23/12/2024

En torno al materialismo de Gramsci

Por Fromm Georg H. , ,

§1. En un importante ensayo, Francisco Fernández Buey1 traza un lúcido cuadro de las peripecias de la noción de materialismo en el pensamiento de Antonio Gramsci, desde sus precoces escritos juveniles hasta los Cuadernos de la cárcel, para concluir que aún en sus textos más maduros, Gramsci no logró trascender –superar­– del todo el lastre del idealismo filosófico en el cual se formó inicialmente. Por ello, no puede menos que concluir lapidariamente al respecto: “[...] no puede considerarse al Gramsci de los Cuadernos un materialista en sentido propio.”2 Y los planteamientos gramscianos que aduce en apoyo de esta conclusión3 no admiten discusión posible.

§2. Una vez establecido esto, queda todavía el urgente problema hermenéutico, a saber: ¿cómo es posible que el gran marxista italiano –con el desarrollo de su formación teórica y su rica experiencia práctica a la cabeza de los comunistas luchando de frente con las huestes fascistas– haya permanecido hasta el final lastrado por resabios idealistas en su cosmovisión?

Lo primero que habría que señalar es que el joven Gramsci sufrió la poderosa influencia del idealismo de Benedetto Croce, nada menos. En la cultura italiana de fines de siglo XIX y comienzos del XX, Croce jugó un papel –salvando las distancias de rigor– comparable al que jugó Hegel entre los intelectuales alemanes de la primera mitad del siglo XIX. Pero con una diferencia crucial, a saber: el abismal desnivel –en riqueza, variedad y sofisticación– que salta a la vista entre la cultura filosófica alemana en la que se formó el joven Marx y la italiana que le tocó como marco intelectual/cultural al joven Gramsci. En efecto, en la Alemania de ese momento se había dado uno de los más extraordinarios movimientos en la historia de la filosofía, a saber, el desarrollo del Idealismo Alemán, que a partir de la filosofía crítica de Kant, se desarrolla vertiginosa y polifacéticamente en los múltiples y variados sistemas elaborados por Fichte y Schelling, para desembocar, luego, en el ingente sistema de idealismo absoluto de Hegel. No solo eso, sino que, a partir de los años ‘30 del s. XIX, tras la muerte de este último, se desarrolló un intenso debate crítico sobre la filosofía del Maestro a manos de algunos de sus discípulos, discusión que pronto desembocará en la formulación de su rechazo radical tanto a la obra de Bruno Bauer como, sobre todo, al humanismo naturalista elaborado por Ludwig Feuerbach. Al hacer sus estudios universitarios en Berlín, el joven Marx pudo, pues, obtener una rica y sólida formación filosófica (no sólo logró un cabal conocimiento de la filosofía hegeliana, sino que también conoció y participó en el desarrollo de la crítica al Maestro por los “hegelianos de izquierda”, incluso fue por un tiempo amigo y colaborador de Bruno Bauer4), lo cual le permitió asimilar críticamente –superar (aufheben)– el rico legado hegeliano: de modo que cuando asumió su postura materialista, pudo hacerlo enriqueciéndola con elementos decisivos del idealismo hegeliano, sin por ello diluir o desnaturalizar su compromiso materialista fundamental (esta es la ingente proeza teórica que el joven Marx realizó en los años ‘40 del siglo XIX).
Al carecer de una formación filosófica comparable, y en el contexto de una cultura filosófica mucho más pobre, dominada por el positivismo y un materialismo crudo y mecanicista, frente a los cuales la filosofía idealista de Croce representaba una formidable alternativa, el impacto sobre el joven pensador italiano de la rica obra croceana fue, seguramente, no solo profundo sino hasta avasallador y, por ende, relativamente acrítico. Para colmo, cuando se adhirió definitivamente al marxismo, Gramsci no tuvo el privilegio de un acceso amplio y sistemático a los textos clásicos de Marx. Sólo cabe especular sobre cuál habría sido el desarrollo del genial pensador italiano si, como el joven Lukács, hubiera tenido la oportunidad de estudiar a fondo textos como los Manuscritos de París (1844) y La ideología alemana (el propio Lukács ha reconocido el papel decisivo que la lectura de estos textos jugaron en su desarrollo como marxista5).
Por otra parte, su acendrado compromiso revolucionario, su total entrega a la lucha radical, a la cabeza de los comunistas italianos, no puede haber contribuido a “refinar” su cosmovisión materialista, a hacerla más sofisticada y matizada. La urgencia de destacar el papel de la acción, el elemento subjetivo de la voluntad, etc., en encarnizada oposición al quietismo, el determinismo histórico, etc., hicieron que gravitara insensible, pero fatalmente hacia el extremo de posturas idealistas. La férrea defensa del factor subjetivo en la lucha fácilmente desembocó en un “endiosamiento” del mismo, en privilegiar indebidamente lo subjetivo sobre lo objetivo: hasta el extremo de proclamar la subjetividad de la realidad externa, objetiva. Como apunta Fernández Buey, todavía Gramsci insiste en afirmar en sus Cuadernos:
 
Que “objetivo” significa siempre “humanamente objetivo”, lo que viene a equivaler a “históricamente subjetivo”, y esto, a su vez, a “universal objetivo”.
 
Que no hay una objetividad extrahistórica y extrahumana. Defender que la hay es tanto como afirmar que hay alguien ahí, cada uno de nosotros, que, para juzgar al respecto, podría ponerse en el punto de vista del universo en sí y, por consiguiente, equivaldría a volver a introducir, por vía secular, el concepto de un Dios juzgador.
 
Que cuando se afirma que una realidad existiría igual aunque no existiera el hombre, o se hace una metáfora o se cae en una forma del misticismo, puesto que solo conocemos la realidad en relación con el hombre: como el hombre es devenir histórico, también la conciencia y la realidad son un devenir, también la objetividad es un devenir. 6
 
Todos estos asertos que Fernández Buey atinadamente destaca en el pensamiento de Gramsci (incluso el maduro) adolecen, en el fondo, de una sistemática equivocidad. Pues al subrayar correctamente el papel crucial del factor subjetivo, estas formulaciones gramscianas tienden fatalmente a desembocar en un subjetivismo radical, extremo, es decir, en una postura netamente idealista.
 
§3. Este nefasto deslizamiento teórico es precisamente el que el joven Marx tiene mucho cuidado de evitar en sus textos clásicos (pero inéditos y, por ende, inaccesibles al pensador italiano), como los Manuscritos de París (1844), las Tesis sobre Feuerbach (1845) y La ideología alemana (1845-6). Frente a la tradición de pensamiento materialista que culmina en el humanismo feuerbachiano, el joven Marx insiste en destacar (no menos que lo hará Gramsci) enfáticamente el papel crucial, decisivo, del factor subjetivo (es decir, la acción humana) en la historia. Para ello, Marx no tiene reparos en recurrir al léxico idealista, con formulaciones como
 
[...] es sólo en la elaboración del mundo objetivo en donde el hombre se afirma realmente [...] Mediante ella aparece la naturaleza como su obra y su realidad [...] [El hombre] se desdobla no sólo intelectualmente, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él.7
 
Pero el joven Marx puede apropiarse en estas formulaciones del típico vocabulario idealista, porque anteriormente había establecido categórica e inequívocamente no sólo la absoluta independencia de la realidad externa, natural, sino también la inescapable dependencia de lo humano respecto a esta realidad externa e independiente:
 
[...] como ser natural, corpóreo, sensible, objetivo, [el hombre] es, como el animal y la planta, un ser paciente, condicionado y limitado; esto es, los objetos de sus impulsos existen fuera de él, en cuanto objetos independientes de él, pero estos objetos son objetos de su necesidad, indispensables y esenciales para el ejercicio y afirmación de sus fuerzas esenciales. El que el hombre sea un ser corpóreo, con fuerzas naturales, vivo, real, sensible, objetivo, significa que tiene como objeto de su ser, de su exteriorización vital, objetos reales, sensibles, o que sólo con objetos reales, sensibles, puede exteriorizar su vida. Ser objetivo, natural, sensible, es lo mismo que tener fuera de sí objeto, naturaleza, sentido [...] Un ser que no tiene naturaleza fuera de sí no es un ser natural, no participa del ser de la naturaleza.8
 
Es decir, todas las formulaciones anteriores, tan saturadas de “resonancias” idealistas, tienen que leerse a la luz de, y en consonancia con, la categórica e inequívoca afirmación de la total y exclusiva naturalidad de lo humano, por lo que no revocan, ni siquiera diluyen, el compromiso naturalista, materialista del joven Marx. Como lo formula lapidariamente: “El hombre es inmediatamente ser natural [...] Pero el hombre no solo es ser natural, sino ser natural humano […]”9El orden de estos planteamientos es crucial, esencial: pues se trata de una concepción netamente materialista, si bien ella está decisivamente cualificada con el reconocimiento cabal del papel que juega en la constitución de lo propiamente humano el hecho decisivo de que el hombre puede controlar conscientemente su actuar, es decir, que es capaz de, en palabras de Marx, desarrollar una “actividad vital consciente”. Se trata, en fin, de un materialismo sui generis fruto de la genial apropiación crítica del rico y complejo legado filosófico alemán que realizó el joven Marx.10
 
§4. Es precisamente esta distinción capital la que en los textos gramscianos tiende a borrarse, difuminarse fatalmente.11 En efecto, afirmar que “‘objetivo’ significa siempre ‘humanamente objetivo’, lo que viene a equivaler a ‘históricamente subjetivo’ [...]” es, en el mejor de los casos, afirmar tan sólo una media verdad. Si bien es obvio e indiscutible que solo a través del acto humano de conocimiento se puede establecer la objetividad, lo que vale como “objetivo”, y que dicho acto es siempre un resultado histórico y contingente, ello en modo alguno autoriza la conclusión de que aquello que conocemos, el objeto del conocimiento, sea meramente “subjetivo” y, por ende, relativo, fatal e inescapablemente dependiente de la condición humana, carente de toda realidad propia. Todavía más extravagante y –hasta descabellado– es pretender que cuando concebimos una realidad independiente de nuestra propia existencia, estamos formulando tan sólo una metáfora o, peor aún, cultivando el misticismo. Con ello se pretende soslayar la distinción, tan elemental como capital, entre los rasgos que caracterizan a nuestra concepción de un objeto, y los rasgos y características propios del objeto de nuestra concepción. Por ejemplo, mi noción de la insuperable imbecilidad de la Rectora de la Universidad de Puerto Rico (UPR) no tiene por qué ser una noción imbécil, sino que puede ser (y, de hecho, lo es) perfectamente lúcida y atinada. Otro tanto vale para los demás planteamientos gramscianos que certeramente recoge y destaca Fernández Buey en su ensayo: en todos ellos ocurre un fatal deslizamiento teórico hacia la postura idealista, no obstante las profesiones de materialismo que insistentemente hace el pensador italiano.
 
§5. Y es que parece que Gramsci nunca pudo emanciparse cabalmente del hechizo del clásico gámbito (movida) idealista, a saber: del hecho inescapable de que todo nuestro conocimiento es un producto humano y, como tal, sujeto a las condiciones de lo humano, es decir, insalvablemente relativo, limitado y condicionado (jamás será un conocimiento absoluto o cosa por el estilo), se pretende concluir de que no puede por ello existir una realidad independiente del sujeto conocedor. Ya el venerable obispo Berkeley nos ofreció en el s. XVIII una formulación clásica de este razonamiento seductor, pero falaz: En su obra principal, Pirnciples of Human Knowledge (1710), nuestro obispo no tiene reparos en proclamar desde el comienzo su idealismo radical sin ambages:
 
Some truths there are so near and obvious to the mind that a man need only open his eyes to see them. Such I take this important one to be, viz., that all the choir of heaven and furniture of the earth, in a word the world, have not any subsistence without a mind; that their being is to be perceived or known; that consequently so long as they are not actually perceived by me, or do not exist in my mind, or that of any other created spirit, they must either have no existence at all, or else subsist in the mind of some Eternal Spirit: it being perfectly unintelligible, and involving all the absurdity of abstraction, to attribute any single part of them an existence independent of a spirit.12
 
A renglón seguido, Berkeley desarrolla una extensa polémica con el concepto de sustancia de su distinguido predecesor, John Locke; en el curso de la misma, nuestro obispo/filósofo irlandés presenta, entre otros, el siguiente argumento (el cual considera definitivo, el golpe de gracia al materialismo en todas sus variantes):
 
[...] I am content to put the whole upon this issue: --If you can but conceive it possible for one extended moveable substance, or in general for any one idea, or anything like an idea, to exist otherwise than in a mind perceiving it, I shall readily give up the cause [...]13
 
A la objeción obvia, que se cae de la mata, el obispo responde con su clásico argumento:
 
But, say you, surely there is nothing easier than for me to imagine trees, for instance, in a park, or books in a closet, and nobody by to perceive them. I answer, you may so, there is no difficulty in it. But what is all this, I beseech you, more than framing in your mind certain ideas which you call books and trees, and at the same time omitting to frame the idea of any one that may perceive them? But do not yourself perceive or think of them all the while? This therefore is nothing to the purpose: it only shows that you have the power of imagining, or forming ideas in your mind; but it does not shew that you can conceive it possible the objects of your thought may exist without the mind. To make out this, it is necessary that you conceive them existing unconceived or unthought of; which is a manifest repugnancy. 14
 
Su confianza en la naturaleza inexpugnable de su argumentación es tal, que puede concluir rotundamente:
 
It is on this therefore that I insist, to wit, that the absolute existence of unthinking things are words without meaning, or which include a contradiction. 15
 
No obstante la confianza y hasta vehemencia con las que el obisbo Berkeley nos presenta su argumentación, ella no deja de ser, en el fondo, profundamente discutible, falaz, y por ello, en modo alguno admisible dentro de una perspectiva cabalmente materialista.

§6. Ya es sintomático de la insalvable problematicidad de la posición de Berkeley el hecho notorio de que, al momento de desarrollarla positiva y constructivamente incurra en una flagrante incoherencia o, mejor, una crasa contradicción. En efecto: parecería a primera vista que la polémica de Berkeley va dirigida a impugnar la noción de sustancia como tal, independientemente de la naturaleza que se le pretenda atribuir a la misma. Pero en el curso de presentar y desarrollar su peculiar concepción filosófica, se patentiza que las críticas y argumentos polémicos de nuestro obispo van dirigidos a problematizar e impugnar exclusivamente la noción de sustancia material; es decir, los dardos venenosos de Berkeley tienen como objetivo no el concepto de sustancia en general, sino tan solo y exclusivamente el adjetivo material que suele calificarlo. Pero en la medida en que estos argumentos tienen algún valor, valen tanto para la noción de una sustancia material como, mutatis mutandi, para la noción de espíritu osustancia inmaterial tan cara a nuestro obispo. Pero, con olímpico desdén de esta dificultad, y en consonancia con su perspectiva religiosa, Berkeley no tiene reparo alguno en admitir como legítima la noción de una sustancia no-material es decir, espiritual. Su compromiso espiritualista es tal que puede plantear –sin cobrar conciencia de la flagrante incoherencia con su polémica anterior contra Locke– lo siguiente: por una parte, la noción de que una cosa (no-pensante o material) independiente de la mente es sencillamente insostenible, por absurda y contradictoria; pero, por otra parte, postular espíritus como realidades independientes, es decir, como sustancias espirituales no sólo está permitido, sino que es indispensable para nuestro inefable obispo:
 
Thing or being is the most general name of all: it comprehends under it two kinds, entirely distinct and heterogeneous, and which have nothing common but the name, viz. spirits and ideas. The former are active, indivisible, incorruptible substances: the latter are inert, fleeting, perishable passions, or dependent beings; which subsist not by themselves, but are supported by, or exist in, minds or spiritual beings. 16
 
En este planteamiento típico –y particularmente en la frase que he destacado– se patentiza la incoherencia fundamental que atraviesa de rabo a cabo la concepción filosófica del venerable obispo. Pues todos los argumentos que esgrime contra la noción de una sustancia material se le pueden aplicar, mutatis mutandi, a su dichoso concepto de espíritus. Así, por ejemplo, Berkeley argumenta contra Locke et al.:
 
[...] assert the evidence of sense as high as you please, we are willing to do the same. That what I see, hear, and feel doth exist, that is to say, is perceived by me, I no more doubt than I do of my own being. But I do not see how the testimony of sense can be alleged as a proof for the existence of anything which is not perceived by sense. 17
 
Aunque nuestro obispo se refiere explícitamente a “the existence of anything”, dicha totalidad de cosas no incluye a las cosas espirituales (su vocación religiosa prevalece sobre su acuidad filosófica): ya desde el mismo comienzo de su exposición, nos asegura, con imperturbable inconsciencia, lo siguiente:
 
This perceiving, active being is what I call mind, spirit, soul, or myself. By which words I do not denote any one of my ideas, but a thing entirely distinct from them, wherein they exist, or, which is the same thing, whereby they are perceived; for the existence of an idea consists in being perceived. 18
 
Esta peculiar concepción se reafirma repetidamente a lo largo de toda la obra; así, por ejemplo:
 
Such is the nature of Spírit, or that which acts, that it cannot be of itself perceived, but only by the effects which it produceth. 19
 
...it is plain that we cannot know the existence of other spirits otherwise than by their operations, or ideas by them, excited in us. I perceive several motions, changes, and combinations of ideas, tht inform me there are certain particular agents, like myself, which accompany them, and concur in their production. Hence, the knowledge I have of other spirits is not immediate, as is the knowledge of my ideas; but depending on the intervention of ideas, by me referred to agents or spirits distinct from myself, as effects or concomitant signs. 20
 
Resulta patente que la célebre y “demoledora” crítica de Berkeley al realismo de Locke et al. termina por reducirse sencillamente a sustituir la noción de espíritu (sustancia inmaterial) por la de sustancia material, así como la infinita actividad divina por el mundo externo de cosas materiales.
 
§7. Pero constatar el hecho dramático de que el idealismo de Berkeley está fatalmente socavado por una insalvable incoherencia de fondo no basta, de por sí, para invalidar lo que he designado como su clásico gambito idealista. ¿Qué puede decirse al respecto desde una perspectiva netamente materialista? La cuestión es particularmente urgente, pues tradicionalmente ha resultado un dolor de cabeza para los filósofos lidiar con esta peculiar argumentación: testimonio elocuente de ello es la confesión de David Hume (¡nada menos!) al respecto:
 
[...] most of the writings of that very ingenious author form the best lessons of scepticism, which are to be found either among the ancient or modern philosophers, Bayle not excepted. He professes, however, in his title-page (and undoubtedly with great truth) to have composed his book against the scpetics as well as against the atheists and freethinkers. But that all his arguments, though otherwise intended, are, in reality, merely sceptical, appears from this, that they admit of no answer and produce no conviction. Their only effect is to cause that momentary amazement and irresolution and confusion, which is the result of scepticism. 21
 
La perplejidad del filósofo escocés se explica porque, en el fondo, él comparte la perspectiva epistemológica de empirismo radical de su precursor irlandés. En efecto, si nos ceñimos a esta peculiar –y estrecha– perspectiva filosófica, los argumentos de Berkeley “admit of no answer...”. Pero esta perspectiva es vulnerable a un examen crítico. La versión original del obispo adolece, de entrada, de la sistemática equivocidad de su término clave, “idea”: en efecto, este aglutina indiscriminadamente bajo una misma rúbrica lo que son, en realidad, actividades cognitivas (“operaciones de la mente”) harto disímiles, heterogéneas, que es preciso diferenciar clara y nítidamente. Así, por ejemplo, percibir sensorialmente (sentir calor, oír un sonido, etc.) y pensar conceptualmente son, para el empirista, igualmente instancias de “tener una idea en la mente” (“having an idea in the mind”). Esta indiferencia o insensibilidad a las diferencias cruciales es lo que está en la base del clásico argumento de Berkeley que presenta y desarrolla en el § 23 de su obra capital:22 el “golpe de gracia” del mismo obispo, a saber, la rotunda afirmación que dirige a sus adversarios, “[...] it is necessary that you conceive them existing unconceived or unthought of; which is a manifest repugnancy”, sólo tiene alguna fuerza y validez si aceptamos el uso equívoco, escurridizo, del término idea. Si percibir algo y concebirlo, pensarlo conceptualmente son ambos, igualmente descriptibles como “tener una idea en la mente”, es obvio que pensar en un objeto imperceptible es incurrir en una contradicción, una “manifest repugnancy”. Si bien es imposible pensar en algo impensable (“tener una idea de lo que no es idea”, en el lenguaje de Berkeley), no hay ninguna dificultad o absurdo en pensar/concebir algo imperceptible (como, por ejemplo, las partículas subatómicas), y esto último es lo que en realidad Locke et al. pretendían sensatamente plantear: en fin, que la implacable argumentación de Berkeley sólo vale contra un muñeco de paja, una caricatura de la posición sustentada por su distinguido predecesor.23
 
§ 8. Por otra parte, el materialista consecuente no solo rechaza la estrecha perspectiva del empirismo clásico, sino también la postura tradicional de la filosofía (particularmente en su versión académica). En particular, rechaza la pretensión a la autarquía de la filosofía tradicional, aunque, ciertamente, reconoce la importancia de la reflexión filosófica, a la cual no le atribuye autosuficiencia, sino que admite abiertamente que ella, por ser una actividad humana, está condicionada (posibilitada y limitada) histórica y socialmente, por lo que en modo alguno puede pretender tener un punto de vista privilegiado, incondicionado, absoluto (ni tampoco poder alcanzar un “saber absoluto” o cosa por el estilo). En fin, que la reflexión filosófica remite insalvablemente a presupuestos extra-filosóficos, por una parte, y a un control y fiscalización (verificación) extra-filosóficos, por la otra.24 Por ello, no pierde el tiempo intentando elaborar sofisticados argumentos o pruebas filosóficas para “demostrar” more geometric la existencia del mundo externo de cosas materiales; para él, este hecho elemental no es asunto para razonamientos filosóficos, sino que es algo que se evidencia irresistiblemente en nuestra experiencia sensible cotidiana. La formulación clásica de Feuerbach dice que en nuestra experiencia nos tropezamos con la resistencia de los objetos externos, sufrimos, padecemos la realidad, la objetividad del mundo frente a nosotros. Solo a partir del reconocimiento de este factum elemental, de este hecho bruto al margen de la reflexión o el raciocinio, es que tiene sentido, para el materialista, desarrollar el pensamiento, la reflexión filosófica; y esta actividad intelectual, por otra parte, no se valida por sí misma, sino que remite inescapablemente al control extra-filosófico.25
El joven Marx tuvo la fortuna de conocer y apropiarse críticamente del legado del humanismo fuerbachiano, por lo que hizo de este compromiso materialista fundamental la piedra angular de su propia concepción materialista a partir de 1843, y no renunció a ella hasta el fin de sus días (aunque la enriqueció notable y cualitativamente con la apropiación crítica de elementos decisivos de la concepción hegelina de espíritu ­–Geist–). Los lineamientos fundamentales de este materialismo sui generis ya se esbozan en los Manuscritos de París (1844), pero alcanzan su configuración definitiva en los textos de 1845 y 1846, en las Tesis sobre Feuerbach y, sobre todo, en La ideología alemana. Aquí plantea inequívocamente y reitera insistentemente que, contrario a la filosofía tradicional, particularmente la alemana, que pretende desarrollarse con plena autosuficiencia, sin presupuestos, su propia perspectiva teórica parte de unos presupuestos extra-filosóficos y lo reconoce abiertamente:
 
Las premisas de que partimos no tienen nada de arbitrario, no son ninguna clase de dogmas, sino premisas reales, de las que sólo es posible abstraerse en la imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida, tanto aquellas con que se han encontrado como las engendradas por su propia acción. Estas premisas pueden comprobarse, consiguientemente, por la vía puramente empírica. 26
 
Y este modo de considerar las cosas no es algo incondicional. Parte de las premisas (Voraussetzungen) reales y no las pierde de vista ni por un momento. Sus premisas son los hombres, pero no en una fantasiosa autosuficiencia y fijación, sino en su proceso de desarrollo real y empíricamente registrable, bajo la acción de determinadas condiciones. 27
 
Tratándose de los alemanes, situados al margen de toda premisa, debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para “hacer historia”, en condiciones para poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y algunas cosas más [...] Por consiguiente, lo primero, en toda concepción histórica, es observar este hecho fundamental en toda su significación y en todo su alcance y colocarlo en el lugar que le corresponde. 28
 
Podrían multiplicarse virtualmente ad libitum las declaraciones de este tipo. Así, por ejemplo, en su extensa polémica (o filípica) contra Max Stirner,29 el joven Marx vuelve a la carga:
 
Le concederemos, sin más” que Sancho [Stirner] no piensa antes de pensar y que él y cualquier otro es, en este respecto, un pensador sin premisa. Y asimismo se le concede que no tiene ningún pensamiento como premisa de su existencia, es decir, que no fue hecho por pensamientos. Si Sancho hiciera durante un momento abstracción de todo su bagaje de pensamientos, cosa que no parece que debiera serle difícil, dada la pobreza de ese bagaje, quedaría en pie tan sólo su Yo real, pero su Yo real dentro de las condiciones reales del mundo que para él existen. Se habrá desembarazado con ello, por un instante, de toda premisa dogmática, pero a cambio de esto comenzarán para él, a partir de ahora, las premisas reales. Y estas premisas reales son también las premisas de sus premisas dogmáticas... Como auténtico maestro de escuela, Sancho aspira siempre al famosísimo “pensamiento exento de premisas” de Hegel, el pensamiento sin premisas dogmáticas, que es también, en Hegel, un piadoso deseo simplemente. 30
 
A partir de esto, Marx puede despachar, con la misma buena dosis de ironía, los reiterados intentos filosóficos por “demostrar” o “probar”, con el correspondiente rigor lógico, la existencia del mundo externo de objetos materiales:
 
Uno de los problemas más difíciles para los filósofos es el de descender del mundo del pensamiento al mundo real. La realidad inmediata del pensamiento es el lenguaje. Y como los filósofos han proclamado la independencia del pensamiento, debieron proclamar también el lenguaje como un reino propio y soberano. En esto reside el secreto del lenguaje filosófico, en el que los pensamientos encierran, como palabras, un contenido propio. El problema de descender del mundo de los pensamientos al mundo real se convierte así en el problema de descender del lenguaje a la vida. 31
 
Como hemos visto, todo el problema de pasar del pensamiento a la realidad y, por tanto, del lenguaje a la vida sólo existe en la ilusión filosófica, es decir, sólo tiene razón de ser para la conciencia filosófica, que, naturalmente, no puede ver claro acerca de su naturaleza y del origen de su divorcio aparente de la vida. 32
 
Cabe notar que, respecto a esta cuestión fundamental, el joven Marx no tiene reparos en apelar al sentido común y la evidencia empírica, sin que por ello, en el resto de su pensamiento, esté suscribiendo a una postura “empirista” o de “sentido común”.33
 
§9. La tradición filosófica idealista posterior –hasta nuestros días– sólo ha retomado y elaborado o refinado de diversas maneras el clásico gambito idealista adelantado por Berkeley. Ni siquiera Hegel es una excepción a esta regla. A pesar de su firme voluntad de desarrollar un idealismo objetivo –es decir, en el cual se le hace un cabal reconocimiento al papel esencial que juegan los objetos, la “objetividad” en la constitución de la realidad– dicha vocación realista es socavada por su otra ambición filosófica, la de elaborar un idealismo absoluto. Los ingentes esfuerzos que Hegel hace con miras a fundamentar o legitimar filosóficamente el punto de arranque de su concepción,34 el notorio problema del “comienzo” adecuado para su filosofía, resultan fracasos espectaculares, pues nunca logran superar la fatal circularidad de toda la argumentación. En efecto, toda la argumentación que desarrolla Hegel, pese a su gran riqueza y sofisticación, inescapablemente tiene que dar por sentado –presuponer– de entrada precisamente lo que está en cuestión, a saber, la tesis idealista fundamental, cardinal, de la identidad última del sujeto y el objeto.35 Es precisamente por ello que suele decirse, con mucha razón, que quien ya no se ha colocado “dentro” del sistema hegeliano, jamás podrá introducirse en el mismo.
 
§10. Como hemos señalado, Gramsci no tuvo la fortuna de conocer este clásico debate que se desató en Alemania entre los discípulos inmediatos de Hegel ni, sobre todo, los textos pertinentes que el joven Marx redactó al respecto. No debe sorprendernos, por ende, que el pensador italiano no pudiera sacudirse del todo de los seductores cantos de sirena que –en el contexto particular de la Italia de su tiempo– emanaban del ingente edificio idealista elaborado por Benedetto Croce
 
 
1. Fernández Buey, F., “Sobre la noción de materialismo en Gramsci”, (junio de 2007). En:
2. Ibíd.
3. Ibíd.
4. Característicos de esta etapa de su desarrollo intelectual son los artículos periodísticos que redactó para la Rheinische Zeitung (Gaceta Renana) entre los años 1842 y 1843.
5. Véase, por ejemplo, la introducción que Lukács preparó para la reedición italiana (1967) de su obra clásica –y maldita– Historia y conciencia de clase. Cf. Lukács, G., “Vorwort”. En: Geschichte und Klassenbewusstsein. Luchterhand Verlag: Neuwied/Berlin, 1968.
6. Fernández Buey, óp. cit.
7. Marx, Karl, Manuscritos de economía y filosofía. Trad. de Francisco Rubio Llorente. Alianza Editorial: Madrid, 2001. Y Marx, K., y Engels, F., Gesamtausgabe (MEGA²). Dietz Verlag: Berlín, 1982, I, 2, pág. 241 [370]. Énfasis añadido.
8. Ibíd., pág. 192; y MEGA², I, 2, pág. 296 [408].
9. Ibíd., pág. 193; y MEGA², I, 2, pág. 297 [409].
10. Véase, al respecto, mi ensayo, “Hegel y el joven Marx: El hombre como ser natural humano”. En: Diálogos85 (2005), págs. 7-27.
11. Y la que afortunadamente descubrió, revolucionando su perspectiva teórica, el joven Lukács al examinar los Manuscritos de París (1844) durante su exilio en la Unión Soviética (cf. Nota 5).
12. Berkeley, G., A Tratise Concerning the Principles of Human Knowledge, § 6.
13. Ibíd., § 22.
14. Ibíd., § 23.
15. Ibíd., § 24.
16. Ibíd., § 89 (énfasis añadido).
17. Ibíd., § 40.
18. Ibíd., § 2.
19. Ibíd., § 27 (énfasis añadido).
20. Ibíd., §145.
21. David Hume, An Enquiry Concerning Human Understanding. Clarendon Press: Oxford, 1994, pág. 155, n.1.
22. Cf. §4 y §5.
23. Aunque Hume refina la postura empirista al diferenciar entre “impressions” e “ideas” (cf. óp. cit., pág. 18), se enfrenta no obstante, a dificultades insalvables análogas a las que acosan a su precursor irlandés.
24. Cf. la formulación clásica de Feuerbach, Grundzätze der Philosophie der Zukunft (1843), § 13. En: Philosophische Kritiken und Grundsätze (1839-1846). Ed. Werner Schuffenhauer. Reclam: Leipzig, 1969, págs. 210-211.
25. Sin por ello despreciar, en modo alguno, los criterios inmanentes de la actividad filosófica (rigor, consistencia lógica, etc); pero estos son, para el materialista, sólo una condición necesaria, pero no suficiente para el filosofar adecuado. Véase al respecto: Feuerbach, óp.cit., así como su Vorläufige Thesen zur Reformation der Philosophie (1842). En ibíd., págs. 169 y sigs.
26. Marx, K., y Engels, F., La ideología alemana. Trad. Wenceslao Roces. Eds. Pueblos Unidos: Montevideo, 1968, pág. 19. Y Marx, K., y Engels, F., Werke [MEW], vol. 3. Dietz Verlag: Berlín, 1969, pág. 20.
27. Ibíd., pág. 27; y MEW, 3, pág. 27, (he modificado la traducción).
28. Ibíd., pág. 28; y MEW, 3, pág. 28.
29. La polémica contra la obra, El único y su propiedad, de Max Stirner [Caspar Schmidt] ocupa la sección más abultada del manuscrito de La ideología alemana.
30. Marx, K., y Engels, F., La ideología alemana, págs. 519-520; y MEW, 3, págs. 419-420.
31. Ibíd., págs. 534-5; y MEW, 3, pág. 432.
32. Ibíd., pág. 538; y MEW, 3, pág. 435.
33. Abundo sobre el particular en mi ensayo, “Empirismo, ciencia y filosofía en la ideología alemana”. En Diálogos86 (2005), págs. 63-93 (en especial págs. 85-86).
34. Tanto en el célebre Prefacio a su Fenomenología del espíritu como en la sección “¿Cómo debe ser el comienzo de la ciencia?” de la Ciencia de la lógica, así como en la sección “Tres posturas del pensamiento ante la objetividad” de su Enciclopedia de las ciencias filosóficas.
35. Véase al respecto, entre otras, la lúcida exposición crítica de Herbert Schnädelbach en su Hegel: zur Einführung., Junius Verlag: Hamburg, 2001, págs. 52-55 y 156-166.

 

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