06/11/2024
El 7 de noviembre de 1917 fue derrocado el Gobierno Provisional (burgués) encabezado por Aleksander Kerensky y, por la noche, pudo sesionar el II Congreso Panruso de Soviets de Obreros y Soldados, llevando a la práctica la consigna que las masas habían hecho suya en el curso del proceso revolucionario iniciado en febrero: “TODO EL PODER A LOS SOVIETS”. Vale aclarar que según el viejo calendario que por entonces regía en Rusia, aquel día era 25 de octubre, y por eso el acontecimiento se sigue denominando “Revolución de Octubre”. Tras la Revolución, del 31 de enero de 1918, se pasó directamente al 14 de febrero, eliminando 13 días del calendario. entonces, el aniversario de la insurrección triunfante se recuerda el 7 de noviembre.
Luego de ocho meses de avances y retrocesos del proceso revolucionario iniciado en febrero, el antagonismo social, la polarización político-militar y la insoportable sangría de la guerra habían conducido a una encrucijada. Las clases altas reclamaban “restablecer el orden” mediante una dictadura bonapartista, ya fuera encabezada por alguno de los muchos generales deseosos de liquidar a los Rojos, los Sóviets y a la plebe irreverente, como ya había intentado hacerlo (y fracasado) en agosto el general Lavr Kornílov, o por el mismo Kerensky, que acumulaba los cargos de jefe de gobierno y ministro de Guerra, y no se cansaba de hablar y posar como supuesto Napoleón.
En la vereda opuesta, el Narod (pueblo trabajador, básicamente obreros y campesinos, los plebeyos) reclamaba de sus dirigentes una acción decidida y contundente que pusiera fin a las conjuras contrarrevolucionarias de barines (los “Señores”) y burzhoois (burgueses), concretando el traspaso de todo el poder a los Sóviets y, con ello, de las fábricas a los obreros, la tierra a los campesinos, el derecho de autodeterminación a los pueblos alógenos y, sin más demoras, terminar con la guerra.
Historiadores derechistas, liberales, socialdemócratas, anarquistas y comunistas antibolcheviques han escrito miles de páginas sosteniendo, con distintos e incongruentes argumentos, que Octubre fue un golpe de Estado para imponer la dictadura de Lenin y los bolcheviques.
A estos relatos se opone, en primer lugar, la victoria de la insurrección, hecho que no debe minimizarse, porque la historia y el buen sentido enseñan que las aventuras izquierdistas siempre fracasan, antes incluso de intentarse. También Kerensky creía que se enfrentaba a un grupo de fanáticos golpistas, y en las primeras semanas de octubre decía a quienes quisieran escucharlo que rezaba para que los bolcheviques intentaran algo, para aplastarlos de una vez por todas. Si ello no ocurrió, fue porquehabía madurado por abajo la convicción de que era urgente poner fin a las imposturas y maniobras contrarrevolucionarias del gobierno y los grandes burgueses. Como recordaba años después Víctor Serge, “En octubre, todas las condiciones se habían reunido y a la luz del día se organizó el levantamiento. Los soldados decían: ‘¿Hasta cuándo va a durar esta situación insostenible? Si no encontráis una salida vendremos nosotros mismos a echar de aquí a nuestros enemigos, y lo haremos a bayonetazos’ (El año I de la Revolución Rusa)”. Y las condiciones de vida eran inaguantables, “La ración diaria de pan descendió sucesivamente de una libra y media a una libra, después a tres cuartos de libra, y finalmente a 250 y 125 gramos. Al final, hubo una semana entera sin pan”, escribió John Reed en Diez días que conmovieron al mundo.
Debe recordarse que la consigna “todo el poder a los soviets” había aparecido en una pancarta agitada por manifestantes contra la guerra en las Jornadas de Abril, fue recogida por los bolcheviques en mayo y la agitaron centenares de miles de soldados y obreros de Petrogrado en las Jornadas de Junio y de Julio. Por un momento pareció desaparecer de la escena, para reaparecer con empuje irresistible con la colosal movilización de masas que derrotó el intento de golpe del general Kornilov (la Kornilovchina). De modo que si se impuso en octubre no fue por obra y gracia de una conjura de Lenin y Trotsky, sino porque la inmensa mayoría de quienes hasta semanas antes seguían a los eseristas, habían llegado a la conclusión de que el gobierno y los grandes capitalistas querían terminar con la revolución y con los soviets, apelando a “la fría y esquelética mano del hambre”, como reclamara cínicamente un gran industrial, a una sangrienta dictadura militar o permitiendo que el ejército alemán (que no estaba muy lejos) aplastara el bastión revolucionario que era Petrogrado. También el campesinado había hecho su experiencia y, dado que ni el gobierno, ni el PSR les hicieron caso, se lanzaron por su cuenta a tomar las propiedades de los terratenientes y, como los bolcheviques los apoyaban, la contrarrevolución ya no pudo lanzar a las masas del campo en contra de Lenin y los soviets.
De modo que si bien la insurrección de octubre fue decidida, después de largas y enredadas discusiones, en dos reuniones sucesivas del Comité Central bolchevique, su éxito se apoyó en el rechazo al gobierno burgués votado masivamente en los soviets de Petrogrado, Moscú, Kronstadt, Finlandia, la Flota del Báltico y otros muchos, sobre todo cuando se supo que Kerensky se disponía a enviar al frente a las dos terceras partes de la guarnición, dejando indefensa a Petrogrado, precisamente cuando la “Operación Albión” de los alemanes ocupaba el golfo de Riga y amenazaba con avanzar sobre la capital. El 31 de agosto el Soviet de Petrogrado había reclamado el traspaso de todo el poder a los soviets y el 9 de septiembre condenó explícitamente la política de coalición con la burguesía que mantenía el Comité Ejecutivo Central de los Soviets.
Mientras tanto, Lenin desde su refugio en Finlandia clamaba: “Los bolcheviques pueden y deben tomar el poder”, advirtiendo al Comité Central que las condiciones estaban más que maduras. Pero Zinoviev y Kamenev (y con ellos la mayoría de la dirección) se oponían a la insurrección. Paralizados por el temor de que Petrogrado y los bolcheviques quedaran aislados del resto de Rusia y luego aplastados, proponían esperar la siempre incierta reunión de la Asamblea Constituyente. León Trotsky era como Lenin partidario de la insurrección, pero consideraba que debía prepararse utilizando “formulaciones defensivas” y al amparo de la legalidad soviética, haciéndola coincidir con la reunión del II Congreso Panruso de Soviets de Obreros y Campesinos, el magno evento que concitaba la atención y expectativa de obreros y soldados.
Alarmado por las dilaciones y procedimientos poco claros de la mayoría del Comité Central, Lenin dejó Finlandia por su cuenta y riesgo y se instaló (siempre clandestinamente) en un suburbio de Petrogrado, para exigir una reunión del Comité Central con su presencia, que se realizó el 10 de octubre. Allí, tras horas de discusión, Lenin garabateó en una hoja: “El CC reconoce que la situación internacional de la revolución Rusa (…) así como la situación militar (…) y el hecho de que el partido proletario haya obtenido la mayoría en los soviets; todo ello, unido al levantamiento campesino y al cambio de tornas de la confianza popular en beneficio de nuestro partido (las elecciones de Moscú), y, por último, la evidente preparación de una segunda Kornilovshchina (…) pone a la orden del día la insurrección armada (…). Al considerar por lo tanto que es inevitable la insurrección armada y que la situación para ello está plenamente madura, el CC ordena a todas las organizaciones del partido guiarse conforme a ello y discutir y resolver, desde este punto de vista, todos los problemas prácticos”. Por diez votos contra dos –Zinóviev y Kámenev–, la resolución fue aprobada. Y como esos preparativos siguieron demorándose, el 16 de octubre una nueva reunión ampliada del CC ratificó (y precisó) la fecha de la insurrección.
De manera convergente, el 9 de octubre el Soviet de Petrogrado, ya presidido por Trotsky había dispuesto la conformación de un Comité Militar Revolucionario (integrado por cinco eseristas de izquierda, cinco anarquistas y seis bolcheviques, con la conducción de León Trotsky, Vladimir Antónov-Ovseenko y el marinero Pável Dybenko), que designó delegados en todas las unidades.
Advirtiendo el peligro y haciendo cálculo de la relación de fuerzas completamente equivocado, Kerensky intentó adelantarse dando un golpe de mano el 24 de octubre: declaró el estado de sitio, clausuró los diarios bolcheviques, movilizó las pocas fuerzas militares que le respondían en Petrogrado y pidió a la Stavka (Cuartel general del Ejército) que lo auxiliara enviando tropas desde el frente.
Era lo que en cierto modo esperaba el Comité Militar Revolucionario. Ordenó una fulminante contraofensiva y en trece horas Petrogrado quedó en manos de soldados, marineros y guardias rojos a las órdenes del Sóviet. En la insurrección tomaron parte unos treinta mil hombres. Y no fue necesario recurrir a la huelga general, movilizar a los barrios obreros, ni atacar cuarteles, pues estos bastiones estaban ya ganados antes de la insurrección. A media mañana del 25 de octubre, el Comité Militar Revolucionario anunció que el Gobierno burgués había sido depuesto. Ya nada podía impedir que el II Congreso Panruso de los Sóviets de Obreros y Soldados, se reuniera en el Palacio Smolny para hacerse cargo de la situación.
Las maniobras dilatorias del saliente Comité Ejecutivo Central de los Sóviets, en manos de la derecha de menchevique y eseristas demoraron todo lo que pudieron, pero a las 22:45 horas el menchevique Fedor Dan debió dar inicio formal a la sesión, con 670 diputados presentes y claro predominio de la izquierda revolucionaria (unos 300 eran bolcheviques, alrededor de 150 eseristas de izquierda y otros de grupos socialistas menores o “sin partido”). Y a las 4 de la madrugada del 26 de octubre, en un ambiente cargado de tensión y emoción, se aprobó casi por unanimidad, el “Llamamiento a los obreros, soldados y campesinos”, proclamando que en todo el territorio el poder pasaba a manos de los soviets, fijando los objetivos inmediatos del nuevo poder: paz democrática y sin anexiones, entrega de la tierra a los campesinos, completa democratización del ejército, control obrero sobre la producción, reunir la Asamblea Constituyente y autodeterminación de las naciones oprimidas por el imperio zarista.
Después de un cuarto intermedio impuesto por el cansancio, en otra maratónica sesión que terminó en la mañana del 27 de octubre, Lenin presentó y se adoptaron por aclamación los decretos “Sobre la Paz”, “Sobre la Tierra) y se pasó a definir la forma (provisional) que asumiría el gobierno de obreros y campesinos.
Una minoría significativa de los diputados reclamaba un “gobierno de unidad socialista”, pero ello resultó imposible. El bloque de los socialistas de derecha (SRs-Mencheviques) había tratado de romper el Congreso y se había retirado. Después se fue (en un arrebato que luego lamentaría amargamente) Yuli Mártov, con parte de los Mencheviques internacionalistas. Y Los diputados socialistas revolucionarios de izquierda, que se habían mantenido en el Congreso cuando la derecha del PSR se retiró, rechazaron el ofrecimiento de sumarse a un gobierno de mayoría bolchevique. De modo que, tras muchas discusiones y cuartos intermedios, se aprobó por amplia mayoría la elección un órgano ejecutivo presidido por Lenin e integrado exclusivamente por sus partidarios. Este flamante gobierno obrero-campesino adoptó el nombre oficial de Consejo de Comisarios del Pueblo. La indescriptible emoción y alegría por el histórico paso dado, estuvo acompañada por el desconcierto y descontento que en muchos generaba que el gobierno quedara en manos de un solo partido, como pronto se vería.
El paso siguiente fue conformar el Comité Ejecutivo Central (CEC) de los Sóviets, este sí pluripartidario: 62 bolcheviques, 29 eseristas de izquierda y 10 socialistas “unitarios”, que debía completarse con representantes a designar por los Sóviets campesinos y las organizaciones del Ejército. Se dispuso también que, si los partidos que habían desconocido y abandonado el Congreso reveían esa posición, podrían ingresar y estar (proporcionalmente) representados en el CEC.
Tanto los Sóviets ya existentes, como los que se fueron creando sobre la marcha, asumieron el poder de manera descentralizada y accidentada, con ritmos y características diferentes, pues las realidades regionales y locales eran muy disímiles, y también eran distintas las fuerzas y alianzas políticas que en ellas predominaban. A la relativamente incruenta victoria de la insurrección siguió horas, días y semanas durante las cuales la suerte el nuevo poder era incierta. La revolución debió enfrentar simultáneamente diversas cuestiones, cada una de las cuales planteaba dificultades de naturaleza diferente y exigía respuestas difíciles de compatibilizar.
Antes de que pudiera instalarse, el gobierno debió derrotar militarmente a la contrarrevolución armada en Petrogrado y Moscú y enfrentar la amenaza que planteaba la formación de la Fuerza Armada del Sur de Rusia (conducida por los generales Kornílov, Mijail Alekséyev, Antón Dénikin y Alexséi Kaledín). Y superar, paralelamente, una grave crisis interna, con renuncias y cambios en el Consejo de Comisarios del Pueblo, en el Comité Ejecutivo Central de los Sóviets e incluso en la máxima dirección del partido Bolchevique. Recién se consolidó (relativamente) cuando recibió el formal respaldo del II Congreso Panruso de los Sóviets Campesinos, se amplió el Comité Ejecutivo Central con la incorporación de los representantes del campesinado, y se conformó el gobierno de coalición entre el Partido Bolchevique y el Partido Socialista Revolucionario de Izquierda.
El Consejo de Comisarios del Pueblo propuso de inmediato a los gobiernos beligerantes y pueblos de Europa un inmediato cese de fuego y el inicio de negociaciones para poner fin a la guerra. En la perspectiva estratégica de los bolcheviques y los otros “internacionalistas” (eseristas de izquierda, maximalistas, mencheviques de Mártov, socialdemócratas unitarios y anarquistas), el combate por “una paz democrática y sin anexiones” se ligaba al desarrollo de la revolución en toda Europa y especialmente Alemania. Pero para las amplias masas, y en especial para los soldados, lo urgente era, simplemente, dejar de combatir y volver a casa. Ambas perspectivas resultaron difíciles de compatibilizar. Los Aliados no aceptaron siquiera discutir el asunto y la Rusia Soviética se encontró en el imprevisto e incómodo escenario de encarar una negociación de paz por separado con Alemania y Austria.
También era impostergable restablecer y reorientar la actividad industrial y asegurar la producción y distribución de alimentos y bienes esenciales a la población de las ciudades y el campo, y comenzar a hacer realidad los postulados igualitarios y socialistas de la revolución. Pero la situación catastrófica que ya existía en el momento de asumir el gobierno se agravó cualitativamente en marzo de 1918, debido a las leoninas concesiones que impuso Alemania en el Tratado de Brest-Litovk que Rusia se vio obligada a aceptar. Se debió recurrir a sucesivas medidas de emergencia que tenían repercusiones (prácticas, políticas y hasta teóricas) a mediano y largo plazo en gran medida o totalmente imprevistas. Y, también hay que decirlo, se cometieron unos cuantos “errores no forzados”.
Como ya se dijo, las primeras horas del Consejo de Comisarios del Pueblo estuvieron dominadas por la necesidad de enfrentar a las tropas cosacas comandadas por el general Piotr Krasnov que el 27 de octubre avanzaban sobre Petrogrado con la intención de reponer a Kerensky, cuando el “Comité Para la Salvación de la Patria y la Revolución” conformado en oposición al Congreso de los Soviets organizaba, coincidentemente, un golpe con Junkers y efectivos aportados por los SR de derecha. En Moscú, los contrarrevolucionarios se habían apoderado del Kremlin y de inmediato fusilaron 300 guardias rojos que habían depuesto las armas…
En esas dramáticas circunstancias, el poderoso Sindicato de los Ferroviarios (Vikzhel), hostil a los bolcheviques, exigió la realización de una conferencia, que se detuvieran las hostilidades y se conformara un “gobierno de unidad”, amenazando con paralizar los ferrocarriles. Independientemente, pero de manera coincidente, el Comité Ejecutivo Central de los Sóviets, la Central Sindical, el Consejo de Comités de Fábrica y el Comité Central del POSDR (Bolchevique) decidieron participar en esas conversaciones, no sólo por la extorsión del Sindicato Ferroviario, sino porque existía por la base una fuerte presión en favor de alguna forma de gobierno de unidad socialista. Los bolcheviques estaban dispuestos a “ampliar la base de sustentación del gobierno”, pero no a detener los combates, de modo que el 29 de octubre el intento golpista en Petrogrado fue duramente reprimido. En estas condiciones comenzaron las conversaciones en las que participaron unas treinta organizaciones (desde “los Rojos” en todas sus gradaciones, hasta el “Comité Para la Salvación”).
El bloque Menchevique-SRs presentó inicialmente exigencias que equivalían a pedir lisa y llanamente la capitulación del gobierno y los bolcheviques. Se les hizo notar que semejante ultimatismo era disparatado: los obreros de Petrogrado no aceptarían un gobierno sin los bolcheviques y era imposible desarmar al CMR y la Guardia Roja. De hecho, el 30 de Octubre, la Guardia Roja y los marineros enviados por el Sóviet de Cronstadt derrotaron a las tropas que avanzaban sobre Petrogrado, el 1 de noviembre el general que las comandaba fue detenido por sus propios soldados, y Kerensky debió escapar nuevamente. Al día siguiente, la Guardia Roja triunfó en Moscú. Por lo tanto, los socialistas de derecha debieron morigerar (al menos formalmente) sus pretensiones y se conformó una “Comisión especial para la preparación de un acuerdo entre los partidos y organizaciones” (largo título para una misión de corta vida), en la que continuaron las maniobras tendientes a “diluir” la autoridad y carácter de clase del poder soviético, y a marginar o dividir a los bolcheviques.
Los representantes bolcheviques en la Comisión (Kámenev y Riazanov) pertenecían al ala del partido que consideraba inevitable acordar con los socialistas de derecha y dejaron trascender que aceptarían un compromiso con los mismos. La enérgica protesta de Lenin y Trotsky logró que en una reunión extraordinaria del Comité Central (ampliado) se rechazara lo actuado por Kámenev y Riazanov, y se denunciara que las conversaciones sólo buscaban “generar divisiones, socavar el poder soviético y encadenar a los SR de izquierda a la conciliación con la burguesía”. Como alternativa, presentaron en el CEC de los Sóviets un “ultimátum programático” (dirigido sobre todo a los eseristas de izquierda) que con enmiendas y el respaldo de ambos partidos fue aprobado en la madrugada del 2 de noviembre. El documento declaraba “deseable un acuerdo entre los partidos socialistas”, sobre la base de precisas condiciones: 1) los decretos sobre la paz, sobre la tierra y los proyectos de control obrero; 2) combate implacable a la contrarrevolución (Kerensky, Kornilov y Kaledin); 3) reconocimiento del II Congreso de los Sóviets como única fuente de poder; 4) responsabilidad del Consejo de comisarios ante el CEC; 5) inclusión con proporcionalidad en el CEC de los partidos que abandonaron el congreso, de los sindicatos de ferroviarios, correos y telégrafos, la central sindical, el consejo de comités de fábrica, de los Sóviets campesinos y de las organizaciones militares que todavía no hubieran realizado elecciones.
Contrariando lo resuelto, Kámenev, Zinoviev, Noguin, Riazanov y otros continuaron maniobrando en el CEC y el enfrentamiento entre los bolcheviques estalló públicamente. Durante pocos, pero intensos días se multiplican reuniones y pronunciamientos del Comité Central, del Comité regional de Petrogrado y de incontables asambleas de base. Lenin denunció que la “Minoría del CC” obstaculizaba la acción del partido y del gobierno y advirtió que “la base del partido o un congreso extraordinario restablecería la disciplina”. La Minoría renunció públicamente al CC y se produjeron también dimisiones en el CEC. El 7 de noviembre el Sóviet de Petrogrado se pronunció exigiendo (con 1 voto en contra y 20 abstenciones) que el poder siga en manos de los Sóviets, terminar las negociaciones “con los traidores” y conminar a los eseristas de izquierda a “asumir resueltamente la revolución obrero-campesina y sumarse al gobierno”. Las conversaciones entabladas quedaran suspendidas sine die, y lo que se continuó discutiendo fue la coalición entre bolcheviques y eseristas de izquierda. Kámenev renunció a la presidencia del CEC y ese cargo pasó a ser ocupado por Yácov Sverdlov, el más estrecho colaborador de Lenin.
El Consejo de Comisarios del Pueblo comenzó a reunirse regularmente a mediados de noviembre, ordenó un inmediato armisticio en el frente y destituyó al Comandante en jefe de Ejército por negarse a cumplir lo dispuesto. Los Comisariados se encontraron con ministerios desvalijados y funcionarios que no reconocían su autoridad, los empleados de la administración pública, correos y bancarios lanzaron un paro por tiempo indefinido (¡con un “fondo de huelga” solventado por las asociaciones patronales!), que recién finalizó en enero de 1918, después de que fuera disuelta la Asamblea Constituyente. Aún así, a punta de pistola muchas veces, se logró que los bancos y los diversos ministerios o comisariados comenzaran lentamente a funcionar…
El 29 de noviembre el Comité Central del partido bolchevique designó un Buró integrado por Lenin, Sverdlov, Trotsky y Stalin con autoridad para “decidir acerca de todas las cuestiones extraordinarias”. La medida, que marcó el fin de la crisis en el gobierno y en la cúpula del partido, evidencia también lo excepcional y grave de la situación.
El Gobierno obrero-campesino asumió con el compromiso de “asegurar la convocatoria de la Asamblea Constituyente en la fecha indicada” (¡por Kerensky, días antes de ser derrocado!). De modo que apenas instalado debió enfrentar un proceso electoral preparado por sus enemigos. Lenin sugirió postergarlo, pero Sverdlov y la mayoría consideró que eso provocaría protestas y sería políticamente dañino. De modo que comenzaron las elecciones: en Petrogrado el 12 de noviembre, y duraron tres días. Una semana después, en Moscú (durante dos días). Los comicios se desarrollaron de manera escalonada a lo largo de dos semanas hasta llegar a las aldeas de la Rusia profunda, cuando eran pocas y muy confusas las noticias que allí se tenían del cambio revolucionario ocurrido en la capital. Pero la decisión de mantener la fecha de las elecciones para evitar un conflicto generó otro más grave, cuando el escrutinio mostró que el partido de gobierno había recibido el 24% de los votos emitidos. La distribución de bancas por partido (Cadete 15, PSR 299, PSR de Ucrania 81, Menchevique 18, PSR de Izquierda 39, Bolchevique 166 y 83 indefinidos) indicaba que la mayoría de los constituyentes sería hostil al poder soviético.
¿Qué hacer ante una Constituyente que cuestionaba el carácter (clasista) del poder soviético surgido con la revolución? Este tipo de cuestiones no se dirime contando votos, y menos aun cuando el mensaje de las urnas está lejos de ser transparente e inequívoco. Como señala el historiador J.-J. Marie: “El voto SR refleja su antigua influencia en el mundo campesino más que su real fuerza en el momento. En definitiva, el 83% de los sufragios fue para quienes dicen ser socialistas, y sólo 7,5% a los partidos conservadores y liberales”. Y desde un cuadrante ideológico y político opuesto, O. Figes reconoce algo similar: “Los eseristas recibieron dieciséis millones de votos (el 38 % del total), en su mayor parte procedentes de los campesinos de la zona agrícola central y de Siberia”, pero “las papeletas no habían distinguido entre los eseristas de izquierda, que apoyaban la conquista del poder por los bolcheviques, y los eseristas de derecha, que la rechazaban”, y “no resulta por lo tanto claro en absoluto qué proporción del voto eserista se oponía al régimen bolchevique, aunque esta era la cuestión crucial en las elecciones [...] los campesinos estaban más o menos divididos a partes iguales entre los dos partidos”.
Por otra parte, el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (Bolchevique) había obtenido el respaldo de diez millones de votos, performance impresionante para una organización que apenas doce meses antes estaba en la clandestinidad, con unos pocos miles de militantes desorganizados por la represión. Obtuvieron un triunfo espectacular en Petrogrado, y resultados muy buenos en todas las grandes ciudades y centros industriales, en las guarniciones allí asentadas, en la Marina de Guerra y en los Ejércitos del frente occidental y norte. Con esta fuerza política (y militar) que no estaban dispuestos a dilapidar, los bolcheviques, que bien sabían que las revoluciones no se hacen contando votos, enfrentaban ahora el desafío inverso: evitar que un resultado electoral adverso liquidara la revolución en marcha.
Los enemigos del poder soviético se agruparon en la “Unión para la Defensa de la Asamblea Constituyente” y agitando la consigna “Todo el Poder a la Asamblea Constituyente” pretendieron ocupar de manera beligerante el Palacio en que debería sesionar, sin esperar la fecha y quórum establecidos. El Consejo de Comisarios del Pueblo los desalojó, clausuró algunos diarios provocadores, calificó al partido kadete como “enemigo del pueblo” y declaró que sus dirigentes eran “susceptibles de arresto y ser enjuiciados por el tribunal revolucionario”. Pero no puso obstáculos a que el PSR abriera un gran local en pleno centro de Petrogrado para preparar la Asamblea Constituyente que, según ellos, aseguraría la democracia. Tanto empeño puso en ello la dirección del PSR que, creyendo asegurada la lealtad de las masas campesinas, desatendieron su flanco izquierdo… ¡Hasta que se encontraron con la sorpresa de que el PSR de Izquierda los derrotara en el II Congreso Panruso de Sóviets Campesinos!
A la profesión de fe “constitucionalista” del PSR, es claro, los bolcheviques oponían una caracterización muy distinta: “la guerra civil ha comenzado por iniciativa y bajo la dirección del partido cadete (...) estado mayor político de todas las fuerzas contrarrevolucionarias”. Y encomendaron a Lenin la elaboración de un documento que fijara con claridad la política del partido: las “Tesis sobre la Asamblea Constituyente”, que se publicaron el 13 de diciembre. Allí reitera que “la República de los Sóviets es una forma de democracia superior a la república burguesa ordinaria y su Asamblea Constituyente”, explica que los resultados electorales no reflejaron el desplazamiento hacia la izquierda de las masas, y denuncia que “demócratas constitucionalistas y kaledinistas” han iniciado la guerra civil, lo que elimina la posibilidad resolver los graves problemas planteados “por una vía democrática formal”. En estas condiciones y para posibilitar “una solución indolora”, la Asamblea Constituyente debería reconocer que el pueblo tiene derecho a revocar y reelegir constituyentes y también “el Poder de los Sóviets, la revolución soviética y su política en el problema de la paz, de la tierra y del control obrero”. En suma: “la crisis con motivo de la Asamblea Constituyente sólo podrá resolverse por vía revolucionaria, con las medidas revolucionarias más enérgicas, rápidas, firmes y resueltas del Poder de los Sóviets para combatir la contrarrevolución demócrata constitucionalista y kaledinista”. Esta política se plasmó en la “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado”, aprobada por el CEC de los Soviets el 3 de enero de 1918 para ser presentada como proyecto de resolución en la Constituyente misma.
Fijada la postura de los bolcheviques, el Partido Socialista Revolucionario de Izquierda, en su congreso fundacional (iniciado el 19 de noviembre) reajustó la suya. María Spiridonova reconoció autocríticamente que también ellos habían creído que la Constituyente era la “coronación de la revolución”, pero comprendían ahora que en realidad “las maniobras parlamentarias, sus largas resoluciones, los debates interminables, las monótonas votaciones y todo eso... no tiene nada que ver con la liberación social de la humanidad”. Por el contrario, “los Sóviets que son creación del pueblo trabajador y defienden sus verdaderos intereses, tienen derecho a exigir una genuina constituyente obrera dotada de todo el poder ejecutivo y legislativo”. El PSR de Izquierda resolvió que sólo apoyaría la Asamblea Constituyente si esta reconocía el poder obrero-campesino según lo resuelto por el Congreso de los Sóviets. Los Maximalistas y otros agrupamientos revolucionarios menores, así como los anarquistas, adoptaron posiciones más o menos similares o convergentes.
El Congreso del POSDR (Menchevique) desplazó a la dirección de derecha y adoptó la caracterización (propuesta por Mártov) de que la Revolución de Octubre estaba “históricamente justificada” y que su plataforma era correcta... Pero a esta postura de principios seguía una política zigzagueante: insistían reclamar un gobierno de todos los partidos socialistas; llamaba a participar en los Sóviets “que no fueran meros instrumentos de los bolcheviques”, afirmando al mismo tiempo que “todo el poder del Estado corresponde a la Asamblea Constituyente” para concluir declarándose “neutrales ante los estallidos de violencia entre los bolcheviques y sus enemigos”.
Los Cadetes, ya estaba claro, apostaban todas sus fichas al desarrollo del Ejército Blanco y trataban de arrastrar a todo el PSR a la misma posición.
Un fallido intento de asesinar a Lenin el 1 de enero de 1918 agudizó la tensión, se impuso la ley marcial y la custodia de edificios y lugares estratégicos en la capital. El 5 por la mañana hubo una multitudinaria manifestación de respaldo a la Constituyente, baleada por un pelotón del gobierno provocando una decena de muertes y numerosos heridos. A pesar de este grave incidente, pocas horas después los constituyentes ingresaran sin dificultad al fuertemente custodiado Palacio Táurida.
Abierta la sesión, Sverdlov, con serena autoridad, se adelantó a los prolegómenos formales y, en calidad de presidente del CEC de los Sóviets, presentó a la Asamblea la “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado”. El proyecto reafirmaba los principios básicos del poder soviético, pero al ponerlo en discusión se ofrecía un marco (ciertamente condicionado, pero real) al trabajo de la Constituyente.
Dejándose llevar por una mezcla de soberbia, cretinismo constitucional y odio los bolcheviques, el bloque socialista de derecha optó por ignorar el gesto y el proyecto del CEC y designó presidente del cuerpo a Chernov, que pronunció un larguísimo discurso: con reverencias formales al socialismo, sustancialmente antisoviético y ajeno a la dramática realidad de Rusia. Le respondió con dureza Bujarin denunciando lo engañoso de esa postura: “¿Con quién estáis vosotros? ¿Con Kaledin y con la burguesía, o con los obreros, soldados y campesinos? ¿A quién queréis entregar ahora mismo el poder?”. Los constituyentes bolcheviques decidieron retirarse “para transferir al Poder soviético la solución definitiva del problema de la actitud a adoptar ante la parte contrarrevolucionaria de la Asamblea Constituyente”. Similar actitud adoptó luego el bloque de los SRs de izquierda.
Sin quórum, sin público y sin autoridad, quienes permanecieron en el recinto continuaron con sus discursos hasta que, avanzada la madrugada del 6 de enero, la Guardia Roja (conducida por el marinero anarquista Zheleznikov) les “pidió” que se retiraran. Y no volvieron a reunirse, porque horas después, el gobierno disolvió esa Constituyente intempestiva, superada por la revolución y la acción colectiva de obreros y campesinos, para atender inaplazables cuestiones de extrema gravedad: esa semana había comenzado la sangrienta contrarrevolución en Finlandia, se agudizaba el enfrentamiento con la Rada ucraniana y el 8 de enero un plenario extraordinario debía decidir qué hacer ante el estancamiento de las negociaciones en Brest-Litovsk.
Se suele esgrimir a la disolución de la Constituyente como prueba acabada del totalitarismo bolchevique. No es así: más allá de lo sumario del procedimiento, fue una medida sustancialmente democrática, acorde a las necesidades prácticas y demandas de la inmensa mayoría de la población, sobre todo de los campesinos, lanzados a ocupar las tierras de la nobleza y urgidos por salir de la guerra. Anweiler, en general muy crítico del bolchevismo, explica que la ausencia de protestas populares ante la clausura de la Constituyente no se debió al temor, sino a que el gobierno soviético se había anticipado al encarar las vitales cuestiones de la paz y la tierra. Para las masas, la “Asamblea Constituyente” había pasado a ser algo lejano y abstracto. Las medidas prácticas del gobierno importaban mucho más que los discursos en una institución carente de poder. “Obreros, soldados y campesinos consideraban a los Sóviets como ‘sus’ organismos y no estaban dispuestos a movilizarse contra ellos”.
Cuatro días después de clausurada la Constituyente, el 10 de enero de 1918, se reunieron el III Congreso Panruso de Sóviets de Obreros y Soldados y el III Congreso Panruso de Sóviets Campesinos que casi de inmediato se fusionaron. Y fue este Congreso Unificado de los Sóviets de toda Rusia el que aprobó la “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado” que la Constituyente había ignorado (y sirvió de base para la redacción de la Constitución de la República Socialista Soviética Federativa Rusa, promulgada en julio de 1918). El Congreso eligió un Comité Ejecutivo Central más amplio, representativo y diverso: 160 bolcheviques, 125 SRs de izquierda, 7 maximalistas, 3 mencheviques internacionalistas, 2 mencheviques, 7 SRs de derecha, 3 anarquistas…
(Continuará)....