19/04/2024

El ensayo y la relación sujeto-objeto

Este trabajo es una consideración sobre el ensayo que toma como punto de partida, para su desarrollo, a dos teóricos vinculados, en mayor o menor medida, con la Escuela de Frankfurt como Walter Benjamin y Theodor Adorno. Este desarrollo se basa en la hipótesis general que postula que para llegar a una definición del ensayo es necesario partir de la relación sujeto-objeto, la cual implica una serie de caracterizaciones en las que están en juego categorías críticas de orden filosófico, como conocimiento, verdad, lo subjetivo y lo objetivo. Asimismo, es necesario tener presente qué entendemos por arte y qué por ciencia.

Como hemos dicho, las consideraciones sobre el ensayo como género, o como una formación discursiva intermedia, plantean el problema de la relación sujeto-objeto. En el texto “El ensayo como forma”, Adorno postula que el ensayo es un producto ambiguo que carece de tradición formal. Esta falta de tradición le confiere la libertad de referirse siempre a un objeto previamente formado. El ensayo mismo no se presenta como una creación ni pretende una totalidad y, al igual que el extranjero al que se le obliga a hablar una lengua que no es la propia, sus interpretaciones no tienen sustento filológico, convirtiéndose en hiperinterpretaciones. Así, el ensayo se nos presenta como una impronta, como algo espontáneo. Esta espontaneidad requiere de un sujeto interpretante frente a un objeto que exige ser interpretado. En este punto es donde el ensayo se emparienta con el arte, pues aquello que comunica es la reelaboración subjetiva de ese objeto. Es decir, en la relación sujeto-objeto, el ensayo encuentra su rasgo artístico. Entonces, ¿por qué no pensar al ensayo como género literario? Adorno responde a esto diciendo que, si bien el ensayo es subjetivo, los procedimientos y técnicas a través de los cuales el crítico aborda el objeto son diferentes de los del artista, pues el crítico trabaja con objetos preformados. Y este objeto, siendo una contradicción en sí mismo, no presenta una solución de la cual el crítico deba dar cuenta. Así, el ensayo se diferencia del arte por sus medios –los conceptos– y su pretensión de verdad, pero se aleja de la ciencia por su falta de objetividad. Aquí es donde, según Adorno, Lukács y el positivismo se equivocan. Lukács, en El alma y las formas, dice que el ensayo responde a una forma artística, pero con una ley diferente. Obra de arte y ensayo van juntos y aquello que los distancia es el gesto con el cual se enfrentan a lo dado. Así, el ensayo para Lukács se convierte en la forma más directa de transmitir una experiencia.

Para Adorno, todos estos elementos idealistas que aparecen en el texto temprano de Lukács deben ser materializados. Por otro lado, el positivismo cae en el error, según Adorno, de creer que aquello que se escribe sobre un objeto no debe pretender una forma artística. Así, el positivismo se queda en la mera separación de forma y contenido. Separación a la que también Lukács apela, aunque la considere una abstracción. Tanto para Adorno como para Benjamin, la separación de forma y contenido en una obra literaria, y por proximidad, en el ensayo es improcedente. Benjamin, en el ensayo “Las afinidades electivas de Goethe”, señala que “con respecto a la cosa el contenido jamás se comporta como derivación, sino que debe ser entendido como sello que la representa” (Benjamin, 1996: 16). Retomando a Adorno, podemos decir que, si el objeto del ensayo es artístico, ese mismo objeto exige una forma estética. Si no consideramos al ensayo como estético, descuidando su forma, corremos el riesgo de que se desvincule del arte y pase a tener la misma lógica de producción que domina en la industria de la cultura, mercantilizando su forma y por lo tanto neutralizándola. Dice Adorno: “la técnica de la industria cultural ha llevado sólo a la estandarización y producción en serie y ha sacrificado aquello por lo cual la lógica de la obra se diferenciaba de la lógica del sistema” (Adorno, 2001: 171). Es decir, si vinculamos el ensayo con la ciencia, aquel pierde su carácter autónomo, convirtiéndose en mercancía. En un mundo cosificado, la separación entre arte y ciencia es irreversible, pues esta última responde a una lógica otra, en donde se pretende que todo conocimiento sea traducido en términos científicos. La restitución de la conciencia que sea capaz de reconciliar intuición y concepto, es una utopía. Ni siquiera en la poesía se puede volver a la unidad primigenia que los Románticos añoraban. Porque si la técnica se absolutiza en el arte, si el arte pretende ser ciencia, el arte se cosifica y se elimina toda protesta de éste contra el sistema. Si arte y ciencia fueran lo mismo, entonces, el arte perdería su autonomía. La autonomía del arte se erige, entonces, como algo inmanente a través de los procedimientos. Si el lenguaje se pretende objetivo, se vuelve científico y la obra se convierte en mera traducción del objeto. De la misma manera, Benjamin afirma en el artículo “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”, que pensar que el hombre se comunica mediante el lenguaje es una concepción burguesa. Pero, a diferencia de Adorno, cree en una entidad divina que escapa a la fragmentación alienante del sistema. De ahí que considere que el valor utópico del lenguaje es aquel en el que el hombre imita la tarea de Dios. Puesto que el hombre se comunica en el lenguaje, es decir, en el nombre, el ser espiritual del hombre se comunica con Dios. En la palabra del hombre, al nombrar y conocer, hay un resto de lenguaje divino. Para una teoría revolucionaria del lenguaje, dice Benjamin, es fundamental conocer los aspectos divinos. La capacidad de juzgar, unida al empeño en volver al lenguaje un medio y a la pluralidad de las lenguas, surge como consecuencia de la pérdida de la lengua del nombre. De esto se desprende, en contra del planteo de Adorno, que todo lenguaje que no sea mímesis –operación de traducción que el hombre hace con el mundo– es puro. La caída del hombre en las abstracciones es la pérdida de Dios y también el olvido del verdadero lenguaje. Así, la tarea de la filosofía es colocar al objeto fuera de contexto para hacer evidente su deveni,r pues de esta manera puede reflexionar sobre si mismo.
Volviendo al planteo de Adorno, el ensayo, en tanto categoría intermedia entre arte y ciencia, afirma que el conocimiento de un objeto no es posible sólo a través de la ciencia. Conocer un objeto no necesariamente exige objetividad científica. Si convertimos al ensayo en ciencia, perdemos la diferencia fundamental de las condiciones de producción que hay entre arte y ciencia. Así, el ensayo, en su carácter doble, es la consecuencia de la crítica al sistema. El ensayo es consciente de su no pertenencia, de su autonomía, y esta es su condición principal. Pues esta forma libre invita a la acción. El ensayo es crítica de la ideología. Así, el ensayo niega tanto el origen (unidad primigenia, unidad hombre-naturaleza, unidad sujeto-objeto) como sus conceptos (conocimiento objetivo del mundo) Esto es lo que Adorno quiere sintetizar cuando dice: “del mismo modo que el ensayo niega protodatos, así también la definición de sus conceptos” (Adorno, 1962: 252).
El ensayo conceptualiza de una manera que le es propia, no lineal. Y siendo esencialmente lenguaje, pretende reconciliar a éste con los conceptos mostrando su relación. Así, el ensayo se apropia de los conceptos de manera ametódica, al igual que el extranjero al que se le obliga a hablar la lengua de otro país. Los conceptos deben exponerse de manera que se soporten entre todos formando configuraciones, campos de fuerza. El ensayo somete a reacciones, mediante su propia organización conceptual; no se precisan los conceptos sino por sus relaciones reciprocas El ensayo se hace verdadero en su avance, pero no por esto está libre de duda. El lenguaje se opone a la pretensión de verdad escapando a la relación fetichista del lenguaje con los conceptos. Y se niega a definir porque lo importante en él es la interacción de sus conceptos en el proceso de conocimiento. Si el objeto del ensayo es la obra de arte, la cual es una verdad en sí misma –pues como producción artística no se la puede someter a juicios de verdad–, entonces el momento de verdad del ensayo está en su objeto y el momento de no verdad está en cómo la relación del ensayo con este objeto escapa al fetichismo de la ciencia. Así, la verdad del ensayo está dada por su no verdad. Dice Benjamin al respecto que la relación (mito y verdad) es de exclusión recíproca. De ahí que el arte y la filosofía auténticos surjan con el fin del mito, “porque la primera no se basa menos en la verdad que la segunda, ni ésta más que aquélla” (Benjamin, 1996: 57). La verdad yace dentro de la obra. Esta verdad no es inmune a la teoría y su percepción de hecho es enriquecida por la distancia temporal que separa al intérprete de su objeto. En contra de Adorno, Benjamin sí cree necesaria la aplicación de un método, aunque particular al objeto. Benjamin distingue verdad de conocimiento, distinción a la que el mismo Adorno también apela. El conocimiento es un haber poseído por la conciencia, el cual puede ser interrogado. Apunta a lo particular, pero no a una unidad; frente a él, en cambio, la verdad no es susceptible de ser interrogada, no es un haber sino un ser, el cual se automanifiesta en las ideas. La verdad se diferencia del ser de las apariencias. La verdad es la muerte de la intención. En este sentido, la verdad no puede ser alcanzada por el conocimiento a partir de un método del cual éste depende. Cuando relaciona Verdad y Belleza, Benjamin nos está mostrando hasta qué punto la verdad es diferente del objeto de conocimiento. Benjamin distingue entre la unidad del conocimiento y la unidad de la verdad; la primera está dada por una correlación sintetizable sólo de manera mediata, y la segunda es una determinación libre de mediaciones y directa. A diferencia de Adorno, en quien el quiebre entre el sujeto y el objeto es irreconciliable, Benjamin sostiene en el arte y en la filosofía una intención de totalidad.
A partir de esta distinción entre verdad y conocimiento, Benjamin establece una distinción entre idea y concepto para arribar luego a la categoría de constelación. En contraposición con Adorno, Benjamin cree que los conceptos sí importan, pues son el objeto del conocimiento. La idea, dice Benjamin, es algo previamente dado que puede ser objeto de contemplación. En cambio, el concepto es la espontaneidad del conocimiento; el conjunto de conceptos utilizados para manifestar una idea la vuelve presente como configuración de dichos conceptos. Pues los fenómenos no están incorporados a las ideas, no están contenidos en ella. Las ideas, por el contrario, constituyen su ordenación objetiva virtual en su interpretación. Es decir, la idea es lo general frente a lo particular del concepto y cada una de ellas contiene la imagen del mundo. De ahí surge la imagen de idea como mónada, pues en ella reposa la representación de los fenómenos como en su interpretación objetiva. A partir de esta configuración en donde los conceptos forman grupos que constituyen las ideas, y éstas en su conjunto contienen a la verdad, Benjamin propone el término de constelación. Pues “los conceptos son a las ideas como las estrellas a las constelaciones” (Benjamin, 1990:16). La labor del filósofo, quien se encuentra en una posición intermedia entre el artista y el científico, es describir el mundo de las ideas. Aquí Benjamin se coloca en la vereda opuesta al subjetivismo adorniano. Así la noción de constelación en Benjamin es una operación sobre los materiales que realiza el crítico para reflexionar sobre la cultura. Operación exigida por el mismo objeto que el crítico aborda. Se puede pensar a la constelación como un constructo teórico funcional al análisis. El procedimiento que realiza el crítico es tomar los materiales como un puro presente, es decir, quitar esos objetos de su decurso histórico para formar una unidad que le permita reflexionar sobre las condiciones de producción de esos objetos. Estas unidades, constelaciones, se presentan como saturadas de tensiones puestas en un aquí y ahora, y en ellas se puede pensar a los materiales, no como una sucesión de datos, sino como una detención en el tiempo. Cuando Adorno afirma que no hay que pensar al ensayo como una continuidad, sino como algo que puede interrumpirse en cualquier momento, está teniendo en cuenta la categoría de constelación. Así, el ensayo no es una totalidad ni una parcialidad, sino que su unidad está dada por su objeto y la experiencia con ese objeto. Trabaja con el aquí y ahora del objeto. Adorno escapa a este platonismo benjaminiano desterrando la noción de idea.
Para llegar a una definición del ensayo, Adorno toma en cuenta mucho de lo que Benjamin postula, pero eliminando todo dejo de apelación a una entidad divina –además de toda apelación platónica–. Frente a este teologismo, Adorno reacciona desde una posición materialista. Por otro lado también escapa al objetivismo.
Para finalizar, haremos algunas breves consideraciones más sobre el texto de Adorno. En esta obra, Adorno, pone en juego toda su teoría sobre el ensayo elaborando un texto compacto donde cada oración se sostiene en la siguiente. Así, construye un entramado textual que no deja ningún lugar posible a la fisura crítica. Además, la relación que sostiene él como crítico con su objeto de análisis es no coercitiva con respecto a dicho objeto. Pues encuentra las posibilidades del objeto y las lleva a la luz no imprimiendo su subjetividad, sino comportándose como el artista frente a los materiales de la futura obra –viendo las potencialidades de de tales materiales–, y actualizando las posibilidades. A pesar de esto, la diferencia entre obra y ensayo es sustancial, pues el crítico trabaja con objetos cuyas potencialidades ya han sido reveladas y su objetivo es mostrar el cómo. Así, entonces, la relación sujeto-objeto, en el texto de Adorno y en el ensayo entendido como una formación discursiva carente de tradición, supone una relación dialéctica en donde totalidad y fragmento no se resuelven. Y en el modo en que se establece dicha relación radica la capacidad autónoma del ensayo.
 
Bibliografía
Adorno, Theodor W., Notas de Literatura. Barcelona: Ariel, 1962.
— y Horkheimer, Max. Dialéctica de la ilustración. Madrid: Trotta, 2001.
Benjamin, Walter, El origen del drama barroco alemán. Madrid: Taurus, 1990.
—, Dos ensayos sobre Goethe. Barcelona: Gedisa, 1996.

 

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