22/12/2024
Por Löwy Michael
El espíritu del 68 es un brebaje potente, una mezcla condimentada y embriagadora, un cóctel explosivo compuesto por diversos ingredientes. Uno de sus componentes –y no el menor– es el romanticismo revolucionario, es decir, una protesta cultural contra los fundamentos de la civilización industrial/capitalista moderna, su productivismo y su consumismo, y una asociación singular, única en su género, entre subjetividad, deseo y utopía –el “triángulo conceptual” que define a 1968, según Luisa Passerini (2002: 12-22)–.
El romanticismo no es solo una escuela literaria de comienzos del siglo XIX –como todavía podemos leer en numerosos manuales–, sino una de las principales formas de la cultura moderna. En tanto estructura sensible y visión del mundo, se manifiesta en todas las esferas de la vida cultural –literatura, poesía, arte, música, religión, filosofía, ideas políticas, antropología, historiografía y las otras ciencias sociales–. Surge hacia mediados del siglo XVIII –se puede considerar a Rousseau como “el primero de los románticos”–, continúa con el romanticismo temprano (Frühromantik) alemán, Hölderlin, Chateaubriand, Hugo, los prerrafaelistas ingleses, William Morris, el simbolismo, el surrealismo y el situacionismo, y todavía está entre nosotros a comienzos del siglo XXI. Se lo puede definir como una revuelta contra la sociedad capitalista moderna, en nombre de valores sociales y culturales del pasado, premodernos, y una protesta contra el desencanto moderno del mundo, la disolución individualista/competitiva de las comunidades humanas, y el triunfo de la mecanización, mercantilización, cosificación y cuantificación. Desgarrado entre su nostalgia del pasado y sus sueños del futuro, puede adquirir formas regresivas y reaccionarias, que proponen un retorno a las formas de vida precapitalista, o una forma revolucionaria/utópica, que no preconiza un retorno, sino un desvío por el pasado hacia el futuro; en ese caso, la nostalgia del paraíso perdido se inviste con la esperanza de una nueva sociedad.[1]
Entre los autores más admirados por la generación rebelde de los años de 1960, se pueden encontrar cuatro pensadores que pertenecen, sin ninguna duda, a la tradición romántica revolucionaria, y que intentaron combinar, como una generación antes los surrealistas –cada uno a su manera, individual y singular–, la crítica marxista y la romántica de la civilización: Henri Lefebvre, Guy Debord, Herbert Marcuse y Ernst Bloch. Mientras que los dos primeros contaban con la simpatía de los rebeldes franceses, el tercero era mejor conocido en los EEUU y el último, en Alemania. Por supuesto, la mayoría de los jóvenes que tomaron las calles en Berkeley, Berlín, Milán, París o México nunca leyeron a esos filósofos, pero sus ideas eran difundidas, de mil y una maneras, en los panfletos y las consignas del movimiento. Esto corresponde especialmente, en Francia, para Debord y sus amigos situacionistas, a quienes el imaginario del Mayo del 68 les debe algunos de sus sueños más audaces y algunas de sus fórmulas más impactantes (“La imaginación al poder”). Sin embargo, la “influencia” de estos pensadores no es lo que explica el espíritu del 68, sino más bien lo contrario: la juventud rebelde buscaba autores que pudieran proveer ideas y argumentos para su protesta y para sus deseos. Entre ellos y el movimiento hubo, en el curso de los años de 1960 y 1970, una especie de “afinidad electiva” cultural: se descubrieron unos a otros y se influyeron de manera mutua, en un proceso de reconocimiento recíproco.[2]
En su notable libro sobre Mayo del 68, Daniel Singer capturó perfectamente la significación de los “acontecimientos”:
Fue una rebelión total, que no puso en cuestión tal o cual aspecto de la sociedad existente, sino sus objetivos y sus medios. Se trataba de una revuelta mental contra el estado industrial existente, así como contra su estructura capitalista y contra el tipo de sociedad de consumo que creó. Esto va la par con una repugnancia impactante hacia todo lo que venía desde arriba, contra el centralismo, la autoridad, el orden jerárquico (Singer, 1970: 21).
El Gran Rechazo –expresión que Marcuse tomó de Maurice Blanchot– de la modernización capitalista y del autoritarismo define bien el ethos político y cultural del Mayo del 68 así como, probablemente, sus equivalentes en los EEUU, México, Italia, Alemania, Brasil y en otros lugares.
Hay que destacar que estos movimientos no fueron motivados por una crisis cualquiera de la economía capitalista; por el contrario, fue la época llamada de los “treinta gloriosos” (1945-1975), años de crecimiento y prosperidad capitalista. Esto es importante para evitar la trampa de esperar revueltas anticapitalistas solamente –o, sobre todo– como resultado de una recesión o de una crisis más o menos catastrófica de la economía: ¡no hay correlación directa entre las alzas y bajas de la Bolsa y la subida o caída de las luchas –o de las revoluciones– anticapitalistas! Creer lo contrario sería una regresión hacia el tipo de “Marxismo” economicista que predominaba en la Segunda y Tercera Internacional.
Limitaré mis comentarios al caso francés, que conozco mejor. Si se toma, por ejemplo, el célebre panfleto distribuido, en marzo de 1968, por Daniel Cohn-Bendit y sus amigos, “¿Por qué sociólogos?”, se encuentra allí el rechazo más explícito de todo lo que se presenta bajo el rótulo de “modernización”; esta es identificada como planificación, racionalización y producción de bienes de consumo de acuerdo con las necesidades del capitalismo organizado. Diatribas análogas contra la tecno-burocracia industrial, la ideología del progreso y de la rentabilidad, los imperativos económicos y las “leyes de la ciencia” están presentes en muchos documentos de la época. El sociólogo Alain Touraine, un observador distanciado del movimiento, da cuenta –para usar conceptos de Marcuse– de este aspecto del Mayo del 68: “La revuelta contra la ‘unidimensionalidad’ de la sociedad industrial, administrada por los aparatos económicos y políticos, no puede estallar sin implicar aspectos ‘negativos’, es decir, sin oponer la expresión inmediata de los deseos a las exigencias, que se daban por naturales, del crecimiento y la modernización” (Touraine, 1969: 224).[3] A esto se debe agregar la protesta contra las guerras imperialistas y/o coloniales, y una potente ola de simpatía –no sin ilusiones “románticas”– hacia los movimientos de liberación de los países del Tercer Mundo. Finalmente, lastbutnotleast, en muchos de estos jóvenes militantes, una profunda desconfianza hacia el modelo soviético, considerado como un sistema autoritario/buroctático y, para algunos, como una variante del mismo paradigma de producción y consumo del Occidente capitalista.
El espíritu romántico de Mayo del 68 no está compuesto solo de “negatividad”, de revuelta contra un sistema económico, social y político, considerado inhumano, intolerable, opresor y filisteo, o de actos de protesta tales como el incendio de los automóviles, esos símbolos despreciados de la mercantilización capitalista y del individualismo posesivo.[4] También está cargado de esperanzas utópicas, de sueños libertarios y surrealistas, de “explosiones de subjetividad” (Luisa Passerini); en suma, de lo que Ernst Bloch denominaba Wunschbilder, “imágenes de deseo”, que no solo están proyectadas hacia un fututo posible, una sociedad emancipada, sin alienación, cosificación u opresión (social o de género), sino también inmediatamente experimentadas en diferentes formas de práctica social: el movimiento revolucionario como una fiesta colectiva y como creación colectiva de nuevas formas de organización; el intento de inventar comunidades humanas libres e igualitarias, la afirmación compartida de su subjetividad (sobre todo entre las feministas); el descubrimiento de nuevos métodos de creación artística, desde los posters subversivos e irreverentes hasta las inscripciones poéticas e irónicas en las paredes.
La reivindicación del derecho a la subjetividad estaba inseparablemente vinculada al impulso anticapitalista radical que atravesaba, de un extremo al otro, el espíritu del Mayo del 68. Esta dimensión no debe ser subestimada: permitió la –frágil– alianza entre los estudiantes, los diversos grupúsculos marxistas o libertarios y los sindicatos que organizaron –a pesar de sus direcciones burocráticas– la mayor huelga general de la historia de Francia.
En su importante obra sobre “el nuevo espíritu del capitalismo”, Luc Botanski y Eve Chiapello distinguen entre dos tipos –en el sentido weberiano del término– de crítica anticapitalista –cada uno con su combinatoria compleja de emociones, sentimientos subjetivos y análisis teóricos– que, de una manera o de otra, convergieron en el Mayo del 68: 1) la crítica social, desarrollada por el movimiento obrero tradicional, que denuncia la explotación de los trabajadores, la miseria de las clases dominantes y el egoísmo de la oligarquía burguesa, que confisca los frutos del progreso; 2) la crítica artista, que se refiere a valores y opciones de base del capitalismo, y que denuncia, en nombre de la libertad, un sistema que produce alienación y opresión (Boltanski&Chiapello, 1999: 244-245).
Examinemos más de cerca lo que Boltanski y Chiapello comprenden bajo el concepto de crítica artista del capitalismo: una crítica del desencanto, de la inautenticidad y la miseria de la vida cotidiana, de la deshumanización del mundo por la tecnocracia, de la pérdida de autonomía; finalmente, del autoritarismo opresivo de los poderes jerárquicos. En lugar de liberar las potencialidades humanas para la autonomía, la autoorganización y la creatividad, el capitalismo somete a los individuos a la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental y de la mercantilización del mundo. Las formas de expresión de esta crítica son tomadas del repertorio de la fiesta, el juego, la poesía, la liberación de la palabra, mientras que su lenguaje está inspirado en Marx, Freud, Nietzsche y el surrealismo. Es antimoderna, en la medida en que insiste en el desencanto, y modernista, cuando pone el acento en la liberación. Estas ideas ya se pueden encontrar en los años de 1950 en los pequeños “grupos de vanguardia” artística y política –como “Socialismo o Barbarie” (Castoriadis, Claude Lefort) o el situacionismo (Guy Debord, Raul Vaneigem)– antes de que ellas explotaran abiertamente en la revuelta estudiantil en 1968 (ibíd.: 245, 246, 86).
En realidad, lo que Boltanski y Chiapello denominan “crítica artística” es fundamentalmente el mismo fenómeno que yo denomino crítica romántica del capitalismo. La principal diferencia es que los dos sociólogos intentan explicarlo por “un modo de vida bohemio”, por los sentimientos de artistas y de dandis, formulados de manera ejemplar en los escritos de Baudelaire (ibíd.: 83s.). Esto me parece un abordaje demasiado estrecho: lo que denomino romanticismo anticapitalista no solo es más antiguo, sino que tiene una base social mucho más amplia. No solo está implantado en los artistas, sino también entre los intelectuales, estudiantes, mujeres y toda clase de grupos sociales cuyo estilo de vida y cultura son afectados de manera negativa por el proceso destructor de la modernización capitalista.
El otro aspecto problemático del ensayo, por lo demás notable por la riqueza de sus proposiciones, de Bultanski y Chapello, es su intento de demostrar que, en el curso de los últimos decenios, la crítica artista, al separarse de la crítica social, fue integrada y recuperada por el nuevo espíritu del capitalismo, por su nuevo estilo de administración, basado en los principios de flexibilidad y libertad, que propone una mayor autonomía en el trabajo, más flexibilidad, menos disciplina y menos autoritarismo. Una nueva élite social, a menudo activa en los años de 1960 y atraída por la crítica artista, rompió con la crítica social del capitalismo –considerada como “arcaica” y asociada a la vieja izquierda comunista– y adhirió al sistema, ocupando posiciones directivas (ibíd.: 283-287).
Por supuesto, hay mucho de verdad en este cuadro, pero, más que una continuidad lisa y sin contrastes entre los rebeldes del 68 y los nuevos administradores, o entre los deseos y las utopías de Mayo y la última ideología capitalista, veo una profunda ruptura ética y política –a veces en la vida del mismo individuo–. Lo que se perdió en ese proceso, esta metamorfosis, no es un detalle, sino lo esencial: el anticapitalismo… Una vez despojado de su contenido anticapitalista propio –diverso de aquel de la crítica social–, la crítica artista o romántica deja de existir en tanto tal, pierde toda significación y se convierte en un simple ornamento. Por supuesto, la ideología capitalista puede integrar elementos “artistas” o “románticos” en su discurso, pero previamente fueron vaciados de cualquier contenido social significativo para convertirse en una forma de publicidad. Hay poco en común entre la nueva “flexibilidad” industrial y los sueños utópicos libertarios del 1968. Hablar, como lo hacen Boltanski y Chiapello, de un “capitalismo izquierdista” (ibíd.: 290) me parece un contrasentido, una contradictio in adjecto.
¿Cuál es hoy, entonces, la herencia del 68? Se puede estar de acuerdo con Perry Anderson en que el movimiento fue ampliamente vencido, que varios de sus participantes y dirigentes se volvieron conformistas y que el capitalismo –en su forma neoliberal–, en el curso de los años de 1980 y 1990, no solo se convirtió en triunfador, sino en el único horizonte de lo posible.[5] Pero me parece que asistimos, en el curso de los últimos años, al auge, a escala planetaria, de un nuevo y vasto movimiento social, con un fuerte componente anticapitalista. Por su puesto, la historia nunca se repite, y sería tan vano como absurdo esperar un “nuevo Mayo del 68”, en París o en otros lugares: cada nueva generación rebelde inventa su propia y singular combinatoria de deseos, utopías y subjetividades.
La movilización internacional contra la globalización neoliberal, inspirada por el principio de que “el mundo no es una mercancía”, que tomó las calles en Seattle, Praga, Porto Alegre, Génova es, de manera inevitable, muy diferente de los movimientos de los años de 1960. Está lejos de ser homogénea: mientras que sus participantes más moderados o pragmáticos aún creen en la posibilidad de regular el sistema, una amplia sección del “movimiento de los movimientos” es abiertamente anticapitalista, y en sus protesta se puede encontrar, como en el 68, una fusión única entre las críticas romántica y marxista del orden capitalista, de sus injusticias sociales y su avidez mercantil. Sin duda, se pueden percibir ciertas analogías con los años de 1960 –la potente tendencia antiautoritaria o libertaria–, pero también diferencias importantes: la ecología y el feminismo, que eran todavía incipientes en Mayo del 68, ahora son componentes centrales de la nueva cultura radical, mientras que las ilusiones en el “socialismo realmente existente” –ya sea soviético o chino– prácticamente desaparecieron.
Este movimiento recién comienza, y es imposible prever cómo se desarrollará, pero ya cambió el clima intelectual y político en ciertos países. Es realista, es decir, pide lo imposible…
Bibliografía
Boltanski, Luc / Chiapello, Eve, Le nouvel esprit du capitalisme. París: Gallimard, 1999.
Feenberg, Andrew, “Remembering the May events”. En: Theory and Society 6 (1978).
Lefebvre, Henri, Vers le cybernanthrope. París: Denoël, 1971.
Löwy, Michael, Rédemption et Utopie. Le Judaïsme libertaire en Europe centrale, une étude d’affinité éléctive. París: Presses Universitaires de France, 1986.
/ Sayre, Robert, Révolte et Mélancolie. Le romantisme à contre-courant de la modernité. París: Payot, 1992.
Passerini, Luisa, “‘Uotpia’ and Desire”. En: Thesis Eleven 68 (febrero de 2002).
Singer, Daniel, Prelude to Revolution. France in May 1968. Nueva York: Hill and Wang, 1970.
Touraine, Alain, Le Mouvement de Mai ou le Communisme utopique. París: Seuil, 1969.
* Título original: “Le romantisme révolutionnaire de Mai 68”. Enviado por el autor para su publicación en este número 61 de Herramienta. Traducción del francés de Silvia Nora Labado.
** Michael Löwy es Director de investigación emérito en el Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigación Científica); fue profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales). Sus obras han sido publicadas en 24 idiomas. Entre sus libros más recientes se encuentran Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa central (1988); Rebelión y melancolía. El romanticismo como contracorriente de la modernidad (1992); Walter Benjamin: aviso de incendio (2001); Kafka, soñador insumiso (2004); Sociologías y religión. Aproximaciones insólitas (2009); Ediciones Herramienta y El Colectivo publicaron, en 2010, su libro La teoría de la revolución en el joven Marx y en 2011, Ecosocialismo, la alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista. Es miembro del Consejo Asesor de la Revista Herramienta, donde ha realizado numerosas contribuciones. Se encuentra actualmente en prensa en Ediciones Herramienta su libro, publicado en colaboración con Olivier Besancenot, Afinidades revolucionarias. Nuestras estrellas rojas y negras. Por una solidaridad entre marxistas y libertarios.
[1] Sobre este tema, véase Löwy/Sayre, 1992.
[2]Remito al análisis del concepto de afinidad electiva en Löwy, 1986.
[3]Véase también el interesante artículo Feenberg (1978).
[4]Esto es lo que escribía Henri Lefebvre en un libro publicado en 1967: “En esta sociedad en la que la cosa tiene más importancia que el hombre, hay un objeto rey, un objeto conductor: el automóvil. Nuestra sociedad, denominada industrial, o técnica, tiene este símbolo, objeto de prestigio y de poder. […] El coche es un instrumento incomparable y, tal vez, irremediable, en los países neocapitalistas, de deculturación, de destrucción desde el interior del mundo civilizado” (Lefebvre, 1971: 14).
[5] Me refiero a las intervenciones orales de P. Anderson en debates en ocasión de un seminario sobre el Mayo Francés en Florencia, que dio lugar a la publicación de un número de la revista Thesis Eleven.