“La memoria de la mayoría de los hombres es un cementerio abandonado, en el que yacen sin honor muertos que ya no se aman” (Yourcenar, 1974: 228). Adriano aparta a Antinoo de este destino; “Antinoo estaba muerto”; sin embargo, “Antinoé iba a nacer” (Yourcenar, 1974: 217). Todo es imagen del joven muerto: la ciudad que se le consagra, las esculturas. Adriano lo hace renacer.
También el filósofo Ernst Bloch construye su ciudad contra el cementerio abandonado del olvido. No yace en este su mujer, Else Bloch-von Stritzki. Bajo otra especie, con palabras que repiten el encantamiento de un relato maravilloso, ella logra revivir en el diario que Bloch le dedica entre enero de 1921 y noviembre de 1922.
I
Else logra sustraerse al olvido. Logra lo extraordinario. Su persistencia, no obstante, ya estaba contenida en su ser. La memoria se corresponde con el irrecuperable pasado. Else participa de una naturaleza excepcional, habita en un Märchen. De estos toma su nombre. “ [...]la llamaba a menudo ‘Sternhaler’ y tenía razón” (Bloch, 1978: 46). Lleva a los otros a su propio universo. “Le doy a Usted espiritualmente mis dos manos y le digo: No la olvidaré nunca. Siempre pensaré en usted. Usted es mi ‘Märchen’” (Bloch, 1978: 35). Los recuerdos son concéntricos ([...]todo es concéntrico”, Bloch, 1978: 28). La experiencia de los que estuvieron próximos a Else se repite. Todos ven su esencia clara, su cualidad diferente. “Ella [...] llevaba la luz” (Bloch, 1978: 33). Ella era la luz eterna. Pertenecía a un mundo distinto, era parte de otro mundo. Else no logra solamente rehuir al olvido. También hace posible que cualquiera perciba su singularidad y la recuerde tal como era, sin traicionarla. Mucho escribieron acerca de ella, “palabras sumamente no convencionales, en parte provenientes de personas convencionales” (Bloch, 1978: 28). Todos, como afirma Bloch, coinciden en su experiencia de luz, en su ser propio de otro mundo.
El diario es pertinaz en indicios de esta cualidad única. Tanto sus palabras como las de quienes la conocieron dan testimonio de esto. Las descripciones de la mujer muerta la divinizan, la sustraen de su cuerpo incluso antes de que este se extinga. Else aparece, para Bloch y para los otros, habitada por su destino; viva es mucho más de otro mundo que de este. La mujer cotidiana, cuyos pasos resuenan, que escribe pequeñas notas, que incluso se enfurece está sí perdida para siempre. Bloch busca lo absoluto; por eso, para él, Else es el prodigio de lo eterno.
II
Hay, en este diario, horror de la naturaleza. Al universo natural pertenece la muerte y es de la muerte que se huye. El cuerpo enfermo, el cuerpo muerto están en silencio. Solo algunas ocasionales menciones. Hubo dolor físico, convivencia con el dolor. Luego, los restos. Al lado de su tumba “muy poco recuerda a ella” (Bloch, 1978: 45). Al lado de su cuerpo en descomposición no se ve ni oye nada. Donde está enterrada Else, ella no está. “Siento, cuando estoy de pie al lado de su tumba, que no estoy esencialmente más cerca de ella que en otro lugar” (Bloch, 1978: 45).
Bloch no habla del cuerpo de Else. Lo olvida. Las imágenes que la evocan la muestran etérea, pura luz. Luego de la muerte, parece recuperar su destino. O, tal vez, Bloch le atribuye la existencia con la que puede convivir, que puede nombrar. Excluye la materia, su finitud. Queda el esplendor. Sin embargo, también la naturaleza puede evocar a Else. Para reconciliarla con el universo natural es necesario, entonces, permitirle que permanezca en lo que todavía está vivo. En su tumba no todo es silencio; allí está el pequeño álamo que la indica. Más adelante habrá, sobre una tabla de madera, algunas flores pintadas, sus flores predilectas: la mimosa amarilla y rosas y calas, la lila judía. Estos brotes inconmovibles escapan a la decadencia que los verdaderos, los que están en la tierra, padecen; de la misma manera, la imagen de Else que Bloch hace enmarcar, la que la muestra tal como ella es, logra destruir la caducidad. “Ahora veo a la muchacha alegre, pía, misteriosa siempre delante de mí sobre la mesa de trabajo; su mirada se convierte ahora en mi vida más auténtica y acompañará y bendecirá mi trabajo” (Bloch, 1978: 37). La naturaleza arrebató el cuerpo; la muerte ganó. No obstante, las imágenes están en el lugar de lo perdido, y lo evocan. El recuerdo, además, reconcilia a Else con el mundo natural: afín con su cualidad perenne, Else viva estaba ligada a una temporalidad cíclica. El proceso de su enfermedad se corresponde con las estaciones del año; mientras algo se extingue, otros signos de vida vuelven a surgir. En 1920, Else deja el hospital en el que había estado durante la primavera y el verano: “ [...]en otoño vuelvo a venir y entonces moriré” (Bloch, 1978: 20). Las estaciones se suceden y devuelven lo que se pudieron haber llevado. Al fundirse con el tiempo natural, la muerte pierde su violencia; en la vejez, los hombres la miran con naturalidad: el espanto es para los otros. Else, que desaparece en silencio, es como una mujer vieja, que ya sacó de su cuerpo todo lo vital que había en él: “[...] su muerte fue tan leve y [...] un adormecimiento como solo sucede con personas muy ancianas; algo asociado con la muerte por debilidad senil. Agonía, solo en los últimos minutos, pero muy verosímilmente, más inconciencia o, al menos, una turbación de la conciencia intensamente creciente; un apagarse” (Bloch, 1978: 22).
El pasaje de un estado a otro se produce de un modo sereno, se desvanece. Como las consecuencias del devenir son inevitables, se lo naturaliza. También, en otro gesto pretendidamente utópico, se lo niega. Abolida la temporalidad, el pasado se vuelve presente y Else habita en ambos. Ya no es una mujer vieja: también es niña, es joven. “Es para mí [...] una dicha y lo más hermoso y apropiado que pudo y debió ocurrir que todavía llegaran los últimos meses con Else. Vividos como si fueran los primeros y los últimos al mismo tiempo; al mismo tiempo infancia, primer amor y la edad muy vieja, en común” (Bloch, 1978: 20). La experiencia se unifica y el tiempo pierde su carácter secuencial; escapada del devenir, la vivencia hace coincidir todos los tiempos. Y la mujer prodigiosa también está habituada a vivir en esta afinidad con lo eterno. “Te beso –escribe a Bloch–como siempre, y te agradezco por todo y sigo siendo tu mujer, tu madre, a veces tu niña” (Bloch, 1978: 27). Este recurso para la esperanza tiene, al igual que la naturaleza, su aspecto temible: lo monstruoso de la muerte, por un lado; por otro, la perpetuación de la pena. El tiempo se fija no solo para detener el proceso que lleva a la destrucción sino también para manifestar la uniformidad de la agonía. “[...] luego en Munich los últimos meses, mañana, mediodía y atardecer al mismo tiempo, bajo ese brillo se fue ella de mí” (Bloch, 1978: 21). Los ciclos recurrentes –otoño, invierno, primavera– vuelven a traer mucho pero no todo; en el lugar vacío de lo perdido, la naturaleza aproxima como sustituto insuficiente el recuerdo. “ [...]nuevamente otoño y recuerdo. Recuerdo el temprano otoño de hace un año; cómo nosotros en Garmisch volvimos a recuperar la confianza y volví a aprender el trabajo” (Bloch, 1978: 46). En el otoño anterior todavía se reparaba algo: la esperanza, el placer del trabajo. El otoño actual, en cambio, significa por el pasado: el reencuentro, la experiencia del ‘una vez más’ no puede proyectarse hacia adelante; trae en sí lo mismo y lo que ya no está. Del mismo modo, el intento de revivir lo que fue presente y ya no lo es muestra ostensiblemente las grietas de lo actual. La voz de Else en presente descubre que este hoy es una mueca trunca del que fue. “Me estremezco cuando ahora escribo el profundamente significativo presente, lo sustraído al tiempo de su afirmación: ‘Permanezco con buenos deseos para ti y dejo entonces entonces solo los viejos vestidos y regreso con otros hermosos’” (Bloch, 1978: 27). Esta nota, que pertenece a los siete años y medio vividos juntos, es un talismán que sobrevive a lo extinguido. Para Bloch, luego del fin de Else, en cada momento puede aparecer un vestigio de esos años que vuelve claro que los ciclos siguientes son una experiencia empobrecida. “Cuán inconcebible es, sin embargo, que no vea ya a Else ni siquiera una vez y que sepa que aquí abajo ya no la veré. Y cuán inadecuadamente representan lo eterno de nuestra relación los cortos siete años y medio que he pasado con ella; otros siete años y medio y otros y quizás otros [...] ¿Y siempre sin Else?” (Bloch, 1978: 39).
No solo las reliquias encontradas –una nota, un vestido, un papel brillante– reenvían al pasado. También el espacio está habitado por los recuerdos y esta proclividad hacia el reconocimiento de lugares se muestra afín con el impulso por suspender el devenir: el espacio es testigo del pasado, en el espacio está el pasado. Como en Riga, Else existe en los sitios que visitaba. “ [...]y luego la calle de San Nicolás, con la conciencia de que aquí cada piedra la conoció y de que todo esto que la conoció la recuerda” (Bloch, 1978: 50). Como en un banco o cerca de una mesa, que se reencuentran ahora con uno solo de sus antiguos visitantes.“Fui a almorzar –por primera vez desde aquel tiempo– al Rathauskeller, al lado de la que era nuestra mesa –que estaba ocupada–; tal vez, sin duda, era también la mesa, a la que me senté, nuestra mesa. [...] recorrí de nuevo el camino hacia Schäftlarnm, hacia el banco en el que la había besado por primera vez y tomé en este camino una pequeña flor que llevé para su retrato” (Bloch, 1978: 44). Al igual que el tiempo cíclico, el espacio se enlaza con el pasado; ambos, aunque afincados en la contradicción entre lo actual y lo vivido, hacen de la evocación un apagado ensueño. Los sitios, no obstante, lo mismo que los momentos, tienen asimismo un inequívoco desdén por la ilusión. La muerte no solo es dejar de estar presente sino también es estar en otra orilla, a donde no hay modo de llegar. “Desde que Else murió, no le temo a nada más” (Bloch, 1978: 13). El rastro, por su parte, deja de significar cuando se habla de este lugar desconocido. “[...] aquí había un vestido arrojado; nada más brillaba allí; Else, la esencia de Else, era perceptible en otro lugar” (Bloch, 1978: 22).
III
Como el tiempo, como el espacio, la imagen de Else abriga en su interior una antítesis. Portadora de lo absoluto, el ser excepcional de esta mujer se combina con lo irrefutable de no volver a ser: aunque perdurable (“Nadie que hubiera visto su risa podía jamás olvidarla”, Bloch, 1978: 13); aunque incondicional (“Muy rara vez fue un ser humano tan amado como yo por ella; ninguno fue más y más profundamente amado”, Bloch, 1978: 13), Else se asocia con la negación categórica: nunca, nunca más; la reiteración, el ‘nuevamente’ que recorre todo el texto de Bloch se convierte en su opuesto:“Se me ocurre una sola cosa; entonces el ‘nunca más’ es aterrador” (Bloch, 1978: 15). La pérdida que contiene este fin es tanto mayor cuanto se trata del fin de una rara felicidad: es el inapelable jamás de un estado de gracia, de un ser que necesita ser nombrado tangencialmente, por desplazamientos y sustituciones, porque lo singular extenúa la expresión. Así lo entiende Emmy Hennig, cuya voz resuena también en Bloch: “Usted sabe que existen límites que escapan a una palabra. Suena tan pobre cuando le digo: ‘La quiero’. Imagínese la fascinación que hay detrás de estas dos palabras, y tendrá un destello del brillo que usted misma, querida señora, ha intentado en mí” (Bloch, 1978: 35). Enfrentado con esta mujer eterna, el lenguaje se revela carente; sin embargo, también aquí se guarda una promesa de recuperación. Frente a los vencidos están los que confían en la narración de lo vivido: el piano que se cierra y que nunca más se abre, para que nadie ya toque en él, en “Mozart auf der Reise nach Prag”, de Mörike; el pánico en la oscuridad de la noche y la luz de la que también emana calma, del diario de Tolstoi; la conmemoración del padre en el capítulo inicial del Grüner Heinrich. Bloch pasa las páginas de la literatura, busca en estas una morada habitable. Como para Tolstoi, para él la noche se vuelve día: “[...] su sonrisa se encuentra al final y lo ilumina” (Bloch, 1978: 24). Como el personaje de Keller, él tiene a quien adorar. “Else, en la muerte, que elimina todos los conceptos heredados, ordenados, me devuelve a aquel lugar en que el Grüner Heinrich ve a su padre, lo siente y lo venera” (Bloch, 1978: 25). Así, Else vuelve a vivir gracias a este extraño don que tiene la literatura de darles voz a los enmudecidos. La persistencia, por otro lado, está en la propia subjetividad. En “Grund in der Liebe”, texto que Bloch agradece haber escrito mientras ella aún vivía, afirma que “[e]l amor, en verdad, transforma al ser humano en lo que ama” (Bloch, 1985: 359). Lejos de negarlo, el diario es un continuo testimonio de este poder transfigurador: Else no es solamente un ser milagroso; puede, además, comunicar algo de su cualidad mágica a los otros. Bloch también es Else (“Ella está sin cesar en mí, en cada experiencia, hecho, pensamiento [...] esto está verosímilmente unido a la eternidad”, Bloch, 1978: 16); Else transfigura a Bloch (“[...] qué gran transformación experimenté yo en ella, y qué sólido beneficio, amplitud, grandeza, profundidad para mi trabajo”, Bloch, 1978: 42). No se trata, entonces, de una experiencia incomunicable sino más bien de algo definitivamente perdido. La ubicuidad de Else desmiente las preguntas que el joven Lukács se plantea en torno a la muerte de una persona: Alguien ha muerto –afirma el filósofo húngaro–.“¿Quién era? Lo mismo da. ¿Quién sabe lo que era para el otro, para cualquiera, para el más próximo suyo, para el más extraño? ¿Estuvo alguna vez cerca de ellos? ¿Ocupó algún lugar en sus vidas? ¿Estuvo en la vida de alguien, en la vida real de alguien?” (Lukács, 1985: 177). Para Bloch, hay respuestas a estas preguntas: lo imposible no es que alguien sea algo para otra persona; lo obviamente imposible es recuperar el cuerpo perdido. Sin embargo, hay momentos en los que incluso esto se pretende negar: Bloch escucha pasos, y piensa que Else camina y vuelve a su casa; se siente un hombre viejo, y se acerca al cuerpo de ella, que murió como si ya hubiese transitado la vejez: “Comencé a sobrevivir, a tener solo un pasado, como un hombre muy viejo; imagina que, para no tener que sobrevivir, lo mejor es morir junto al otro: [...] se debió haber muerto junto a; entonces, no hubiera sido la última vez” (Bloch, 1978: 46).
O restos del pasado, o ilusión, por un momentáneo olvido, en el presente; no hay cuerpo más allá de estos pequeños signos. En el final, entonces, se comprueba la ausencia; lo revivido es parcial e incompleto; por esto, también Bloch, enfrentado con la dureza de este estar en otro lado, podría sentir como propio lo que William Godwin escribió luego de la muerte de su mujer, Mary Wollstonecraft: “Esta luz me fue prestada por un corto tiempo, y ahora está extinguida para siempre” (Godwin, : 273).
Bibliografía
Bloch, Ernst, “Gedenkbuck für Else Bloch-von Stritzki”. En: Tendenz - Latenz - Utopie. Frankfurt a/M: Suhrkamp, 1978, pp. 13-50.
—, Geist der Utopie. Erste Fassung. Faksimile der Ausgabe von 1918. Frankfurt a/M: Suhrkamp, 1985.
Lukács, Georg, “El instante y las formas. Richard Beer-Hofmann”. En: El alma y las formas. Teoría de la novela.Trad. de Manuel Sacristán. México: Grijalbo, 1985, pp. 177-198.
Yourcenar, Marguerite, Mémoires d’Hadrien. Suivi de Carnets de notes du Mémoires d’Hadrien. Paris: Gallimard, 1974.
Wollstonecraft, Mary & Godwin, William, A Short Residence in Sweden and Memoirs of The Author of ‘The Rights of Woman’. Editado, con introducción y notas, por Richard Holmes. Harmondsworth: Penguin, 1987.
Las páginas de diario que componen el “Recordatorio” corresponden a 1921-1922; es decir: al período inmediatamente posterior a la muerte de Else von Stritzki, la primera mujer de Bloch.