23/11/2024
Por Gilly Adolfo
Para Luis Inacio Lula da Silva, compañero, amigo y hombre leal.
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En agosto de 1938, Cordell Hull, secretario de Estado en el gobierno de Franklin Delano Roosevelt, estaba indignado con los mexicanos. El gobierno de Lázaro Cárdenas había expropiado a las compañías petroleras el 18 de marzo de ese año y se había comprometido a pagar la correspondiente indemnización conforme a las leyes mexicanas. Las compañías, sin embargo, se negaban a llegar a un acuerdo y a negociar la valuación y el monto a pagar y pedían la devolución de sus antiguas propiedades.
Uno de los puntos del complicado litigio consistía en que, mientras el gobierno mexicano consideraba que el petróleo del subsuelo era propiedad de la nación y no de las compañías, simples concesionarias de su explotación, estas incluían a los yacimientos entre sus propiedades. El otro era el valor de las instalaciones mismas. Finalmente, las compañías – y en eso las más intransigentes eran las británicas – negaban el derecho mexicano de expropiar.
El gobierno de Estados Unidos, por su parte, reconocía el derecho del gobierno de México a expropiar dentro de los límites de su soberanía territorial y se separaba, en esto, de la postura de las compañías petroleras. Pero exigía pago inmediato de una justa indemnización. Los mexicanos no se negaban a pagar, pero reclamaban, primero, que las compañías permitieran una evaluación imparcial de sus bienes y, segundo, que se pagara en los plazos en que México estuviera en condiciones de hacerlo.
Esta polémica se entrecruzaba con la discusión casi idéntica sobre el pago de la indemnización por la expropiación de tierras mexicanas propiedad de ciudadanos de Estados Unidos en cumplimiento del programa de reforma agraria del gobierno del general Cárdenas. Y sobre estas expropiaciones agrarias se había entablado el litigio entre ambos gobiernos.
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¿Por qué estaba especialmente enfurecido Cordell Hull en aquel verano de 1938? Es que el 21 de julio había hecho saber a los mexicanos, en una nota diplomática, que no se valía postergar el pago de las expropiaciones agrarias argumentando la urgencia de los programas sociales del gobierno, pues eso violaba “las normas universalmente reconocidas de derecho y equidad”. Escribía el secretario de Estado:
No podemos admitir que un gobierno extranjero pueda tomar la propiedad de ciudadanos estadounidenses violando la norma de indemnización conforme al derecho internacional. Tampoco podemos admitir que cualquier gobierno unilateralmente y mediante su legislación interna pueda, como sucede con el presente caso, anular este principio universalmente aceptado del derecho internacional, basado como está en la razón, la equidad y la justicia (Foreign Relations of the United States, 1938; Boletín de Información, 22 de julio de 1938).
Y se había molestado al extremo porque el gobierno mexicano, a esa comunicación, había respondido el 3 de agosto de 1938 en estos términos:
Mi gobierno sostiene, por el contrario, que no hay en derecho internacional ninguna regla universalmente aceptada en la teoría, ni realizada en la práctica, que obligue al pago de una compensación inmediata, ni siquiera diferida, por expropiaciones de carácter general o impersonal, como las que México ha realizado para procurar la redistribución de la tierra.
Las expropiaciones efectuadas en el proceso de nuestra reforma agraria tienen, en efecto, ese doble carácter que debe ser tomado muy en cuenta para entender la posición de México y justipreciar la aparente falta de cumplimiento de sus obligaciones.
Sin pretender refutar el punto de vista del gobierno norteamericano, deseo llamar de manera muy especial, su atención hacia el hecho de que la reforma agraria no es solamente uno de los aspectos de un programa de mejoramiento social intentado por un gobierno o un grupo político para experimentar nuevas doctrinas, sino que constituye el cumplimiento de la más trascendental de las demandas del pueblo mexicano que sacrificó para lograrla, en la lucha revolucionaria, la vida misma de sus hijos. La estabilidad política, social y económica, y la paz de México, dependen de que la tierra sea puesta nuevamente en manos de los campesinos que la trabajan; por lo tanto, su distribución, que venía a implicar la transformación del país, es decir, el futuro de la nación, no podía detenerse ante la imposibilidad de pagar inmediatamente el valor de las propiedades pertenecientes a un reducido número de extranjeros que solamente persiguen un fin lucrativo.
Por una parte, se aprecian las reivindicaciones de justicia y mejoramiento de todo un pueblo y, por otra, los intereses puramente pecuniarios de algunos individuos. La posición de México en desigual dilema no podía ser otra que la asumida y no se afirma esto como un atenuante de su proceder, sino como una verdadera justificación del mismo. […]
Sin embargo, México admite, en obediencia a sus propias leyes, que sí está obligado a indemnizar en forma adecuada, pero la doctrina que sustenta al respecto, que está apoyada en las más autorizadas opiniones de tratadistas de derecho internacional, es que el momento y la forma de hacer dicho pago deben ser determinados por sus propias leyes (El Universal, 1938; Foreign Relations, 1938: 679-684).
El gobierno mexicano estaba contraponiendo a los reclamos del gobierno de Estados Unidos no una situación de hecho ni una interpretación diferente de una misma norma de derecho, sino una doctrina jurídica diferente.
Era un conflicto entre dos derechos: uno, el de una comunidad originada en lazos anteriores al dinero; el otro, el de una comunidad donde el dinero como equivalente universal es medida de razón, equidad y justicia – en otras palabras, una comunidad natural regida por la costumbre y una comunidad mercantil regida por el dinero.
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No es imaginable que esta distinción se presentara clara en las mentes de los protagonistas. Cordell Hull postulaba su idea de la justicia y el derecho como universal. Quien opusiera otra no planteaba para él un conflicto de derechos. Simplemente se colocaba fuera de la ley. Era un proscripto. El 22 de agosto, en una nota tajante, respondió al gobierno mexicano:
La aceptación universal de esta norma del derecho internacional que, en realidad, es simplemente una declaración de justicia común y trato justo, no admite, en opinión de este gobierno, ninguna divergencia de opinión. […]
La toma de propiedad sin indemnización no es expropiación. Es confiscación. No es menos confiscación porque pueda haber una declaración de intenciones de pagar en algún momento futuro (cf. Foreign Relations V (1938): 685-696.
La respuesta del secretario de Estado tenía tonos sinceros de indignación moral. Sin embargo, para beneficio de la comprensión de los mexicanos y para fundamentación de su propia posición, Cordell Hull exponía en su documento una explicación histórica, a su criterio obvia, de los orígenes del derecho universal:
Dije que el gobierno de Estados Unidos no puede admitir que un gobierno extranjero pueda tomar la propiedad de los ciudadanos estadounidenses ignorando la norma de indemnización universalmente reconocida por el derecho internacional o admitir que la norma de compensación pueda ser anulada por cualquier país bajo su legislación interna.
Mi gobierno tenía presente que la doctrina de justa indemnización por propiedades tomadas tuvo origen mucho antes que el derecho internacional. Fuera de toda la duda, la cuestión se planteó por primera vez cuando una persona trató de apoderarse de la propiedad de la otra. La sociedad civilizada determinó que la justicia común exigía que se le pagara por eso. Una nación después de otra decidieron que era justo y razonable, equitativo y correcto, acompañar la toma de propiedad con el pago de justa compensación. A su debido tiempo, las naciones del mundo aceptaron esto como una sólida norma básica de juego limpio y trato justo. Hoy, está incorporado a las constituciones de la mayor parte de los países del mundo y de cada república del continente americano y ha sido aplicado como doctrina internacional en el derecho internacional universalmente reconocido. Es nada más que el reconocimiento entre las naciones de las reglas de trato justo y correcto, como funcionan habitualmente entre los individuos y que son esenciales para el intercambio amistoso (ibíd.).
Todo esto, decía Cordell Hull, era “evidente por sí mismo” y la posición mexicana había sido recibida por su gobierno, “siento necesario decir con toda claridad, no solo como sorpresa, sino con un profundo sentimiento de pena”:
La adopción por las naciones del mundo de una teoría como esa resultaría en la inmediata ruptura de la confianza y la credibilidad entre las naciones y en un deterioro progresivo de las relaciones económicas y comerciales internacionales tal que pondrían en peligro los cimientos mismos de la civilización moderna. El progreso humano sería fatalmente hecho retroceder (ibíd.).
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La respuesta del gobierno mexicano fue igualmente severa. Vino el 1º de septiembre en el informe del presidente Cárdenas al Congreso de la Unión:
La reforma agraria representa la más urgente y trascendental de las medidas empleadas por México para lograr su estabilización social y económica y […] frente al deber imperativo e ineludible de cumplirla, el gobierno ha considerado obrar justificadamente al ocupar las tierras, reconociendo en favor de sus propietarios la obligación de indemnizarlos, si bien el pago respectivo haya tenido que ser demorado. Considerando México que los derechos de la colectividad deben prevalecer sobre los derechos individuales, no podía subordinar la aplicación de la ley a las posibilidades de un pago inmediato.
En las luchas sostenidas por los pueblos para lograr su transformación social se han lesionado los intereses de los inversionistas nacionales y extranjeros por actos inevitables del poder público, que en ocasiones no han traído aparejada la compensación inmediata, ni siquiera la posterior, y sin embargo su conducta ha sido lícita si se atiende a los intereses superiores que han tratado de servir (cf. Cárdenas, 1978: 122-147).[2]
Dos concepciones del derecho se contraponían y cada una de las partes daba a la propia un valor universal.
No ignoro la dificultad en dar el salto desde la teoría a la historia. Pero hay veces, cuando los conflictos tocan el fondo rocoso de los principios, que la historia tiene alas y el salto puede, si no eliminar sus riesgos, al menos aminorarlos.
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Casi un siglo antes, en sus notas de lectura de 1844 conocidas hoy como los Cuadernos de París, Karl Marx se ocupaba del diferendo que oponía a Cárdenas y Hull. La explicación histórica del estadounidense sobre los orígenes del derecho a ser indemnizado: “fuera de toda duda, la cuestión se planteó por primera vez cuando una persona trató de apoderarse de la propiedad de otra”, presuponía que el primer atributo de la persona era precisamente la propiedad. Marx, tanto tiempo antes, se detenía en este presupuesto:
La economía política concibe a la comunidad de los hombres –es decir, a su esencia humana en acción, a su complementación en la vida genérica, en la verdadera vida humana– bajo la forma del intercambio y el comercio. La sociedad, dice Destutt de Tracy, es una serie de intercambios recíprocos. La sociedad, dice Adam Smith, es una sociedad de actividades comerciales. Cada uno de sus miembros es un comerciante.
Puede verse la manera como la economía política fija la forma enajenada del intercambio social como forma esencial y original, adecuada a la determinación humana.
La economía política, siguiendo el movimiento real, parte de la relación del hombre con el hombre como relación de propietario privado con propietario privado. Si se presupone al hombre como propietario privado, es decir, como poseedor exclusivo que afirma su personalidad, se diferencia de los otros hombres y está en referencia a ellos en virtud de esa posesión exclusiva –la propiedad privada es su existencia personal, distintiva, y por lo tanto esencial-, resulta entonces que la pérdida de la propiedad privada o la renuncia a ella es una enajenación del hombre en tanto que propiedad privada (Marx, 1974: 138-139).
La indignación moral con que Cordell Hull recibía doctrinas jurídicas mexicanas era real y sincera. Esas doctrinas estaban atentando contra la esencia humana misma tal como esta había quedado definida allá en la noche de los tiempos, la primera vez que “una persona trató de apoderarse de la propiedad de otra”. Legitimaban, entonces, una “enajenación del hombre” y, en efecto, su difusión “pondría en peligro los cimientos mismos de la civilización moderna”.
Nada más que el gobierno mexicano estaba hablando de otra civilización o de otros fundamentos de la vida civilizada. Presuponía a la comunidad de los mexicanos y mexicanas como preexistente a la propiedad y al intercambio mediado por el dinero, ese dinero que se le exigía pagar como justa e inmediata reparación por las expropiaciones agrarias. No era este, por supuesto, el lenguaje de la vida cotidiana en la sociedad mexicana, también regida por la propiedad y mediada por los intercambios y el dinero. Pero lo era cuando su gobierno era llevado a afirmarse en los fundamentos miamos de la comunidad nacional, que era lo que sucedía en los días culminantes del conflicto petrolero:
Considerando México que los derechos de la colectividad deben prevalecer sobre los derechos individuales, no podía subordinar la aplicación de la ley a las posibilidades de un pago inmediato. […] Esta teoría que parece al gobierno de Estados Unidos subversiva e insólita en el orden internacional, ha sido aplicada por Estados que figuran a la vanguardia de la civilización cuando ante la necesidad suprema del Estado y sin desconocer el derecho de propiedad, no han vacilado en tomarla sin indemnización correspondiente (Cárdenas, 1974).
Era, entonces, casi sin metáfora, un conflicto de civilizaciones y un conflicto de concepciones sobre el sustrato de la comunidad y sus relaciones con sus individuos. Sería injusto decir que sus protagonistas no tenían ninguna conciencia de ello, dado que el término “civilización” aparece en lugar central en la argumentación de cada uno.
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Estas concepciones no provenían de influencias comunistas, como sospechaba y decía Cordell Hull,[3] sino de las antiguas fuentes del derecho hispánico y de las comunidades indígenas, ambas confluyentes en una idea de comunidad anterior a los individuos, idea perviviente en la herencia cultural y relacional mexicana y todavía no disuelta entonces por el dinamismo de los intercambios mercantiles y dinerarios.[4]
La reflexión sobre esa idea histórica de comunidad, que atraviesa la obra de Marx hasta las cartas a Vera Zasulich, aparece en los Cuadernos de París:
El intercambio, tanto de la actividad humana en el propio proceso de producción como de los productos humanos entre sí, equivale a la actividad genérica y al goce genérico, cuyo modo de existencia real, conciente y verdadero es la actividad social y el goce social. Por cuanto el verdadero ser comunitario es la esencia humana, los hombres, al poner en acción su esencia, crean, producen la comunidad humana, la entidad social, que no es un poder abstracto–universal, enfrentado al individuo singular, sino la esencia de cada individuo, su propia actividad, su propia vida, su propio goce, su propia riqueza. Por tanto, no es en virtud de la reflexión que aparece esta comunidad verdadera, sino en virtud de la necesidad y del egoísmo de cada individuo; es decir, es producida de manera inmediata en la realización de la existencia humana. La realidad de esta comunidad no depende de la voluntad humana; pero mientras el hombre no se reconozca como hombre y, por tanto, organice al mundo de manera humana, esta comunidad aparecerá bajo la forma de enajenación. Debido a que su sujeto, el hombre, es un ser enajenado de sí mismo (Marx, 1974: 136s.).
Aquella idea de comunidad no está mediada por el dinero, este “mediador ajeno”, como dice Marx en sus apuntes, cuando “el hombre mismo debería ser el mediador para los hombres”. Pero esa idea no existe ya en la realidad aparente. ¿Por qué aparece, entonces, una sombra o un reflejo de ella cuando en 1938 el poder que asume la representación de la comunidad de los mexicanos entra en conflicto, sobre el propio territorio donde esta existe y se define, con el poder que asume la representación de la comunidad de los estadounidenses?
Porque el conflicto, a mi entender, toca las fibras más profundas de definición de la identidad comunitaria nacional en cada una de ellas. Y entonces, borrosa pero inconfundiblemente, toma la forma de dos definiciones nacionales diferentes, aquello que es un conflicto entre dos ideas de comunidad que atraviesa a todas las sociedades en tránsitos seculares desde sus formas naturales (comunitarias o precapitalistas, si se quiere) a sus formas capitalistas.
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Si en la indignación de Cordell Hull se escuchan resonancias de la misma indignación que en los señores de la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII, en las razones morales de los mexicanos aparecen, bajo la forma de sentimiento nacional, las motivaciones de la economía moral que, como bien nos lo explicó Edward P. Thompson, inspiraban las rebeldías plebeyas contra aquellos señores en esos siglos (Thompson, 1979: 62-134; cf. Thompson, 1993).
Se enfrentan dos indignaciones morales paralelas y verdaderas; en el fondo, dos visiones sobre la esencia humana, la comunidad y la propiedad privada. Solo llevando el análisis a este terreno puede verse la profundidad del choque, entre una comunidad donde aún la economía moral dominaba las conciencias y otra donde se explayaba en toda su fuerza la economía de mercado del siglo XX.
No es forzar la analogía afirmar que el aprecio de aquellas motivaciones de los plebeyos anima la indignación moral que aparece aquí y allá en los Cuadernos de París y en la obra entera de Marx:
Mi trabajo sería expresión vital libre, por tanto goce de la vida. Bajo las condiciones de la propiedad privada es enajenamiento de la vida, pues yo trabajo para vivir, para conseguir un medio de vida. Mi trabajo no es vida (Marx, 1974: 156). […] Al negar […] toda importancia a la vida misma, la abstracción propia de la economía política alcanza el colmo de la infamia (ibíd.: 117).
Y unas páginas más allá:
Considérese la abyección que implica la valoración de un hombre en dinero, tal como tiene lugar en la relación crediticia. [...] El crédito es el juicio en términos económicos sobre la moralidad del hombre. [...] La individualidad humana, la moral humana se ha vuelto, por un lado, un artículo de comercio y, por otro, el material en que existe el dinero. La materia, el cuerpo del espíritu del dinero no es ya el dinero, o sus representantes en papel, sino mi propia existencia personal, mi carne y mi sangre, mi virtud y mi valía sociales (ibíd.: 133s.).
Tan real y hondo era el conflicto entre dos derechos y dos visiones del mundo que en esos acontecimientos se jugaba, que más allá de la conciencia de sus protagonistas aparecía, como debe ser, en las formas de su lenguaje.
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A riesgo de aumentar los peligros de este vuelo entre historia y teoría, quiero agregar que en los Cuadernos de París encontré el hilo para salir del laberinto de un extraño diálogo que había hallado en las discusiones de aquellos días entre los dos gobiernos.
En diciembre de 1936, mucho antes de la expropiación petrolera y apenas iniciada la reforma agraria en el valle del Yaqui, donde estaban siendo afectadas o iban a serlo propiedades de ciudadanos de Estados Unidos, el embajador de este país, Josephus Daniels, rooseveltiano y viejo populista agrario del estado sureño de North Carolina, tuvo una entrevista con el presidente mexicano. Entre otras cuestiones, le planteó en ella la cuestión de las expropiaciones agrarias. Daniels tenía especial simpatía por los planes y la política de Cárdenas y este lo sabía. Iba sin embargo en la entrevista a plantear las preocupaciones de su gobierno.
Después de reiterar que la ley agraria sería aplicada en el Yaqui, no afectando sin embargo a las propiedades de ciudadanos de Estados Unidos hasta 150 hectáreas según disponía la misma ley, el general Cárdenas hizo al embajador un pedido poco común, singularmente ajeno a los usos, costumbres y lenguajes de la diplomacia. Así lo registra el cronista de la reunión, Pierre Boal, consejero de la embajada:
El presidente Cárdenas dijo entonces que quería pedir un favor personal al embajador [subrayado en el original]. Dijo que su pueblo había vivido durante años en una situación de abrumadoras miseria y pobreza. La ambición de la gran masa de trabajadores agrarios pobres había sido poseer la tierra en la cual trabajaban, y él y su gobierno habían tratado fielmente de llevar adelante ese propósito. ¿No sería posible para el embajador lograr el apoyo del presidente Roosevelt y del gobierno de Estados Unidos para convencer a los propietarios estadounidenses en México de que cooperaran con el gobierno mexicano de modo que ese fin pudiera alcanzarse? (GilIy, 2001: 234).
La crónica no dice qué cara puso el embajador –posiblemente, cara diplomática–, pero sí que respondió que transmitiría ese pedido en persona a Roosevelt y a Hull.
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¿Pero por qué a mí, más de medio siglo después, me parecían tan extraños, y a la vez tan familiares, el pedido y sobre todo el tono del general? ¿Por qué me conmovía la anécdota, por qué veía una recóndita dignidad en donde otros tal vez hayan querido ver deferencia o dependencia?[5]
Era el lenguaje lejano de la comunidad contra el lenguaje del dinero, el lenguaje humano contra el lenguaje de la propiedad. Era una voz que, en el distante mundo de la diplomacia y del poder, estaba dando al otro argumentos indiferentes a la lógica del “mediador ajeno” pero vivos todavía en la imaginación y en la razón de su comunidad nacional.
Es lo que encontré, con el riesgo que antes digo, en los Cuadernos de París:
El único lenguaje comprensible que hablamos entre nosotros son nuestros objetos en su relación entre sí. Un lenguaje humano nos resultaría incomprensible e inefectivo: el primero lo usaría como una petición, como un ruego, sabría por tanto que se degrada y se sentiría avergonzado, humillado; el otro lo escucharía teniéndolo por un atrevimiento, y lo rechazaría como a un desvarío. A tal punto estamos mutuamente enajenados de la esencia humana, que el lenguaje inmediato de esta esencia nos parece un atentado contra la dignidad humana, mientras el lenguaje enajenado de los valores cosificados se nos presenta como la realización adecuada de la dignidad humana en su autoconfianza y su autorreconocimiento (Marx, 1974: 153s.).
Dije al comienzo que esto era una fantasía de historiador dando saltos vedados sobre dominios entre los cuales es peligroso omitir las mediaciones. Fantasía, si bien entiendo, es la forma musical en que suele disolverse la construcción clásica de la sonata. Si esta metáfora me está permitida, quiero cerrar con una última variación sobre el mismo tema.
La liquidación del artículo 27 Constitucional, producto de la soberbia del poder y del dinero unida con la ignorancia sobre los sentimientos de esta nación, atentó contra los últimos pero reales vestigios de las razones, los modos y las promesas de una comunidad mexicana que se reconoce, finalmente, en la tierra. Fue, en términos escuetos, sintéticos y precisos, un asalto del dinero contra esa comunidad y contra su historia, su arraigo y su esencia.
En ese espacio entre comunidad y dinero, que no ha cesado hasta hoy de alimentar desde el fondo los conflictos de la mayoría de los habitantes de este mundo, se gestó, se jugó y encontró sus ideas y su razón de ser el levantamiento de los indígenas de Chiapas. Si tuvo resonancias y simpatías en todo el territorio nacional y aún más allá es porque ese nervio profundo sigue vivo y fue tocado. El futuro dirá por cuál camino nos iremos.
10
Hemos entrado en una nueva época del capital. Los regímenes de economía estatal, aquellos donde un estrato social burocrático, dueño del poder y del Estado, dominaba y regulaba la economía estatizada –Rusia, China, Vietnam, Europa del Este- han dado origen desde los últimos años del siglo XX a poderosas economías y naciones donde una nueva clase poseedora, afirmada en las finanzas –tierra, industria, bancos- es dueña del Estado, la política, los medios de producción, el conocimiento científico y la investigación, la tecnología, la educación y, sobre todo, es dueña de las fuerzas armadas, concentrada síntesis del poder.
Este orden fue engendrado en las entrañas de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), tanto en la carrera militar, científica y tecnológica entre las potencias en guerra por la energía atómica y la bomba nuclear como en la paralela carrera por la automatización y la digitalización. De las entrañas de la guerra mundial nació en las potencias ambos bandos –Estados Unidos, Gran Bretaña[6], Rusia, Alemania- la revolución tecnológica que desembocó en la digitalización de nuestros días, germen de inmensas posibilidades de conocimiento y de disfrute y, al mismo tiempo, instrumento refinado de dominación, de control y de refinada destrucción de los recursos naturales y las solidaridades y comunidades de la especie humana.
En Capital y tecnología (Marx, 1980: 66), allá por la segunda mitad del siglo XIX, Karl Marx citaba un aforismo de Andrew Ure,[7] teórico y defensor del sistema fabril en expansión en Gran Bretaña: “Cuando el capital enrola la ciencia a su servicio, la mano rebelde del trabajo aprende siempre a ser dócil”. Cada revolución tecnológica en la era del capital: el vapor, la energía eléctrica, la automatización ha confirmado, época tras época, este aforismo.
La digitalización, que ha florecido y expandido sin cesar sus territorios en nuestras vidas desde las últimas décadas del sigo XX hasta el presente, es la cuarta revolución tecnológica en la era del capital. Ha sido vehículo e instrumento de la mundialización de la dominación del capital sobre toda la superficie del planeta y toda civilización humana bajo su forma abstracta, las finanzas; es decir, no amarrada a una forma material específica, llámese tierra, industria, comunicaciones o tecnología, pero dueña o dominante de todas ellas como propiedad material.
No estamos ante una nueva política –el neoliberalismo o ccomo se le quiera llamar- ni se trata de un “modelo” económico, según una terminología obsoleta que ni en sus lejanos días de auge tuvo validez explicativa sobre la realidad. Estamos ante una nueva época de la civilización humana a la cual es posible denominar la unificación financiera y tecnológica del mundo.[8]
11.
Los historiadores cuentan historias, no adivinan el porvenir. Su tarea es conocer y dar a conocer, no predecir futuros o diseñar proyectos. Pero en tanto mujeres y hombres cuyo oficio se ocupa de los seres humanos en el tiempo, no pueden evitar pensar en el futuro. Es cuanto Edward P. Thompson, hoy más nuestro que nunca, nos quiso decir en Costumbres en común cuando escribió sobre posibles futuros alternativos:[9]
Nunca regresaremos a la naturaleza humana precapitalista; sin embargo, un recuerdo de sus necesidades, esperanzas y códigos alternativos puede renovar nuestra idea de la amplitud de las posibilidades de nuestra naturaleza. Podría incluso prepararnos para un tiempo en el cual se descompongan tanto las necesidades y expectativas capitalistas como las comunistas estatistas y sea posible rehacer la naturaleza humana bajo nuevas formas. Esto es tal vez silbar en medio de un ciclón. Es invocar el redescubrimiento, en nuevas formas, de un tipo nuevo de “conciencia de costumbres”, en la cual otra vez generaciones sucesivas establezcan entre si una relación de aprendizaje, en la cual las satisfacciones materiales se mantengan estables (aun estando más igualitariamente distribuidas) y solo se amplíen las satisfacciones culturales, y en la cual las esperanzas y expectativas se vayan igualando en un estado estable de las costumbres (Thompson, 1993: 14).
“Silbar en medio de un ciclón”: tal vez este ciclón es aquella tempestad que sopla desde el Paraíso, de la cual nos decía Walter Benjamin, violenta e irresistible, lanzando hacia el futuro al ángel de la historia, esa tormenta cuyo nombre es Progreso. Pero silbar en la tormenta ¿no es acaso lo que Benjamin se proponía en sus tesis Sobre el concepto de historia, su legado desde Port Bou para todos nosotros?:
Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo “tal y como verdaderamente ha sido”. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. […] El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer (Benjamin, 1989: 180s.).
A este cambio de época lo hemos llamado “el tiempo del despojo”. Pero el despojo no es solo de nuestros bienes terrenales, sino también de la entera naturaleza y de nuestra misma condición humana, que es naturaleza y a ella pertenece. ¿Entonces?
Como en aquel entonces también nos dijo Walter Benjamin:
Para Marx las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Tal vez las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, jala el freno de emergencia.
Bibliografía
Benjamin, Walter, “Tesis de filosofía de la historia”. En: –, Discursos interrumpidos I. Trad. de Jesús Aguirre. Madrid: Taurus, 1989, pp. 175-191.
Boletín de Información. Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad. México (22 de julio de 1938).
Cárdenas, Lázaro, Palabras y documentos públicos. Vol. 2. México: Siglo XXI, 1978.
El Universal (4 de agosto de 1938).
Foreign Relations of the United States. Diplomatic Papers V (1938).
Gilly, Adolfo, Historia a contrapelo - Una constelación. México: Era, 2006,
–, El cardenismo, una utopía mexicana. México: Era, 2010.
– / Roux, Rhina, El tiempo del despojo – Siete ensayos sobre un cambio de época. México: Ítaca, 2015.
Guerrero, Teresa, “Alan Turing, el hombre que venció a los nazis con la ciencia”. En: El Mundo (27/6/2012).
Lafaye, Jacques, Mesías, cruzadas, utopías. México: Fondo de Cultura Económica, 1984.
Le Roy Ladurie, Emmanuel, “Un concept: l’unification microbienne du monde (XIX-XVII siècles)”. En: Revue Suisse d’Histoire. 4 (1973), pp. 627-696.
Marx, Karl, Capital y tecnología (Manuscritos inéditos, 1861-1863). México: Terra Nova, 1980.
–, Cuadernos de París [notas de lectura de 1844]. México: Era, 1974.
– / Bensaid, Daniel, Contra el expolio de nuestras vidas. Madrid: errata naturae, 2015.
Noble, David E., America By Design . Science, Technology and the Rise of Corporate Capitalism. Nueva York: Knopf, 2013 [2013a].
Noble, David E., Forces of Production - A Social History of Industrial Automation. New Brunswick y Londres: Transaction, 2013 [2013b].
Thompson, E. P., Tradición, revuelta y consciencia de clase. Barcelona: Crítica, 1979.
Vasconcelos, José, “Prólogo”. En: Anguiano, Victoriano, Lázaro Cárdenas, su feudo y la política nacional. México: Editorial Eréndira, 1951.
* Artículo enviado especialmente para su publicación en este número 61 de Herramienta.
[1] Una versión inicial de los temas de este escrito fue presentada en el seminario “Karl Marx 1844-1994. A 150 años de los Manuscritos de París”, Facultad de Economía, UNAM, 30 de junio de 1994. Un desarrollo extenso de las ideas aquí expuestas puede verse en Gilly (2001). Un antecedente inmediato, en Gilly/Roux (2015). Una inspiración, en Bolívar Echeverría, Ziranda (inédito).
** Adolfo Gilly es Profesor de historia y ciencia política de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Colabora para el periódico de La Jornada, sobre el tema de la globalización y el movimiento zapatista de Chiapas. El Dr. Gilly ha escrito numerosos libros sobre la historia y la política de México y Latinoamérica.
[2] Es seguro que ambos interocutores ignoraban que un antecedente lejano de esta divergencia había aparecido en 1842 en la Rheinische Zeitung en un escrito de Karl Marx, “En defensa de los ladrones de leña”. Una edición reciente en Karl Marx/Daniel Bensaid (2015: 11-54). Completa esta edición el ensayo de Daniel Bensaid “Karl Marx, los ladrones de leña y los derechos de los desposeídos” (ibíd.: 57-158).
[3] El 10 de septiembre, en una conversación con el embajador mexicano en Washington, Francisco Castillo Nájera, el secretario de Estado le dijo que “un cuidadoso examen de todas las evidencias y la literatura sobre el tema indica que el gobierno mexicano se está aproximando al marxismo o a las bases del comunismo, ya sea conciente o inconcientemente” (Foreign Relations, 1938: 705-707).
[4] Sobre esta confluencia en la formación de la conciencia nacional mexicana, ver Lafaye (1984); en especial, el capítulo V, “La utopía mexicana-Ensayo de intrahistoria”.
[5] Por ejemplo, Vasconcelos (1951: 12).
[6] Para Estados Unidos, ver Noble (2013a y 2013b); para Gran Bretaña, ver entre otros Guerrero (2012).
[7] Cf. el libro de Andrew Ure The Philosophy of Manufactures (Londres, 1835).
[8] Cf. “La unificación financiera del mundo”, en Gilly/Roux (2015: 7-18). Tomamos la expresión de un ensayo famoso de Le Roy Ladurie (1973).
[9] (Thompson, 1993: 14). En este apartado retomo, como conclusión, ideas expuestas en Gilly, 2006; cf. el capítulo III, “Economía moral y modernidad” (59-77).