16/04/2024

Estado actual de las asambleas barriales

Por Bellucci Mabel , ,

Este artículo fue el resultado de las concordancias y discordancias expresadas en una ronda de reflexión que se llevó a cabo el 3 de septiembre de 2003 por dos asambleas barriales de la Ciudad de Buenos Aires. Mabel Bellucci (Asamblea Vecinal Plaza Rodríguez Peña) y Gabriela Mitidieri (Asamblea Popular El Cid Campeador) se encargaron de redactar y dar forma a un largo muestrario de ideas, enigmas e impugnaciones que se presentaron a lo largo de tal jornada entre veinte asambleístas. Se terminó después de dos meses de múltiples reuniones entre ambas integrantes, sin llegar a un cierre y abierto a múltiples miradas.

En la actualidad, circulan nuevos escritos de un número de activistas que abrieron interrogantes acordes con estos nuevos escenarios. Asimismo, generaron un polo de producción teórica e intelectual salidas del riñón de las asambleas, a partir de reflexionar nuestras prácticas, saberes y acciones políticas. De esta manera, contamos como referencias los borradores de investigación del Colectivo Situaciones; los análisis del Colectivo Nuevo Proyecto Histórico; el folleto de Gradocero; los artículos de Pablo Bergel; Nicolás Furlani; Mito Djanikian; Martín Krymkiewicz; Franco Ingrassia y de Ezequiel Adamovsky, entre otr@s tantos y tantas. 

En décadas pasadas, para las vanguardias políticas el conflicto se definía en las fábricas, universidades, sindicatos, partidos, entre otras tantas organizaciones. En el presente, por el contrario, con el estallido multitudinario del 19 y 20 de diciembre de 2001, colectivos de experimentación social irrumpieron en el escenario político. De esta manera, lograron reapropiarse de espacios públicos que no siempre fueron vistos como propios, con una combinación de dinámicas novedosas junto con prácticas más tradicionales.  Un número significativo de rebeliones y luchas se concretaron en la toma y ocupación de calles, rutas, vías de comunicación, esquinas, plazas, tierras fiscales, viviendas, bancos, fábricas y comercios desocupados en los barrios de los grandes centros urbanos. Este  fenómeno se expandió en Buenos Aires, en los cordones del Gran Buenos Aires, Rosario, La Plata, Mendoza, Santa Fe y, posiblemente, en otras ciudades del país.

La rebelión popular y multitudinaria de estos días –expropiaciones, saqueos, cacerolazos, manifestaciones espontáneas, violencia colectiva e insubordinación ciudadana- instauró un continuum deliberativo que tomó formas concretas en nuevos campos de debate y deliberación: las asambleas barriales o populares.
En la Argentina, el ciclo histórico que se inició en la década de 1970 concluyó en una etapa en la que el capital cometió la ofensiva reaccionaria más exitosa de la última centuria. De esta manera, primaron las características propias de los años ’90: el avance arrollador de las políticas económicas, políticas y culturales neoconservadoras que se consolidaron a partir del reinado del menemismo y se sostuvieron con el gobierno de la Alianza. Vayamos pensando que será difícil y dificultoso desentenderse de sus secuelas que se instalaron como modos de vida de nuestra sociedad.
Las propensiones a la reestructuración del capital a escala mundial -bajo la hegemonía del capital financiero- forzaron profundos cambios estructurales que se expresaron en la desregulación de los mercados; la apertura de la economía nacional tendiente a una inserción internacional subordinada y las reformas del Estado con un reforzamiento de su capacidad represiva. Todas estas tendencias impusieron relaciones sociales y culturales absolutamente desfavorables y adversas no sólo para la estructura ocupacional sino también para los sectores y colectivos subalternos y masas de explotados. La dinámica misma del modelo y sus efectos conllevó al aumento cada vez más creciente de las desigualdades en cada una de sus expresiones, sin soslayar a ninguna de ellas.
Confluyeron en este ciclo histórico, la explosión de la deuda externa y el colapso de nuestra economía –en el marco de un clima recesivo de la economía mundial-, las tensiones sociales y políticas acumuladas de la década anterior junto con la irrupción de una fuerte desobediencia e insubordinación ciudadana que abandonó las rutinas de la cotidianeidad. Entre tanto, los trabajadores avanzaron a partir del control de la producción bajo el ejercicio de la autogestión y las cooperativas, frente a la quiebra de empresas o su abandono por parte de los dueños. Las fábricas Brukman y ex Zanón, son ejemplos significativos; también el corte de rutas y vías de comunicación que no sólo trababan la realización de las ganancias sino que ejercían control obrero sobre la circulación de las mercancías y personas. Simultáneamente, emergieron grupos de ciudadanos que luchaban de manera frontal contra el sistema financiero, llevando a cabo escraches a bancos nacionales e internacionales, y enfrentándose al celo policial, tal el caso de los ahorristas. Los damnificados por la banca y traicionados por ese mismo modelo en derrumbe, en la etapa de oro del menemato fueron beneficiados en base a las políticas de apertura de la economía, las privatizaciones y a la paridad cambiaria con el dólar.
 
19 y 20 de diciembre de 2001
 
Estos interminables últimos veinte años representaron también un escenario propicio para impulsar y generar modos múltiples de resistencia, de conflictos sociales, políticos y culturales que atravesaron a la sociedad argentina en todas sus direcciones.
Dicha revuelta encarnó un punto de inflexión para la acción política, en su más amplio sentido, con el surgimiento espontáneo del movimiento asambleario. Ello constituyó verdaderos ejercicios de democracia directa y prefiguraron las condiciones de futuras organizaciones autogestivas de poder. Asimismo, permitieron abrir canales para planteos radicales contra el sistema de representación política incluyendo los modos de producción y gestión del conocimiento, así como el rechazo a delegar poderes al Estado. En suma: este movimiento social de rebelión plebeya sintetizó el registro de experiencias anteriores, estableciendo las condiciones para un salto cualitativo.
Hasta los inicios de 2003, tal acontecimiento se convirtió en un territorio de ensayos y exploraciones sobre modos espontáneos y autogestivos de intervención política. Del mismo modo, inauguró formas ingeniosas de sostener las luchas con la irrupción impugnativa de colectivos que se apropiaron de la política y lo político. Por lo tanto, se entrecruzaron viejas y nuevas formas de lucha y de organización: todas ellas expresiones de resistencia que combinó la irrupción del movimiento de los trabajadores desocupados, las asambleas barriales, los cacerolazos, la intervención cultural callejera y los escraches con un sinnúmero de conflictos defensivos de la clase obrera y demás movimientos sociales. Y en el accionar se visibilizaron nuevos sujetos políticos: mujeres, jóvenes y personas de la comunidad gays, lesbianas y travestis.
El modo de organización asambleario disponía de antecedentes de largo alcance dentro del amplio espacio de los movimientos sociales. No olvidemos que esta metodología ya se aplicaba en movimientos de significativo protagonismo histórico como el de los trabajadores fabriles, el estudiantil y, ahora, el piquetero. Presumiblemente, será de este último de donde el mundo asambleario extrajo esta variante asociativa. Tal modalidad se singularizó por presentar formas laxas e indefinidas que no sólo confrontaban las formas tradicionales de intervención pública.
A partir de nuestras experiencias como integrantes de una asamblea, podríamos caracterizarla como un territorio político, en el cual se procesaron transformaciones fluctuantes entre la vertiginosidad y el reflujo, propio de los espacios fugaces y de inmediatez. Este punto es trascendente ya que muchos de sus participantes, al ser interpelados en torno a la definición de dicho ámbito, consideraron que para ellos representaba un organismo o una organización. Para nosotras, estas categorías últimas rememoran modelos característicos de los partidos políticos y los sindicatos. Veamos entonces: las instituciones clásicas se proponen como meta un absoluto totalizador por sus lógicas representativas que adjudican delegaciones, por su dictado programático, por la retórica central que fija prioridades y especificidades (pese a los matices periféricos) y, fundamentalmente, por su lucha por ocupar la estructura del Estado. A diferencia de éstas, en las asambleas barriales la participación representó una de las variables substanciales que garantizaría su sostén en el tiempo y su visibilidad pública. En esta dirección, las mismas se movían al ritmo oscilante de sus miembr@s que intentaban sostener estilos alternativos del hacer político, aunque dicha intención luego no se plasmaban en experiencias concretas. En repetidas ocasiones, viejas fórmulas que se impugnaban desde la retórica, eran puestas en práctica. En la escenografía activista, los hechos se configuraron en relato a partir de las interpretaciones que de ellos se hacían. No existía, por lo tanto, una sola verdad certificada y centralizada en manos de unos pocos sino tantas miradas como integrantes componían una asamblea. 
En sus orígenes, la potencia del movimiento asambleario radicó en la posibilidad de irrumpir subjetividades que ya se experimentaban en otros ámbitos, y habilitó otras modalidades de sociabilidad. Vale decir: en ellas confluyeron memorias y continuidades de protestas y derrotas precedentes.
Es posible que se hayan logrado rupturas que, como toda ruptura, genera vacíos: incertidumbres, acontecimientos sin discursos y discursos sin acontecimientos. En sus inicios, la dinámica asamblearia se singularizó por un estilo de intervención pública cuestionadora y destituyente, aunque con su transitar no siempre alcanzó a armar otro tipo de ordenamiento instituyente. Al disolverse la proyección de inmediatez simbolizada en el lema paradigmático Que se vayan todos / que no quede ni uno solo, fuimos conscientes de que nuestra posición ya no era la misma.
A raíz del embrionario proceso de articulación y coalición que llevaron, tiempo atrás, muchas asambleas con fábricas recuperadas, piqueteros, frentes de luchas obreras, partidos políticos de izquierdas, así como también con colectivos artísticos, genéricos y de orientación sexual, surgió entonces el interés por definir nuestra condición. Posiblemente, estuvimos alineando una nueva identidad. Aunque haya sido así, aún no logramos encontrar respuestas a los siguientes interrogantes:
¿Seguimos siendo una asamblea por más que el número de integrantes se redujo considerablemente y existe un fuerte reflujo de los movimientos sociales? ¿Seguimos constituyéndonos desde el territorio? ¿Logramos construir nuevos sentidos? ¿Cómo pararnos frente a los últimos resultados electorales cuándo en muchos barrios se votó con una amplia mayoría a figuras de centroderecha y derecha? ¿Qué es ser asambleísta en la actualidad?
Después de la revuelta del 19 y 20 de diciembre de 2001, supusimos que estábamos organizando algo por fuera del sistema político. De tal modo, creíamos en nuestro potencial e imaginamos que íbamos a llevar a cabo un cambio a partir del desplazamiento del Ancien régime. Por eso, cuando el poder logró la restauración del orden hegemónico y la intervención institucional en la mediación de los conflictos sociales, las asambleas quedaron paralizadas y retraídas. A partir de ese momento, se hizo presente un deseo colectivo de presencia estatal, resignificado por las expectativas de numerosos sectores que no pudieron asumir un compromiso político a través de la democracia directa. Tal vez, el camino de lucha que se planteaba carecía de métodos tradicionales o de resultados certeros. Igualmente, el reflujo no puede de manera alguna rebatir o disminuir el recorrido.
 
19 y 20 de diciembre ¿revuelta porteña o nacional?
 
Suponemos que este movimiento continúa indeleble en la memoria colectiva, pero no a nivel nacional, sino más bien circunscripto a Buenos Aires, el Gran Buenos Aires, Rosario, La Plata, Córdoba y urbes aledañas. Tal revuelta significó el hito fundacional de las asambleasbarriales, básicamente dentro del radio porteño. De inmediato, tanto esa fecha como el acontecimiento político explícito se convirtieron en un lema emblemático, que dudamos que disponga del mismo significado para toda la Argentina. Más aún: dentro de la retórica alternativa y del contrapoder se naturalizó la idea de su expansión y réplica a nivel nacional. Por lo menos, eso se escuchaba cuando se hablaba del argentinazo o cuando teóricos de talla suponían que nuestro país en masa participó de ese alzamiento plebeyo, así  como también de sus resultados políticos. Es hora de desmantelar ese discurso efectista. Si bien, en su momento, provocó repercusiones políticas de alto voltaje, en la actualidad, el mismo cumplió su objetivo: el de operar como una herramienta de visibilización de las experiencias antisistémicas. No es casual entonces que esta visión tan difundida haya pegado fuerte dentro del mundo asambleario al promover una lectura de la realidad  pegada al autoreferencialismo. Es más: se vivió un cierto aislamiento a partir de la creencia que solamente nuestros espacios eran nuevos, distintos y originales a diferencia de los otros que ya venían operando con anterioridad.
De todas maneras, el clima de revuelta y sus consecuencias en las calles, potencializó a todos los demás movimientos en acción. En la actualidad, en el intento por garantizar una legitimidad y gobernabilidad prácticamente nulas, el Estado se apropió de gran parte de nuestros reclamos. Por lo tanto, los institucionalizó despojándolos de su verdadero significado y construcción de sentido inicial. Es simple observar el tiempo que se invirtió en discutir sobre los escrutinios nacionales.[1] Es de suponer que el sistema representativo nuevamente ocupó la centralidad de las preocupaciones políticas y que su retracción fue momentánea y pasajera, con el agravante del retroceso de la participación colectiva en las calles.
¿Es posible pensar que nuestro futuro como espacio autogestivo depende también de dichos resultados electorales? ¿U ofrecen una suerte de argumento extra para evitar un diagnóstico en torno a nuestro estado actual?
¿Para nosotro@s asambleístas dice algo o no dice nada quien sea el ganador o el perdedor en dicha contienda?
De una u otra manera, sabemos que las elecciones pretenden representar una visión totalizante de la sociedad: exhiben lo que existe y establecen lo que no existe. Del mismo modo, también abren una posibilidad de interpretar la realidad: ese escenario aglutina a todo el conjunto de las conducciones políticas partidarias y nos permite armar a simple vista un mapeo general de tales discursos y retóricas ideológicas. Seguro que lo que decimos resulta una obviedad. No obstante, sin ellas, las dirigencias nacionales, provinciales y municipales expuestas en la vitrina, no siempre se pueden registrar, ya sea por desconocimiento o invisibilidad en nuestra cotidianidad ciudadana. Además, si bien las encuestas y resultados son las niñas mimadas del establishment, no dejan por ello de poner blanco sobre negro. Entonces, ¿con las cifras en mano dónde nos ubicaríamos o nos desubicaríamos? ¿Qué quedó de lo nuevo y qué de lo viejo?
Esto no significa resignarse frente a los hechos consumados. Más bien, pensar con criterio estratégico en torno a los aciertos y a los errores de nuestras propias prácticas; por más que la productividad del acto en sí provoque dispersión, parálisis y enfrentamientos. Pese a todo, es revelador recordar que los acontecimientos no siempre van acompañados de representación. En la mayoría de los casos, los discursos hacen escuchar el ruido de las batallas por el sentido.
 
Ahora ¿qué somos?
 
¿Suena provocador formular que existimos pero que no sabríamos aún definir del todo qué somos y por qué estamos? Para la cultura asamblearia, las formas y los contenidos simbolizan hechos esenciales. En el sistema representativo, sea del cuño que sea, pesan más los contenidos que las formas. Más aún: las relaciones en un sistema democrático liberal periférico sostienen un perfil entre populista, vertical y autoritario con una cuota clientelar que se desarrolla por fuera de los representados. En cambio, en las asambleas primó como objetivo fundante la interacción. Así, hubo una potencial necesidad de ser nosotros mismos, asumirnos como personas autónomas en las decisiones y en las acciones. Por último, se intentó cultivar la igualdad sin órdenes jerárquicos. Es todo un desafío reproducir y replicar estas formas por dentro y fuera de ellas para que cada uno y una sea protagonista de su propia vida. No obstante, en muchas asambleas se precisó que ese modelo de participación específica debía mantener fidelidad a sus orígenes. De allí, se comenzaron a reproducir mecanismos que ritualizan tradiciones, por más que los telones de fondo del presente poco y nada tengan que ver con la revuelta del 19 y 20 de diciembre de 2001.
Ahora bien, frente al rodeo electoral y a un vuelco de lleno hacia piqueteros y estudiantes universitarios, se retiraron de las asambleas, de manera estrepitosa, partidos de izquierdas de variados tintes y también organizaciones sindicales y sociales. Al menos, la ingerencia de este amplio arco de instituciones sobre las asambleas, había provocado rupturas, tensiones intempestivas por captación e imposiciones de propuestas de sus agendas electorales en su interior. En muy pocas aún permanecen activistas de dichas corrientes políticas, aunque los que se incorporaron ya no son l@s mism@s . En determinados casos, se encontraban en la disyuntiva entre reproducir la línea de su partido o acomodarse a la laxitud de su asamblea. Ello se expresó cuando asumían ciertas posiciones políticas y usos de metodologías que no siempre coincidían con el perfil de sus sedes matrices. Es posible que quienes se autoreivindicaban asambleístas se hayan contaminado de ese clima polifónico y eligieron coexistir con ambas adscripciones a la vez.
Lo que sí recorrió como un fantasma fue la política de intervención abierta por parte del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires al intentar implicar a las asambleas en su proyecto del presupuesto participativo[2] y en los Centros de Gestión y Participación (CGP), sin olvidar la embestida intimidatoria hacia algunas de ellas, que se manifestó en amenazas de desalojo y diversas agresiones. Era previsible que con todas estas interferencias institucionales que se presentaron tanto por fuera como por dentro, se generara un clima de tironeos y desgastes, con un debilitamiento de sus fuerzas expresado en estallidos y divisiones y hasta su propia extinción de muchas de ellas.
Transcurridos más de dos años de su irrupción y con un presente caracterizado por la incidencia determinante de nuevos elementos coyunturales, sería de significativa importancia reflexionar en dirección a dos cuestiones: Primero, ¿continuamos en estado puro asambleario? Segundo, ¿abandonamos ya nuestra condición de vecino genuino de nuestros inicios?
Recapacitar en torno a estos temas no resulta caprichoso, puesto que se atravesó un proceso de fuertes cambios que podrían reformular la noción y sus caracterizaciones originarias. Vale decir, a simple modo de pregunta: ¿Las asambleas del presente mantienen el mismo perfil que cuando nacieron al calor de la revuelta? Y a continuación, ¿pasamos a convertirnos en activistas asamblearios? Es posible que incluso no aparezcan respuestas a estas dudas intuitivas exhibidas de manera abierta. Y si las hay, aún se encuentran en un embrionario proceso de elaboración. No obstante, todavía mantenemos muchas de nuestras variadas especificidades, tales como la transversalidad heterogénea- etárea, genérica, sexual, política, ideológica, de clase o cultural-.
Dicha variable constituye una fuente de riqueza en tanto que todas las diferencias deben coexistir en un mismo espacio y tiempo, bajo posiciones simétricas y de igualdad. Una modalidad horizontal debería condecirse con una práctica que conlleve un grado de compromiso similar en el hacer. Desde ya no siempre se logra plasmar ese objetivo; sin embargo, uno de sus mayores potenciales asamblearios consistió en impugnar el estilo clásico de enfrentamientos irreconciliables como atravesamos en el bestiario externo, sea de manera individual o colectiva. Diríamos entonces que estamos en un camino de aprendizaje a escuchar aquello que no nos gusta escuchar y a convivir con quienes nos costaría compartir un mismo escenario por fuera de tal espacio. Esta confluencia suele presentar matices ríspidos: en una cantidad importante de asambleas se abrieron proyectos nuevos e ingresaron colectivos diversos que no siempre están dispuestos a responder articuladamente al criterio esencialista asambleario. Dicha posibilidad de independencia y de autarquía de unos sobre otros fue generando fuertes fricciones al coexistir bajo un mismo sitio.
Tradicionalmente, los movimientos configuran su identidad a partir de un único perfil aglutinador y homogéneo, con un fin preciso; sus protagonistas son los actores de una historia común pasada y presente. Las asambleas, por el contrario, reúnen de todo como en botica: desocupad@s, ocupad@s, veteran@s y jóvenes activistas, am@s de casa, artesan@s, profesionales, comerciantes, personas en situación de calle, miembr@s de partidos políticos, agrupaciones de base, estudiantes secundarios y universitarios. En ese mismo accionar diario y anónimo estaríamos provocando significativos cambios culturales para el orden político imperante: romper con el ideario de delegación, presupuesto de la democracia capitalista y liberal. Cada integrante es un protagonista colectivo.
Es preciso recalcar que la ardua tarea que nos propusimos al desnaturalizar tantos conceptos y prácticas características de la política representativa, constituye un proceso de ensayos y errores donde ciertas construcciones acartonadas yacen implícitas en nuestra esencia de sujet@s polític@s. No se trata entonces de instituir una, o la identidad, dentro del colectivo, sino de revertir valores y mecanismos individuales propios de la subjetividad capitalista, de la cual surgimos como organismos gérmenes de cambio. Asimismo, se intenta resignificar la potencia transformadora de experiencias históricas anteriores.
Parte de su ideario, consiste en inventar otros espacios-tiempos donde sean posibles nuevas acciones y relaciones que configuren modos distintos de existencia, superadores de una lógica mercantil que nos determina de manera invisible y silenciosa.
A nuestro entender, esa misma transversalidad heterogénea es la que llevó a que estemos en permanente conmutación bajo la incidencia directa que ejercieron los escenarios históricos sobre las asambleas. No sólo funcionaron como telón de fondo sino también configuraron subjetividades sociales. En suma: hubo una relación directa entre la dinámica de los conflictos sociales y sus efectos en el interior de estas nuevas formas de participación. Y esta correlatividad entre modalidades internas y externas a las asambleas, se planteó como un factor que suponía una forma de acción consecuente con el contexto en el que nos ubicáramos. Aunque, más de las veces, significó un devenir sometido a los tiempos prefijados por el Estado.
En cierta medida, ellas funcionaron como un termómetro que punteó el clima de suba o de baja de las protestas populares. Así, la disminución del grado de impugnaciones colectivas al modelo capitalista y al neoconservadurismo incidió sobre su dinámica y un pliegue hacia adentro que, posiblemente, haya colaborado a un proceso de necesidad organizativa.
En su momento inicial, provocaron un salto cualitativo al inaugurar prácticas concretas de intervención pública y de construcción de sentido. Ahora bien, en la actualidad, ¿podríamos sostener que representamos una esfera paralela a las instituciones tradicionales? ¿Qué fines nos proponemos? ¿Estamos a la deriva? ¿Estamos por acostumbramiento? ¿Qué es ser asambleísta más allá de la visión romántica imperante?
El presente nos devela la existencia de una significativa retracción tanto de los movimientos sociales como de las acciones colectivas o, al menos, un impasse dialogal entre estas formaciones políticas y el Estado. Por ello, resulta imperioso pensar y escribir al calor de los acontecimientos. Y no sólo eso, también nos permite reflejar las posibilidades reales de una situación, sin mediaciones especulativas o elaborativas que vayan en dirección a las respuestas buscadas. Además, podemos reflexionar en torno a nuestros posibles y a nuestros imposibles. Una forma de superar el reflujo sería enriquecer a las asambleas con el aporte de otros movimientos, colectivos y organizaciones que del mismo modo están sumidos en una crisis no del todo cerrada y que, históricamente, han tenido una relevancia sustancial en la confrontación capital-trabajo.
A nuestro entender, es de suma importancia desprenderse del retrato y la fotografía de lo que fuimos en un momento determinado por el escenario histórico. Esta misma es una imagen fija y detenida. Ahora pasamos a ser una película ya que nos vemos en movimiento.
Ahora bien, hoy ya no somos lo que éramos al inicio de la experiencia. La acumulación de lo aprendido hasta el momento, nos atravesó de alguna u otra manera. Pero tampoco somos lo que imaginariamentecreíamos ser. En fin, somos lo que hacemos pero, a veces, las ideas y las prácticas no fueron en una misma dirección. Situación incómoda, por cierto, en tanto se caiga en la tentación de marcar objetivos inalcanzables que den como resultado un andar a la deriva. En este punto hagamos un pie de página: existe una diferencia sustancial entre las asambleas que realizaron tomas de aquellas que funcionaron en lugares abiertos. En líneas generales, una ocupación garantiza, por un lado, la continuidad del proceso y, por el otro, una menor dispersión de sus integrantes. Pero a la vez, sostener una toma conlleva a un constante enfrentamiento, a un clima de adversidad e intimidaciones que, en algunos casos, generó encierro. Simultáneamente, provocó una pérdida del sentido como un ámbito público, abierto y descentralizado.
Desde hace más de un año, buena parte de las asambleas populares de Buenos Aires, del cordón suburbano y de Rosario están organizando emprendimientos de economía social; huertas comunitarias, ollas populares, merenderos, bolsones de comida y comedores, entre otras tantas experiencias. Esta fase actual deviene como factor de primer orden direccionado a apaliar la pobreza extrema creciente, la desocupación y la marginalidad como un hecho más de la iconografía urbana.
Los motivos que llevaron a este punto son múltiples y entrecruzados; no siempre se aglutinaron bajo un común denominador. Los perfiles específicos de cada barrio marcan la confrontación de sus propios límites.
A aquéllas que no concretaron proyectos de más largo alcance, les quedaban dos caminos por tomar: desaparecer o desenvestir su sentido. De allí que un número cuantioso eligió esta última opción: armar, con sus más y sus menos, estrategias asistenciales con los riesgos que implica instalar viejas modalidades junto con nuevas prácticas. En esta dirección, se podría caer, muchas veces de manera involuntaria, en replicar modos tradicionales de atención a los sectores marginales y de exclusión total como los utilizados por parte del Estado; la iglesia católica y la política clientelar del peronismo en sus variadas gamas y colores.
Para nosotras, las que atraviesan esta experiencia se encuentran ante un gran desafío: devenir el asistencialismo en un espacio de participación, contención y resistencia activa para que las condiciones materiales de la vida no se transformen en el único eje motivador de ese emprendimiento que si bien es necesario no es suficiente. Ese paso significaría poner palabra a la acción, inscribirla en el territorio político y estimular la autogestión de estos grupos. Si las asambleas sólo se circunscriben en torno de tal propuesta quedarían entrampadas en una suerte de política benefactora clásica.
Otro punto sobre el que debería recaer nuestra atención lo representa la tesis según la cual  nuestra muerte y desaparición constituye un hecho consumado. Uno de los argumentos más duros y perdurables consta en la fuga de sus participantes. Se recalca que antes éramos 200 y ahora somos 10. No obstante, si aún estamos dónde estamos, algo quiere decir. Quizás, nuestra capacidad de perdurar esté ligada con nuestra habilidad para continuar mutando. Será fundamental que manejemos un criterio de superación respecto a nuestros contenidos y a las gamas de posibilidades de “formas” a explorar como territorio político transversalizado por las heterogeneidades.
Sólo medir en términos cuantitativos significa una lógica imperativa de cuño partidocrático que cruza la cultura política argentina. Pocas son las organizaciones, independientemente de su naturaleza, que se eximen de ese categórico. Sí, es cierto, en el pasado fuimos muchos y en la actualidad somos pocos. También es cierto que en los inicios de las asambleas, se reunían personas que no siempre disponían de una mirada crítica, de un proyecto alternativo, comunalista y horizontal.
En este momento, quienes las integramos somos mayoritariamente activistas comprometidos con el espacio y permanecimos mediante un proceso de organización para adentro, de pensarnos como colectivo. En suma: luego de la catarsis vino la decantación.
A modo de cierre, presumimos que, posiblemente, vayamos camino hacia nuestra disolución en la medida en que releguemos las interpelaciones confrontativas del presente para fijarnos al retrato del 19 y 20 de diciembre de 2001.
Quizás, las palabras del viejo topo no fueron antojadizas: “Todo sólido se desvanece en el aire”.
 
Noviembre de 2003, Buenos Aires.
 

 
[1] Las elecciones presidenciales de Argentina 2003, se realizaron el 27 de abril. Carlos Menem y Néstor Kirchner, ambos candidatos del Partido Justicialista, pasaron a la segunda ronda al ser incapaces de obtener el 45% de los votos válidos. La segunda vuelta debía celebrarse de inmediato, pero al vislumbrar una derrota, Menem retiró su candidatura y Kirchner resultó electo Presidente.
[2] El presupuesto participativo es una herramienta de la democracia participativa o de la democracia directa que permite a los ciudadanos incidir o tomar decisiones referentes a los presupuestos públicos, generalmente sobre el presupuesto municipal.

 

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