23/11/2024
Por Malm Andreas , Stephenson Wen
Es probable que Andreas Malm, historiador de la Universidad de Lund (Suecia) especializado en ecología humana, sea el intelectual más importante de la izquierda que milita contra el cambio climático. Además de Fossil Capital (Verso, 2016), una de las contribuciones más importantes a la explicación histórica de la crisis climática, y The Progress of This Storm (Verso, 2018), Malm publicó otros tres libros: Corona, Climate, Chronic Emergency (Verso, 2020), How to Blow Up a Pipeline (Verso, 2021) y el imponente estudio, escrito en colaboración con el Colectivo Zetkin, White Skin, Black Fuel: On the Danger of Fossil Fascism (Verso, 2021).
En diciembre del año pasado, tuve la oportunidad de conversar con Malm a propósito de su obra How to Blow Up a Pipeline —mucho más serena de lo que sugiere el tono alarmista de su título—, una especie de manifiesto dirigido al movimiento que se organiza contra el cambio climático (del cual Malm participa hace mucho tiempo). El nuevo libro, en cambio, es el resultado de un ambicioso proyecto de investigación desarrollado en colaboración con el Colectivo Zetkin, un grupo internacional de académicos nucleados en el Departamento de Ecología Humana de la Universidad de Lund. El libro expone la trama que vincula el negacionismo de la industria de los combustibles fósiles y el surgimiento reciente de una nueva extrema derecha nacionalista y blanca en Europa, Estados Unidos y Brasil. Con este objetivo, los autores remontan las raíces históricas del «fascismo fósil» —término que Malm atribuye a Cara Dagget, especialista en ciencias políticas del Instituto Politécnico de Virginia— hasta el imperialismo británico, alimentado a base de carbón, y los movimientos y regímenes fascistas europeos del siglo veinte.
En el caso de Estados Unidos, si se considera la violenta radicalización de las bases del Partido Republicano, todo esto suena tan justo como espantoso. Por más auspicioso que pueda parece el repentino giro de 180° del gobierno de Biden respecto a la cuestión climática, no es suficiente para enfrentar un movimiento reaccionario que no para de
crecer y que representa una alianza entre el capital fósil y el nacionalismo blanco neofascista. Alguien lo dijo antes: Lo único peor que una catástrofe climática es una catástrofe climática a la que se suma el fascismo. Entonces, aunque la cuestión no suela plantearse en estos términos, hay que definir los contornos de una política climática antifascista.
Wes Stepenson: Creo que podemos empezar afirmando que la estrategia de negación y bloqueo sostenida durante décadas por la industria de los combustibles fósiles ya es responsable de crímenes sin precedentes contra la humanidad. De mantenerse las políticas actuales, la situación a la que nos enfrentaremos durante las próximas décadas, si tenemos en cuenta la cantidad de muertes y la magnitud de la destrucción, será más grave que las catástrofes del totalitarismo de mediados del siglo veinte, sobre todo en el Sur Global. Y no fueron regímenes totalitarios ni fascistas los que nos trajeron hasta aquí, sino la política cotidiana de esos liberales que se autodenominan capitalistas democráticos. Con todo, la situación todavía podría empeorar si a medida que colapsa el sistema climático empieza a arraigar el fascismo. Parece que este es el punto en el que llega este libro, que se deja definir como una advertencia muy bien argumentada de que el fascismo en el contexto del cambio climático constituye una amenaza real. ¿Entendí bien? ¿Es así como perciben el proyecto?
Andreas Malm: Estoy completamente de acuerdo. Es verdad que no fueron las fuerzas de extrema derecha las que provocaron la crisis climática. Estas fuerzas no son necesariamente la causa del problema. Nuestro argumento es más bien que, cuando se profundice la crisis, es probable que la extrema derecha pase al frente como una fuerza política que defiende con uñas y dientes los combustibles fósiles y los privilegios que conllevan, o como una fuerza política capaz de instituir un escenario de apartheid climático.
Pero el racismo siempre fue parte de esta historia, empezando con la difusión mundial de las tecnologías fundadas en los combustibles fósiles del siglo diecinueve. En el libro sostenemos que los regímenes fascistas clásicos impulsaron dichas tecnologías por medio del desarrollo acelerado de la aviación y del sector automotriz, además de ciertos tipos de ingeniería química aplicada al carbón y otras cosas por el estilo.
No solo afirmamos que se trata de un peligro potencial en el futuro, sino que la prefiguración de algo así como un fascismo fósil, es decir, las primeras tendencias que ya avanzaron en esa dirección, causaron un daño enorme, tanto al sistema climático como a ciertos tipos de ecosistemas más específicos. Tal vez el ejemplo más espantoso sea Brasil y la destrucción del Amazonas liderada por Bolsonaro, aunque no hay que minimizar los cuatro años de gobierno de Trump, el régimen de derecha polaco y las políticas petroleras de la derecha noruega.
En el libro hacen un gran esfuerzo para evitar cualquier uso frívolo o simplista del término «fascismo». ¿Podrías contarnos, en términos sintéticos, cómo definen el fascismo fósil?
Nos apoyamos en la definición del fascismo propuesta por Roger Griffin y en su idea de un ultranacionalismo palingenésico. La modificamos un poco y añadimos el componente palindefensivo, que parece adecuarse mejor a lo que está haciendo la extrema derecha en la actualidad.
¿Palingenésico remite al resurgimiento de esa nación blanca que habría entrado en crisis?
Exactamente. La idea es que la nación entró en crisis, que está sufriendo un proceso de descomposición y degeneración. El término palindefensivo es bastante similar, pero refiere más bien al hecho de que la nación debe defenderse —y esto es así desde tiempos inmemoriales— frente a los enemigos que atentarían contra su pureza étnica.
En cualquier caso, se trata simplemente de componentes ideales del fascismo, es decir, de ideas. Pero la crítica, acertada desde mi punto de vista, que le hace Robert Paxton [en The Anatomy of Fascism] a Griffin es que el fascismo no es tanto un conjunto de ideas como un tipo de fuerza histórica específica. En la versión clásica, el fascismo llegaba al poder con ayuda de los gobiernos de turno y las clases dominantes lo utilizaban para defender sus intereses y sostener el statu quo durante períodos de enormes crisis sociales. Hasta hace muy poco tiempo, tanto Paxton como otros especialistas en el estudio del fascismo afirmaban que en la actualidad no estaba planteada ninguna crisis de este tipo, es decir, una crisis de la magnitud de las que se vivieron durante el período de entreguerras. Por ese motivo se suponía que las democracias liberales estaban a salvo.
Pero Geoff Eley, uno de los investigadores más atentos, tuvo la perspicacia de reconocer que en realidad sí se está gestando una crisis muy grave: la crisis climática. No es inconcebible que se transforme en lo que el autor denomina una «crisis capaz de provocar el fascismo», es decir, una crisis que pone en duda el orden social existente, a tal punto que cuando las cosas se pongan más intensas es probable que veamos surgir a una extrema derecha muy agresiva. En el peor de los casos, una fuerza de este tipo podría conquistar el poder del Estado.
En este punto tengo que reconocer que nuestro argumento es hasta cierto punto ambiguo. Por un lado, decimos que el fascismo, concebido como una fuerza histórica, se materializa solo después de —o durante— una crisis muy grave. Pero por otro lado reconocemos que en algunos lugares se está generando un proceso lento y gradual que desemboca en políticas de tipo fascista, proceso definido por algunos investigadores como «fascismo reptante». Utilizamos el término «fascistización» para referirnos a este fenómeno. Con esto quiero decir que estas tendencias pueden manifestarse mucho antes de llegar a una crisis tan intensa como las que mencionamos antes, y esto es lo que está sucediendo en algunos países europeos. Pienso sobre todo en mi propio país y en Francia. Digo, la situación en Francia es muy alarmante. El año que viene hay elecciones presidenciales y es [posible] que gane [Marine] Le Pen. Y aun si gana de nuevo [Emmanuel] Macron, será un Macron muy cercano a Le Pen, un Macron que agita las mismas banderas que su contrincante. Todo esto está sucediendo en Francia sin que medie todavía ninguna crisis de tipo climático. Es decir que las cosas pueden evolucionar de formas muy distintas.
Un escéptico respondería que el caso de Francia es preocupante, pero que en la mayoría de los países estos partidos de extrema derecha son relativamente pequeños.
El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán conquistó solo el 37% de los votos en 1932. Es una minoría considerable, pero representó su tope antes de tomar el poder. Quiero decir que no pienso que un partido o fuerza fascistas estén necesariamente obligados a llegar al poder con el apoyo de la mayoría. No es ni fue nunca una precondición. En Alemania, cuando Hitler conquistó el poder, fue por medio de una coalición con los conservadores y con los gobernantes de turno de su país. Y, salvando las distancias, hay que decir que actualmente existen tendencias similares en Europa. Aunque los partidos actuales se mueven todavía en el rango de — digamos— entre el 15 y el 35% de los votos, no dejan de tener por ello una influencia enorme en la agenda política y en el debate público.
¿Cómo entra la cuestión de la clase en todo este asunto? En la introducción dicen que el libro aborda sobre todo cuestiones referidas a la raza, mientras que la clase y el género aparecen entre paréntesis. Pero aun así discuten el reciente giro a la derecha de la clase obrera blanca de Europa.
Es demasiado simplista afirmar, como se hace muchas veces, que el ascenso de la extrema derecha en Europa se debe a la clase obrera blanca.
La cuestión es mucho más compleja. Con todo, es innegable que existe un importante desplazamiento hacia la derecha en ciertos segmentos de la clase trabajadora blanca, tradicionalmente asociada al movimiento obrero. Esto sucede en Suecia, en Alemania, en Francia y en Italia. Aunque la dinámica sea distinta, esto es muy similar a lo que ocurre en Estados Unidos con ciertas secciones de la clase obrera blanca y el Partido Republicano.
Una de las cuestiones más importantes que debemos considerar es que la clase obrera europea, concebida como una fuerza política y social, está atravesando hoy su período de mayor debilidad de los últimos ciento cincuenta o doscientos años. Y es precisamente esa debilidad la que se expresa en la deriva derechista de ciertos sectores de la clase obrera. Cuando se analiza el asunto a nivel histórico y mundial, estos sectores de la clase obrera europea todavía tienen intereses materiales y un cierto nivel de privilegio que defender. El peligro radica justamente en la combinación de estos factores con la gran debilidad política y la fragmentación que mencionamos antes.
¿Cómo sería una política climática antifascista? ¿Un antifa verde? ¿O más bien un Green New Deal definido por políticas redistributivas? Tiendo a pensar que se parecería más a esto último. Pero, ¿puede el capitalismo liberal, o lo que ustedes denominan «gobernanza climática capitalista», convertirse en un bastión de la lucha contra el fascismo fósil?
Quiero dejar en claro que no pienso que la gobernanza climática capitalista represente un bastión contra el capitalismo fósil, pues no es más que la continuación de lo mismo y pospone cualquier tipo de confrontación con las corporaciones del combustible fósil y con todos los sectores de la clase capitalista que están vinculados a ellas. Prevenir realmente un escenario de fascismo fósil implicaría trastocar la posición de poder económico y político que ocupan hoy las corporaciones del combustible fósil. Mientras conserven ese poder, estos sectores lo defenderán a toda costa —es lo que hicieron hasta ahora— y es probable que endurezcan sus métodos cuando las cosas se pongan más difíciles. Por ahora van y vienen entre la negación y las estrategias de greenwashing. Tal vez para ponerse en línea con el cambio de gobierno entre Trump y Biden, Bristish Petroleum y Shell están diciendo que reducirán las emisiones de carbono a cero en 2050, aunque en realidad siguen expandiendo la extracción de combustibles fósiles. Nada impide que el péndulo retorne al polo trumpista.
Si lograra avanzar en dirección al Green New Deal, es decir, comprometerse con ciertas políticas de redistribución y un proceso de eliminación gradual de los combustibles fósiles, tal vez Biden lograría impedir el resurgimiento de la extrema derecha trumpista. Pero es precisamente este tipo de políticas el que provocará la resistencia más tenaz de la derecha. Creo que, cuando se tata del cambio climático, es imposible eliminar a la extrema derecha sin comprometerse en una gran confrontación política.
Son múltiples los fascismos que atraviesan las páginas de su libro. Está el fascismo fósil, pero también está el «nacionalismo verde», que podría desembocar en un «fascismo ecológico» o «ecofascismo». Llegan a sugerir que la amenaza del ecofascismo tal vez sea más grave que la del fascismo fósil. ¿Qué son el nacionalismo verde y el ecofascismo?
El nacionalismo verde implica el reconocimiento nominal de la crisis climática, pero propone como solución fortalecer un ideal de nación con fronteras cerradas, revertir la inmigración y en algunos casos cierto proteccionismo económico. En síntesis, es la idea de que «la ecología es la frontera», de que la política nacionalista es la mejor manera de proteger el medioambiente y el clima. Nosotros argumentamos que el nacionalismo verde es un falso ambientalismo. Es una ficción. No es más que otra forma de negación del cambio climático.
Para que se transforme en un fascismo ecológico, el nacionalismo verde debería dar un salto cualitativo y comprometerse efectivamente con la reducción de las emisiones de CO2. Por más improbable que parezca, no es lógicamente imposible que una fuerza de extrema derecha sufra una mutación de este tipo y termine siendo un agente efectivamente proecológico que combata los combustibles fósiles. Aun si en este caso menguaran los males del cambio climático, es realmente aterrador concebir un escenario en el que es la extrema derecha la que preside la transición de los combustibles fósiles.
Espero que este libro nos ayude a dejar en claro que los intereses detrás de los combustibles fósiles, vinculados con estas fuerzas de extrema derecha, no están sujetos a ninguna negociación política. Los partidos políticos que los promueven no son nuestros amigos. A esta altura podemos afirmar que superamos la cuenta de pactos con el diablo. Y uno de los aportes más importantes de este libro es que nos brinda una especie de biografía de ese diablo fósil.
Es cierto, el libro termina con todo este asunto de la pulsión de muerte y de las fuerzas demoníacas a las que nos enfrentamos. No quiero hacer de esto una cuestión metafísica ni religiosa, pero realmente creo que debemos considerar que ciertos impulsos destructivos operan en las sociedades humanas y en ciertos niveles de la psiquis.
Suele asumirse —y esto influye mucho en la política, incluso en el movimiento organizado contra el cambio climático— que la gente es racional y logrará percibir sin problemas el interés que representa la conservación del planeta y la renuncia a los combustibles fósiles. Pero hay demasiados fuerzas irracionales en juego. Por este motivo la idea de que la negación del cambio climático se extinguiría por sí misma resultó ser naif. Creo que se subestima el carácter destructivo de los impulsos y las fuerzas mencionados. Todos los días escuchamos que la extrema derecha que niega el cambio climático está desapareciendo. Pero, de nuevo, temo que sea una conclusión prematura y lo más probable es que, a medida que se profundice la crisis, veamos surgir nuevos tipos de negación derivados, más sutiles o igualmente radicales. Hasta podríamos terminar frente a fuerzas que afirman sin ambages la destrucción y la combustión fósil.
No sé si en Europa tienen algo parecido al cristianismo apocalíptico de extrema derecha que tenemos en Estados Unidos.
Bueno, en Polonia existe un cristianismo de extrema derecha. No es evangélico. Es católico y domina el país. La verdad es que no soy experto en el tema, pero me parece que esa ideología apocalíptica también está muy presente en Europa. Es cierto que no tenemos el mismo tipo de evangelismo delirante de derecha, pero la extrema derecha católica es una fuerza muy importante, no solo en Polonia, sino en Francia, hasta cierto punto en Italia y en España, donde Vox recurre a muchos elementos del catolicismo. Así que no estoy seguro de que Estados Unidos sea más delirante que Europa. Es muy común que la izquierda estadounidense piense que en su país la locura de la gente alcanza límites excepcionales, y que Europa es un continente más sano. Aunque ni siquiera estoy seguro de que esto haya sido cierto en el pasado, seguramente no es el caso en la actualidad.
Bueno, al final encontramos un motivo para ser optimistas: ¡Europa es tan delirante como Estados Unidos! [Risas]. Es bueno saberlo.
Si quieren conocer un país delirante, están invitados a Suecia.
Artículo originalmente publicado en revista Jacobin América latina. Traducción de Valentín Huarte.
Andreas Malm (1977) es un escritor, periodista y activista sueco y uno de los referentes más importantes en las discusiones en torno al cambio climático. Ha publicado numerosos libros sobre la economía política del cambio climático, el antifascismo y las luchas en el Medio Oriente. Forma parte del grupo Klimax, que lleva a cabo acciones de desobediencia civil y sabotaje como estrategia de lucha y difusión a fin de enfrentar combativamente las futuras crisis climáticas. Esta entrevista fue enviada para su publicación en este número de Herramienta. Traducción de Valentín Huarte.
Wen Stephenson es colaborador de la revista The Nation y autor de What We’re Fighting for Now Is Each Other: Dispatches from the Front Lines of Climate Justice. Escribe en wenstephenson.com.