24/11/2024

El imperialismo y la cuestión del Estado mundial

Por Bidet Jacques , ,

Daré al tiempo que vivimos el nombre bárbaro de imperialismo estatalitario-global. En esta designación "el imperialismo" está en la posición de sustantivo, como el elemento principal, que se realiza de una manera tan plena como es posible. "Estatalitario" se encuentra en posición adjetiva, designando solamente una tendencia de larga duración. Se refiere a "Estado", no ya en el sentido de Estado social o de Estado de derecho, sino de Estado de clase enlazado con "totalitario"; ya veremos por qué. "Global" significa aquí más que mundial, ya que el proceso de dominación sobre los territorios con sus poblaciones y sus recursos apunta, hoy, al dominio de toda riqueza material y cultural apropiable.

No pierdo de vista la vitalidad (globalmente creciente, lo veremos) de los Estados-nación, ni las mutaciones que aporta, hoy, la constitución de grandes conjuntos continentales que pueden parecer apenas autosuficientes (la Unión Europea (UE), el Tratado de Libre Comercio (TLC/NAFTA), etcétera) y deben aún por largo tiempo compartir el planeta, ni el hecho de que el imperialismo, en su forma tríadica (Estados Unidos, Europa y el Japón) estructura, cada vez más profundamente, el espacio mundial. La tesis que adelanto no elude esas evidencias ni contradice esos grandes hechos, a los que no faltará qué contraponerles, pero en los que demostraré su relación dialéctica con la tendencia "globalizadora" que comporta numerosos aspectos. Dejaré aquí de lado las discusiones culturales, científicas e ideológicas para concentrarme sobre lo económico y lo jurídico-político.

Al tema del "imperialismo", que debe quedar como central, sólo agregaré una mínima consideración concerniente al largo plazo. Aunque mínima, esta cuestión es, sin embargo, de una gran importancia para el pensamiento de una acción común, sin la cual no hay ningún vivir conjunto. Se trata de la elaboración del concepto de una "política de la humanidad". No pretendo, en absoluto, sostener que convendría obrar en la construcción de algún quimérico Estado mundial. Busco solamente reconocer de qué manera una instancia estatal a escala mundial se esboza históricamente a nuestras espaldas y qué relaciones mantiene ésta, de hecho -o puede, o debe mantener-, con otros niveles, particularmente nacionales, de nuestra existencia común.

Preliminares concernientes a la noción de Estado

La denominación de imperialismo estatalitario comporta manifiestamente una contradicción en sus términos. Estado e imperialismo, en efecto, no presentan la misma configuración conceptual. La grandeza de Lenin ha sido la de poner en el centro del análisis la consideración del imperialismo y concebir que, en adelante, una revolución se articulará no solamente sobre la brecha de clase, según la visión del movimiento socialista después de El manifiesto, sino, al mismo tiempo, sobre la contradicción centro/periferia, sobre su incomparable violencia y su potencialidad mundial de emancipación. Los teóricos tercermundistas de los años sesenta y setenta han extendido -con Braudel- la perspectiva a la larga duración subrayando que, desde su origen, el capitalismo se define por una estructura de clases particular -afectando tendencialmente cada una de las entidades (proto-estados, después estados) de un conjunto que se desarrolla a partir de Europa, según un modelo que terminó por generalizarse- pero simultáneamente y por lo mismo, por el sistema que forman esas entidades en sus relaciones, sistema de dominación jerárquica centros/periferias o imperialismo. El capitalismo es estructura y sistema: las relaciones entre individuos, en la época moderna, son mediadas simultáneamente por las relaciones (estructurales) de clase y las relaciones (sistémicas) imperialistas, cada vez más estrechamente imbricadas las unas en las otras. Pero, si se habla de un imperialismo estatalitario, hay una contradicción entre los dos términos. El primero reenvía a la forma sistémica (sistema del mundo), el segundo a la forma estructural (estructura de clases de una formación social particular). El imperialismo, en efecto, no tiene la forma ni, consecuentemente, el modo de funcionamiento de un Estado global. Es necesario, entonces, llevar más lejos el análisis.

En efecto, se debe afrontar un triple obstáculo epistemológico.

a) El primero concierne al Estado en su forma manifiesta, que es aquel en el que él se declara como Estado de derecho. El Estado moderno reúne seres considerados libres, iguales y racionales (declaración). El Estado, además, declara que esas condiciones están realizadas (negación) en las formas del Estado de derecho. Se verá más adelante que esa declaración es una negación de lo que es. Pero, en el Estado moderno, a medida que emerge como tal, todas las personas se supone dependen de una voluntad común que debe, a través del proceso constitucional, hacer la prueba (a menudo ilusoria) de que ella es tal. En ese sentido es que existe una autoridad reconocida como legítima porque se considera establecida por todos. Sabemos que nada de ello hay en el sistema del mundo: a escala mundial no hay ninguna declaración de un poder común, de una autoridad suprema establecida igualmente para todos. Salvo la "costumbre", en que los acuerdos no son fácilmente identificables, los estados modernos no reconocen otra autoridad más allá de ellos mismos que la que ellos conceden bajo la forma de tratados, de los que eventualmente se pueden retirar. Aquellos que dominan a los demás los reconocen, por lo demás, ostensiblemente como independientes. Es por ello que la idea de un imperialismo estatalitario aparece inapropiada.

b) Otra razón para excluir la idea de una estatalidad mundial, paradójicamente compartida por los sostenedores de puntos de vista opuestos, se encuentra en las afinidades supuestas entre Estado y Estado social. Del lado del liberalismo, cuando se destruye el Estado social, se pretende extinguir el Estado tout court, liberar al individuo del Estado. Del lado de los críticos "sociales" del liberalismo, el verdadero Estado moderno se nos representa como más o menos social. Convergencia de perspectivas contrarias: dado que no hay Estado social mundial, entonces no hay Estado mundial. La confusión proviene aquí, entonces, del concepto mismo de Estado. La potencia de la ideología liberal hace sentir aquí todo su peso sobre su supuesta crítica. Es, precisamente, pretendiendo abolir el "Estado" que el liberalismo impone el Estado de clase, cuya extinción ya había sido pronosticada por Marx. Se dice "menos Estado" cuando se hace más Estado de clase, más constricción y violencia estatal de clase. Lo propio del Estado liberal es avanzar enmascarado en no-Estado, porque es Estado-de-clase y, como tal, invisible, escondido bajo la naturalidad-racionalidad supuesta del intercambio mercantil, de la contractualidad interindividual, lugar social por excelencia de la "sociedad civil", de la cual bastaría levantar las barreras, opuestas a la emancipación humana.

c) Tal es, en efecto, la verdadera dificultad teórica. Consiste en que la noción de Estado considerada a escala mundial no conduce a las formas empíricas familiares del Estado social, ni siquiera a las ideas de Estado de derecho. La dificultad concierne inicialmente al Estado de clase, el Estado oculto bajo la negación, bien real, por lo tanto, cubierto por el "aparato estatal", conjunto de instituciones de dominación y compromisos, lugar decisivo de la lucha de clases. El problema, en efecto, es que el Estado de clase es "invisible". Lo es en el mismo sentido que las clases sociales, que son ciertamente perceptibles cuando van surgiendo interrumpida, inesperada y brutalmente en el paisaje. A través de las luchas sociales se produce una crítica conceptual, que elaboran los análisis sociológicos e históricos y que se expresan en los propósitos cotidianos y hasta en el discurso mediático. Pero, todo ello como relación entre los trabajos humanos bajo el fetichismo de la mercancía, las clases son vistas sin ser vistas. No son vistas por lo que ellas son. La razón es que ello se da prácticamente en el discurso jurídico (en el sentido fuerte de su efectividad preformativa sin llegar a la violencia que la confirma como necesario), que nadie puede ignorar ni recusar. El discurso jurídico, sin embargo, producido por la lucha de clases, no reconoce las clases, sino solamente los individuos. No reconoce, entonces, el aparato estatal de clase sino solamente las instituciones consideradas comunes encuadrando todas las acciones individuales o asociadas. Solamente una "crítica de la economía" (en el sentido de Marx) y de la cultura, una sociología crítica, puede hacer aparecer las clases y, por lo tanto, el poder de clase que se ejerce tanto a través de las instituciones públicas como de las privadas (escolares, mediáticas, bancarias, etcétera) como poder de Estado de clase. Es en este sentido que debe entenderse la "estatalidad", la forma tendencialmente estatal, de la que se hablará para decir que ella emerge, en el horizonte lejano, a escala del mundo: como una estatalidad mundial de clase. Manteniéndose, sin embargo, en relación dialéctica con una estatalidad de derecho.

Esta será la tesis sostenida aquí: nosotros vivimos el tiempo de la ultramodernidad, culminación de la modernidad capitalista y, por lo tanto de una emergencia de la forma "Estado moderno" aparecido bajo la forma plural de los estados componentes del sistema del mundo, pero figurando esta vez como la de una Estado-mundo que se esboza insensiblemente a escala mundial en el horizonte del porvenir. No asistimos al fin del imperialismo sino a su paroxismo en una creciente estatalidad de clase. Estado infinitamente "débil", tal vez, pero para cuya inteligencia, sin embargo, se requiere un concepto fuerte de Estado.

Instituciones económicas

Nada es menos sencillo que articular el conjunto de determinantes reales de esta mutación histórica designada como "mundialización". No buscaré aquí aportar informaciones nuevas, sino interpretar los hechos puestos en juego por la economía de inspiración marxista, en su portada más general. Supondré que este fenómeno se define a partir del desarrollo social de fuerzas productivas, es decir, no en una abstracta tendencia evolucionista hacia el progreso tecnológico, sino una relación recíproca (aunque siguiendo temporalidades siempre incomparables) entre formas de producción y formas de sociedad. Es en las relaciones de producción determinadas, propias de un grado de desarrollo determinado del capitalismo, del fordismo o posfordismo, que se han desarrollado las fuerzas productivas que nosotros vemos operando hoy. En contrapartida, estas fuerzas ponen en tela de juicio dichas relaciones así como las instituciones que las enmarcan. Relaciones en círculo de lo social-cultural, de lo jurídico-político y de la técnica. Las empresas que las detentan, en esta fase tecnológica y sistémica (en el sentido aquí siempre dado al término sistema como "sistema del mundo"), son las que logran establecerse en las diversas partes del planeta disponiendo de sus diversos componentes, de extracción, de producción, de comercialización, de dirección, de investigación, de finanzas, según los diferentes lugares de optimización de la ganancia a menos que, por el contrario, decidan establecerse en forma permanente en una zona elegida por su sinergia. Son aquellas que saben sacar provecho de las nuevas condiciones de producción: la necesaria "organización" del proceso productivo en una escala más vasta implica orgánicamente los saber-hacer más complejos, carácter "inmaterial" de los productos, inmediatez de la información, el abaratamiento de costos de transporte, hecho que la informática permite, una desterritorialización del proceso de decisión del trabajo, de predeterminación y de control de tareas y de los actos mismos de producción. Ellos son los que adquirirán la mayor capacidad de colonizar las instituciones centrales, y de controlar y corromper las periféricas.

La mundialización económica aparece como un fenómeno dominante. Se dirá ciertamente que los cambios se hacen principalmente en el interior de cada una de las grandes zonas de la "tríada". La mundialización predomina, sin embargo, en el sentido de que el comercio mundial cesa progresivamente de ser "internacional", entre empresas de naciones diferentes, para transformarse principalmente (en sus dos terceras partes lo es ya en la actualidad) en el negocio de las "transnacionales". Poseedores del núcleo duro de la producción mundial (las doscientas primeras se aseguran ya una cuarta parte) ellas hacen predominar las reglas universales propias para asegurar la desaparición de toda barrera aduanera, para remitir toda riqueza y actividad a la apropiación mercantil, a poner fin (en forma fuertemente desigual, ciertamente) a las prerrogativas económicas de una nación sobre su territorio.

La tesis aquí presentada es que, bajo esta forma específica, desigual y asimétrica de declinación de las fronteras, el imperialismo económico, cultural, político y militar incuba una estatalidad global creciente, que anuncia, en el horizonte de la larga duración, el Estado-mundo, en el que nada muestra, sin embargo, que tenga por vocación sustituir a los demás bajo la forma de "Estado absoluto".

Ya he anticipado que las condiciones formales del Estado aparecen, a escala mundial, en un territorio, el planeta, una población, la humanidad, y una ley en vigor, caracterizada por la potencia del capital imponiéndose bajo la forma fenoménica de la "ley del mercado". Volveremos sobre los caracteres de ese territorio, delimitado pero infinito, y de esa población que es la comunidad universal. Pero comencemos por el vigor de la ley, en la que lo propio no es solamente que ella se da como parte de la naturaleza misma, sino también que se ejerce como el hecho de un poder de clase.

El carácter privado de los organismos de arbitraje de las relaciones mercantiles a escala internacional no significa en absoluto que no surjan de una función estatal, en el sentido de un Estado de clase. A escala del Estado-nación, desde ya, las clases dominantes se apoyan en un conjunto de instituciones privadas o autónomas -escolares, mediáticas, jurisdiccionales (cámaras de comercio) monetarias (bancos centrales) etcétera- apropiadas para asegurar el poder y en el que la "autonomía" consiste en que se escapan a la gestión democrática común. De ese modo, a escala mundial, las instituciones de arbitraje, como las cámaras de comercio internacionales, ponen en obra la lex mercatoria, donde el poder se mide en su capacidad de poner en marcha, así sea indirectamente, los procesos de sanción para considerar contraventores a quienes ella designe como tales. Hasta el presente prevalece la idea de que esta legalidad concreta, continuamente reelaborada por los agentes del mercado internacional, no podría entrar en contradicción con las legislaciones nacionales. Se constituye, sobre todo, como una forma de racionalidad en la que, virtualmente, los diferentes derechos privados nacionales pueden apropiarse. Sus decisiones son necesariamente confirmadas por los tribunales nacionales. En realidad, esas confirmaciones mismas, hasta el momento en que devienen inútiles, consagran sobre todo esas instancias privadas como productoras de derecho, funcionales a un poder de clase a escala de un espacio estatal mundial que se establece sobre la base de la referencia a una "ley" supuestamente natural del mercado, impuesta racionalmente y, por lo tanto, jurídicamente.

Sabemos hasta que punto las instituciones "internacionales", como el Fondo Monetario Internacional (FMI), pesan desde hace largo tiempo en ese sentido, suspendiendo toda "ayuda financiera" con el objetivo de llevar a la liquidación a los servicios públicos y eliminar toda política económica autónoma. Sabemos también que con la Organización Mundial de Comercio (OMC) ha sido franqueado un nuevo paso al avance de un programa de privatización universal de actividades materiales e intelectuales, bajo el arbitraje decisivo de un órgano de resolución de desacuerdos (ORD) facultado para poder constreñir, forzar económicamente a los insumisos, monopolio de la constricción legítima de última instancia. Es una suerte de primer esbozo de la instauración de un derecho estatal de alcance mundial, del cual se puede también decir que es un no-derecho, que escapa, en efecto, a todo control ciudadano pero que no le impide ser el derecho vigente. La novedad consiste particularmente en que no se trata más, en adelante, sólo de arbitraje, ya que el procedimiento culmina en la posibilidad de ser apelado en un órgano permanente de siete expertos nombrados por cuatro años, cuya decisión, tomada por el ORD, es ejecutoria bajo pena de sanción. Que ese órgano central esté bajo la influencia preponderante de los más poderosos -decidiendo, por ejemplo, privilegiar la carne tratada con hormonas frente a la carne tradicional- no le impide funcionar como instancia estatal cuasi-jurisdiccional mundial. El Estado del capital da muestras de su existencia a través de sus actos y de sus instituciones, establecidas centralmente y capaces -en virtud de una legalidad que se considera común: es decir, la del mercado (norma de apropiación y de intercambio, al mismo tiempo)-, de garantizar un arbitraje eficaz entre los sectores capitalistas, e inspirado en la desigualdad de las relaciones de fuerza, pero adoptando la forma de un compromiso que exige compartir algunos aspectos de poder con la clase común. Esta constatación se verifica imperceptiblemente a escala mundial.

El aspecto más importante es la supuesta indefinición del proceso, que promete un desarrollo sin fin. Lo propio de la OMC es, en efecto, decretar que, en la economía mundial, nada se le debe escapar. Cubriendo el conjunto de acuerdos comerciales internacionales se declara, en realidad, competente en todos los dominios, con el objetivo oficial de la desaparición de las barreras aduaneras y la apertura de toda actividad al mercado internacional. Se arroga así una prerrogativa general, no solamente sobre el comercio, sino sobre el proceso mundial de producción bajo todas sus formas, comprendiendo los servicios y los conocimientos, que son invitados a inscribirse en el orden mercantil. La adhesión a la OMC es en principio global, concerniendo al conjunto de los acuerdos comerciales existentes sin restricción. Esto no quiere decir que los estados sean formalmente constreñidos a abrir al mercado todos sus dominios de producción. Son solamente incitados a hacerlo por la amenaza de medidas de retorsión que los más poderosos son capaces de tomar frente a su oposición. Sobre todo, los compromisos que toman así por sucesivos acercamientos, a menudo a través de delegaciones parciales de soberanía que ya han sido consentidos a los conjuntos continentales (TLC/NAFTA, UE), tienen un carácter irreversible, por lo que se abandonan a un poder superior a escala mundial.

El Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (GATS) lleva a su culminación ese dispositivo. Su objetivo declarado es la eliminación progresiva de las barreras aduaneras "no tarifarias", particularmente las constituidas por la voluntad de las comunidades estatales para asegurar de manera no mercantil ciertas producciones esenciales como las de la educación, transportes, información, investigación y la salud. Los "servicios", en la definición más amplia, pueden englobar las dos terceras partes del producto bruto interno de países desarrollados: distribución, finanzas, cultura, ambiente, comunicación, turismo, deportes, innumerables servicios profesionales (en realidad, productos y servicios están, por lo demás, estrechamente imbricados: los productos son transportados, distribuidos, vendidos, reparados, alquilados, etcétera). No se trata solamente, entonces, de servicios públicos, sino de toda suerte de actividades, que son objeto de un verdadero tejido de reglamentaciones (financiamientos, condición de las personas, etcétera) producto de luchas sociales y compromisos políticos a todos los niveles de la vida pública.

La extensión de los acuerdos a los servicios no concierne, entonces, solamente a nuevos sectores, sino, a decir verdad, a toda la actividad humana, transformada en economía y comprendida en relaciones mercantiles. En ese cuadro los servicios son llamados a considerarse como las empresas en el mercado. No es que les sea prohibido a los estados producir servicios por vía fiscal, pero ellos deben inscribirse en una relación de estricta concurrencia con el mercado capitalista, que posee poderosos medios para imponer sus criterios en materia de objetivos, de normas de calidad, de profesionalidad, de garantía salarial y social, etcétera. Toda nacionalización deviene una infracción. Toda subvención es ya una subversión. Todo trabajo es aprehendido como producción para un mercado, terreno de ganancia.

A ello se agrega la tendencia a la desterritorialización ligada al desarrollo de la informática. Véase el comercio electrónico, que disminuye los poderes niveladores de control y de recaudación del impuesto.

A través de esos procesos, de carácter estatalitario-global el imperialismo se potencia, ya que la demolición de todos los tejidos de solidaridad nacional no crea una mundialidad indiferenciada sino una creciente global-estatización que genera desigualdades. En efecto, se imponen los criterios, las normas que son las de las empresas de los Estados más poderosos. ¿Qué género de diplomas deben poseer los personales médicos o docentes? Y, ¿bajo qué control? ¿Qué obligaciones a largo plazo tendrán las empresas de transporte o de correo, etcétera, en un territorio dado? Los acuerdos sobre tales asuntos se negocian en secreto entre representantes de potencias que tienen interés en tales emprendimientos, en un contexto de complejidad burocrática que los países pobres evidentemente no pueden dirigir. Esas actividades públicas o encuadradas a escala nacional no entran a un mercado mundial neutro sino organizado, sobre bases dominadas por las más potentes trasnacionales y sus estados que penetran de parte a parte el espacio periférico. Los capitales desarrollan así su capacidad de operar como capital: de apoderarse de los sectores de mayor rentabilidad inmediata, sin el menor cuidado del desarrollo general ni del equilibrio sustentable.

La mundialización, tal como está operando, debe ser designada, entonces, como imperialismo. Ese término, tirado al marxismo como hueso al perro -a menos que sea recuperado por un uso eufemístico, particularmente en términos de "imperio"- es el que realmente conviene. La supuesta abolición de las fronteras es, en efecto, un fenómeno asimétrico (como lo es siempre toda configuración "sistémica"), así lo señala la oposición entre libre circulación de capitales y la asignación de las fuerzas de trabajo en residencias periféricas. No toda frontera es destruida, lo sabemos. Las del Norte resisten muy potentes. Ciertas entidades del ex Tercer Mundo como China o la India manifiestan capacidad de resistencia y de autonomía relativa. El aspecto determinante es, sin embargo, el dominio creciente de las empresas trasnacionales sobre la mayor parte del planeta. El anclaje a un país o a un "continente" señala el origen del imperialismo: atrás de las empresas hay estados que se baten en las instituciones mundiales y regionales por su promoción, para que todo sea abierto al mercado, particularmente los servicios, para la conquista de las más poderosas trasnacionales, que tienen la mayor capacidad de manipular las reglas a su favor, son las mejores preparadas. El capital tiene, en adelante, la capacidad de ir a cazar la fuerza de trabajo donde la encuentre, allí donde sea más barata, más servil, más debilitada por los regímenes opresivos.

Como vemos que no hay contradicción, sino conjunción, entre el elemento de estatización mundial, según el cual se ha instaurado un mercado considerado virtualmente cada vez más abierto, sobre una ley, formalmente la misma para todos y bajo instancias propiamente mundiales, y la dinámica del imperialismo que se afirma de manera específica, por el hecho de que los estados de los centros dominan, de hecho, e instrumentan esas reglas y esas instancias. La mundialización constituye un factor decisivo en la continentalización de la humanidad en la articulación del sistema de una tríada que se reparten el control. El multiplicador de explotación estructura/sistema, por el cual la dominación estructural, es decir definida por la estructura de clase en el seno del espacio nacional, se halla multiplicada por la dominación sistémica (imperialista) -como lo testimonia todo lo que pesa, sobre la fuerza de trabajo inmigrante, la precariedad salarial en la "doble pena"- encuentra así su versión última en el multiplicador estructura/sistema/Estructura, según el cual la dominación imperialista (sistema) se refuerza también a través del abandono formal de las prerrogativas nacionales en una forma estatal mundializada (Estructura) de ejercicio del poder.

Instituciones políticas

No más que existencia del "mundo económico" empíricamente dado, sino sobre todo una compartimentación continental e imperialista triádica del planeta, tampoco parece existir el "mundo jurídico" sino, sobre todo, un conjunto de naciones que constituyen un derecho internacional ligándose jurídicamente entre sí por los acuerdos que les son cómodamente denunciables. Hablar de derecho "mundial" parece, entonces, incongruente. Tal cosa no podría existir sino en la estricta medida en que la capacidad de decir el derecho y de operarlo hubiera sido irreversiblemente concedida a instancias supranacionales (mundiales) estatales poseedoras de autoridad y poder al efecto. Pero, ¿qué hay que sea irreversible? ¿Cuáles serían eventualmente sus efectos? ¿Cuáles son los vínculos entre esa efectividad y el imperialismo?

El derecho "mundial" como institución, declaración y aplicación

Paradójicamente, la emergencia de un derecho calificable de "mundial", en el sentido muy débil antes indicado, hace cuerpo, me parece, con el de un nuevo derecho internacional después de 1945, al día siguiente de la derrota del nazismo. No solamente la Organización de las Naciones Unidas (ONU) es creada entonces como una institución en la que todo Estado es particularmente llamado a incorporarse, sino que esa afiliación universal, que se produce efectivamente, constituye luego una obligación efectiva, ya que es inconcebible que algún Estado se pueda retirar de esa organización común en que las disposiciones se consideran válidas para todas las naciones y, a través de ellas, para todas las personas.

El primer principio de la Carta es, sin embargo, que cada Estado es soberano no solamente con relación a otro sino también con relación al conjunto de los otros. Esto parece anular enseguida todo derecho constringente, el magisterio de la ONU sólo se ejerce en la forma de "resoluciones". Además, ellas son acordadas en el cuadro de una suerte de constitución de la ONU, contenida en su Carta, que determina las condiciones en las que las recomendaciones, declaratorias u obligatorias, son tomadas. Hay en ella un dispositivo de poder político, en el que se considera todo Estado debe suscribirse. Por lo tanto, un juego de poder legítimo.

Es así constituida una instancia mundial de declaración, reconocida como tal y, por ese hecho, dotada de alguna autoridad que declara un derecho universal, un orden común a todos. Como lo resume excelentemente Marcelo Kohen "es ese derecho el que ha erigido en principios fundamentales del orden jurídico internacional la interdicción a la amenaza o al empleo de la fuerza, la reglamentación pacífica de los diferendos, el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, el respeto de los derechos fundamentales de las personas, el deber de cooperación internacional y el que parece un contenido nuevo a la igualdad soberana, el respeto a la integridad territorial, a la no-ingerencia y a la buena fe en las relaciones internacionales".

Sabemos que ciertas resoluciones de la ONU han ejercido una influencia innegable en el espíritu de ese nuevo derecho. Se trata, particularmente, de la Declaración relativa a la concesión de la independencia de los países y de los pueblos coloniales (del 14 de diciembre de 1960). Es necesario también citar la Carta de los deberes y derechos económicos de los estados, adoptada el 12 de diciembre de 1974 por la asamblea general de la ONU, que garantizó a los estados el derecho de nacionalizar, etcétera. Sabemos también que ese derecho, hasta en otro tiempo poco acentuado por la coalición del Tercer Mundo ha, desde hace tiempo y, particularmente, del hecho de la nueva relación de fuerzas consecuencia de la caída de la Unión Soviética, caído en desuso. Lo que ilustra, además, como se ve, el impulso de la OMC. La tendencia es más, generalmente, hacia la vuelta al viejo derecho como norma efectiva. Al mismo tiempo, permanecen altamente problemáticos, por el hecho del fundamento puramente contractual de tales instituciones favorables a los intereses de los estados predominantes, el funcionamiento de la Corte Internacional de Justicia y el porvenir del proyecto de la Corte Penal Internacional. El Estado más poderoso, para no hablar más que de él, se rehúsa a ratificar los tratados más indispensables para la puesta en marcha de los objetivos considerados por la Carta: convenios contra el efecto invernadero, para la biodiversidad y sobre el armamento (minas antipersonales, armas químicas, etcétera.

El derecho "mundial" como agente del imperialismo estatalitario-global

Pero hay que ir más lejos, porque no se trata de hablar propiamente de una señal de debilidad o debilitamiento de la juridicidad mundial sino de su eficacia misma. El derecho "mundial", en efecto, en sus formas manifiestas, lleva la marca de las relaciones sistémicas y de las relaciones de clase. Se puede decir ciertamente que el poder que se ejerce a través suyo, no teniendo la capacidad de obligar, es infinitamente débil. Pero de esa debilidad estructural misma resulta un aumento de poder sistémico. Las resoluciones, en efecto, no son aplicadas sino cuando son apoyadas por la fuerza de los más fuertes (en el mismo sentido el derecho reconocido a la "legítima defensa" sólo es pertinente para los estados más poderosos). La predominancia de los estados del centro, en el seno de la instancia "global estatal" llamado consejo de seguridad, refuerza así su potencia propiamente sistémica: el derecho de veto traza los contornos estrechos de lo que puede ser objeto de una eventual decisión común. Se acrece así la legitimidad que el dispositivo jurídico de la ONU confiere solamente a las resoluciones adoptadas por ella. Esto también queda manifestado por la competencia a priori que ese consejo se atribuye en materia de represión del "terrorismo internacional" al mismo tiempo que concede una gran latitud a las grandes potencias para conducir por su cuenta el combate contra él. Así, queda abierta la puerta para volver al derecho de ingerencia. En definitiva, ese derecho llamado "internacional", considerando a ese nivel, no es tan soft como parece, ya que para él, en efecto, la legitimidad de una jurisdicción propiamente estatal-mundial se encuentra movilizada por la legitimación de los intereses imperialistas. Además, se notará la correlación entre su forma global-estatal pública (ONU) y sus formas ocultas, supuestamente privadas (cámaras de comercio internacionales) aparatos de Estado mundial que aseguran el funcionamiento universal del orden capitalista.

La dialéctica ultimoderna de la fuerza y del derecho

Sin embargo, tratándose de la forma "pública", no está todo dicho señalando solamente que los Estados Unidos "manipulan la ONU". Porque lo que se manifiesta en ese recurso "instrumental" es la necesidad de la fuerza de ser legitimada por una instancia universal de derecho, en vista de la cual ella no sea todopoderosa. Según una paradoja bien conocida, que Bourdieu ha movilizado para ilustrar la relación entre el príncipe y el intelectual, pero que tiene una significación más amplia, la fuerza no encuentra en el derecho ningún apoyo sino en la medida en que provee al público alguna prueba de su independencia. La cuestión de esta estaticidad mundial emergente debe entonces ser considerada según la relación dialéctica contradictoria entre esa realidad estructural, según la cual se ejerce a través de ella una relación "global" de clase, que asegura, santifica y exacerba las relaciones imperialistas y su realidad-ficción (pero no ficticia) metaestructural según la cual una ciudadanía, y por lo tanto una ciudad, mundial deviene una reivindicación común, a decir verdad siempre cargada de ambigüedad y de la que es urgente elaborar la forma crítica.

Si la doctrina de un "derecho internacional" conoce fluctuaciones considerables al ritmo aleatorio de los cambios de relaciones de fuerza, resulta que hay algo irreversible en el hecho estructural, altamente ambiguo, de la institución de un lugar mundial de poder, fenoménicamente perceptible como el efecto de una delegación, de una transferencia que, aunque mínima, parece ineluctable. Resultando, del hecho de la relación sinergética, pero también contradictoria, que mantiene con el centro imperialista, una nueva dialéctica de la fuerza y del derecho, particularmente legible en el momento en que trata la cuestión de la violencia legítima.

Las condiciones, aparentemente coyunturales, de la emergencia de una (débil) instancia estatal mundial no han desaparecido pero se han transformado. La señal ha sido dada después de 1945 por el peligro, vuelto evidente, de nuevas hecatombes en el seno de la humanidad y por la imposibilidad flagrante de mantener el sistema colonial de desigualdad formal entre naciones y no-naciones, de contener la violencia de los pueblos sojuzgados. Una voluntad común universal debe imponer las condiciones del reconocimiento de algunas pretensiones de la modernidad: independencias nacionales y coexistencia pacífica. La alineación de los nuevos estados (o su deterioro) en el orden internacional "mercantil" y la desaparición de los peligros ligados a la brecha entre los dos bloques antagónicos parece quitar a esta voluntad común universal toda razón y todo medio de afirmarse. La estaticidad mundial se reduciría a la ONU y ésta, a su vez, a la prestación de una suerte de servicio de asistencia médica de urgencia nocturna al servicio de las formalidades de la paz (sustancialmente asegurada por el poderío de las "alianzas militares" alrededor de los Estados Unidos) de la que la "sociedad civil mundial", según los unos, o el imperialismo, según los otros, tendrían sin embargo, necesidad. Se puede pensar que hay, al contrario, en la situación aparecida en la post-guerra, un elemento irreversible, que persiste y crece bajo otras formas, solamente que oculto, bajo el orden neo-liberal, por un fantasma todopoderoso que reactiva "la ilusión colonial" de dirección de los pueblos dominados, el de un fin apacible y sumiso de la historia.

Ese elemento irreversible puede considerarse según niveles de análisis y ángulos diferentes y contrarios: necesidad de una "regulación" mundial y, por lo tanto, de reglas (pero, ¿quién fijará las reglas y el derecho?), relativas a los peligros inherentes a una sociedad mundial desprovista de un poder común y peligro consubstancial a toda concentración de poder, y a la exigencia de una ciudadanía universal, etcétera. En definitiva, debe entenderse como elemento de la dinámica estructural estatal de clase mundial y, también, contradictoriamente, como momento "último" de la promesa-exigencia que yo denomino "metaestructural", es decir, siempre en la ambigüedad de sus relaciones dialécticas.

Tomando en consideración la seguridad colectiva, la señal mayor no viene solamente del atentado de Manhattan, sino tanto más del juego perverso del ántrax, finalmente de origen "doméstico"(!) que revela la omnipresencia potencial de armas de destrucción masiva, disponibles para una guerra civil en un espacio estatal mundializado. La amenaza no ha cesado para nada. Pero ha tomado un rumbo nuevo: se ha privatizado. Ha cesado de ser solamente una amenaza exterior, esgrimida por un Estado contra otro, para devenir un peligro a la Hobbes, que no se detiene, según una demostración clásica, sino confiando a una instancia superior única y común el monopolio de la violencia legítima, es decir, por una institución estatal, esta vez global (y la condición, enunciada por Rousseau, según la cual la paz no sólo existe si la soberanía no es otra que la de los ciudadanos, definiendo aquí el desafío político bajo su forma última). Que los peligros que amenazan sean de carácter privado y civil en un espacio global-estatal es un hecho que se verifica ya que la amenaza de violencia no viene de los guerrilleros de la montaña afgana sino de los de las finanzas mafiosas mundiales, movilizada por las acciones nómades en cualquier lugar del mundo, y particularmente en los centros en que se encuentran concentradas las armas más eficaces y los blancos más significativos. Los "santuarios" nacionales, soportes transitorios, tantas veces inútiles, no son sino los eslabones "sistémicos" de un proceso que es también "macroestructural", es decir, emergente de un poder estatal de clase a escala mundial que se afirma por la imposición de la ley común del capital, llamada ley del mercado.

La policía y el Estado

Se ha dicho ha menudo que los Estados Unidos son militarmente muy poderosos. Su superioridad militar absoluta con relación a otras grandes potencias no lo asegura sino indirectamente ya que la confrontación directa entre ellos se hace en el terreno de la competencia económica. Le asegura un dominio sobre los teatros del Sud, donde todo conflicto parece que debería tornarse ventajoso en el supuesto campo en el que se medirían los Estados Unidos y que le permitirá hacer pie económica y políticamente. Pero el resultado político no es para nada cierto porque supone un crecimiento como potencia con un mínimo de legitimidad que, precisamente, es lo que le falta. Ciertamente, los Estados Unidos parecen jugar con la ONU. Para la guerra del Golfo, todavía han debido arrancar su permiso gracias a su capacidad de chantaje sobre algunos socios del consejo de seguridad. Para la de Kosovo, la ONU fue también depreciada, la superaron, legitimados por la coalición de sus aliados, franqueando el paso desde un fundamento de derecho a un fundamento moral. Para la del Afganistán, obtuvieron de ella una bendición, a la que han dado la interpretación más extensiva y más improbable: se declararon habilitados a perseguir al enemigo designado por todo el mundo. Resta saber si tendrán la capacidad de dejar detrás de sí un orden que les sea favorable. El hecho de que la supremacía militar no permita una dominación política segura y que sólo la ONU pueda "finalizar" tal operación es altamente simbólico, es decir, va mucho más allá de la cuestión de los poderes formales de la ONU: manifiesta que la forma "sistémica" ha dejado de ser exclusivamente predominante y que una relación de fuerzas que tiende a la imposibilidad creciente de gobernar las mayores masas humanas solamente por la fuerza imperialista, cuenta también en esta tendencia a una cierta estaticidad mundial.

Es en esta mirada que la guerra imperialista debe asumir, de aquí en más, los rasgos de una operación de policía. Los GI, soldados de las fuerzas norteamericanas, son considerados legitimados como presuntos agentes de policía del orden mundial. A ese título son dignos de gozar de una protección particular la que les permite sobrevivir a los "intensos combates" que infligen a sus adversarios. Son considerados nuestra fuerza común bajo el sol común, nuestra milicia, tropa de elite dotada de una suerte tecnológicamente garantizada, capacidad de matar sin ser muertos, teniendo el privilegio de ser el brazo armado de dios en la tierra, nombre que Hobbes dio al Estado moderno. Pero el jefe de la policía mundial no es el del Estado mundial. Debe dejar lugar a dios mismo, para el caso bajo la forma de la ONU, muy pequeño dios que, sin embargo, sólo puede oficialmente residir en la institución de una república particular, bajo el ojo constitucional atento del mundo entero. No hay policía mundial más que de un Estado mundial, tan débiles son las prerrogativas.

Microcosmos y macrocosmos

En definitiva, hay que descifrar la ONU como la esfinge de Jano. De un lado estructural, resultado y concentración de relaciones de fuerza de una estructura de clase (en su relación con el "sistema mundo") y del otro, metaestructural, promesa de un Estado de derecho finalmente legitimado por todos, en su infinita debilidad, signo de una real potencia de todos. Ello sugiere que la ciudadanía mundial -que queda, sin embargo, por definir y circunscribir- es una idea de combate y de futuro. Así aparece cuando relacionamos el microcosmos del Estado-nación y el macrocosmos del Estado-mundo en gestación.

En las formaciones sociales modernas, los Estados-nación, las relaciones de clase se instituyen a través de las relaciones virtualmente contractuales del salario, en las que son declarados libres quienes movilizan la maquinaria mercado-burocracia con la voluntad de oportunidades de ganancia. En ese sentido, en lo formal hay elementos de lo material. No se puede impunemente declarar la igualdad sin que esa declaración no sea incesantemente invocada en contra por quienes sufren la desigualdad, y activamente reivindicada en una práctica constitutiva (a través de la lucha social y política) de un cierto poder común, de un cierto empeño de la multitud sobre las leyes que la rigen. Esa declaración no tiene eficacia sino porque la dinámica económica, en la forma de sociedad que se refiere a la igualdad formal, tiende a promover una clase de asalariados de la que su número y su calificación creciente, su rol en el proceso mismo de producción, la vuelve siempre más capaz de conquistas políticas y culturales. Esto dicho muy abstractamente, simple apelación a un motivo clásico del marxismo que no ha perdido su actualidad para nada.

También sucede con la declaración de los derechos y la igualdad de los estados. Ello no atiende a ninguna fuerza de la moral y sus proclamas, sino a lo que no es tan fácil, como disolver a los Estados, aun los más débiles, en el "mercado universal" y ello porque no ha existido nunca mercado sin regulación alguna, sin organización de alguna manera consentida (lo que no quiere decir necesariamente democrática), fuera del mercado, de una parte importante de la vida social. Más ampliamente, sin una nación, detentadora de lo sagrado de la existencia común. Las naciones no desaparecen en el mercado como el azúcar en el agua. No hay hoy solamente una resistencia del hecho estatal, sino, en todo país del mundo, una densificación extrema de las existencias nacionales. La gente termina por ver que su destino se extrae del orden de la costumbre, local, particular, familiar o clánico, para constituirse según una red cada vez más apretada de derechos, de obligaciones, de riesgos y de seguridad, de perspectivas, de libertades y apremios que tienden a la densificación de las leyes y las reglamentaciones nacionales. También, paradójicamente, al tiempo que las barreras mercantiles se deprecian, el espacio estatal se densifica (de ahí que en la potencias y la violencia de los fenómenos de descomposición/recomposición nacionales, los grupos implicados ven poner en juego sus intereses más íntimos y más tangibles). Pero no existe ya más, en adelante, un Estado particular fuera del decreto de la sacralidad superior de la "comunidad internacional" en el sentido estricto de la comunidad de naciones, instituyendo las instancias supranacionales. Se engendra, bajo el imperialismo, una suerte de dialéctica entre, de una parte, el reconocimiento "pese a todo" de la soberanía de los estados, aunque la mínima posible, por seguro, como el principio de pacificación indispensable para "la inversión" económica y, por otro lado, el hecho de que ella no puede ser asegurada sino por la certificación, en la necesidad militar, de la ONU y, por lo tanto, por su promoción. Los estados-nación, irredentos, apelan al Estado-mundo, exigidos por su existencia misma.

Que la "comunidad internacional" se adelante de hecho, tendencialmente, hacia el Estado-mundo y, por lo tanto, que adelante el programa genético del imperialismo, no tiende evidentemente a esa sola dialéctica del microcosmos y del macrocosmos. Dejo aquí fuera del análisis todo lo que, originándose en el movimiento de fuerzas productivas-destructivas, hace potencialmente del espacio planetario un solo mundo para todos: la comunicación cultural, la ciencia. Los grandes asuntos, irreversibles, de la ecología, a la vista de los cuales, las naciones tienen intereses diferentes no conciernen solamente a las naciones sino a la humanidad como tal. El derecho mundial está presente como exigencia vital. El poder común de constreñir a la preservación del planeta supone, para su ejercicio, las formas de su legitimidad.

Denominaciones y concepciones propuestas para nuestro tiempo

Este análisis conduce a la crítica de algunas denominaciones corrientes. La de "comunidad internacional", que sólo es procedente en el sentido preciso de comunidad de Estados, en tanto que opera a través de instituciones y reglas reconocidas por todos, las de las Naciones "Unidas". No hay "comunidad" que tenga alguna autoridad legítima sino en la medida en que "la unión" de ellas represente un hecho constitucional (por limitado que sea) en el sentido moderno del término, reenviando al acuerdo supuesto por cualquier hijo de vecino a través de la adhesión del Estado a que pertenece. Habría poco que decir sobre esta expresión si no fuera constantemente utilizada en los medios (comprendiendo la prensa más "erudita") para designar, en su pretensión una legitimidad universal, los organismos "sistémicos" más diversos, al FMI que se considera que aporta "la ayuda de la comunidad internacional", a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que asegura sus "intervenciones" en vista de la seguridad y la paz, como puede hacerlo también cualquier coalición de "Aliados" por una buena causa. La expresión funciona como una cobertura ideológica muy inocentemente "reaccionaria" designando la posesión de autoridad, para intervenir en los Estados del Sur, de las instituciones militares o financieras constituidas por el Norte y rigurosamente desprovistas de la legitimidad (supranacional) que se les atribuye, no poseyendo en efecto ninguna suerte de "legalidad". Forma la matriz de un lenguaje estereotipado supuestamente consensual, lengua franca que opera 24 horas por día. Operador ideológico por excelencia de la ultimodernidad, alcanza su funcionamiento máximo cuando autoriza el derecho a trascenderse en moral, como fue particularmente flagrante en el caso de Kosovo. Porque la vulgata de la ultimodernidad, en tanto que moderna, no puede funcionar sino en la universalidad: en el imperialismo, que no puede llevar adelante la superioridad civilizatoria, queda oscurecida la modernidad de los "derechos del hombre"·. Lo que no puede ganar sobre el terreno del derecho se esfuerza por cargarlo sobre el de la "moral", sobre el que todos los golpes son permitidos, visto que la convalidación de sus afirmaciones no exige el sello constitucional sino solamente el poder de la opinión dominante, asegurada de entrada a los que tienen los medios de manipularla.

La denominación de "sociedad civil internacional" es más pretenciosa. Vehicula, en efecto, -por lo menos en el sentido tradicional del término, porque se hace hoy objeto de una subversión- la temática explícita de una sociedad civil (mundial) sin Estado (mundial), de un "derecho sin Estado", estadio supremo donde el derecho realizaría su propia esencia, que es la de tender hacia las interacciones liberadas de toda constricción autoritaria, de todo arbitrio estatal reglando la libertad individual. Esta tesis sería perfectamente justificada si la ley mercantil pudiera pasar por una ley natural y la autoridad estatal por un artificio, como un estadio históricamente provisorio. Implica una idea del derecho mercantil como "derecho natural" fundado sobre el argumento utilitarista del mercado, como forma racional (productiva) por excelencia, de la interacción económica, sublimada en el argumento del bien común, por lo tanto del bienestar de cada uno, que sería su derecho supremo. Contra esta tesis se vuelve la teoría metaestructural, contra la idea que se puede pensar el derecho fuera del Estado y la economía fuera de la política. En el plano último de entendimiento racional, el mercado no es jamás sino un modo de coordinación posible, siempre polarmente ligado a su "otro", que es la organización, en una relación que no es simplemente alternativa sino de múltiples entrecruzamientos. En el plan fundador de la razón jurídico-político, de la declaración de derecho, nadie contrata con cualquiera si no con el objetivo de un objeto del mundo que puede también ser pretendido por cualquiera, salvo acuerdo entre todos sobre las condiciones de la apropiación y de la contractualidad intereindividual. El derecho "natural" moderno -o la "cultura" moderna, en tanto que rechazo de toda ley de la naturaleza- es aquel por el cual la propiedad es siempre pretensión criticable a la propiedad, es aquél por el cual la propiedad privada o colectiva no es jamás conquistada sino siempre abierta a la argumentación. Es lo que al propietario le impide dormir. En el lenguaje de Pascal: "el Cristo estará en la cruz hasta el fin de los tiempos, no se puede dormir durante ese tiempo". En máxima del príncipe moderno (a la Gramsci): "el ciudadano no duerme". El "derecho (llamado internacional) sin Estado" de la "sociedad civil internacional" es, en realidad, bajo el régimen del sueño dogmático, "el Estado (de clase mundial) sin derecho": es el arbitrio de la propiedad capitalista dándose, fuera de la constitucionalidad argumentativa, como regla común, ejerciéndose a través de la potencia oculta de sus aparatos mundiales de Estado privados (véase supra) y la hegemonía que ejerce el centro sistémico (imperialista) sobre las instituciones emergentes de estaticidad mundial.

El término "ultra-imperialismo" ha sido retomado para designar el estadio en que ha devenido hoy el imperialismo. Una cierta tensión se observa sobre el asunto en los marxistas, entre, de un lado, los que insisten sobre la división del planeta en grandes conjuntos económico-políticos, tanto según la "tríada" imperialista como los "continentes" abiertos en adelante a la acción política y, de otro, los que, sin subestimar ese aspecto de las cosas, ponen el acento sobre el carácter multilateral de las relaciones de dominación en el cuadro de una concurrencia capitalista mundial. Odile Castel habla en ese sentido de un "ultra-imperialismo". Esta aproximación apunta a adelantar las premisas de un "Estado global", "complejo" en lo que lleva la marca de una jerarquía sistémica. El esbozo aquí propuesto, que tiene más de una relación con una tal visión, supone solamente que, interrogándose sobre la naturaleza "estructural" (de clase) de esa estatalidad, se la pone en relación con las condiciones "metaestructurales" de lo que, en la época moderna, se da como estatal: no hay Estado en el sentido moderno del término, y entendido en el plano global, sin el presupuesto de un poder considerado común bajo el signo de la igualdad y la libertad (declaración/denegación). Las categorías de la economía aquí no bastan: los presupuestos propiamente políticos pertenecen al contexto de la mundialización de las luchas sociales. La fuerza de la crítica de la mundialización neoliberal tiene en el trabajo eminente de los economistas su debilidad en la débil implicancia de la filosofía política.

La denominación de "imperio" ha conocido un gran auge a través del libro de Toni Negri y Michael Hardt, donde se encuentra asociada a una rica investigación y a toda una serie de instituciones fulgurantes. A mi entender, su comprensión se hace dificultosa en lo que no se impone sino como una colusión-confusión, que debilita singularmente su carácter heurístico y su confiabilidad política, entre las categorías sistémicas, las del sistema-mundo (las del imperialismo) y las categorías estructurales, las del Estado-mundo emergente. De forma típica el "imperio" que supone designar alguna cosa como el sistema global, se encuentra definido por trazos específicamente estructurales: sería a la vez "monárquico" (tipo presidente americano), "aristocrático" (tipo multinacionales) y "democrático" (tipo organizaciones obreras), según la vieja tipología de los "regímenes" (que surgen precisamente del orden abstracto de la estructura, y no del orden concreto del sistema, en el sentido, hoy común en el marxismo, que doy aquí a esos términos). Esta noción de imperio constituye así un obstáculo epistemológico en el sentido propio del término, una sobreimpresión conceptual, una confusión inicial que impide pensar lo esencial: la dialéctica entre los dos órdenes (sistema y estructura) el apoyo que el imperialismo toma sobre la forma estatizante mundial y el desafío universal que ello representa (aunque la obra está manifiestamente llena de este tipo de preocupación). No es que las contradicciones no sean percibidas, son puestas a menudo magistralmente en escena, ilustradas por los filosofemas de Spinoza, Deleuze y Foucault. Lo que falta, en mi opinión, son los medios analíticos de su dialectización. Así, el "centro" funciona simultáneamente como el monopolio de la fuerza y el productor del derecho. Esta referencia al imperio como máquina, "máquina autovalidante y autopoiética", concentración de Luhman y Habermas, que se valida a través de su proceso de comunicación, no me parece dar una idea clara de la relación dialéctica entre la "multitud" y la institución. En cuanto a la categoría "foucaultiana" de biopolítica, si bien innova en relación con un análisis del proceso de dominación fijado sólo sobre la propiedad de los medios de producción, se encuentra aquí operando más acá de la crítica marxiana del capitalismo. Se organiza, en efecto, alrededor de la contradicción dialéctica entre la producción de riquezas concretas, condición y medida de la vida, y la finalidad abstracta de la ganancia como horizonte del capital, acumulación de poder sobre poder al precio de la destrucción de toda vida. Ahora bien, el uso que se hace aquí de la categoría "biopolítica", la idea según la cual "la producción de la vida (sería) devenida el objeto del poder, [...] proceso de las multinacionales" achata, me parece, esa contradicción, que quería, sin embargo, hacer aparecer. Correlativamente, el capitalismo, en su esencia recién devenida de "mercado mundial" se encontraría "directamente (subrayo yo) confrontado con la multitud sin mediación". En el principio de este debilitamiento teórico - sobre el fondo de un presupuesto llegado del liberalismo que aísla la categoría de mercado (calificado de "panóptico de poder imperial") como principio general del orden económico capitalista -se encuentra esta idea de un mundo como "máquina autovalidante" que se estrella en la indiferencia conceptual de las formas propias de la racionalidad social (versus natural) moderna: la bipolaridad mercado/organización (con sus correlativos presupuestos de la contractualidad interinvidual/central), modos de coordinación polarmente opuestos y factores de clase (solamente) relativamente homólogos. En cuanto a la desterritorialización es enunciada de una manera que se puede juzgar prematura y unilateral, si se la representa como categoría propia de "intervención" supone la de territorios, y de buenos sujetos estatales interviniendo sobre el terreno de los Estados-pícaros. Por esta colusión entre lo estructural y lo sistémico debilita tanto la problemática de la "clase" como la de Estado-nación, y por lo tanto, del hacer ciudadano y local en beneficio de la acción simbólica planetaria -la de "serpiente" contra la de "topo"-. Así también la del imperialismo, considerada desaparecida en beneficio del imperio, malo "por sí" pero mejor "en sí".

Existen otras categorizaciones de la "sociedad mundo" bajo el signo de la "complejidad" (Edgar Morin). El esbozo propuesto aquí sugiere enfocarla a partir de la grilla estructura/sistema. La estructura del capitalismo, como se señala en la tópica marxista, es infinitamente compleja en sus funciones y contradicciones. Su complejidad crece con la del sistema-mundo. En el fondo ella no es sino una lógica social de conjunto que sobredetermina toda la complejidad de las formas sociales anteriores, familiares, religiosas, comunitarias, etcétera, que, a su vez, la sobredeterminan. Ella no se da sino como punto de referencia en el caos apuntando a las acciones comunes posibles.

La violencia y la guerra ultimodernas

Estas aclaraciones nos permiten interrogarnos sobre la naturaleza de la violencia "ultimoderna".

Si se parte de las consideraciones clásicas de Hume concernientes a "las condiciones de la justicia", que vinculan el carácter pacífico de las relaciones sociales a su relativa igualdad y si, en consecuencia, se relaciona la violencia a la desigualdad de hecho o a la perspectiva abierta de dominar absolutamente sobre el otro, se comprenderá por qué la violencia moderna es más grande aun en la relación sistémica (del imperialismo) que en la relación estructural (de clase) y que el "multiplicador de explotación" estructura-sistema-Estructura, expuesto antes, es también un multiplicador de la violencia.

Como lo señala Claude Serfati, la violencia militar hoy se manifiesta menos entre las grandes naciones, los que, de alguna manera, se han equilibrado y no pueden enfrentarse militarmente bajo pena de destruirse mutuamente. Esto concierne, en efecto, sobre todo a los conflictos intraestatales de los países del Sur, en los que el tema es a menudo la construcción estatal en el contexto de la influencia de los estados dominantes. De una parte, la construcción estatal, lejos de ser obsoleta, se presenta como una puesta en juego vertiginosa de poder en los países arcaicos como el Afganistán, por ejemplo, en el que la cuestión consiste en saber qué fracción (étnica, lingüística, religiosa, geográfica) logrará operar en su beneficio o apropiárselo, en todos sus componentes administrativos, socioeconómicos y culturales. La cuestión es generalmente perceptible pero la teorización permanece débil por la tendencia a pensar que las únicas relaciones determinantes son las del mercado, por la dificultad en situar el concepto de organización en el mismo rango epistemológico. Por otra parte, son los estados dominantes quienes, en esas condiciones, pueden controlar esas zonas de su interés, desempeñan un papel esencial en la desmedida violencia: provisión de armas y de información, cobertura logística y mediática, etcétera, de hecho también de su predominancia en las instancias supranacionales. En consecuencia, el carácter propio de esas guerras es el de aparecer ya como guerras civiles, en el doble sentido del término: en el plano de sub-estados del Sur y sobre el terreno de un Estado vagamente mundial. Los adversarios ya no son enemigos de la nación sino criminales contra la humanidad. Guerras religiosas, por lo tanto, civiles. Guerras privadas, fuera de las normas internacionales. Guerras de mercenarios y no ya de ciudadanos. Operaciones de policía. Guerras éticas. Sabemos qué sentido conviene dar a esos términos.

Si se define el "terrorismo" como un acto de violencia criminal perpetrada con fines políticos, contra determinadas personas u objetivos, en un Estado de derecho que, se considera, detenta el monopolio de la violencia legítima, se lo puede asociar al "terror de Estado", es decir, un gobierno que dispone de medios de violencia criminal al margen de las normas consideradas legítimas. Pero terrorismo y terror no forman forzosamente un binomio de violencia correlativa. No se distinguirán en la guerra, violencia supuesta recíproca, si ellas terminan, por lo general, en la masacre de prisioneros y de la población civil. El embargo, está muy próximo al terrorismo, sin peligro para el que lo inflige, que condena a la muerte gris, masiva, anónima y estadística. En cuanto al terrorismo kamikase, es el arma desesperada de los desarmados, que enfrentan a un adversario que no corre ningún riesgo fatal (porcentual de muerte cero), detentador del monopolio de la violencia eficaz, de la capacidad de matar sin sufrir bajas. Por ello mismo, de hacer la guerra sin declararla. El kamikase es el que no tiene más arma que su propia muerte. Ni siquiera les pertenece a ellos mismos porque son otros los que lo envían a la muerte en su lugar y para su propia gloria. Ellos mismos están descalificados de entrada, habiendo traicionado el código de honor sin el cual no hay guerra de liberación.

Una política de la humanidad

Si se admite que emerge alguna forma de estatacidad mundial uno debe también admitir el hecho, ambiguo y contradictorio, de una juridicidad mundial y, por lo tanto, también el concepto de una política de la humanidad. La humanidad tiene derechos que son los derechos de todos y cada uno, pero en nombre de los cuales se declara operando como un sujeto, es decir, ejerciendo un poder común igual entre todos.

Se reconoce la figura del contrato social. Aunque ella conduzca de lo más a menudo a toda suerte de equívocos, no existe otra con la cual se pueda por lo menos comenzar, los que creen ahorrársela la practican secretamente sin saberlo. Sobre todo se debe subrayar, contra el liberalismo que, según sus diversas versiones, ven, sea el fundamento de la sociedad moderna o el ideal que persigue o alguna falla de origen, que esta figura es precisamente sólo a partir de la cual se conoce la estructura capitalista de clase al mismo tiempo que su crítica. Esta figura en realidad ha devenido fuerte prematuramente, sólo encuentra coherencia en la ultimodernidad. Locke y Kant, como sabemos, comienzan el discurso político declarando que "la tierra es para todos por igual": esto es, en efecto, al objeto mismo de la teoría, decir las reglas para cooperar y compartir su uso. El contrato social no se entiende, entonces, sino entre todos a propósito de todos (es en ese sentido, para retomar nuevamente una temática de Toni Negri, que la ultimodernidad no conoce más "el exterior") El tratamiento del asunto al nivel de un Estado particular es así una recaída inconsecuente, reflejo del arcaísmo de una humanidad aún dispersa, fragmentada en un mosaico provisorio que no sabría responder de sí mismo. Lejos de ser una extensión envejecida del contrato social estatal, el contrato social mundial es la verdad, frágil y ambigua del contrato social.

Es así porque el "Estado mundial", en el sentido de esta instancia mínima en la que algún poder debería ser reconocido y que sería un Estado de derecho, no procede, según su concepto, de una "federación". Este Estado mundial no es federal, y ello es una novedad absoluta en relación con toda federación existente, como la que dio origen a los Estados Unidos o a la República Federal Alemana, o aquellas en que se agrupan las nuevas entidades continentales, en Europa o en América. No se trata ya de un reagrupamiento de entidades preexistentes consideradas como poseyendo cada una su territorio y que aceptan delegar una parte de sus prerrogativas a un poder central común. En el orden fenoménico todo pasa como si se tratara de ir hacia un "poder federal mundial", permaneciendo en un alto grado de respeto y autonomía de los Estados anteriormente independientes sobre su territorio. En efecto, son tales abandonos de soberanía los que demanda formalmente la OMC. Pero, precisamente, esos ordinarios "abandonos" sólo son aceptables sobre la base del reconocimiento de que "la tierra pertenece a todo por igual" o, sobre todo, que todos tienen la misma relación jurídica con la tierra en el sentido de que ningún derecho puede proceder por medio de la fuerza, sino solamente por un acuerdo común libre e equitativo. Que ese acuerdo sólo se realice efectivamente por relaciones de fuerza no impide que no se pueda establecer oficialmente, por la referencia a una posición que no es una posición de fuerza sino el reconocimiento que nadie puede llamarse de forma unilateral, legítimamente, dueño de esto o de aquello. El orden legítimo deviene de un acuerdo entre todos, y ello en un universo donde ningún Estado particular puede jamás detentar, sin acuerdo de los demás, derechos absolutos sobre su territorio.

No es inútil abordar la cuestión en términos formales del principio de justicia. Un orden universal no se puede dar como legítimo sino desde el punto de vista de los que tienen la peor posición. No se puede avanzar con el principio maquiaveliano de la eficacia de la lucha de los que tienen menos. Por lo tanto, la primera condición es que no sean desposeídos de lo que tienen. Si la nación no puede ser defendida desde el punto de vista del poder legítimo de cada uno sobre su territorio, ella lo es desde un punto de vista universalista como un lugar parcelario a partir del cual los proyectos concretos de vidas común y de solidaridad pueden ser conducidos a la inversa de la lógica abstracta del beneficio. La ley del gran número, según la cual los oprimidos y los explotados son muy a menudo el gran número frente a las minorías dominantes, induce a una dialéctica entre la promoción de una política de la humanidad y la "lucha de los pueblos" contra el imperialismo. El poder democrático que se viene esbozando a escala mundial se medirá por la capacidad que desarrollen las naciones y las poblaciones del Sur, para procurarse los medios de su propia defensa e ilustración, y de ejercer sus derechos en el planeta entero, en su forma concretamente transformada por la tecnología y la cultura; de su derecho equitativo de disponer de los recursos y los conocimientos, de autoorganizarse allí donde encuentren y de, eventualmente, emigrar allí donde la vida sea mejor.

Es, sin duda, también urgente proponer programas concretos de acción. Quienes lo hacen con ese espíritu saben que la ciudadanía mundial no se juega específicamente ni en las transacciones políticas tendientes a reformar la ONU ni en reuniones mediáticas simbólicas, de Seattle a Porto Alegre, donde esa ciudadanía comienza a encontrar su expresión pública. Ella tiene, por las razones que hemos visto, su desarrollo natural en toda acción y lucha anticlase y antisistema en todo el mundo.


Artículo enviado por su autor gracias a la gentil colaboración de Edgardo Logiudice, quien también tuvo a su cargo la traducción del francés. Por razones de espacio en esta versión se han debido suprimir las notas aclaratorias y bibliográficas originales. La versión integral francesa y española y se podrán consultar en nuestro sitio Internet (www.herramienta.com.ar).

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