Ni reír ni llorar, comprender.
Spinoza
El Bicentenario es un termómetro de precisión útil para medir la energía cultural y política de la izquierda en la Argentina. Y lo que ese termómetro nos muestra es poco halagador. No quiero sembrar desesperanza. Sólo me anima la voluntad de despejar los velos que abrigan nuestra incomunicación con lo real. Es innecesario oponer un “pesimismo de la inteligencia”, que nos mostraría lo que hay, a un “optimismo de la voluntad” por el cuál seguiríamos luchando a pesar de todo. Notas anticipatorias de estas líneas, leídas por aquí o allá, me revelaron el rechazo de la izquierda por unas pocas ideas que parecen aguafiestas. Se me reprochó que cuestionaban “temas importantes”. Pero hay cosas que deben ser dichas aunque disgusten al conformismo. Reconocer la desnudez de nuestros pies en el desierto quizá ayude a calzar las suelas que nos permitan dar los primeros pasos en el reverdecer de la esperanza.
La izquierda descolocada
¿Qué se ha hecho desde la izquierda con el Bicentenario? Si consideramos sobriamente el panorama, la pregunta parece ser esta: ¿qué ha hecho el Bicentenario con la izquierda? ¿Pudo ésta construir una opción convincente a las celebraciones oficiales? ¿Qué revela lo que ha producido sobre la estatura actual de la cultura política de la propia izquierda? Ciertamente, no hay una sola y única manera en que la izquierda, ella misma dividida en numerosas variantes, haya trazado una alternativa al Bicentenario “oficial”. Pero su perfil es reconocible y sobre ella quiero discutir.
Voy a pasar de largo frente a lo que propuso la derecha social y cultural, pues en esa esquina todo ha sido muy débil, más endeble que lo pensado por la izquierda; el gobierno macrista de la ciudad de Buenos Aires no tuvo mejor idea que pertrecharse en el Teatro Colón como trinchera de la “alta cultura”. Con eso se condenó a la auto-representación de las clases medias-altas y altas como alejadas de la ignorancia de las masas, y por lo tanto renunció de antemano a la disputa por el sentido del Bicentenario. Y se entiende por qué: la derecha no tiene un proyecto de país con el cual captar la historia nacional. Por lo tanto, pensemos de una vez qué hizo la izquierda para este 25 de mayo.
Quizá sea prematuro extraer conclusiones a partir de lo que se conoce hasta el momento. Sin embargo, no sólo están disponibles hacia el 25 de mayo de 2010 diferentes actitudes sobre el tema en la izquierda, sino que ellas son consistentes con tendencias culturales de más larga duración que la coyuntura bicentenaria. Intentaré mostrar el valor intelectual y las razones que regulan la postura de la izquierda ante el Bicentenario. La discusión carecería de relevancia más que polémica si se restringiera a centrarse en el tema específico de una inepcia político-cultural. Pero es más interesante si tenemos en cuenta que revela trazos significativos de la izquierda en la Argentina, de su escasa capacidad para pensar radicalmente su propia situación y la historia nacional.
Es decepcionante que desde la izquierda se pretenda construir “otro” Bicentenario utilizando gestos de un revisionismo histórico indigente. Porque ese bicentenario presuntamente alternativo, popular y resistente, se sostiene en sujetos puros, bravos, monolíticos, idénticos a sí mismos, es decir, antihistóricos. En la izquierda apelamos a una simbología en la que figuran agentes tales como los pueblos originarios, los obreros del Centenario o de la Semana Trágica perseguidos por la policía y los grupos paramilitares, o cuando queremos exceder el espacio argentino, utilizamos la memoria de la revolución de los negros esclavizados en Haití, o la de las insurrecciones de Túpac Amaru, Tomás Katari y Túpac Katari en Perú y Alto Perú a fines del siglo dieciocho. No es que me parezca que esos sujetos sean irrelevantes. ¡Qué va! Sólo que esos retazos de las representaciones culturales son insuficientes para conectarse con la realidad argentina y las tensiones hacia un porvenir diferente.
Pasa además que esa manera de representar la historia es compatible con actitudes acopladas al discurso estatal de la festividad, que celebra el presente también con una mirada revisionista hacia el pasado; se equivoca quien crea que el Estado defiende una “historia oficial” elitista o simplemente “blanca” (nota filokirchnerista: y menos mal que así sucede).
Es cierto que hay también una fracción de la izquierda interviniente en esta coyuntura con el discurso “de clase”; tal izquierda enfatiza “otra historia” donde la clase trabajadora es la agente de la historia. Es habitual que recurra entonces al momento del Centenario en que se reprimió a socialistas, anarquistas, por entonces de significativa presencia en el mundo del trabajo, y se impuso el estado de sitio. O bien se recuerda el Cordobazo de 1969. Se va de tema aquella izquierda que nos presenta un Bicentenario como un tiempo de “crisis y revoluciones” (¿en la Argentina, en México, en Chile, en Perú?). También podemos hallar propuestas no clasistas, sino de corte “popular, acunadas en los cantos de las multitudes o los “sectores subalternos”. Estas variantes carecen de importancia en nuestro contexto: o bien producen monografías académicas con inflexiones “militantes” sobre las peripecias de la lucha de clases, o bien reposan en un populismo posmoderno que no interroga más que a las minorías universitarias.
Establecido este panorama preliminar sobre las respuestas de la izquierda hacia el Bicentenario, lo fundamental es evitar la explicación de este extravío intelectual a las debilidades personales, pues se trata de una impotencia colectiva.
Superar una derrota secular de la izquierda exige una transformación de la propia izquierda. Y no se crea que existe una nueva nueva nueva nueva nueva izquierda que permanezca al margen de este papelón cultural del Bicentenario. Tampoco es algo de lo que puede enorgullecerse la izquierda que se quiere la más ortodoxa y defensora de las “viejas banderas”. Es imposible que el pensamiento maltrecho de la izquierda proponga una visión alternativa del Bicentenario mientras se ampare en un revisionismo histórico de mala calidad, sin teoría crítica ni examen histórico-materialista. Y así seguirá mientras las fórmulas y ensalmos (¡Artigas! ¡Toussaint L’Ouverture! ¡los obreros de la patagonia!), o las apelaciones obsequiosas a “los vencidos”, pretendan reemplazar un trabajo de reconstrucción de los paradigmas de la izquierda, orientadores de una perspectiva histórica consistente y, sobre todo, iluminadora de una estrategia de transformación verosímil.
Quiero mostrar la urgencia de pensar teórica y políticamente el desafío del Bicentenario desde la izquierda. Pienso que esto no ha sido realizado, ni ensayado sistemáticamente. Lo significativo es que la carencia de una propuesta consistente da cuenta de una impotencia profunda que merece ser discutida. La crisis de todas las estrategias de la izquierda radical –la socialista, la populista, la autonomista– revela en esa ausencia el calado de su deriva sin brújula. Espero indicar sucintamente los rasgos principales de las debilidades de la izquierda para enfrentar la problemática del Bicentenario y esbozar algunas líneas de una perspectiva alternativa que demanda una reconsideración de la crítica marxista, aunque no sólo de ella.
La primera cuestión a tener en mente es que el Bicentenario no fue un tema para el que la izquierda estuviera preparada. El 2010 llegó por el transcurso del calendario y el impulso estatal a las celebraciones del “nacimiento de la patria”. Se le presenta, entonces, como una faena a la que debe dar respuesta, pero ante la cual delata sus incertidumbres.
Las imágenes y textos elaborados por la izquierda para el Bicentenario son deficientes, vacilantes y temblorosos. Sus alusiones son formales, externas y cosméticas. Los sujetos de la emancipación que esos textos mencionan son imaginarios, adecuados para el consumo interno de los ya convencidos. Por supuesto que hay aspectos fundamentales, como la visibilización y presencia de los pueblos originarios, o la reivindicación de una dimensión continental de los procesos independentistas. Mas el modo de inscribir esas novedades es deficiente y táctico. Los clichés dominan el panorama. En fin, parece que las respuestas hacia el evento llamado Bicentenario son, en los mejores casos, tentativos. En los peores son irrelevantes, porque en el fondo no se distinguen, en la Argentina al menos, de enfoques que han sido adoptados, y captados, en gran parte, por las celebraciones oficiales.
Mi argumentación indicará, en primer término, los temas principales que contextualizan la insolvencia de la izquierda para producir una perspectiva del Bicentenario. Esto se relaciona básicamente con su derrota secular. La segunda sección abordará la cuestión de una concepción histórica capaz de afrontar el intríngulis teórico y político evidenciado por el Bicentenario. La tercera sección intentará mostrar por qué, en lugar de un “otro” Bicentenario, la actitud posible en nuestra situación es de resistencia cultural.
Los fracasos y las derrotas dejan consecuencias duraderas
Lo sucedido a lo largo del siglo XX en el mundo no podía dejar incólumes los alcances y límites del pensamiento de la izquierda. No se sufre una derrota histórica sin pagar durísimas consecuencias. La convalecencia será inevitablemente prolongada, sin que nadie sepa si las heridas alguna vez cicatrizarán. Claro que suceden eventos entusiasmantes en la Argentina y en toda América Latina. Pero la cuestión es si ellos nos proveen de los conceptos para dar cuenta de una historia, un presente y un porvenir. Mi opinión es que esos conceptos exigen una elaboración singular; no surgen de la tierra como los retoños de un tubérculo.
En la historia sucede con frecuencia que se carece de respuestas para interrogaciones inesperadas, demandas para las cuales no se disponen de categorías que permitan responderlas. No es posible decir cualquier cosa en cualquier momento: un enunciado emerge de horizontes de cultura y alcanza refracciones determinadas debido a su peso específico. La política y la teoría simbolizan más que expresiones de deseo. Por eso cuando son superficiales o inocuas muy pronto revelan su carácter. La teoría y la política están sobredeterminadas históricamente. Y la historia juega hoy en contra de la izquierda. Es insuficiente señalar que también el capitalismo ha mostrado su incapacidad de conciliar el desarrollo de las fuerzas productivas con la democracia y la igualdad (Honduras y Grecia son los ejemplos más recientes, aunque no es necesario ir tan lejos para mostrarlo). Verdad es que a medida que se despliegan nuevas capacidades de producción de bienes y comunicación, la irracionalidad de una sujeción a la lógica alienada del capitalismo es mayor. Pero de allí no se avanza un paso en la refundación de una estrategia de cambio sistémico. Es claro que el capitalismo impone sufrimientos terribles a amplias franjas de la población mundial, a la par que multiplica el stock de mercancías. El problema es que incluso las clases y sectores más explotados y despreciados carecen de una alternativa creíble que posibilite imaginar una realidad distinta. Y la izquierda todavía deberá transitar largos años de un peregrinaje por el desierto para constituir un nuevo programa revolucionario de proyecciones reales.
Yo no sostengo que carezcamos de aperturas a lo nuevo. Pero me resisto a creer que las sumamente importantes experiencias de Bolivia, Ecuador y Venezuela provean un suelo válido para pensar todas las dimensiones de nuestra época. Sin duda, la emergencia de esas realidades populares y sociales conmueve la clausura de la historia que se predicó durante la década de 1990, cuando el capitalismo neoliberal se presentó como la consumación final de la filosofía de la historia moderna. He indicado en otro lugar que las interesantes lógicas de acumulación de poder popular en América Latina fracturan la mera repetición de lo existente y ponen en cuestión nuestra condición “poshistórica”, es decir, instauran una nueva oportunidad de imaginar lo radicalmente nuevo. Sin embargo esa posibilidad, que para nuestra generación es la sal de la tierra, en modo alguno resuelve todos los desafíos epocales. Por ejemplo, y conste que no es un reto verdaderamente terrible, no nos provee en la Argentina de alternativas para pensar el Bicentenario. No suplanta el examen de la realidad y una discusión sobre el ciclo kirchnerista.
El fracaso de los programas transformadores de la izquierda impide postular con alguna credibilidad un futuro deseable que ilumine de un modo específico la situación del Bicentenario. Los ideales del socialismo permanecen vivos: la socialización de la riqueza (la igualdad económica) y la socialización del poder (la democracia popular) constituyen sus dos pilares internamente enlazados, inasimilables para el capitalismo. Pero nadie crea que esos ideales poseen una fuerza argumentativa importante fuera de los círculos relativamente estrechos de la izquierda, ni que la misma izquierda disponga de una estrategia socialista que resuelva adecuadamente las dificultades del saldo negativo del siglo pasado y las condiciones de la política emancipatoria en el mundo actual. La importante decisión de construir un “socialismo del siglo XXI” es aún demasiado tentativa, incluso en el contexto venezolano, para devenir una vía revolucionaria nítida, ni comparable con aquella que un siglo atrás postulaba la nacionalización de los medios de producción en lo económico y la dictadura del proletariado en lo político (y todo hace pensar que a esas consignas no podemos regresar).
En la Argentina las limitaciones de la izquierda para pensar políticamente el Bicentenario son evidentes. Y hay buenas razones para explicarlas. A la derrota política de los años setenta se deben sumar sus fracasos durante las últimas ocho décadas de la historia nacional –salvo en momentos muy específicos– para construir una estrategia, no digamos de masas, sino siquiera de presión desde una franja significativa de la población. Es imposible eludir este problema indicando que la peronización de la clase obrera instaló un abismo que fue imposible de salvar. Porque en este punto la incapacidad de la izquierda sigue viva, cuando la fuerza identitaria del peronismo se ha transformado y reducido pero aún persiste como imaginario político predominante. La izquierda jamás dejó de ser más que un fragmento menor del panorama político.
Creo que una de las consecuencias de la derrota y el fracaso de la izquierda, selladas en clave sanguinaria por la dictadura militar de 1976-1983, fue la caída de una base historiográfica sólida, capaz de dar cuenta del pasado y de las condiciones contemporáneas de una acción transformadora sostenida en tendencias profundas. Las concepciones de la historia por la izquierda se disolvieron cuando fue aniquilado cualquier proyecto progresivo de cambio radical. Esta consecuencia no fue inmediata ni ocurrió sin resistencias. Pero consideradas en el mediano plazo, las capacidades culturales de la izquierda pasaron a la defensiva. Con todo, no habría que subestimarlas; antes de bajar los brazos, la izquierda asumió un discurso sobre el pasado nacional próximo a un sentido común histórico pacientemente construido por el revisionismo histórico triunfante en las versiones populistas o filopopulistas emergidas después de 1945. Durante la década de 1980 se produjo un viraje conceptual y narrativo hacia un difuso revisionismo histórico, cuyas líneas principales habían sido planteadas por la izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos, o en algún caso en el peronismo de izquierda de Juan José Hernández Arregui y el tándem Rodolfo Ortega Peña/Eduardo Luis Duhalde. La herencia dejada por Milcíades Peña tuvo alguna importancia en sectores no sólo trotskistas, pero su fracaso en captar las contradicciones del peronismo mancilló demasiado duramente su obra para sostener una proyección que pudiera hegemonizar la imaginación histórica de la izquierda. La cuestión es que ninguna de aquellas variantes de la historiografía de la izquierda podría ser plenamente compartible hoy, sin que sea por eso útil olvidar sus contribuciones.
Esta situación ideológica en el plano historiográfico merecería una discusión detallada que, naturalmente, aquí no puedo hacer. Tampoco el pasaje con armas y bagajes al revisionismo histórico implica que la izquierda produzca sólo ese tipo de construcciones narrativas (veremos luego el lugar de relatos de corte académico). Me interesa subrayar que el cambio de terreno en la concepción historiográfica se produjo sin un examen adecuado, sin un balance de las realizaciones en el plano del conocimiento. Por el contrario, se verificó como resaca del fracaso ideológico en la reforma intelectual de las clases populares, y sobre todo en la clase obrera, que permaneció en la cambiante, disminuida pero no exhausta, querencia peronista. De allí la izquierda extrajo la solución más sencilla: “entonces Hernández Arregui o Puiggrós tenían razón” (ojalá eso hubiera sucedido y no nos halláramos en la niebla gracias a libros escritos hace más de medio siglo, en un mundo bipolar, con una estructura socioeconómica de sustitución de importaciones, con una televisión en pañales, etcétera, etcétera). Y comenzó a prevalecer un gusto por los héroes y las masas explicadas al margen de un conocimiento de sus condiciones sociales y culturales. Mencionar el pro-britanismo de Rivadavia, la defensa rosista ante el bloqueo anglo-francés o la masacre roquista en la “conquista” del “desierto” pasaron a ser explicaciones suficientes. La división entre oligarquía y pueblo, o entre imperialismo y nación, gobernaron el entendimiento de la historia. Se entró en el terreno de la cómoda ascesis de la investigación, en beneficio de binarismos reiterados una y mil veces. No obstante, el problema central no es la ausencia de investigación: se podría fundar en mil documentos de archivo y hemeroteca un relato “revisionista” de un pueblo virtuoso contra opresores malévolos, del heroísmo de indios y negros contra la mala fe de la oligarquía terrateniente.
De allí que en la década de 1980 la izquierda abandonara la búsqueda de una comprensión general del proceso histórico argentino inscripto en la historia latinoamericana. Existen textos sobre la historia pero, es necesario insistir, están escindidos de una renovación políticamente conceptual. No es por azar que la izquierda no haya producido en las últimas décadas ninguna historia nacional completa. Nada se ha publicado que pueda reemplazar a los antiguos libros Revolución y contrarrevolución en la Argentina, de Jorge Abelardo Ramos, o a los “tomitos” de la Historia del pueblo argentino, de Milcíades Peña. Aparecieron artículos y libros que tratan de períodos relativamente breves del pasado, con calidad dispar, pero no hubo una “historia argentina” elaborada desde la izquierda. Y tampoco eso fue aleatorio. Obedeció a la pérdida de una concepción de la historia, derivada en rigor del extravío de una estrategia política. Algunas líneas de la izquierda se resistieron a la deriva hacia el revisionismo histórico y atinaron a desarrollar lógicas más bien académicas circunscriptas a temas específicos. Porque la flaqueza no hostiga sólo a las huestes del perezoso revisionismo.
Como adelantamos, hay otra gran vereda por la que transita la historiografía de la izquierda que es convocada para el Bicentenario. Es un complejo y variado archipiélago de proyectos académicos sostenidos en la escritura universitaria. Dentro del estilo de las monografías universitarias, se produce una enorme y creciente cantidad de estudios limitados a temas específicos, cuidadosos de extender sus “hipótesis” de las posibilidades de una justificación documental, de acuerdo a una noción particular de la “fundamentación”. Es en este campo donde surge la mayoría de textos “clasistas” o “populares”, pues tanto la intelectualidad marxista como la más reciente franja “autonomista” prosperan dentro de la fauna académica. El gran problema para transitar de la monografía al relato nacional consiste en que opera forzamientos muy evidentes. En general, la táctica viable consiste en destacar momentos significativos o temas delicados para contar “otra historia”. La capacidad de elaborar una historia nacional es superficial, pues a lo sumo se logra una narración especializada, clasificable sin problemas en los anaqueles del saber universitario. Tal manera de representar el pasado se traslada a los valorables esfuerzos por difundir una escritura más masiva y de “divulgación”. Se comprende, entonces, por qué también desde la izquierda académica distante de las convicciones revisionistas también la propuesta de “otro” Bicentenario es más formal que real.
Fue así que la elaboración de una historiografía dio paso a la utilización de tópicos de la izquierda nacional relativa a los gauchos, a los pueblos originarios (esta es una novedad relativamente reciente que fue introducida en moldes antiguos), a los héroes contrarios a una presunta “historia oficial”, a los “olvidados”, a los que desde sede académica se suele denominar “los grupos subalternos”; en sus vertientes más clasistas, la izquierda se satisfizo con escribir monografías, por lo tanto temáticamente limitadas, sobre el movimiento obrero, o las organizaciones armadas, sin una articulación profunda con los procesos históricos nacionales que conciernen y entrelazan con nuestra actualidad.
Por todo esto, es perfectamente razonable que el tema del Bicentenario hallara malparada a la izquierda. ¿Cómo iba a elaborar una narración histórica o políticamente apropiada cuando se había refugiado en la comodidad de las dicotomías superficiales de la izquierda nacional o en los papers más o menos precisos de la escritura universitaria? Temo que hasta que no disponga de una construcción general de la historia nacional, ninguna perspectiva de la izquierda frente a eventos de la memoria tales como el Bicentenario presentará una alternativa convincente.
¿“Otro” Bicentenario?
Las evidencias de la franciscana pobreza de las respuestas de la izquierda al Bicentenario no faltan. ¿Acaso no vemos que se cree destacar “otro” Bicentenario con base en el recuerdo de las resistencias de los gauchos, de los pueblos originarios, de los negros combatientes en los ejércitos independentistas, en el movimiento obrero reprimido durante el centenario o después de 1955? En mi opinión se trata de miradas muy bien intencionadas que carecen de una concepción de la realidad contemporánea y, lo que es peor, del pasado aludido por el Bicentenario.
Por ende, se ven amenguadas por dos circunstancias.
En primer lugar, constituyen sólo gestos de alternativismos impedidos de devenir una “historia nacional” diferente. Ya he adelantado las variantes de los guiños. Quiero reiterarlos porque son así de repetidos en tantos textos actualmente en circulación. Son briznas de representaciones esencialistas de sujetos buenos y combativos opuestos a la opresión y la explotación (esa manera de pensar la historia es la deuda más grande y profunda con el revisionismo histórico). Parecen traducciones ingenuas de los cuadros de Ricardo Carpani, con originarios indomables, con ex esclavizados invencibles, con mujeres guerrilleras inclaudicables, con obreros bravíos, todos marchando con los puños en alto hacia la destrucción del imperialismo, del colonialismo y de la oligarquía. También suele ser un recurso cómodo la utilización de referencias a Túpac Amaru, o a la rebelión y revolución haitianas, o a Bolívar y San Martín como libertadores continentales, o a Francisco de Miranda y Mariano Moreno o Bernardo de Monteagudo. ¡Qué sencillo es apoyarse en el recuerdo de Toussaint L’Ouverture y los negros insurrectos de Haití para presentarse como realmente críticos de la efemérides blanca y justificadora del presente! (Yo mismo he apelado a ese expediente en un artículo reciente, sin añadir, para mi vergüenza, una aclaración sobre singularidad del proceso haitiano en una América Latina bien distinta del caso de Saint Domingue). Para hacerla corta me abstengo de hacer referencia a la imaginación conspirativa de la historia que gusta tanto al “público en general” consumidor de la historia del bueno de Felipe Pigna, pero también a la izquierda.
Hay que sincerarse sobre esta imaginación y decir que se compone de bloques de literatura imaginaria, alimentos blandos para organizar cuadros plenos de una complacencia bastante indigente. Cuando se atina a esbozar una explicación sistémica, las cosas no marchan mucho mejor: se utiliza una idea del colonialismo y el imperialismo, otra vez, de corte revisionista donde hay una divisoria abismal entre buenos protectores de lo propio, por un lado, y los malos opresores y genocidas de indígenas y obreros, por otro. Y no se diga que con esto se quiere borrar la diferencia entre las víctimas y los victimarios, o absolver las tramoyas el imperialismo. Acá lo que no se entiende es la historia como tal.
Quizá no se pueda captar el significado del que, todavía hoy, el libro del compañero Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, cuya primera edición data de 1971, sea un libro de referencia para la cultura política e intelectual de la izquierda. Ese significado no es bueno. Porque su actual es romántica, esencializadora de “vencidos” virtuosos. Pareciera que no nos atreviéramos a pensar que la historia es complicada, como si necesitáramos pastillas para tranquilizarnos.
El Bicentenario alternativo de la izquierda no mejora si se sostiene en la fórmula, no menos forzada, del prolongado proceso de constitución de una clase obrera que finalmente reconocerá su deber socialista, pues liberada de las barreras que la contienen marchará hacia el destino definido por sus “intereses objetivos”. Ni tampoco si se elabora una historia “minoritaria” de resistencias simbólicas o comunitarias a través de las “armas de los débiles”, enhebradas en una sucesión de “insurgencias” micropolíticas, punteadas por eventualidades multitudinarias. Son distintas las razones que socavan la importancia de estas propuestas para el Bicentenario. La opción “clasista”, por su incapacidad para dar cuenta de una historia, no es subsumible en un relato de clases, como acontece con el período colonial y aun con las primeras décadas del poscolonial. La opción “subalternista” porque no logra captar las determinaciones estructurales, en lo económico pero también en lo ideológico, de la acción colectiva. En uno y otro caso alcanzan a formular relatos parciales, ciertamente críticos, pero representacionalmente ineficaces para expresar los dilemas de hoy.
En segundo lugar, el endeble Bicentenario hasta ahora ensayado por la izquierda carece de originalidad. La izquierda quiere definir una posición distante de una conmemoración “oficial” que estaría orientada a la celebración del pasado y del presente, y no a su crítica. El Estado festejaría una prosapia nacionalista y elitista, mientras que la izquierda recuperaría a los vencidos, a los “otros”, a los sujetos despreciados y explotados. Es verdad que el Estado nacional en la Argentina tiene una veta legitimadora de lo existente. No podría ser de otra manera. Pero en modo alguno esa función agota su concepción histórica. Es preciso tener en cuenta que la idea del Bicentenario orientado por el Estado kirchnerista está en sintonía, y en alguna medida estructurado conceptualmente, por escritores como Norberto Galasso y Felipe Pigna (y como dije, es bueno que así sea; sería un escándalo que tuvieran influencia historiadores del gusto del diario La Nación). Pues bien, sucede que con sus matices, Pigna y Galasso son representantes del difuso revisionismo que conquistó el pensamiento histórico de la izquierda. No es sorprendente, en este contexto, que el Estado también utilice una versión dicotómica y progresista de los sujetos valorados por los dispositivos culturales del Bicentenario. Esta es una configuración ideológica que la Secretaría de Cultura de la Nación sostiene de manera explícita. Por eso inauguró la Casa del Bicentenario con una interesante muestra sobre las mujeres. Del mismo modo, en las imágenes y prosas promovidas estatalmente, al lado del sujeto “nacionalidad argentina”, según se dice, ya presente en mayo de 1810, se encuentran los pueblos originarios, los negros, los obreros y Rodolfo Walsh, las Madres de Plaza de Mayo y el Moreno jacobino. Frente a esta lógica, que en lo esencial es similar a la estructurada con mayor o menor felicidad por la izquierda, las ofertas propuestas por ésta tienen como destino la insignificancia, cuando se obstinan en reiterar los tópicos revisionistas, o la irrelevancia cuando se refugian en un obrerismo o un populismo basista que sólo comparten algunas minorías. Así las cosas, es imposible aspirar, no digamos a la hegemonía sobre el territorio virtualmente disputado del Bicentenario.
¿Cómo salir de esta alternativa entre la insignificancia y la irrelevancia? En principio hay que reconocer que ella proviene de la crisis política e ideológica de la izquierda. En verdad, la utilización de temas del revisionismo histórico que explica la historia sencillamente, a través de dicotomías entre pureza y traición, entre naturaleza y perfidia, es la expresión más neta de cuánto ha sido afectado el marxismo por su propia debacle. El revisionismo aspira a mostrar la historia según un orden esencialmente basado en ideas e intereses espurios.
Así las cosas, Julio Argentino Roca habría llevado adelante la llamada “campaña del desierto” para defender las rapaces prebendas de la oligarquía latifundista. Fue su brazo ejecutor. En cambio, los grupos indígenas de las pampas y la Patagonia defendían sus tierras, sus hábitos, incontaminados por la presunta civilización. A pesar de los sentidos primarios que suscita esta divisoria al plantear una divergencia entre el ellos opresor y el nosotros emancipador, este es un relato despolitizador de la historia. Crea un imaginario gracias al cual el progresismo bienpensante puede solidarizarse con los exterminados y denostar a los militares al servicio de la clase dominante. Pero no dice nada sobre las tendencias más generales de la estructuración de un capitalismo argentino centrado en la agro-exportación, de las extensas relaciones de negociación y conflicto de los grupos originarios con los “cristianos”, de las contradicciones internas a aquellos grupos. Lo mismo puede decirse de los relatos sobre un Mariano Moreno jacobino y radicalizado, o de un Che Guevara heroico y carente de toda mácula. No importa que el relato se pronuncie en plural: las masas gauchas del Interior que defienden el federalismo, o las del Cordobazo como mito originario de una era revolucionaria. Tampoco si, con buenas intenciones, se cuestiona la blanquitud del mito de una Argentina que se proclama europea: con los “pardos” de las invasiones inglesas, los negros de las batallas independentistas, los originarios de las pampas con sus malones o los “cabecitas negras” del “subsuelo de la patria sublevado”.
Es verdad que tanto las tradiciones de lucha o los heroísmos fueron parte de la historia nacional, y lo mismo se puede decir si extendemos la narración más allá de los confines de la Argentina. Pero es igualmente claro que el país contiene desde hace varias décadas una diversidad de hibridaciones y fracturas que es preciso considerar en toda su significación para captar el tipo de sociedad capitalista en que vivimos. Una tarea inmediata es integrar una trayectoria nacional con la trama latinoamericana y diseñar las posibilidades para una proyección de cambio socio-económico y político-cultural fundamental.
Entre dos celebraciones centenarias
En 1910 el líder del Partido Socialista, Juan B. Justo, concibió un texto titulado El socialismo argentino, especialmente preparado para ofrecer el punto de vista de su corriente ideológica en el clima del Centenario. En realidad, el texto era poco original. Retomaba cuestiones planteadas en un texto de 1898 sobre La teoría científica de la historia y la política argentina y otros escritos posteriores. La cualidad del trabajo de Justo residía en que lograba condensar una imagen coherente del pasado argentino (es verdad que carecía de una fuerte base de investigación documental) y la articulaba internamente con la estrategia política socialista. Así las cosas, podía competir con otras representaciones del Centenario, como las de Joaquín V. González, Leopoldo Lugones o José Ingenieros, para mencionar a unos pocos. Hoy carecemos de la capacidad de realizar lo que hizo Justo, sin que interese qué evaluación hagamos, con todo derecho, sobre sus propuestas estratégicas. ¿Quién podría ofrecer desde la izquierda un título parecido: La historia argentina y la política socialista (o si se encuentra el “socialista” demasiado sectario, me conformaría con uno que refiriera a la “política de cambio profundo”)?
Dos son las condiciones principales para presentar la situación cultural y política planteada por los dos siglos de la vida independiente del país. En primer lugar, hacer una composición de lugar del capitalismo argentino y latinoamericano, en el que se aborden sus dimensiones históricas y contemporáneas, los múltiples planos de la realidad y sus lógicas de conflicto. De ese modo será posible articular convincentemente pasado, presente y porvenir, sin escindir la historia de la política. En segundo lugar, replantear las convicciones historiográficas y teóricas para la producción de conocimiento y sentidos capaces de estar a la altura de los tiempos, o más exactamente, para la crítica de nuestra época. Claro que es fundamental visibilizar las luchas de las mujeres, los pueblos originarios y la clase obrera. Pero eso hoy lo podemos hacer en un discurso de resistencia y no como un planteo de “otra” historia nacional y “otro” Bicentenario. No damos la medida. Saber que la posición de resistencia cultural corresponde a la posición de resistencia en lo político nos ayudará a comprender qué tenemos para ofrecer y qué no. Facilitará captar aquellos aspectos positivos de las celebraciones oficiales y aquellos límites que no pueden superar. Quizá el Bicentenario de la Independencia nos encuentre en el 2016 en una posición más ventajosa que la magra realidad de este 2010.