23/11/2024
Por , Roux Rhina
"El acto de “intervención” política propiamente dicho no es solo algo que da resultado dentro del marco de las relaciones existentes, sino algo que cambia el marco mismo que determina el funcionamiento de las cosas. La política es el arte de lo imposible, ya que cambia los parámetros mismos de lo que se considera “posible” en la constelación existente."
Slavoj Zizek, El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política.
1.
El trabajo intelectual de John Holloway se ha inscrito, desde hace más de tres décadas, en la tradición del marxismo crítico: una tradición de pensamiento que partiendo de las categorías y del método crítico de análisis de Marx, se ha esforzado por pensar la dominación y la insubordinación partiendo de la comprensión del capital como una forma de relacionalidad social y, por tanto, incorporando en la reflexión las dimensiones de la subjetividad, el Estado y la política.
Lejos ha estado esta tradición del marxismo de la vulgarización, de la renuncia a la reflexión teórica o del reemplazo del análisis crítico por las formulaciones doctrinarias. Lejos también de aquellas versiones positivistas o economicistas que redujeron el capital a una categoría económica, a una especie de demiurgo que actuara por encima de los hombres, que pensaron en el Estado en términos instrumentalistas o la historia como si se tratara de un proceso sin sujetos.
Dentro del amplio campo de corrientes de pensamiento que en el siglo XX conformaron la tradición de un marxismo abierto, John Holloway fue uno de los representantes más lúcidos de la llamada “escuela derivacionista”: una corriente de ideas formada al calor del debate intelectual europeo de los años setenta que, tanto frente a la visión instrumentalista del Estado como frente a aquella que insistía en su “autonomía relativa”, intentó fundamentar la existencia -y la forma de aparición cosificada- del Estado desplegando el método y las categorías del discurso crítico de la economía política de Marx.
Tesis centrales de aquella discusión fueron, por un lado, la idea del Estado como una forma de las relaciones sociales capitalistas y, por el otro, la idea de que la aparición separada de la economía y la política era, justamente, un momento de la fetichización implicada en la peculiar forma de dominación del capital: una forma de dominación sin coerción física directa, no basada en lazos de sujeción personal, sino mediada a través del intercambio mercantil voluntario entre sujetos privados.[1] En contra de una imagen mítica de la revolución o de la espera del Paraíso prometido al final de los tiempos, la lucha contra el capital se planteaba desde entonces, para decirlo con Holloway, como “una lucha cotidiana” por desarticular sus formas: “trabajar en contra de estas formas, desarrollar a través de la práctica, formas materiales de contra-organización, formas de organización que expresen y consoliden la unidad subyacente de la resistencia a la opresión clasista, formas de organización que se opongan a las formas fetichizadas y fetichizantes de la ‘política’ y la ‘economía’ burguesa”.[2]
Holloway intenta hoy enlazar aquellas elaboraciones teóricas con el discurso político del zapatismo: un discurso cuya peculiaridad ha consistido en plantear la emancipación humana “sin tomar el poder”, en obvia referencia a aquel discurso socialista que colocó en la “conquista del poder estatal” la condición necesaria para la transformación revolucionaria de la sociedad.
2.
El punto de partida de Holloway es el grito. Metáfora de la oposición, del rechazo, de la disonancia, el uso de esta figura quiere expresar no sólo una pulsión rebelde, sino una toma de postura ética: una defensa de la vida y la libertad humanas, afirmación del placer y no del dolor, del goce y no del sufrimiento frente a la cada vez más inhumana organización capitalista del mundo.
En contraste con otros escritos, Holloway se propone en este libro construir un discurso político: uno que no se plantea únicamente explicar la realidad, sino apelar a la acción para cambiar el mundo. Su argumentación no se construye en el vacío. Se presenta explícitamente como crítica del discurso socialista dominante en el siglo XX y, en concreto, de su variante leninista: aquel discurso que situando en la clase obrera el “sujeto revolucionario” y en el Partido el instrumento de organización, educación y dirección política del cambio, se planteó la transformación revolucionaria del orden social capitalista a través de la conquista del poder político y de la construcción -transitoria- de un Estado revolucionario.
No pienso -como a veces parece sugerir Holloway- que aquel discurso -que se planteó seria y honestamente trascender el capital y construir una nueva forma de relación entre los seres humanos- haya sido producto solamente de la maldad o de un error interpretativo de sus exponentes. Ese discurso socialista perteneció en realidad al gran arco cultural abierto con el discurso político de la modernidad: con su fe en el “progreso”, con su culto a la Razón, con su imagen de la historia como un proceso lineal y ascendente, pero también con su mitología y religiosidad (su imagen mítica de la revolución, su divinización de la Voluntad humana y su fe en la omnipotencia del Hombre para cambiar una socialidad en realidad tejida en los tiempos largos de la historia).
Ese discurso, por lo demás, no se construyó sin referentes. Abrevó del discurso de Marx, en el que ya estaban planteadas la idea de la “dictadura del proletariado” y de la conquista del poder político como condiciones de la emancipación humana. No se trata aquí de buscar “culpables” o de rastrear en la búsqueda de un pecado original. Se trata más bien de comprender el tiempo histórico y cultural en que se construye un pensamiento y de oponerse a ver en el discurso crítico de Marx -como en el de cualquier otro clásico- una doctrina cerrada para ver en cambio un pensamiento crítico abierto, vivo, atravesado también por tensiones internas.
Hombre de su tiempo, la idea de la revolución y la certeza misma del triunfo de la Razón, eran parte del imaginario político de la todavía fresca revolución frances en la que Marx estaba inmerso. Marx es un pensador moderno y a la vez antiguo. Abreva de Kant y de Hegel, pero también de Aristóteles. Apela a la voluntad, a la razón y a la dignidad redescubierta desde el renacimiento. Es su figura heroica la de Prometeo encadenado. Pero es también un pensador que abreva del mundo antiguo: que rescata la idea de comunidad política como asociación de libres e iguales y que ve en la libertad y en la política atributos exclusivos de la condición humana.
De esas raíces y de esas razones habría que partir para intentar comprender las tensiones internas de su pensamiento. Esas que se revelan en la presencia simultánea en su discurso de conceptos e ideas aparentemente contradictorias. Marx habla de la dictadura del proletariado, pero también de república social. Coloca el lado activo y vital del proceso de dominación en el trabajo vivo, para luego darle una ubicación corpórea, empírica, en la clase obrera. Sin esas tensiones internas no es posible comprender -antes que juzgar- la forma y los contenidos del discurso socialista que atravesó el siglo XX.
3.
Holloway somete a crítica un discurso revolucionario que se quedó atrapado en las formas y categorías del capital (incluida la forma-Estado) y en la mitología del discurso político de la modernidad. Se trata de aquel discurso socialista, dominante en el pensamiento de la izquierda del siglo XX, que planteó la transformación del orden social a través de la construcción de un Estado revolucionario y que colocó en el Partido el sujeto guía-organizador del cambio.
El autor apunta lo que le parecen las inconsistencias de ese discurso: 1) la pretensión de transformar la sociedad a través del Estado, es decir, tomando como punto de partida una forma política propia de la sociedad capitalista que quería ser desarticulada; 2) la concepción instrumental de la lucha política: la adopción acrítica de la racionalidad medios-fines que permitió justificar, en nombre del socialismo, imperativos de la razón de Estado; 3) el colocar en un ente externo: el Partido, la solución del problema de la revolución, cuya realización quedaba reducida a una cuestión de “adquisición de conciencia” por el sujeto destinado a hacer la revolución; 4) la comprensión positivista de la lucha de clases: una visión de la confrontación capital-trabajo como si se tratara de un conflicto entre dos fuerzas externas, empíricamente ubicadas (burguesía por un lado, clase obrera por el otro) y, en consecuencia, el menosprecio de otras luchas y la incapacidad de comprender las múltiples configuraciones históricas que adopta la dominación del capital y la insubordinación y resistencia del trabajo vivo.
Frente a ese discurso, Holloway intenta fundamentar una teoría alternativa de la revolución. Su punto de partida es, sin embargo, desafortunado: “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Estrictamente, el poder no se puede “tomar” porque no es una cosa, sino una relación social: una forma de interacción recíproca entres seres humanos. La categoría poder no refiere a una cosa o a un atributo personal, sino a una relación práctica entre voluntades, una de las cuales es sometida o negada para la existencia y afirmación de la otra.
Aun en esta primera aproximación, que entiende el poder no como una cosa sino como una relación social, el término sigue siendo impreciso, abstracto. Las relaciones de poder se tejen en realidad en distintos ámbitos de la vida social: en las relaciones eróticas, en la esfera del trabajo y de la reproducción material de la vida, en el ámbito que compete a la ordenación de la vida en común (res publica). Cuando habla del «poder» Holloway no aclara si se trata de la relación de dominio-subordinación implicada en el capital o si se está refiriendo al vínculo de mando-obediencia implicado en el poder político, que tiene sus propias reglas y símbolos. Se infiere, por el discurso al que dirige su crítica, que Holloway alude específicamente a “no tomar el poder político”: a no colocar en el centro de la estrategia revolucionaria “ganar el poder estatal”. Y es aquí, en este punto, donde empiezan a aflorar los nudos problemáticos de su argumentación.
Holloway desarrolla la idea del Estado como una forma del capital y subraya que su aparición cosificada y autonomizada es un momento del despliegue del capital entendido como una forma histórica de la dominación cuya peculiaridad consiste en realizarse ocultándose: una forma de dominación que no aparece como tal porque no se realiza bajo la forma de relaciones de dependencia personal ni usando la coerción física directa, sino mediada por el intercambio de mercancías entre individuos libres e iguales. Se trata de una forma histórica de la dominación que hace aparecer las relaciones entre seres humanos como si se tratara de poderes de las cosas sobre las personas. Como lo son también, por lo demás, el dinero o la mercancía: formas que expresan relaciones sociales y que sin embargo aparecen como cosas.
Sin embargo Holloway nunca explica en qué consiste el proceso estatal, cuál es el tipo de vinculación humana implicada en el Estado. ¿Es de la misma naturaleza la relación mercantil que la relación estatal? ¿pueden ser asimiladas la forma-dinero, la forma-mercancía y la forma-Estado? Plantear que el Estado es una forma de las relaciones sociales capitalistas no nos resuelve el problema: ni para una comprensión teórica de la dominación ni para la construcción de una teoría de la insubordinación. Es un paso fuerte en relación con la visión instrumentalista del Estado o con aquella que confunde el Estado con el aparato estatal o la que lo identifica con los gobernantes. Pero es un paso que apenas abre el problema. Y la ausencia de reflexión sobre la naturaleza de la relación estatal tiene repercusiones teóricas -y políticas- inmediatas.
Súbitamente, en su despliegue argumentativo, la imagen cosificada del Estado que Holloway quiere combatir se le cuela por la ventana. Así, el Estado aparece en la narración como si fuera un ente externo a la sociedad, un sujeto con voluntad propia -capaz de actuar o no-actuar- e identificado con los gobernantes:
El hecho de que el trabajo esté organizado sobre una base capitalista, significa que lo que el Estado hace y puede hacer está limitado y condicionado por la necesidad de mantener el sistema de organización capitalista del que es parte. Concretamente, esto significa que cualquier gobierno que realice una acción significativa dirigida contra los intereses del capital encontrará como resultado una crisis económica y la huida del capital del territorio estatal.[3]
Porque se plantea como una lucha por construir una nueva forma de relacionalidad humana, la lucha por el socialismo no puede proponerse construir una relación estatal: con su ejército, su burocracia y su poder soberano. El Estado es una forma histórica de la unidad política: es la forma que adopta la vida política en la socialidad capitalista. Pero ello no significa, a menos que pretenda sacrificarse un proyecto civilizatorio y la propia condición humana, renunciar a la comunidad política: a la libre construcción de una asociación humana que, ordenando normativamente la convivencia, garantice a sus miembros la plena realización de su individualidad concreta.[4]
Si la clave explicativa de la forma-Estado no está en la naturaleza ni en las pasiones humanas, sino en una forma específica de relacionalidad social, entonces una nueva forma de relacionalidad humana estaría acompañada de una nueva forma de organización de la vida política. La Comuna de París, la organización de los soviets, los consejos obreros en Alemania e Italia y las leyes de organización municipal proyectadas en la rebelión campesina zapatista durante la revolución mexicana fueron algunas de las experiencias históricas concretas de esos intentos de construir formas políticas alternativas a la forma estatal-nacional moderna. En cualquier caso, la construcción de un modelo de comunidad política que esté fundada en el reconocimiento recíproco de la libertad y dignidad humanas sólo puede ser eso: una idea regulativa que nos permita criticar lo existente y orientar éticamente la acción. No se trata de oponer al capital un modelo de organización social diseñado para ser implantado desde arriba, de imponer utopías o de regimentar el pensamiento, las actividades, la vida íntima, los deseos y los sueños.
4.
El intento de Holloway de contribuir en la construcción de una teoría de la revolución que sea alternativa al discurso socialista del siglo XX es un esfuerzo serio. Holloway no trata simplemente de oponer una verdad a otra. Intenta poner en discusión los a prioris de aquel discurso, mostrar lo que le parecen sus inconsistencias teóricas y construir un discurso del anti-poder que esté consistentemente anclado en una tería de la dominación y en una teoría de la insubordinación.
Recuperando el razonamiento de Marx en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Holloway despliega una teoría de la dominación del capital que, partiendo de la categoría hacer como cualidad distintiva de lo humano y colocando el trabajo enajenado como categoría clave del análisis, quiere no sólo develar el significado profundo del capital como negación de la vida y la libertad humanas sino poner al descubierto el fundamento intersubjetivo, el carácter procesual y la fragilidad de la dominación. En la densa y compleja fundamentación teórica de Holloway destacan varias ideas:
i) el capital no es una categoría económica, sino un concepto que alude a una relación de sujeción. El capital refiere a una forma histórica de existencia y reproducción de la vida social fundada en el mando sobre la actividad vital -y no sólo productiva- de unos para la reproducción -fragmentada y alienada- de la vida de todos. La dominación implicada en el capital no está en la apropiación gratuita de plustrabajo (explotación). Su núcleo dinámico reside en la disposición y control sobre el hacer humano: en la negación de la propia actividad (vida humana) contenida en la subordinación del hacer a la valorización de valor;
ii) la tragedia constitutiva del capital es que su existencia depende de trabajo vivo, de la actividad del dominado;
iii) las formas del capital (dinero, mercancía, Estado) no son relaciones fijas, sino procesos: formas de la vida social en constante reconstitución. La dominación no es una relación fija, dada de antemano. Es un proceso fluido, dinámico, permanentemente atravesado por el conflicto y el desorden;
iv) si la dominación del capital implica sometimiento de la actividad vital humana, entonces el significado de la emancipación no puede ser la inversión de esa relación: la construcción de un nuevo poder. La emancipación sólo puede significar liberación del poder-hacer, reapropiación del control de la propia vida, autodeterminación. En otras palabras, construcción de una nueva forma de relacionalidad humana;
v) la desarticulación del paradigma del “sujeto revolucionario” y la idea de que la relación de dominación capital-trabajo adopta distintas configuraciones y, por tanto, la idea de que son en realidad múltiples las formas de la rebeldía;
vi) el soporte material y la posibilidad de liberación no están en un ente externo. Están ya contenidas en la propia dialéctica de la dominación: en la existencia -negada- de trabajo vivo, subjetividad, creatividad, vida humana;
vii) una teoría de la crisis del capital que ubica no en los movimientos impersonales de la economía, sino en la dinámica centrífuga de la lucha capital-vida humana -y en intensificación de esa lucha- la fuente de la peculiar fragilidad del capital;
viii) una teoría de la revolución que piensa la revolución no como un acto fundacional, como punto de quiebre de un orden social para construir sobre sus escombros un orden social radicalmente distinto, sino como un movimiento cotidiano que está presente en cada momento orientado a configurar la propia vida y a construir una nueva forma de relacionalidad humana.
5.
Los nudos problemáticos de la argumentación de Holloway se encuentran sin embargo, paradójicamente, en el terreno de la política: en la ausencia de lo político y en la negación de la política. Ausencia y negación que resultan paradójicas justamente porque los temas centrales de la reflexión: dominación, insubordinación y transformación de un orden social injusto, son asuntos que competen a la política.
El capital es control sobre la actividad humana, dominio del trabajo muerto sobre el trabajo vivo, subsunción de la vida en el proceso de valorización de valor. La socialidad abstracta mercantil-capitalista vincula a los hombres separándolos: enlazando sus actividades a través de la forma-mercancía y la forma-dinero, creando entre ellos una comunidad abstracta fundada en la ajenidad y la indiferencia recíprocas en tanto seres humanos. Frente a ese metabolismo social Holloway plantea construir otra forma de relacionalidad humana: una forma de vinculación social fundada en la liberación del poder-hacer y en el reconocimiento recíproco como personas. ¿De qué manera?
El entrelazamiento de la amistad, del amor, de la camaradería, de la comunalidad ante la reducción de las relaciones sociales al intercambio de mercancías: ese es el movimiento material del comunismo. Los no-subordinados son los anti-héroes de la revolución. Este no es, ciertamente, un llamado a ser pasivo sino más bien a tomar como principio central de la organización revolucionaria la idea zapatista de que somos los comunes-por-lo-tanto-rebeldes.[5]
El capital es una forma de organización de la vida social que descansa en la permanente subsunción de trabajo vivo en el proceso de valorización de valor. Esta dominación se realiza de manera impersonal, sin coerción física directa, a través de la mediación del intercambio mercantil privado. El capital crea así su propia comunidad: una comunidad abstracta del dinero, fundada en la indiferencia y la utilización recíprocas de las personas como medios y cuyo nexo social es la forma-valor.
Pero el capital no es un proceso que se teja exclusivamente en los circuitos de la producción material y la circulación mercantil. El capital contiene también un momento político: el de la violencia concentrada, el de la relación estatal, el del Imperio, el de la guerra.
Porque se trata de un proceso relacional entre seres humanos y no del automovimiento de cosas, el capital supone también el momento de la decisión política, unitaria y centralizada. Ese momento del que irradia, que organiza, que da forma política a un modo de estructuración de la vida social. En otras palabras, el capital contiene también el momento del mando político: el que rige, el que establece la ley común -obligatoria y vinculante- y cuya transgresión está sancionada con el uso de la coerción física, de la imposición de penas y castigos. El capital es también violencia concentrada.
El capital no se autorreproduce desde la circulación de mercancías ni desde los movimientos impersonales del dinero. El capital supone también el momento de la decisión política: ese momento de intervención de la voluntad humana capaz de determinar la forma de organización de la vida pública (dentro de un territorio estatal-nacional, pero también a escala regional y mundial).
Es ese momento de decisión política el que está detrás de los procesos de restructuración de la economía, de despojo y transferencia de bienes públicos a manos privadas, de desregulación financiera, de las políticas migratorias, de las políticas salariales, de los proyectos de integración económica regional, de las estrategias de seguridad y de las medidas relativas a la reordenación geopolítica mundial. Es este momento de decisión política, unitaria y centralizada, orientada a irradiar universalmente los intereses del capital global, el que encuentra su forma corporeizada suprema en el mando imperial y sus representaciones institucionales (Pentágono, CIA, OTAN, OEA, ONU, FMI, BM).
Y el capital es también violencia concentrada: amenaza de coerción física, extra-económica, más allá de la violencia impersonal e invisible implicada en los movimientos de mercancías, capitales y dinero que arrasan con los mundos de la vida y dislocan las relaciones humanas cotidianas.
6.
El capital contiene también un momento político de vinculación humana. Lo contiene, primero, porque no puede fundar la reproducción del orden social exclusivamente en el funcionamiento de una república de las mercancías, esto es, en los lazos integradores, impersonales, del mercado. Necesita también de un entramado normativo que cohesione políticamente a los individuos, regulando su convivencia más allá de los vínculos establecidos en la producción y en los intercambios mercantiles privados.
El metabolismo social implicado en el capital transita por la relación estatal. El Estado no es una cosa ni se reduce a los gobernantes. No es una sustancia, un sujeto o un ente externo a la sociedad. El Estado es un proceso relacional: un proceso activo, dinámico, fluido, que se teje en interacciones recíprocas entre los seres humanos, que se realiza en el conflicto y en cuya configuración participan también las clases subalternas.
El Estado es una forma específica de vinculación humana que se construye artificialmente, por medios políticos, para unificar de manera perdurable a los hombres y ordenar jurídicamente su convivencia. Se trata de una asociación humana cuyos partícipes están unidos no por vínculos de parentesco o por los lazos implicados en el intercambio mercantil, sino por leyes comunes y bajo el mando de una autoridad suprema.
Este momento político del que “brota” la forma-Estado no es producto del arbitrio ni de un engaño colectivo. Está anclado, por un lado, en la política: actividad humana que relaciona a los hombres en tanto copartícipes de una forma organizada de su vida en común, de su vida pública (res publica). Está contenido, por el otro, en la propia dialéctica de la dominación que, para ser tal, supone al mismo tiempo un proceso de negación y reconocimiento del dominado. Porque es una relación entre voluntades y no una potencia del hombre sobre cosas, la dominación no puede significar -sin negarse a sí misma- la anulación radical y absoluta de la voluntad del subordinado: su conversión en una cosa.
Porque es una interacción recíproca entre seres humanos la dominación es una forma de vinculación no fijada de antemano. Es en realidad un proceso político conflictivo, dinámico, en el que, para decirlo con Barrington Moore, los términos del “contrato social” (que, explícita o implícitamente, sostiene a todo ordenamiento humano) y los límites de la obediencia y desobediencia están en continua renegociación.[6]
Es en ese proceso conflictivo, dinámico, en el que se crea y recrea un orden normativo que vincula a dominadores y dominados y que, unificándolos, mantiene la fragmentación interna de la sociedad cohesionada: el Estado.
La relación estatal, sin la cual la dominación del capital no podría realizarse, transita por la hegemonía, la legitimidad, el mando político. Pasa por ese momento que los romanos entendían, justamente, como legitimus imperium: el mando conforme a la ley. La relación estatal de mando-obediencia requiere de la conformidad de los gobernados para obedecer las leyes y para acatar voluntariamente el mando. Requiere de la creencia en la validez de un orden, lo cual supone, a su vez, la existencia de un código de valores y normas morales colectivamente aceptados.[7] El capital no puede prescindir de este momento, que es también parte de su tragedia constitutiva.
El Estado es en realidad un proceso inestable. En su existencia y modo de manifestación, la forma-Estado expresa el permanente intento de unificar una sociedad, de suspender el conflicto, de institucionalizar y domesticar la política. Pero nunca ese proceso queda fijado, cristalizado. Porque se trata de un vínculo dinámico entre seres humanos, la estatización de la vida social está siempre atravesada por el conflicto y desbordada por la política autónoma de las clases subalternas.
7.
En el terreno de la historia y de la vida de los seres humanos de carne y hueso, el capital se enfrenta cotidianamente a la política de las clases subalternas. Las más de las veces, cuando intervienen en política -dentro o fuera de las instituciones estatales, participando o absteniéndose en elecciones, a través o por fuera de los partidos políticos- las clases subalternas buscan con su actividad modificar las reglas que ordenan la convivencia y los principios que deben guiar el “bien público”. En ocasiones, más esporádicas, esa intervención en política de los subalternos adopta la forma abierta y violenta de la insurrección, dirigida también, en último término, a redefinir las reglas de la convivencia: de lo justo y de lo injusto, de lo que se debe y lo que no se debe en la organización del vivir-juntos.[8] En cualquiera de los dos casos, que dependen de un entramado material y simbólico específico, ello significa que las clases subalternas juegan un papel activo en la configuración y redefinición de un orden político.
Otras veces, muy pocas si las consideramos en los tiempos largos de la historia, la acción política de los subalternos -cuyos resortes no están en una rebeldía abstracta, sino en agravios y humillaciones experimentados y resignificados desde la memoria, mitos y costumbres colectivas- se plantea preservar-construir relaciones sociales distintas y opuestas a la socialidad abstracta mercantil-capitalista (la mayoría de las veces más como defensa de un mundo de la vida que como proyección de sociedades futuras). En esas experiencias y desde su propio imaginario, es que las clases subalternas ensayan la construcción de formas de vida política alternativa: formas de deliberación de los asuntos colectivos, de gobierno y administración de los asuntos públicos y de impartición de justicia.
La comprensión de la dominación no sólo supone considerar el momento de la relación estratal y la función de la política autónoma de las clases subalternas en la configuración de ese vínculo. Supone también considerar la función que en esa acción política juegan la metáfora, los mitos y las creencias colectivas. Supone considerar los motivos que impulsan a los subalternos a la acción: esos resortes profundos -la mayoría de las veces no materiales- estudiados y formulados bajo la forma del mito en Gramsci, la idea de redención en Benjamin, la añoranza de una justicia plena en Adorno o el sentimiento de injusticia en Barrington Moore. La rebeldía no es una cualidad abstracta. Se construye y se nutre en mundos de la vida y ensamblajes culturales sedimentados en la historia: mitos, costumbres, tradiciones y representaciones colectivas. En otras palabras, en formas concretas -materiales y simbólicas- de relacionalidad social enraizadas en la historia.
En cualquier caso es en la política autónoma de las clases subalternas en la que se revela, para decirlo con Zizek, el carácter traumático de lo político: la irrupción de aquello que cambia los parámetros de lo existente. El momento de la política como el arte de lo imposible: el de la acción humana capaz de cambiar, con efectividad, aquello que puede ser de otra manera.[9]
8.
La realización del capital transita también por el proceso político de la «toma de la tierra»: ese momento político que los griegos ubicaban como acto primitivo ordenador del espacio y fundante de derecho. Holloway encuentra en la “desterritorialización” y en la movilidad rasgos peculiares de la dominación abstracta e impersonal del capital respecto de otras formas históricas de la dominación. “La suposición de que Estado y sociedad son co-extensivos pasa totalmente por alto el hecho de que lo que distingue al capital como forma de dominación respecto de formas previas de dominación de clase es, principalmente, su movilidad esencial”. Y agrega:
El capital, a diferencia del señor feudal, no está atado a un grupo particular de trabajadoras y trabajadores o a un lugar particular. La transición del feudalismo al capitalismo liberó el ejercicio del poder-sobre respecto de las ataduras territoriales [..] La constitución capitalista de las relaciones sociales es esencialmente global. Su no-territorialidad es propia de la esencia del capital y no sólo el producto de la fase actual de la “globalización”.[10]
No. La realización del capital pasa también por la fijación del proceso de valorización en un territorio. Requiere la “toma de la tierra”, la ocupación de territorios, el despojo de recursos naturales y la ordenación política del espacio (aéreo, marítimo y territorial). El acto político constitutivo de la modernidad capitalista fue, precisamente, un acto de «toma de la tierra» y -por primera vez en la historia de la humanidad- un acto de ordenación política del espacio global: un acto de ocupación y despojo de territorios ajenos cuya forma política fue la destrucción e incorporación de un área cultural (la asentada en territorio mesoamericano) en la primera organización imperial moderna.
Lo que hoy presenciamos con la globalización no es solamente un proceso de universalización de la socialidad abstracta mercantil-capitalista. Es también una reconquista de territorios, un violento proceso de despojo y apropiación privada de recursos naturales y una reordenación política del espacio mundial.
Este proceso modifica las coordenadas de la reflexión sobre las vías y modos de la emancipación. La nueva configuración del capital global está rompiendo, de manera selectiva y diferenciada, con atributos del Estado nacional todavía vigentes en el Estado keynesiano del siglo XX. En algunos casos -no en todos- la globalización socava el control estatal del espacio territorial, amenaza la existencia del espacio político de la convivencia (la forma estatal-nacional que, en muchos casos, como en México, fue construida defensivamente y en los tiempos largos de la historia) y el soporte territorial de la existencia.
Los procesos de integración regional, la reordenación política del espacio mundial, la construcción de circuitos productivos y mercantiles “por encima” y “por debajo” de las fronteras territoriales de los Estados y los nuevos flujos migratorios de la fuerza de trabajo colocan en otras coordenadas la discusión sobre estrategias revolucionarias.
La reconfiguración del capital global -ese proceso conflictivo y contradictorio que no ha terminado- enlaza rebeldías locales, establece un piso ético común y articula las luchas en un programa político -todavía fragmentado- de defensa de derechos individuales y colectivos que forman parte de un proceso civilizatorio. La defensa de la tierra, la preservación del espacio material-cultural, la recuperación del espacio de lo político, la defensa de bienes que son patrimonio público, la resistencia de mundos de la vida a ser barridos por la racionalidad abstracta mercantil-capitalista y la libre circulación de las personas -y no sólo de mercancías y capitales- a través de las fronteras son parte de esa confrontación.
9.
Riesgoso y paralizante es, en medio de una ofensiva ideológica que alienta el renegar de la política y lo político, plantear la anti-política como alternativa. De lo que se trata -dice Holloway con razón- no es de construir una nueva relación de poder entre los hombres, sino de desarticular cotidianamente el poder del capital construyendo en la práctica nuevas formas de relacionalidad humana, emprendiendo una “lucha diaria por retener o recuperar el control sobre nuestras propias vidas”:
La no-subordinación es la lucha simple y no espectacular por configurar la propia vida. Es la oposición de las personas a renunciar a los placeres simples de la vida, su resistencia a volverse máquinas, la determinación de fraguar y mantener algún grado de poder hacer [..] El movimiento del poder-hacer, la lucha por emancipar el potencial humano, es el que brinda la perspectiva de la ruptura del círculo de la dominación. Sólo por medio de la práctica de la emancipación del poder-hacer puede superarse el poder-sobre.[11]
Sin embargo, este proceso de ruptura de la dominación es planteado como una lucha anti-política:
La política revolucionaria (o mejor dicho, la anti-política) es la afirmación explícita de lo negado en toda su infinita riqueza. “Dignidad” es la palabra que los zapatistas utilizan para hablar de esta afirmación [..] El movimiento de la dignidad incluye una enorme variedad de luchas contra la opresión, muchas de las cuales (la mayoría) ni siquiera parecen luchas; pero esto no implica un enfoque de micro-políticas, simplemente porque esta riqueza caótica de luchas es una sola lucha por emancipar el poder-hacer, por liberar el hacer humano del capital. Más que una política es una anti-política simplemente porque se mueve contra y más allá de la fragmentación del hacer que el término “política” implica, con su connotación de orientación hacia el Estado y de distinción entre lo público y lo privado.[12]
Holloway soslaya, primero, que esa afirmación de la dignidad humana expresada en la rebelión indígena zapatista se sostuvo en una insurrección armada. Que las comunidades indígenas de Chiapas organizaron su rebeldía bajo la forma de un ejército (con mandos, disciplina y jerarquías internas) y que fue una interpelación política hecha con las armas en la mano la que hizo visible -y atendible- su insubordinación.
De otro lado, Holloway parte de una identificación errónea: la asimilación de la política con lo estatal y su reducción a una actividad moralmente condenable exclusiva de gobernantes, políticos profesionales y dirigentes.
La reducción de la política a una actividad referida al Estado, a la acción orientada a dirigir el aparato estatal, a conquistar el poder político o influir en él -sea como un medio o como un fin- ha sido un componente del imaginario político de la modernidad y ha acompañado la existencia del Estado nacional, soberano y territorialmente delimitado, conformado y difundido por el mundo entre los siglos XVI y XX. Desprendida en realidad de una visión que considera el monopolio de la violencia física como rasgo distintivo de lo estatal -visión por cierto no compartida por Marx- fue esta noción de la política la expuesta por Weber en La política como vocación:
el Estado es una comunidad humana dentro de los límites de un territorio establecido, ya que éste es un elemento que lo distingue, la cual reclama para ella -con el triunfo asegurado- el monopolio de la legítima violencia física [..] Por consiguiente, el concepto político habrá de significar la aspiración (streben) a tomar parte en el poder o a influir en la distribución del mismo, ya sea entre los diferentes Estados, ya en lo que concierne, dentro del propio Estado, a los distintos conglomerados de individuos que lo integran [..] Quienquiera que haga política anhela llegar al poder; al poder como medio para el logro de otras miras, ya sea por puro ideal o por egoísmo, o al “poder por el poder”, para disfrutar de una sensación de valimiento, la cual es concedida por el poder.[13]
La política es un concepto que desborda lo estatal. La política refiere a esa cualidad específicamente humana -no presente en ningún otro ser vivo sobre la tierra: el atributo de la libertad, de la acción humana orientada a la construcción de las normas que regulan la convivencia. En contraste con las actividades orientadas a la reproducción material de la vida, a la satisfacción de necesidades (producción, intercambio), la política es el ámbito de la confrontación en el que se decide el cómo organizamos, nosotros -no ellos- nuestra vida colectiva. Es la política la que otorga el carácter humano al proceso de reproducción de la vida, haciéndola trascender la mera reproducción de la existencia física: la presencia de configuraciones simbólicas que dan sentido a la experiencia de los seres humanos en el mundo y la construcción -en la confrontación y en el acuerdo- de las normas que regulan el vivir juntos.
10.
La lucha contra el capital es una confrontación política que, para ser efectiva, debe realizarse con medios políticos. Ello no significa reducir la actividad política a la participación en elecciones o a la ocupación de puestos en el aparato estatal (espacios propios de la política estatal que, por lo demás, son también utilizados por las clases subalternas para expresar inconformidad y rebeldía). Significa que la lucha contra el capital es, sobre todo, una lucha por construir nuevas reglas de organización de la vida social: por redefinir las normas que ordenan la convivencia, lo que compete a todos, lo relativo a la res publica. Esta lucha es, necesariamente, una confrontación política.
La lucha contra el nuevo poder incontrolable del capital global pasa no por una negación de la política, ni por una apuesta a la pasividad, sino por una recuperación de la política. Y supone también volver la mirada a las múltiples formas que adopta la política autónoma de las clases subalternas: esa que nutrida en agravios y humillaciones, se construye cotidianamente en la experiencia y está anclada en la memoria de luchas, victorias y derrotas pasadas.
Esa lucha supone, sí, una disputa por la soberanía: una confrontación en la que lo que se juega no es la ocupación del aparato administrativo del Estado, sino quién decide -y desde qué principios y con qué fines- las reglas que ordenan la vida de todos.
Si la lucha contra el capital es una lucha por la construcción de una nueva forma de relacionalidad social y por la recuperación de la condición humana, entonces esa lucha es también, necesariamente, una que supone trascender la politicidad enajenada: la expropiación por el capital a los seres humanos -naturalmente sociales y, por tanto, políticos- del derecho a organizar, controlar y decidir libremente la forma de organización de su vida social. Es la lucha por la construcción de aquello que Marx, frente a la comunidad ilusoria estatal, visualizaba como una comunidad real y verdadera: una asociación política fundada en la libertad, en la plena realización de la individualidad concreta y en el reconocimiento recíproco como personas.
Rhina Roux
Ciudad de México, Noviembre de 2002.
Ponencia presentada en la presentación del libro de John Holloway,
Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy. Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México, 18 de noviembre de 2002.
[1] Para este debate véase John Holloway y Sol Piccioto (eds.), State and Capital. A Marxist Debate, Edward Arnold, London, 1979; Simon Clarke (ed.), The State Debate, Macmillan, London, 1991.
[2] “¿Qué es la revolución”, reflexionaba Holloway entonces, “sino el proceso de debilitar y finalmente romper con las formas burguesas de relación humana, un proceso de ruptura diaria de las formas burguesas como preludio necesario a la final decadencia que echará fundamentos radicalmente nuevos para la lucha? Imaginar que se pueden debilitar las viejas formas de relación trabajando con ellas es una tontería”. John Holloway, “El Estado y la lucha cotidiana”, Cuadernos políticos, núm.24, abril-junio de 1980, p.26.
[3] John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy, Herramienta/UAP, Buenos Aires, 2002, p.30 (los subrayados son míos, RR).
[4] República social o comunidad real y verdadera fueron algunos de los términos utilizados por Marx para referirse a este modelo trascendental de organización política de la vida humana fundada en la superación de la politicidad enajenada: la expropiación por el capital a los seres humanos -naturalmente sociales y, por tanto, políticos- del derecho a organizar, controlar y decidir libremente la forma de organización de su vida social.
[5] John Holloway, op cit, p.303.
[6] Barrington Moore, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, UNAM, México,
[7] Los clásicos aludieron a este atributo distintivo del mando estatal usando dos categorías distintas: potestas y auctoritas. La primera entendida como la capacidad de imponer el mando con efectividad y la segunda, auctoritas, para referirse al prestigio moral en que se sostiene el mando subordinado a la ley común (positiva o consuetudinaria) y, por tanto, a la capacidad para obtener obediencia voluntaria.
[8] James C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, Era, México, 2000.
[9] “La lucha política propiamente dicha”, argumenta Zizek, “no es un debate racional entre intereses múltiples, sino que apunta a lograr que la propia voz sea escuchada y reconocida como la voz de un asociado legítimo: cuando los ‘excluidos’, desde el demos griego hasta los obreros polacos, protestaron contra la élite gobernante (aristocracia o nomenklatura), no sólo estaban en juego sus demandas explícitas (salarios más altos, mejores condiciones de trabajo, etcétera)., sino su derecho a ser escuchados y reconocidos en el debate en pie de igualdad. Estas súbitas intrusiones de la política propiamente dicha socavan el orden social establecido en el que cada parte tiene su razón de ser”. Slavoj Zizek, El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Paidós, Buenos Aires, 2001, pp.202-203.
[10] Holloway, op cit, p.146.
[11] Holloway, op cit, pp.220 y 223.
[12] Idem, p.305.
[13] Max Weber, El político y el científico, Ediciones Coyoacán, México, 7ª., 2001, pp.8-9.