23/12/2024
Me niego a entregar la guerra en Afganistán a un quinto presidente de Estados Unidos, ha declarado reiteradamente Joe Biden. La guerra desde el 2009, para Biden que por entonces ejercía la vicepresidencia, ya no tenía sentido militar; erradicar a los talibanes suponía y todavía supone exterminarlos, cuando semejante genocidio no es políticamente viable. Como el problema talibán no tiene solución militar, la retirada norteamericana estaba en la naturaleza de las cosas; por tanto, fue puesta en marcha mediante un acuerdo entre esa guerrilla y el norteamericano ¿responsable? del ejecutivo: Donald Trump. La pirueta final, evacuar las tropas, cobró inusitada visibilidad; y la derrota terminó resultando indisimulable: los talibanes reconquistaron el poder.
Creer que un conjunto de técnicas para enfrentar la insurgencia armada, sumadas a miles de millones de dólares malgastados en comprar voluntades y organizar una infraestructura moderna de comunicaciones permite la victoria constituyó una de las fábulas criminales más costosas de la posverdad. Y otra vez la verdad desnuda se pasea por las calles de Kabul impartiendo una versión de las enseñanzas del Corán.
El caos que siguió a la evacuación de las tropas de los Estados Unidos fue un “resultado predecible y en su mayoría inevitable”, sostuvo la semana pasada Biden según la CNN. La sociedad norteamericana no piensa igual. El motivo es simple: durante dos décadas les taladraron la cabeza con la posible reiteración de ataques terroristas como los del 11 de septiembre. ¿Ataque tramado por al Qaeda desde bases en Afganistán? Es posible. ¿Ataque que la inteligencia militar norteamericana no fue capaz de detectar pese a la enormidad de medios disponibles? Es seguro. Según esta lectura, la existencia de un gobierno de talibanes afganos debía impedirse a toda costa, ya que la seguridad de EE.UU. – y por tanto la del “mundo occidental”- estaba en juego.
Lo pronosticado no sucedió: ni los ataques se repitieron, ni el gobierno talibán desapareció; y 20 años después la duplicación de escenas como las de Saigón en 1975 –civiles desesperados luchando por subirse a un avión, cubiertos de sangre, con destino a EE.UU., mientras ISIS comete otro atentado atroz en el aeropuerto de Kabul- se reproducen en las pantallas de la televisión global. La derrota norteamericana a manos de una guerrilla asiática -mientras Washington disputa la hegemonía mundial con Pekín- vuelve a poner en circulación un viejo aforismo maoísta: el imperialismo es un tigre de papel. Y los afilados colmillos nucleares no resultan, una vez más, de excesiva utilidad.
Una pregunta se impone: ¿Cómo y por qué se llegó a semejante situación? Dicho de otro modo: ¿cómo se armó esa trampa?. Un punteo histórico conceptual permite entender. El presidente George W. Bush -de dudosa legitimidad política, ya que su victoria electoral para muchos resultaba vidriosa- prometió erradicar el terrorismo global. Recién entonces trepó en las encuestas de opinión. Esa fue la respuesta oficial al atentado contra las torres gemelas. La desmesura de la promesa sólo se comprende como contracara de la debilidad de Bush. No era el presidente que no pudo impedir los atentados, sino el jefe de una cruzada contra el fundamentalismo musulmán.
Como la URSS había implosionado una década atrás, la tesis de Samuel Huntington (Foreign Affairs, 1993) organizó el nuevo paradigma interpretativo; el choque de civilizaciones sustituyó la guerra fría y en Kabul ese choque alcanzaba proporciones absolutas; la distancia entre lo que un ciudadano entiende por derechos individuales y la versión talibán de la sharia musulmana, resulta irrecorrible. Bush pidió -es una forma de contarlo- a los talibanes afganos, que ya controlaban la mayor parte del país, la entrega de los líderes de Al Qaeda, incluido Osama bin Laden. No sucedió. De modo que quienes habían sido considerados por los Estados Unidos, durante la década del 80, “combatientes antisoviéticos por la libertad”, ahora pasaron a ser, de la noche a la mañana, enemigos jurados de la civilización occidental, por rechazar esa amable invitación de George W. Bush.
El presidente adoptó la réplica dura: invadir Afganistán. El 18 de septiembre de 2001, el Congreso autorizó a perseguir a los responsables del 11 de septiembre; aunque los legisladores nunca votaron declarar la guerra, ese no fue un obstáculo y el 7 de octubre de 2001, el Ejército de los Estados Unidos lanzó la Operación Libertad Duradera, con el apoyo del Reino Unido: ataques aéreos contra objetivos de Al Qaeda y los talibanes. Era insuficiente. Para noviembre los primeros 1.300 soldados estadounidenses aterrizaron en Kabul. Cifra que no dejó de incrementarse hasta el 2011, cuando totalizó 110.000 soldados. La curva de crecimiento de hombres y pertrechos registró una continua fuga hacia adelante. Para vencer siempre hacían falta más tropas, hasta que la posibilidad misma de contar con ellas se transformó en nuevo problema político. Reemplazar bajas no se resolvía tercerizando mercenarios. Y la creación de un ejército afgano, capaz de enfrentar talibanes, nunca pasó de fantasía política. En teoría si ese ejército existió, debía defender Kabul, pero a la hora de la verdad no ofreció la menor resistencia. La similitud con Vietnam no puede ser mayor.
Regresemos al inicio. Las fuerzas de Bush derrocaron al régimen talibán, y rodearon a Bin Laden en el complejo de cuevas de Tora Bora, al sureste de Kabul. Hasta que finalmente cruzó la frontera hacia Pakistán. Pero como el gobierno pakistaní era una fuerza “amiga”, extender la guerra hasta su territorio excedía los objetivos. Y la frontera organizó una suerte de santuario, que Bin Laden utilizó durante una década.
En mayo de 2003, el Pentágono sostuvo que en Afganistán la guerra había terminado. Al menos la batalla decisiva por el control del territorio. ¿El nuevo enfoque?: reconstruir un país devastado por una guerra eterna; la reconstrucción, que tampoco sucedió, iría acompañada por la instalación de un sistema político occidental: la república islámica. Muchas de las restricciones anteriores desaparecieron; miles de mujeres jóvenes pudieron asistir a la escuela, salir de casa y trabajar. Pero los talibanes saben esperar. La segunda etapa de la guerra contra el terrorismo mundial, la invasión de Irak, se abrió paso. Kabul perdió centralidad.
El 20 de marzo de 2003, Estados Unidos y Gran Bretaña sin autorización de las Naciones Unidas, con el respaldo de España, Italia, Polonia y Australia, invadieron Irak. Washington sostuvo que el ataque era indispensable: Saddam Husein –-declamó Bush- poseía armas de destrucción masiva. La falsedad no podía ser mayor. Jamás se encontraron semejantes armas. La tesis de Huntington (el choque de civilizaciones) voló por los aires: Francia y Alemania, que debían integrar la coalición occidental y respaldar la guerra, se opusieron frontalmente en compañía de Rusia y China. La delimitación civilizatoria había sido sobredimensionada. Era la primera vez que la OTAN, desde 1946, no tenía política militar unificada; vale decir, a 10 años de finalizada la guerra fría la OTAN -diseñada para librarla- entraba en crisis irreversible.
La invasión a Irak desencadenó una guerra cuyo único objetivo terminó siendo el derrocamiento del gobierno encabezado por Sadam Husein. El 9 de abril de 2003 fue alcanzado. Bush dio a conocer la “verdadera” razón de la invasión: los servicios de inteligencia sostenían que Sadam mantenía relaciones secretas con los talibanes. Otra versión indemostrable, y el “choque civilizatorio” se transformó en control del petróleo iraquí por parte de USA.
Opio y política
La historia del negocio de la droga en Asia Central está íntimamente relacionada con las operaciones encubiertas de la CIA. Antes de la guerra afgano-soviética, la producción de opio en Afganistán y Paquistán iba dirigida a los pequeños mercados vecinos. No había producción local de heroína. El estudio de Alfred McCoy confirma que después de la presencia soviética "los campos limítrofes entre Afganistán y Paquistán se convirtieron en los mayores productores de heroína del mundo, abasteciendo al 60 por ciento de la demanda de los EEUU”.
La CIA controlaba el tráfico de heroína. A medida que las guerrillas de los talibanes iban conquistando territorio, reduciendo la ocupación soviética, ordenaban a los campesinos que plantaran opio como impuesto revolucionario. Al otro lado de la frontera, en Paquistán, los líderes afganos, bajo la protección de la inteligencia paquistaní, ponían en marcha laboratorios de heroína. Durante los 80, década de lucha contra el tráfico de drogas, la sede de la DEA en Islamabad no conseguía capturas. Los funcionarios norteamericanos se negaban a investigar a sus aliados afganos "porque la política contra los narcóticos en Afganistán estaba subordinada a la guerra contra la influencia soviética en el país", sostuvo Charles Cogan a cargo de la CIA en Afganistán. En 1995, Cogan, admitió que habían sacrificado esa lucha para vencer. "Nuestra misión principal era hacer el mayor daño posible a los soviéticos. En realidad no teníamos ni los recursos ni el tiempo suficiente para dedicarlo a la investigación del tráfico de drogas. Pero el objetivo principal se consiguió. Los soviéticos abandonaron Afganistán". Los soviéticos sin duda, la heroína no.
La escalada demócrata
En 2009, los generales recomendaron a Barak Obama un "aumento" de tropas para debilitar a los talibanes. El entonces vicepresidente Biden dio a conocer su oposición; Obama aceptó la propuesta del Pentágono. Al tiempo que se comprometía con un calendario de retirada para el 2011. En agosto de 2010, las fuerzas superaron los 100.000 efectivos.
La CIA descubrió a Bin Laden en Pakistán durante mayo del 2011. No deja de ser curioso que el terrorista más buscado estuviera en territorio “aliado”, que los EE.UU no lo juzgara tras capturarlo vivo, y que lo ejecutara sumariamente por orden directa del presidente Obama. Los chismes sobre los negocios compartidos entre la poderosa familia saudí de Bin Laden, con la poderosa familia Bush, volvieron a circular. Pero Bin Laden ya no tenía oportunidad de confirmarlos ni desmentirlos.
Obama anunció el fin de las principales operaciones militares en Afganistán, el 31 de diciembre de 2014. Era claro, 13 años después, que EE.UU. no había podido estabilizar un gobierno afín. Nuevas disminuciones de tropas pusieron a Washington en camino de la retirada total. Cuando su mandato concluía, Obama entendió que la frágil situación de Kabul impedía completarla. 10.000 soldados todavía permanecían en Afganistán, y el presidente dijo que dependería de su sucesor decidir cómo continuar. Traducido, retirarse no era otra cosa que aceptar la derrota, y Obama no estaba dispuesto a pagar el precio: clausurar esa posverdad militar.
Como candidato Donald Trump prometió traer las tropas a casa. No cumplió. Hacerse cargo de la derrota, y de la emergencia de otro grupo fundamentalista, aún más intransigente con EE.UU. como ISIS, lo abrumó. En agosto de 2017 el presidente explicó el cambio de parecer; recordó que su instinto había sido retirar a todas las tropas, pero las condiciones lo volvían imposible. Dejó abierto el problema rechazando un cronograma para la retirada final. Un año después Trump volvió a virar. Encargó recién entonces a Zalmay Khalilzad, experimentado diplomático afgano-estadounidense, negociaciones directas. En febrero de 2020 alcanzaron un acuerdo: retirada total a cambio de garantías políticas; los talibanes reducirían la violencia y cortarían lazos con grupos terroristas como ISIS. Nada asegura esas promesas.
Joe Biden cumple el acuerdo que no negoció, de la guerra que siempre rechazó, en condiciones atroces. Ningún dirigente de una potencia global puede desconocer la historia que lo antecede. Solo puede, a veces, enmendarla. Resta saber si este es o no el caso.
Nota publicada originalmente en Diario.AR