04/12/2024
Por Schachter Silvio
¿Cómo entender las causas de un conflicto que lleva décadas, sin que se haya podido establecer una solución estable, justa y equitativa? Entre las diferentes razones, son determinantes, el silencio y las conductas complacientes y cómplices de gobiernos de la mayoría de los países y gran parte de la llamada opinión pública mundial, con la sistemática violación de los derechos humanos y las normas consagradas del derecho internacional por parte del estado de Israel, incluidas las resoluciones de las Naciones Unidas. En consonancia con este cuadro, que asegura al Estado israelí total impunidad, el pilar interno que sostiene esta línea es la consolidación de un consenso en la sociedad israelí para justificar esta política.
La ficción del derecho internacional
Israel cuenta con un nuevo gobierno de coalición. Naftali Bennett, líder ultraderechista del partido nacional-religioso Yamina, se convirtió en el nuevo primer ministro, poniendo fin al mandato de 12 años de Benjamin Netanyahu. Sus ex aliados decidieron sacarse de encima a un personaje sumamente desprestigiado, que ya había cumplido su ciclo. Netanyahu un caso único en la historia de su país, fue elegido durante tres períodos a pesar de los fundados cargos de abuso de poder y corrupción que lo involucran.
En su política hacia Palestina, Naftali Bennett, como era previsible, sigue la misma línea que su predecesor. El nuevo primer ministro fue claro en relación al conflicto israelí-palestino, afirmó que Israel debe "asegurar sus intereses nacionales" en la llamada Zona C, que constituye aproximadamente el 60% de la Cisjordania ocupada.
Pasados solo 25 días de acordada la tregua el 12 mayo, Israel vuelve a bombardear Gaza, retomando una agresión que durante 11 días significó 232 víctimas palestinas asesinadas y más de 2 mil heridos atendidos en hospitales desbordados y desabastecidos por años de bloqueo. Además, 22 palestinos fueron asesinados por las fuerzas israelíes en las protestas que tuvieron lugar en toda Cisjordania. Esta escalada es la continuidad de una serie ataques que en este siglo como la operación Plomo fundido (2008), y las operaciones punitivas de 2012 y 2014. La población de Gaza vive, desde 2007, sometida a un bloqueo ilegal equivalente a un castigo colectivo
Cuando la tensión estalla violentamente, entonces una parte de la comunidad internacional presta atención a lo que acontece la zona. La violencia y la devastación llevada a cabo por el Estado de Israel son cotidianas y no puramente coyunturales. Palestinos y palestinas de varias generaciones viven o sobreviven en un bombardeado y devastado territorio sembrado de escombros. Pero que Palestina sea noticia sólo en estas escaladas de violencia nos habla también del drama diario que vive esta sociedad, nos habla del desamparo y el aislamiento en el que se halla en su pelea por existir como un pueblo soberano con todos sus derechos.
En 1947 la ONU aprobó la partición de Palestina en dos estados independientes, luego se adoptaron otras resoluciones que reconocieron el derecho de los palestinos a la autodeterminación y concedieron a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) el estatus de observador permanente. En 1993, Isaac Rabin y Yasser Arafat dieron un primer importante paso hacia la paz firmando lo que se conoce como los acuerdos de Oslo, que establecían, entre otros aspectos, el fin de la ocupación israelí, reconocía la creación de la Autoridad Palestina para administrar su territorio y dejaba abierto un canal de conversaciones para tratar los temas pendientes. Dos años después, Rabin fue asesinado por un fanático israelí y ese camino quedó bloqueado. El Estado de Israel se niega sistemáticamente a cumplir con las resoluciones, conducta clave para interpretar parte de las causas de la persistencia del conflicto y ante lo cual la llamada “comunidad internacional” no ha tomado ninguna medida significativa para hacerlos acatar. Mientras que en otros casos, distintos gobiernos y países fueron castigados con diversas medidas, Israel nunca ha recibido sanciones políticas ni económicas por parte de organismos internacionales. La vara de quienes se supone velan por el derecho a nivel planetario no es igual para todos.
Esta situación de desprotección internacional que sufre el pueblo palestino es alimentada por la forma histórica en que occidente a considerado a los palestinos y al mundo árabe en general. El orientalismo, como señaló Edward Said, es una invención hecha por Europa, es un imaginario que han creado para autodefinirse, es una narrativa que se basa en catalogar a Oriente como la contracara de los superiores valores e ideales europeos. Con esta lógica siempre se piensa a Israel como Europa y a Palestina como Medio Oriente. Se valida de este modo el supremacismo eurocéntrico, que entre otras consecuencias permitió que se despojara a la comunidad palestina de Gaza, Cisjordania y a la que vive en Israel de su condición de sujetos políticos e históricos autónomos, libres y soberanos.
Mientras que con su consentimiento Europa expía de este modo su culpa ante los millones de judíos asesinados en los atroces crímenes del Holocausto, calla y encubre su pasado colonialista en el mundo árabe. Sin revisar críticamente ese pasado imperialista es imposible pensar y entender la situación actual.
Desde los atentados del 2001, donde, como dijo Umberto Eco, Bin Laden le dio una mano a Bush, devolviéndole los favores en Afgansitan, EEUU y sus aliados pasaron a desarrollar la idea del terrorismo como el nuevo enemigo común en todo el mundo. Si bien el argumento de una sociedad de terroristas es históricamente usado para estigmatizar a los palestinos, las guerras neocoloniales en Iraq, Afganistán y Siria, que dieron paso al ISIS (Islamic State of Iraq and Syria) y reforzaron el fundamentalismo islámico, sumadas a la derrota de la primavera árabe a manos de autócratas y dictadores, boicoteada por los gobiernos occidentales, incidieron decisivamente para invisibilizar y golpear la causa palestina.
Esto tiene sus consecuencias en la forma en que la prensa y la televisión occidentales, presentan las noticias. Por un lado, parece como justa la respuesta de Israel amenazado constantemente por una multiplicidad de enemigos terroristas, poniendo énfasis en las vidas israelíes que se pierden en los enfrentamientos, y por otro cubriendo de anonimato los muertos del lado palestino. La referencia a lo que sucede en Gaza y Cisjordania es sólo de manera tangencial, como el correlato sin importancia de lo que acontece en Israel, de lo que se dice en Israel, de las decisiones que toma el gobierno de Israel. Los israelíes, así, aparecen como víctimas que son asesinadas, mientras que los palestinos y las palestinas (aunque se trate de ancianos y niños) aparecen como objetivos abatidos, líderes terroristas de Hamas. Entonces, elevar cualquier crítica en contra de la política del Estado de Israel se considera como parte de una operación antisemita.
Los medios argentinos, juegan siempre en sintonía con este relato, favorecido por la percepción sesgada que tiene una sociedad naturalmente sensible por los bárbaros atentados contra la AMIA y la Embajada israelí, a pesar de que, por supuesto, en esos hechos nada tuvieron que ver los palestinos
Durante el siglo pasado, tuvieron presencia activa diversas organizaciones culturales y sociales de lo que se llamó la colectividad judía progresista argentina, con un predicamento a favor de la paz y el humanismo. A medida que perdiendo influencia, fueron predominando las instituciones que se transformaron en poleas de reproducción de la política del Estado de Israel, sin cedazo ni discrepancia alguna. Su voz se volvió determinante en la línea de la política exterior de los gobernantes. No es casual que el primer viaje al exterior del presidente Alberto Fernández tuviera como como destino a Israel.
El consenso negacionista
Hasta los comienzos de la década del 90 persistía la tensión existente en la política israelí entre los llamados halcones irreductibles por un lado y sectores más realistas y pragmáticos por el otro, que condicionados por la actividad que ejercían las organizaciones pro paz del interior de Israel, se oponían a esta guerra interminable. Se pensó que la caída del muro, que ya no ubicaba el conflicto en un escenario de disputa entre las superpotencias, haría viable un camino de diálogo, lo cual estimuló a los sectores que abogaban por una solución negociada. Mientras tanto, recibían la presión que ejercía la solidaridad internacional con la causa palestina, que se multiplicó desde la masacre en los campamentos de Sabrá y Chatila (1982) ejecutada por la Falange libanesa y las Fuerzas de defensa de Israel, y por la resistencia de la Intifada en los territorios ocupados (1987). Este era el marco interior que favoreció la firma de los mencionados acuerdos de Oslo.
Pero las expectativas de un camino de paz se vieron rápidamente frustradas, la modificación del contexto internacional, con un dominio unipolar de las potencias capitalistas, coincidió y estimuló el avance de las posiciones más agresivas de la ultraderecha, cuya expresión evidente ha sido la continuidad del gobierno de Benjamín Netanyahu y sus aliados ortodoxos, abiertamente propiciadores del expansionismo territorial y del terror contra la población palestina.
¿Cómo se logró ese consenso que tanto los israelíes y organizaciones judías del exterior prestan acríticamente a cualquier acción del Estado de Israel? ¿Cómo lograron legitimar en su población esta arquitectura de la opresión? Ha sido a lo largo de un proceso político, ideológico y cultural alimentado por décadas de deformación de principios identitarios, sentidos y valores basados en una construcción racista del enemigo, donde la diferencia cultural se vuelve amenaza y es suficiente para justificar su deshumanización, su persecución y destrucción. Así la sociedad, y los soldados en particular, son imbuidos de la lógica de la guerra justa, para enfrentar la amenaza y cumplir con el destino manifiesto de la Ley de la Torá, escrita hace veinticuatro siglos. Esta multiplicidad de argumentos, que van desde mitos hasta prejuicios y estereotipos degradantes, se ha ido cristalizando, conformando una subjetividad que se asume como un cuerpo de verdades incuestionables, por lo cual cada vez se vuelve más compleja la posibilidad de revertirla.
A los argumentos, religiosos y mitológicos fundacionales, de la tierra prometida, del pueblo elegido y de la ficción de un territorio solo habitado por judíos, le suman los valores supremacistas y racistas construidos por los europeos para su política colonial. Como señala Roxanne Dumbar, Israel practica un colonialismo de asentamiento, donde los argumentos de los conquistadores casi siempre están relacionados con la expansión y la apropiación de la tierra. Desde 1948 los palestinos fueron despojados del 78 % de su tierra, tan ancestral para ellos como para los judíos. Reproduciendo parte de la metodología del apartheid sudafricano, la estrategia israelí ha sido dividir a los palestinos en bantustanes, separándolos en Gaza y Cisjordania, asilándolos de los que viven en Israel y en Jerusalén.
Los israelíes han sido convencidos que forman parte una civilización y una cultura superior, mientras los palestinos y palestinas son presentados como los vestigios de formas de vivir arcaicas, que se han resistido a abrazar el estilo de vida y los valores occidentales. Los ejemplares modelos civilizatorios de occidente que defienden han dado infinitas muestras de su crueldad, de la cual los propios judíos han sido sus víctimas.
La superioridad real del Estado de Israel es básicamente bélica, los palestinos no tienen ni ejército, ni aviones, ni barcos, no poseen toda la tecnología ni la parafernalia de guerra que han recibido los israelíes fundamentalmente de EEUU. Fue la supremacía militar, justificada con la invención de un patrón racista, la que se utilizó para someter y exterminar a los pueblos originarios de América y su ocupación por los conquistadores y la que permitió la esclavización de millones de africanos. Es imposible plantearse cualquier forma de desarrollo cuando lo básico es negado en una sociedad que carece de lo elemental y transcurre sus días y años entre bombardeos y escombros, cuando cada mañana hay que empezar la jornada pensando en los niños y niñas víctimas de los ataques y del confinamiento.
El hecho que los judíos hayan tenido que resistir los proyectos de negarlos, perseguirlos y eliminarlos, en vez de crear una sensibilidad hacia los palestinos, más débiles, vulnerables y también perseguidos, decidieron expulsarlos de los territorios que ocupaban históricamente, y encerrarlos en guetos. No pueden olvidar que fueron ellos las victimas del primer gueto de la historia, el de Venecia o el de Varsovia, donde los miembros de la resistencia judía organizaron el heroico levantamiento contra la poderosa maquinaria nazi. Nadie podría descalificarlos acusándolos de terroristas.
La memoria sobre el horror del Holocausto debería servir para evitar que este genocidio vuelva ocurrir, no solo con los judíos, sino contra ningún pueblo del mundo y no debería ser utilizada para justificar sus acciones punitivas, ni para auto referenciarse hoy como víctimas, cuando en realidad son victimarios. El negacionismo del Holocausto judío y de otros pueblos encuentra, paradojalmente, a los israelíes reproduciendo la misma conducta ante la historia y los derechos palestinos.
Una ficción que es esgrimida ante el mundo, es que el conflicto explícita la confrontación de un sistema democrático, vigente en Israel, versus autarquías y gobiernos fundamentalistas del mundo árabe. Israel no es un estado democrático como se presenta para lograr la empatía con las democracias burguesas, ya que dentro su territorio la ley niega explícitamente la existencia nacional y cultural de generaciones de palestinos, a quienes se les da un estatus de segunda clase. Un país que prohíbe a una población ancestral el acceso a la tierra, a la propiedad de la vivienda y a la residencia en amplias zonas del país; que condiciona su acceso al empleo, a la educación y a las prestaciones sociales, que niega a sus representantes políticos el derecho a reclamar la igualdad, incluso que discrimina a los judíos no blancos, un país que legitima la utilización de la tortura a menores de edad, no es democrático. Un país verdaderamente libre y democrático para toda su población es aquel que ofrece a todos sus habitantes el acceso a los mismos derechos y recursos.
La guerra se ve totalmente diferente si se mira desde Gaza o Cisjordania, una mirada que han retratado múltiples documentales, películas que ficcionan la realidad, o simplemente las imágenes y relatos del sufrimiento cotidiano que recogen los videos enviados por internet. . Un ejemplo es el documental Nacido en Gaza, un durísimo film sobre la dramática lucha cotidiana de los niños por sobrevivir allí, producido en España por el director y reportero argentino Herna Zin. Una posición ética, para entender su ominosa realidad, debería basarse en ponerse en ese lugar.
Como consecuencia de su apoyo a la política estatal israelí, la diáspora judía se ha separado de quienes fueron sus aliados históricos, las minorías oprimidas. Ha quedado relacionada directa o indirectamente con las prácticas de las mismas personas que las detestan, los gobiernos más reaccionarios y los supremacistas blancos. Es común escuchar a miembros honestos de la comunidad judía, tomar inevitablemente partido por el Estado de Israel con el argumento: “es nuestra gente”. Sin menospreciar su sentido de pertenencia, la situación empezará a cambiar cuando comprendan que toda la humanidad, incluidos por supuesto los palestinos, es nuestra gente.