“La vitalidad se revela no sólo en la capacidad de
persistir sino en la de volver a empezar.”
(Francis Scott Fitzgerald)
Estoy persuadido de que el escritor estadounidense no fue lo suficientemente feliz en esta frase. O, al menos, debió aclarar “La vitalidad humana”, etcétera. Trataré de explicarlo.
El vallecito de Raco guarda o por lo menos guardaba una ecología dictada por el asombro. Mitad selva de yungas, mitad monte xerófilo. Proporción que tuvo en sus partes y medidas, el dibujo de dos sistemas tan disímiles y encontrados, luchando allí por sobrevivir, coexistiendo lo árido contra las lluvias y la jungla descontenta con esos ciclos de aridez. Un adorno puesto a la Tierra en forma y materia diferentes que, como en los dijes antiguos, se colgaban a los niños por el cuello.
nexa a la propiedad de Lineo Varela había un montecito natural, sobreviviente a la hostilidad inmobiliaria con esa fitogeografía enjaulada de lotes de alambrados y casas de veraneo. Sobrevivió refractario este rastro de joya ambiental, incongruente al ultraje divertido del desmonte para colocar césped al estilo “golf” en casas al estilo californiano del “golf”, valle donde los indios se murieron de tristeza, de olvido, de relegos. Milagroso. Cuando Varela conoció el lote sobreviviente estaba raleado de todos modos: los árboles más antiguos rebanados para leña y estufas que los nativos vendían a los turistas invernales abandonados al ensueño del fuego en el hogar y rondas de whisky.
Llevaba una abrupta pendiente el montecito y apenas se distinguía entre esas ruinas de naturaleza enmarañada el piquillín, nada más porque estando junto a la alambrada de Varela se hacía presencial. Con algo de la pose cuadrilátera de aguilucho sopesando el peligro o distrayéndolo.
El lote en cuestión fue heredado por un ingeniero que llegó un día con su camioneta y dos muchachotes de físico simplote de jugadores de rugby y mirada con inocente decepción de Rabelais. Sus hijos. Una tarde a gritos empezaron a medir. Los muchachotes como pidiendo la pelota y el ingeniero como atado al silencio de los arbustos, dando cuenta que venía por todo, contra la mala racha y por fin a hacer fortuna. Tenía facha de jugador de póker y medía el lote como se hace con la baraja ensimismada en la frontera entre la corazonada y el abismo. Las vacaciones de Lineo Varela se desvalorizaron ese día. Su molestia, acompañada de discusiones con su mujer, se abarató en el mercado de inquietudes, de manera que fue frecuente la oferta en reclamos y ahogos mutuos.
Por la noche, a pesar del murmullo sedante del río, no podía pegar los ojos. Los párpados le eran hostiles. ¿Van a construir? Se acercó a preguntar. El ingeniero midió al preguntón como tanteando un juego propio: “Sí, tres casas de veraneo”. ¿Tres casas en ese lote?
Evitó gesticular Varela, deformar los labios, disimular la barbarie de las tres casas forzadas con palanca a entrar en un lote pequeño, compartiendo medianeras como en la ciudad donde, se sabe, hay carencia de horizontes. Ningún desacuerdo a discutir. El dinero es más fresco que el agua, más proporcionado que el cielo. “Es posible que el ingeniero esté apostando conmigo”, sospechó Lineo Varela.
Averiguó Lineo y resultó que el ingeniero estaba “tirado”. No tenía para construir sino para especular, en este caso con el adversario lindante mientras éste desconociera las cartas. Manipulaba a Lineo, lo chantajeaba para que comprara el lote al valor de tres si pretendía conservar la vista al cerro desde la galería de la casa, cosa que, seguramente, eliminarían las tres edificaciones urbanizadas. “No estoy en condiciones de comprar este lote”, calculó nocturno Lineo que ni al precio de uno podía, revolcándose impedido entre las sábanas de los no compradores. Su táctica se redujo a respirar. A discordar con silencios, a resentirse, a discutir más con su mujer y agradecer a Dios no haber tenido hijos, en sosegarse del descontrol. Pasaría lo peor o nada. Respiraba Lineo. Se forzaba a respirar hondo.
A la semana siguiente regresó el tipo, en medio de un diluvio, con lugareños empapados cargados a la camioneta. Lineo Varela comprendió el destino del monte y salió a defender el piquillín apenas con un paraguas ridículo y pantalones cortos. Habló con calma al ingeniero, le habló de ese arbusto, o por lo menos eso creyó, de las espinas gigantes y las hojas muy pequeñas, un tronco delgado y ceniciento, ramosa la copa alargada en el ejemplar hasta los cuatro metros de altura, ¡extraordinario! y esas ramas sorpresivas que ascendían buscando nubes pero, arrepentidas, lanzaban ramitas horizontales alternas y el extremo concluido en aguijón. El ingeniero lo miraba con interés. “Piensa que soy un idiota, piensa que el juego terminó”, calculó Varela. El follaje persiste a los inviernos, a los veranos, a las catástrofes, al amor entre los seres humanos, al genocidio entre los seres humanos, quiso agregar el defensor del arbolito que las hojas están dispuestas en ramilletes, como si se tratara de una novia; las flores axilares, amarillas, hermafroditas, sin corola, y habló del fruto alargado con tamaño de una arvejita y que en centurias de colonia española y dos siglos republicanos, la madera se usó para mangos del hacha, con dureza del hierro y liviandad del aire, tac tac tac, para acabar con los propios arbolitos reducidos a escombros, sin escatimar energía, tac tac tac fue el ruido del monte abatido para levantarse y, otra vez, pisoteado con ganados y después todavía por casas de veraneantes, incluso los indios sacaban de la raíz un colorante que teñía de vistoso y desviadamente en morado, más aún, del fruto preparaban arrope, chicha, laxantes, señor ingeniero, el “cardón mínimo” lo llamó alguien, pero su nombre seguro que viene del quechua, el piquí que es la nigua y llilli o el ardor que provoca porque a él no se puede entrar con las manos, con nada, está más allá del paraíso y del infierno y refunfuña el ejemplar por esas espinas verdes descontroladas en la largura contra las lluvias improcedentes del verano aquí, desubicado de tan mala suerte y, sin embargo, en una tierra fértil como ésta emponzoñada de rocas a una pulgada por debajo, como si su monte original lo esperase abajo, se parece a una escultura, una obra maestra natural fuera de lugar, desconcertada ella misma de su flexibilidad y tozudez paralelas. “Es la pirámide Cheops de este valle”.
El ingeniero depreció las acciones con un gesto primero en Bolsa y, a renglón seguido, incómodo, sonrió: “Yo también soy ecologista” opuso. Explicaba determinado, que no se preocupe Varela, que dí orden a los peones para dejar las especies más significativas autóctonas, porque no creo en la urbanización, o sí, pero la creo rodeada de lo más auténtico del paisaje.
Se fue aliviado Lineo, estúpidamente aliviado porque percibió un discurso que el tipo debió memorizar de algún otro jugador de póker en los finales de la noche y, ahora, lo repetía mecánico como si lo alcanzaran los finales de la misma noche.
Por todo dejó en pie cuatro ejemplares arbóreos del montecito. Cuatro. Torturó al resto, los “cepilló” del paisaje.
Entre los cuatro quedó el piquillín, junto a la alambrada, a dos metros escasos de la casa de Lineo. También quedó intacta la bestial mora de sombra doblada al suelo en el centro del terreno.
Se sentó Lineo Varela a contemplar al piquillín como al último de la Tierra, al último de los mohicanos mirando enmarañado el destino de su raza. Esos días se separó de su mujer que se fue con otro a “tener hijos”, dijo. Le pareció correcto, a él. Por la noche conversó largo con el piquillín, le habló de la ingratitud, un poco ofendido consigo mismo. El árbol lo escuchaba desanimado por momentos, en otros, cuando se abría la luna, distante. Tenía una habilidad particular para perturbar al orador.
Empezó la edificación. En dos meses concluyó la primera casa. Materiales ordinarios, diseño ordinario, mal planteo de los desniveles, planta obtusa con algo a pelota de rugby. Faltaba patearla. Nada indicaba que habría otras casas. Los peones dieron una mano de cal amarilla “neocolonial” en la edificación y el ingeniero colocó el cartel “Se vende”. Se vendió en unos días.
Una pareja llegó en un vehículo cuatro por cuatro importado y refrigeración hasta en las ruedas. Jóvenes. Él, de traje; ella, aburrida del traje del marido. Los dos con aspecto a abogados recién destetados y algo de espeluznante vejez, de depravado deseo por una clientela con dinero rápido. Abogados de políticos sin duda. Dos chicos, el mayor de cinco.
Obvio que necesitaban comprar la propiedad si pretendían ser como sus clientes. Llegó un camión cargado de muebles estilo urbano y la pareja –que se reía alto y parecía amarse para las vacaciones– hicieron que los peones acomodaran junto a la casa una carretilla de metal, nueva, llena de tierra pero con plantitas florecidas arriba. Alambraron el frente de inmediato, avanzando con la línea de edificación, comiéndose, en el avance de la frontera, a la misma calzada de tierra porque de todos modos la Comuna jamás controlaría a veraneantes influyentes como para echar de una patada a los “representantes del pueblo”. Incluso hasta enjuiciarlos por obstruir la propiedad privada. No exploraron nada del contorno los recién llegados. Todo era un producto del mercado, sobre todo el césped cortado a máquina china para el golf. Su gran “invento” fue la carretilla que se repetía idéntica en las casas aledañas.
Rubiecitas, las criaturas chillaban alegres con la cultura del departamento a pleno centro. El televisor, encendido a volumen contra trompetas de camiones que aquí no existían, y los papás dando órdenes a los peones. Varela miraba atónito. Repintaron la casa pero con material sintético. Pusieron más césped de golf. Una playa de estacionamiento para tres automóviles. Trajeron amigos con automóviles. La cerca que hicieron levantar para defender la seguridad de los automóviles fue el primer acto constructivo. Los lugareños ejecutaban esas órdenes en el silencio cómplice de quienes saben –después de tantos siglos de servidumbre y con dignidad para otras cosas– que jamás se robarían allí un auto, que podían incluso permanecer abiertos los vidrios hasta la eternidad absolutista por temperamento y necia por capricho. Los vecinos del piquillín “colonizaban”. Eran los seguidores a los pioneros del golf que, desgraciadamente por los desniveles abruptos, resultaba allí impracticable. Esas semanas las lluvias corrieron por el camino de ripio inundando las casas. Los montes desvastados no permitían la adherencia del agua, producido entonces el efecto “pavimento” y se venía como un río la lluvia. A la semana siguiente se levantaron murallones junto al camino para evitar se inundaran las casas, con tan mala suerte para las de abajo, donde los murallones resultaron “inviables”, que recibían la maroma, un alud de barro que las dejó de inmediato sin valor de mercado.
Lineo estuvo seguro de que el piquillín era el hijo que no había tenido. Acariciaba el maderaje de escapulario, frotaba sus hojas, seguía la línea intrincada de sus espinas arrogantes. El árbol se emocionaba, por momentos se desordenaba como un adolescente.
Hacia el fin de semana siguiente, al regresar Lineo desde la ciudad, tres de los cuatro árboles habían sido borrados. No podía creerlo. Bebió un vaso de agua sin darse cuenta que el agua tenía coloración marrón.
La casa de los “abogandules” se veía ahora horriblemente solitaria en el centro del lote estilo Bush en Irak. La enorme morera que le daba sombra no existía. Una reverberación solar espantaba. Pusieron una sombrilla de cocacola y debajo la reposera estilo Miami. Los chicos se salpicaban a gritos en una piletita de tela plástica que llaman “Pelopincho”. El piquillín se salvó.
Era increíble verlo solo. Pero se salvó porque era de dimensiones arbustivas y estaba tan lejano a la casa que parecía más del lote de Lineo que de ellos. Enteco, larguilucho, demacrado. Era un ser que acoplaba comprensión.
Transcurrió otra semana, “Van a tener que plantar algo si quieren sobrevivir”, se dijo Varela viendo la insolación que recibían los chicos entrando una y otra vez a la casa para buscar la sombra. Pero no. Trajeron más amigos con los que pasaban el día íntegro dentro, sitiados por el solazo, hasta que, atardecidos por el solazo, recién lograban salir al aire.
Dos semanas después hacharon al piquillín.
Lo desaparecieron presumiblemente con furia por algo.
(Ninguna naturaleza es tan obstinada como se suele creer. La vitalidad no incluye el volver a empezar.)
Cuando Lineo llegó había una espina tirada en el lugar del extinto hablando como el cacique Tamenund, el que durmiera cien inviernos, y ahora se ponía la mano en los ojos para recordar lo que no recordaba debía decir, que el guerrero que abandona su tribu cuando la ocultan las nubes, es doble y deliberadamente traidor. La ley de Manitou es justa e inmutable. “Trátenlo como se merece a Lineo Varela”. Entonces uno de los guerreros condenó a Lineo a sufrir el suplicio del fuego, por no haber hecho nada más que hablar y hablar, como Hamlet. Varela medio que empalideció mostrando una tortuga de rojo oscuro tatuada en su pecho, entonces empezó a bailar alrededor de la espina, y perdonado tres veces repitió el canto y otras tantas danzó. Después se comió la espina en trozos diciendo, atragantado por la voz de la espina adentro: “En la mañana de mi vida vi a los hijos de Unamis felices y fuertes. Pero antes que llegara mi noche, he visto al último guerrero de la sabia estirpe de los mohicanos”. Lo internaron por varios meses en un psiquiátrico y la ex esposa lo fue a visitar una vez.
La casa vecina quedó como un hoyo oscuro en el centro demarcado del campo de golf inclinado hacia el río en treinta grados.
Al verano siguiente vinieron pocas veces. Para Navidad pusieron en la galería un hermoso arbolito plástico chino cargado de guirnaldas y el pie bronceado como si fueran raíces. A Varela le gustó mucho verlo, sobre todo porque le recordaba la infancia, a pesar de esa estrella con luces dióptricas con que remataba. Para el invierno los vecinos ya no volvieron.
Aburridos del campo, cansados de sus problemas climáticos, sobre todo de las inundaciones, vendieron ese año.
Enviado por el autor para Herramienta.