No hace tanto tiempo, pero antes del fallecimiento de Néstor Kirchner, intentando aportar al debate sobre el kirchnerismo escribí un artículo[1] en el que trataba de analizar este novedoso fenómeno político haciendo tres comparaciones: con el primer gobierno peronista, con los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México y con la experiencia del vandorismo.[2]
Sostuve entonces que, de alguna forma, podía caracterizarse que el kirchnerismo era “un peronismo al revés”: más progresista en su expresión superestructural, pero mucho más limitado que el peronismo del 45 en lo referente a la distribución de ingresos y la afirmación de una voluntad soberana.
Continuando con las comparaciones, decía que el kirchnerismo compartía con el PRI mexicano la decisión de construir una hegemonía política a largo plazo y las apelaciones a una simbología que interpelaba a imaginarios coherentes con sus orígenes nacionales y populares, pero que ya no se correspondían con sus actuales propuestas.
Y, finalmente, reconocía en el kirchnerismo un parentesco con la experiencia vandorista, por la presencia de dirigentes con un pasado combativo, que manejan un discurso político masivo atractivo y tienen mucho conocimiento de la resistencia popular, aplicado a un proyecto que trata de ampliar la base hegemónica de dominación capitalista.
Concluía afirmando que:
considero que el kirchnerismo no es un gobierno de transición hacia cambios mas profundos hacia la izquierda. Sin embargo es indudable que ha planteado un enorme desafío a las distintas fuerzas populares, desnudando sus limitaciones y carencias.[3]
En el mes de octubre de 2010 falleció Néstor Kirchner y su velatorio, convertido por el oficialismo en un acto político, fue acompañado por una concurrencia masiva. Esta jornada de alto impacto emocional, provocó un sacudón aún mayor que el producido cuando el ignoto colombiano Francisco de Narváez había derrotado en las elecciones legislativas de junio de 2009 al ex Presidente. Como sucediera en aquella oportunidad, también ahora abundaron los análisis apresurados. Quienes desesperaron entonces, porque suponían que la derrota de la lista bonaerense encabezada por Kirchner y Scioli demostraba la vocación del pueblo argentino por apostar a la derecha, pontificaron después que, ese mismo pueblo, marcaba a fuego en las calles el error de no reconocer al kirchnerismo como un gobierno popular. Escapando a ese tipo de análisis, reitero las caracterizaciones que formulara en aquel artículo publicado en septiembre de 2010, pero quisiera completarlas deteniéndome en algunas cuestiones que vienen cobrando, si cabe, mayor relevancia aún.
Un mundo nuevo y nuevas posibilidades
Néstor Kirchner acompañó al menemismo en la década del 90, pero le tocó ser Presidente a partir de 2004.
Llegó al gobierno precedido por el alza de luchas de masas que tuvo su epicentro en diciembre de 2001. Convencido de que ya no se podía gobernar el país como en los 90, se propuso capitalizar la rebelión popular –en la que no había participado–. Advirtiendo, además, que no sólo el país sino también el mundo empezaban a cambiar.
Me animaría a sugerir que Kirchner y su equipo percibieron, con mayor rapidez que buena parte de nuestra izquierda, las posibilidades que se abrían para el país en el sentido de una mayor autonomía de los poderes imperiales. Desde esa percepción, acompañó el rechazo al ALCA, rechazo impulsado por el presidente Chávez de Venezuela.
La sorpresa ante este posicionamiento, desnudó carencias en el análisis de nuestra izquierda, muy condicionada por su matriz eurocentrista y, como bien ha señalado Miguel Mazzeo,
[4] por las dificultades que tiene para abordar las cuestiones de la nación.
La crisis mundial vino luego a confirmar tanto los cambios en curso a nivel planetario como esas limitaciones en las percepciones de la izquierda. Al discutir las consecuencias de lo que estaba ocurriendo, se dio más crédito a la ilusión de eventuales revoluciones socialistas en el primer mundo que a la posibilidad del desarrollo de procesos nacionales, los cuales cuestionando la globalización, abrieron un debate sobre el sistema político. Los hechos van saldando estos debates: por un lado, el crecimiento de la derecha en Europa y Estados Unidos, y por el otro, las rebeliones en Túnez y Egipto.
Llevando la discusión a lo local, es interesante analizar cuáles fueron los efectos de la crisis mundial en la Argentina. Al estallar la crisis, una primera lectura llamó la atención sobre la gran vulnerabilidad del modelo vigente en nuestro país, que combina una reprimarización de la economía, con inversiones industriales dirigidas a la exportación. Una lectura más precisa indicó que los efectos de la crisis entre nosotros iban a depender, en gran medida, del efecto que ella tuviera sobre las economías de China y Brasil, los principales clientes de nuestros productos de exportación.
Hoy podemos concluir que, después de un año de retracción económica, el país volvió a crecer al mismo ritmo que exhibiera durante los primeros años de la administración de Kirchner, confirmando la escasa vinculación de nuestra economía con Estados Unidos y Europa. La crisis mundial terminó favoreciendo la recuperación del crecimiento, al producirse repatriaciones de capital de origen nativo que huyeron de los quebrantos en el Primer Mundo, y aportando también el factor especulativo (que acompaña al estructural) en la suba de las exportaciones agrícolas.
Estas realidades desmienten dos argumentaciones básicas del discurso de la derecha. No es verdad que el “No al ALCA” y una política de relativa autonomía con respecto a las políticas de Estados Unidos y la Comunidad Económica Europea conduzcan, inexorablemente, a “caernos del mundo”. Tampoco se confirma que la mayor desconexión con el Primer Mundo signifique menos inversión de capitales externos y menores posibilidades de crecimiento económico.
Desde las fuerzas populares y la izquierda estamos en condiciones de hacer críticas mucho más sólidas a la política oficialista, si somos capaces de entender que, sin desconocer nuestra definición anticapitalista, podemos y debemos plantear cuestiones nacionales. Podemos señalar, por ejemplo, que está a la vista que la Argentina, además de argumentos, tenía también condiciones políticas que hubieran permitido no realizar el pago que se hizo de la deuda externa ilegal e ilegítima. Incluso “la brillante negociación” de los intereses de la deuda, pudo ser mucho más brillante años después, cuando las hipotecas incobrables hicieron temblar el todo el sistema financiero en el Primer Mundo.
También podemos criticar que gran parte de los ingresos extraordinarios posibilitados por una coyuntura que ha revalorizado nuestras exportaciones primarias, se esfuman (en realidad, van a parar a los bolsillos de las multinacionales) porque el país no controla el mercado externo. En este sentido, basta analizar lo que sucede con el producto estrella de exportación: la soja. Toda la soja que se produce en el país se vende según “el modelo Grobo”: un camión en blanco y otro camión “en negro”. Lo que es posible porque los puertos de exportación son privados, las balanzas son privadas y los exportadores informan al gobierno lo que venden al exterior con una simple declaración jurada. Bastaría recuperar una institución del primer gobierno peronista, como fue el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI),
[5] para evitar que se defraude al Estado y detener el saqueo que beneficia a los sectores más concentrados de los agro-negocios.
Resulta evidente que otros países de la región, como Bolivia y Venezuela, han ido mucho más lejos que la Argentina en el despliegue de una vocación antiimperialista (construcción del ALBA), a pesar de tener una inserción internacional más desfavorable que nuestro país en los mercados de exportación y partir de un piso más bajo en mano de obra capacitada, recursos técnicos y formación científico-universitaria. En ambos casos se plantean (con sus luces y sombras) procesos de transición al socialismo.
[6]
Una sociedad más politizada
La vivencia de casi ocho años de gobiernos kirchneristas, nos permite diagnosticar que la propia naturaleza de su proyecto, a despecho de limitaciones y ambigüedades, aporta a la creación de un clima político con aristas progresistas y a politizar la sociedad.
Podemos decir que el kirchnerismo no se propone cambiar la sociedad y que su política ha contribuido a humillar, fragmentar y sodomizar a fuerzas populares, pero esto no es equivalente a afirmar que la politización de la sociedad sea antagónica al crecimiento y la maduración de un proyecto popular con objetivos antiimperialistas y anticapitalistas. En todo caso, desnuda las limitaciones de quienes no hemos sido capaces de dar respuestas sensatas y con incidencia política efectiva en los debates planteados y construir una alternativa política.
A modo de ejemplo, el conflicto “campo” vs. gobierno por las retenciones agropecuarias, fue planteado en términos que proponían embanderar al pueblo (lo que en gran medida se consiguió) en una polémica binaria y anti-histórica entre quienes habían sido y siguen siendo socios del modelo. Al desarrollarse, el debate sacó a la luz que el mayor aporte a la “torta impositiva” es el que proviene del pueblo consumidor y que la estructura impositiva vigente en nuestro país es una de las más regresivas del planeta. También puede advertirse que el “jamón del medio” de los agro-negocios está en el control de los mercados externos y de la provisión de insumos, dos rubros totalmente manejados por empresas multinacionales. No faltaron propuestas: eliminación del IVA a los alimentos y medicamentos, soberanía alimentaria, control del mercado externo. Faltó decisión política, medios y esfuerzos que amplificaran esas propuestas. Y hubo deserciones, por intereses corporativos u oportunismo político.
Mucho más recientemente, la discusión sobre el avión militar de Estados Unidos que a mediados de febrero arribó al Aeropuerto de Ezeiza con ocho metros cúbicos de carga no declarada, vuelve a elevar el debate entre un gobierno que se rasga las vestiduras enarbolando la decisión nacional de no aceptar el ingreso de material de uso militar y de inteligencia no declarado y la derecha que lo critica reclamando un trato especial para “el país mas poderoso de la tierra” del que debemos ser “amigos”. Han faltado voces con incidencia política para denunciar que, que más allá de los “olvidos” en la información, el material autorizado venía como insumo de un curso de formación impartido por militares de Estados Unidos a las fuerzas de seguridad locales. ¿Cómo es posible que un país que se dice soberano y democrático, esté formando a sus fuerzas de seguridad con instructores del país que es reconocido como el mayor golpista del mundo, involucrado en cursos de tortura y muchísimos actos de terrorismo internacional?
Otro caso. Es indudable que la ley de medios tiene un matiz progresista, en tanto apunta a golpear el control monopólico de la información por parte de un puñado de empresas. Que el objetivo del gobierno haya sido apoyarse en antiguas y postergadas demandas populares para consolidar su propio poder mediático, no invalida el hecho de que la ley abre a la izquierda y los sectores populares una posibilidad de disputar y acceder a frecuencias, de acrecentar su poder de comunicación. Pero un somero repaso de los proyectos en marcha en función de disputar las nuevas frecuencias, demuestra una fuerte apuesta del kirchnerismo y escasas iniciativas surgidas en el seno de la izquierda, con proyectos que en la mayoría de los casos no superan lo testimonial.
Iniciativa política y corporativismo
Quienes hemos criticado a la vieja izquierda tradicional por su escasa vocación de poder, por privilegiar la “docencia” en desmedro de la iniciativa política con orientación transformadora, supusimos que el surgimiento de una nueva izquierda, con nuevos radicalismos, exorcizaría los viejos pecados.
Es indudable que esta nueva izquierda ha aportado experiencias valiosísimas en la construcción política desde la base, en la práctica de nuevos valores, en la edificación de organizaciones de nuevo tipo y en el desarrollo de experiencias micro prefigurativas de una nueva sociedad. Pero también es cierto que por lo visto, hasta ahora, comparte con su antecesora la escasa voluntad de poder. Más por vocación corporativa, que por vocación docente.
La referencia más fuerte de esa nueva izquierda en América del Sur es, sin duda, el Movimiento Sin Tierra de Brasil (MST). Expresa una experiencia de organización masiva que agrupa a alrededor de quinientas mil familias, ha desarrollado emprendimientos productivos y una red de comercialización alternativa, y escuelas de formación por las que pasan militantes populares de todo el continente. Pero el MST, que en cierto sentido es algo así como un pequeño Estado dentro del Estado brasileño, no ha podido salir de una lucha sectorial, básicamente campesina (el trabajo en las áreas urbanas es muy incipiente), no ha aportado a la construcción de una alternativa política (Consulta Popular nunca terminó de instalarse como opción política), apoyó electoralmente a Dilma en la segunda vuelta... Y, lo más alarmante, es que tiene y contribuye a generar expectativas en el nuevo gobierno del Partido de los Trabajadores (PT).
En la Argentina hay organizaciones populares que, sin dejar de referenciarse con la experiencia y construcción del MST de Brasil, han desarrollado experiencias reducidas pero consistentes en lo territorial urbano y en lo sindical, amén de lo campesino. Pero corren el riesgo de caer en el mismo pantano. Esto es así debido a que las experiencias sectoriales o locales prefigurativas, que fueron expresiones de una nueva radicalización en el mundo unipolar de los 90, quedan descolocadas al abrirse una nueva coyuntura que permite (e impone) apostar a procesos de alcance nacional. Y se corre entonces el riesgo de que, lo que podría ser terreno firme para ir por más, aprovechando las posibilidades que abre un mundo multipolar, quede neutralizado políticamente, entrampado en las concesiones de pequeños avances corporativos. Puede suceder que quienes podrían ser una referencia que sostenga una alternativa política con vocación anticapitalista, terminen convirtiéndose en casos que se exhiban como muestras de la amplitud y las bondades de un proyecto político que se propone reforzar la dominación capitalista ampliando su base hegemónica.
Una coyuntura excepcional, una izquierda desarmada
El gran mérito del kirchnerismo ha sido desplegar una fuerte vocación política en una coyuntura excepcional.
Una coyuntura excepcional en lo interno, porque la rebelión popular de 2001 atemorizó al conjunto de las clases dominantes y alentó las posibilidades de salidas heterodoxas. Y excepcional también en lo externo, porque la aparición de un mundo multipolar vino junto a una valorización de nuestros principales productos de exportación (alimentos y forrajes para producir alimentos) y por el hecho que nuestros mayores clientes comerciales son hoy en día las principales potencias en crecimiento: China, India y Brasil. Sin caer en la ceguera de creer que las nuevas potencias emergentes son nuestro modelo o que existan imperialismos buenos, debemos advertir que, al agudizarse las disputas ínter-imperialistas, se abren brechas para procesos autónomos. También es relevante la existencia de los países del ALBA, con la presencia de Venezuela en un proceso que ha conseguido una relativa estabilización en una orientación de cambio, lo que garantiza un piso energético a quien apueste a un proyecto antiimperialista.
Esta oportunidad extraordinaria, además, está sustentada en el hecho de que nuestro país posee un nivel de politización, experiencia de lucha y organización que se destaca en Nuestra América y, como ya se dijo, en comparación a otros países parte de un escalón superior en lo que hace a capacitación de mano de obra, formación técnica y profesional, educación científica y universitaria.
La vocación política del kirchnerismo contrasta (y aprovecha) con el desarme teórico de nuestra propia izquierda y su escasa vocación de poder. Como escribe Miguel Mazzeo:
Es común advertir en extensos sectores de la militancia de izquierda dificultades un tanto desproporcionadas a la hora de concebir la posibilidad de una nación no liberal, no unitaria, no burguesa capitalista, y no reducida a la competencia inter-burguesa y al control de los mercados.[7]
Durante muchos años han circulado “alegremente” en el seno de nuestra izquierda ideas que oponen la soberanía nacional al anticapitalismo, y la clase (la lucha de clases) a las luchas por la cuestión nacional. Desde esa óptica, la mirada hacia el pasado reduce la historia argentina a una insignificante anécdota de manipulación de las masas (aunque es justo apuntar que, a partir de los 90, se ha decidido indultar a los pueblos originarios). Con esa mirada no es concebible tampoco discutir hacia el futuro un proyecto de país anticapitalista. Al negarse a imaginar una nación alternativa y opuesta a la construida por el capitalismo, nuestra izquierda se convierte en sepulturera de la historia y se opone a un primer paso hacia propuestas más abarcadoras, hacia una proyección socialista en Nuestra América.
Sostener tales equívocos ya tenía un costo en los 90, pero significa una catástrofe en 2011. Y podemos afirmar que muchos militantes de izquierda que no se atrevieron a formular un proyecto de nación, terminaron comprando “llave en mano” un proyecto ajeno, que ni siquiera es nacional (apenas “argentino”) y conducido por la burguesía local (incluidas las filiales de las trasnacionales agrícolas y automotrices). Como en Brasil.
En Argentina, la pobre vocación de poder se disimula criticando las limitaciones de las propuestas existentes a la izquierda (y a la centroizquierda) del oficialismo. Esto no constituye ningún descubrimiento. Mas valdría advertir lo evidente: si todos los movimientos populares se comprometieran en procesos unitarios de oposición al oficialismo por izquierda, podríamos tener mejores opciones políticas.
Finalizo reiterando que no se debe buscar una explicación de la vigencia del kirchnerismo en virtudes que no tiene u otras suposiciones voluntaristas. El kirchnerismo cobra la dimensión de una aplanadora frente a la inconsistencia de nuestras propuestas, la escasa confianza en las propias fuerzas y una timorata vocación de poder. Como diría Scalabrini Ortiz “si lo miramos de rodillas, el adversario parece más grande”.
Aún es temprano para evaluar las consecuencias de semejante huracán político. A lo mejor, dentro de algunos años podremos caracterizar que el kirchnerismo aportó, involuntariamente, a apurar la muerte de lo viejo y hacer madurar lo nuevo. O a parir la esperanza revolucionaria que buscamos y presentimos.
[1] Cieza, Guillermo: “Tres referencias para un diagnóstico del kirchnerismo”, en
Batalla de ideas. Revista de debate teórico-político de la izquierda independiente, Año I/Nº 1, septiembre de 2010.
[2] Augusto Timoteo Vandor fue un delegado metalúrgico que devino dirigente de la resistencia peronista y, posteriormente el principal dirigente del ala burocrática de la CGT durante los años 60. Rodolfo Walsh, en
Quien mató a Rosendo hizo la mejor pintura de Vandor y el
vandorismo que se pueda encontrar.
[4] Miguel Mazzeo, “Pensar la Nación. A propósito del Bicentenario de la Revolución de Mayo”, en
Herramienta Nº 44, junio de 2010.
[5] El IAPI estaba bajo la jurisdicción del Banco Central y regulaba el comercio exterior, monopolizando la compra de gran parte de la producción interna y ocupándose de su exportación.
[6] En el caso de Venezuela, es importante valorar lo avanzado tomando en consideración que, en términos comparativos, el proceso bolivariano se asienta en un pueblo con menor politización y experiencias de lucha y organizaciones populares más débiles.
[7] En un libro titulado
Poder popular y nación, todavía en imprenta.