitamiento de la mayoría de los estados emergentes, agravado por las políticas de privatización del patrimonio estatal y por las diferencias tecnológicas. Pero en esta oportunidad, la potencia de los estados se manifiesta en la formación de espacios supranacionales, que colocan la disputa por la hegemonía política sobre otro escenario. En cierta forma, esta es una forma de intentar acompañar el proceso de desterritorialización del capital.
Pero desde otro ángulo, cuando se habla de crisis del Estado se hace referencia a las crisis de las instituciones del Estado liberal democrático y de la identidad nacional-popular. Es verdad que el poder de decisión de los ejecutivos y de los gobiernos, como un todo, está cada vez más subordinado a las decisiones externas, tanto de las burocracias estatales como, principalmente, de las agencias internacionales del capital financiero. Recordemos también la crisis de representatividad de los parlamentos y de los partidos políticos.
El debilitamiento de estas instituciones facilita el ataque contra los derechos sociales, conseguidos por el movimiento obrero en el último siglo; esto ocasiona, en suma, que los espacios democráticos queden limitados a instancias manipuladas por los medios de comunicación, dominados en formas variadas por la oligarquía financiera.
En cuanto a la soberanía de los estados subalternos, expresada en sus políticas económicas, está permanentemente condicionada por el movimiento global del capital financiero. Los estados imperialistas y sus instituciones tienen la capacidad de transferir sus decisiones a las burocracias internacionales, más adecuadas para gerenciar los intereses de la oligarquía financiera del imperio global. A diferencia de la época imperialista, cuando el poder del Estado y del capital financiero e industrial se alimentaban uno al otro, en la globalización, el Estado imperialista continúa alimentando los designios del capital financiero, sin que éste le retribuya realmente, pues el capital se disloca hacia cualquier lugar del globo donde su rentabilidad es mayor, despreocupándose de las cuestiones relativas a la hegemonía civil y al consenso social. Este es el resultado de la victoria de su acción predadora, que desbarató (por lo menos, momentáneamente) cualquier antagonismo social que proyecte una superación del orden y de la dinámica de la acumulación y del individualismo propietario.
V
Para concluir. Podemos afirmar que está ocurriendo un proceso, muy diversificado, de vaciamiento de los Estados nacionales emergentes y de desdoblamiento/transferencia del poder político de los estados imperialistas a favor de instancias supranacionales, para defender mejor los intereses de la oligarquía financiera y del orden del capital, como un todo. Es harto evidente que cualquier retorno “nacionalista” o proyecto nacional autárquico es inaccesible en la era del capital globalizado y del imperio universal de Occidente.
La continuidad de la forma actual del imperio universal, con sus políticas neoliberales, para beneficio casi exclusivo de la oligarquía financiera y de la economía criminal, tiende a agravar brutalmente la crisis social global, y a intensificar el germen de una guerra civil generalizada. Como la crisis de valorización del capital tiende a agravarse, con el ahorro de trabajo vivo promovido por la revolución tecnológica, los conflictos presentes en el mercado global se pueden intensificar, hasta de manera armada, en las tres cabezas de Cerbero del capital. Hasta la tenue esperanza despertada por la extensión de gobiernos reformistas, en algunos países de la Unión Europea, parece contar con poco aire en su deseo de contener la desocupación masiva, reduciendo la jornada de trabajo y creando espacios para el trabajo social productivo.
La difícil, pero no imposible, emergencia de un nuevo polo de poder político y de acumulación, que enfrente al poder de la tríada, puede recargar los riesgos de confrontación en un futuro no tan lejano. Una rápida mirada al mapa sugiere que ese nuevo polo sólo tiene posibilidades de surgir en Asia, en torno a China, o en América meridional, en torno a Brasil. En este último caso, sin embargo, los gobiernos de turno de la región han actuado para evitar esa posibilidad, aplicando políticas de ajuste fiscal y de adecuación a los intereses de la oligarquía global.
Para que la emergencia de ese nuevo polo sea posible, sería necesario que el Mercosur se extendiese por todo el continente y se tornase algo más que una zona de libre comercio. Es necesaria la formación de instituciones políticas representativas, una burocracia articulada y una política de defensa continental. También, claro está, políticas científicas, tecnológicas y culturales. En esta era de globalización capitalista, la cuestión de la nacionalidad sólo puede concretarse en el encuentro y en la integración con otras nacionalidades incompletas de América del Sur, en el desarrollo de un proyecto democrático común. Es cierto que las fuerzas del capital no tienen interés ni fuerza para plantear un proyecto de tal envergadura, a menos que fuese aprovechando una rara oportunidad, como la que se presentaría con la exacerbación de un conflicto entre los elementos de la tríada.
En verdad, un proyecto de este tipo solo es viable en clara oposición al imperio universal de Occidente y a la globalización capitalista. Sólo es factible por la acción consciente de una nueva alianza social internacional del trabajo, antagónica a la dominación imperial financiera. Por esto, la cuestión de la reconstrucción de las identidades colectivas, incluso nacionales, sólo puede acontecer en un proceso de superación de los Estados nacionales, en una unidad política más amplia y democrática. Este proceso se confunde con la recuperación del mercado del capital a favor de espacios definidos por el planeamiento democrático y socialista del conjunto de la vida material y con la emancipación espiritual de la humanidad, redefinida en una situación de libertad igualitaria. Este es el escenario de una nueva propuesta de revolución socialista y de un renovado proyecto humanista y democrático.