Paso la noche del miércoles en blanco. No me puedo dormir hasta las seis de la mañana. Es algo así como el insomnio que se mezcla con la obsesión y la tristeza. Desde hace varios meses paso mis noches haciendo cuentas, números, buscando alternativas. Soy una máquina de calcular. Pienso cómo llegar a la segunda quincena. Este mes, además, es navidad. Pienso en los regalos. ¿Qué le compro a los nenes? ¿Cómo hago? ¿A quién le pido prestado?
Me despierto, entones, sobre las diez. Empiezo a leer para una colaboración que tengo que entregar la semana que viene. Son diez mil caracteres y me van a pagar 600 pesos y un bolsón de verdura agroecológica. No puedo decir que no. No tengo margen. Trabajo, leo, escribo.
El miércoles a la tarde, un amigo me había pedido que esté atento. Tengo que ir a la marcha y me tocan tareas de seguridad. Pienso, en esta mañana soleada de jueves, en él. ¿A quién tengo que llamar si no responde el teléfono en unas horas? ¿Cuándo fue que la posibilidad de ir a una marcha y terminar en una comisaría se volvió nítida, sin resto de alarmismo o exageración?
Reparo, también, en esta soleada mañana de diciembre, en su alegría. Porque el miércoles, cuando mi amigo me pide que esté atento, percibo que no tiene miedo. Ni está preocupado. Sabe que el lugar para estar hoy es en la Plaza. Toque lo que toque.
Voy al super. Compro yerba, pan, galletitas, fideos y shampoo que no hay más. Doscientos pesos. Puteo. Me transformo, de nuevo, en la máquina de calcular. Camino haciendo cuentas, números, pensando de dónde sacar la plata que falta en todos lados.
Sigo trabajando. Mando mails a dos medios para ver si puedo ofrecerles sumarios. Uno me responde rápido, con amabilidad, sin vueltas. No. Hay muchos colaboradores, demasiados. Te aviso si mejora. No prometo nada.
Empiezo a preparar las intervenciones para la tarde. Me invitaron a dos charlas en la Biblioteca Nacional y vamos a hablar de Distopía en una, de Género Negro en otra. Justo hoy, pienso, vamos a hablar de distopía. Busco la forma de empezar hablando de lo que va a pasar en la Plaza y en el Congreso. No quiero, hoy, en esta soleada y ya calurosa mañana de diciembre, hablar sólo de libros. Recuerdo a Jameson: en nuestro tiempo es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Una compañera manda al grupo de Whatsapp de Sonámbula unas breves indicaciones para los que se movilizan. Ella, dice, va a ir a la marcha. Nos avisa cuando haya salido para que nos quedemos tranquilos. Pienso, ahora, también, en ella. Caminando bajo el sol de diciembre desde Once hasta Congreso, con cientos de policías y gendarmes que rondan la ciudad. Prendo la tele. En Crónica se ve el carro hidrante que ya está tirando agua. Y la lluvia de piedras que le devuelven los manifestantes. El título en letras catástrofes dice: Nadie retrocede.
Son las dos de la tarde y tengo mucho trabajo y poca plata. Le escribo a la compañera: Están reprimiendo fuerte. Por todos lados. Decime si vas. Ella dice Sí, voy. Miro las imágenes de un policía de infantería, apostado detrás de las vallas, tirando balas de goma sobre la gente. Voy con vos, escribo. ¿Dónde nos encontramos? Sarmiento y Junín.
Pienso, mientras escribo el mensaje, que tengo que entregar mil cosas y mientras más tarde entregue, más tarde me pagan. Me pongo las zapatillas de lona negra, meto un libro en el bolso (¿para qué metemos los libros en los bolsos un día como hoy?) y salgo. El sol es el infierno.
La ciudad está rara, confusa. Y mientras más nos acercamos a Callao, más cerca del humo, del ruido seco de las balas de goma, de la policía motorizada que va y viene buscando quién sabe qué. Pero también de la música de las organizaciones que cantan contra la reforma y el ajuste y el hambre. Hay, entonces, en este día bravo de diciembre, compañeros por todos lados.
Nos metemos en la columna de una organización y caminamos hacia Avenida de Mayo. Hay sindicatos, hay organizaciones. Lo primero que me impacta es que las remeras rojas del PO, del MST, del PCR, hoy se mezclan con las azules y celestes del Evita, de La Cámpora, de Nuevo Encuentro. Hoy, acá, mientras sigue llegando a ráfagas el gas, están todos.
La información es borrosa. Hay quórum. No hay quórum. No hay pero va a haber. Mientras las columnas de los sindicatos pasan y arremeten hacia la Plaza. Veo ojos rojos, pañuelos en la cara, limones en la boca. Pronto me empieza a picar. Nosotros, que todavía estamos quietos, recibimos la noticia ahí. Primero en un mensaje: Carrió levantó la sesión. Después, desde todos lados y al mismo tiempo, un grito de miles y los aplausos y hay quien salta y otros que se abrazan. Y rápido se empieza a cantar cualquier cosa que se tiene a mano: unidad de los trabajadores / y al que no le gusta / se jode.
Son minutos, tal vez menos, hasta que preguntamos en voz alta: ¿cuándo se vota de nuevo? Porque sabemos que la victoria es parcial y frágil y chiquitita. Hay rumores: hoy a la noche, dice alguien. No, la semana que viene; dice otro. La sacan por decreto, apuesta alguien más. El sol sobre nuestras cabezas. Quiero tomar agua. Quiero que los ojos me dejen de arder.
Pienso que hace dieciséis años también me tocó recibir la noticia de la renuncia de De la Rúa en la calle, rodeado de amigos y desconocidos con los que nos abrazamos y cantamos porque hay algo irracional e inmediato en esos montones que armamos para decir No, hasta acá, este es el límite. Esta vez no es aquella, pero hay algo que se le parece.
Avanzamos con la columna hacia la Plaza. Hay más gas y ahora los disparos se escuchan cerca. El clima es denso. Veo caras asustadas entre los compañeros y veo, también, que la alegría de la noticia sigue en los cuerpos aunque la razón ya matiza el optimismo. Hacemos chistes: Vamos a desconcentrar rápido que la semana que viene hay que venir de nuevo. Que no anuncien nada todavía, que nos dejen salir de la plaza y darnos una ducha antes de las malas noticias. Reímos. De a ratos me tapo la cara como puedo con la remera. Las noticias de la represión no paran. No van a parar hasta muchas horas después.
Llegamos frente al Congreso y vemos los restos de la confrontación: gomas y containers quemados, humo, compañeros que hacen horas que resisten, van y vienen, dentro y fuera de las columnas. Es un rato de tensión, de sentir en el aire lo inminente. No reprimen acá, ahora, reprimen allá. Pero puede ser en cualquier lado. Si hay una lógica, no la veo.
Nos vamos. Por hoy. No tengo tiempo de pasar por casa. Llego a la Biblioteca Nacional un poco tarde y con el cuerpo agotado. Digo: quisiera hablar de las condiciones de esta charla. En nuestros imaginarios la biblioteca es un recinto cerrado que está aislado de lo social y ahora, en el afuera, están pasando cosas graves. Venimos a hablar de distopía y, la condición material de esta charla, al menos para mí, es el miedo. La distopía es una forma posible de contar los miedos. Y yo, frente a lo que está pasando, tengo miedo.
Y más tarde, cuando me siente al lado de mi amigo que hizo sus tareas de seguridad y salió invicto, cuando me siente a su lado en una mesa del Museo de la Lengua, diré: Piglia nos enseñó que la diferencia entre el policial clásico y la novela negra es que la primera busca el sentido en el adentro -en los cuartos cerrados, en el enigma- mientras que la otra lo busca en el afuera -en la calle, en la experiencia directa de la ciudad-. Por eso todos nosotros sabemos que si este día tuvo un sentido, hay que buscarlo no acá, en la biblioteca, sino afuera, en la calle. Donde, a pesar de todo, hoy tuvimos nuestra pequeña victoria.
15 de diciembre de 2017.
De la revista digital Sonámbula: https://sonambula.com.ar/diciembre-distopia-y-sentido/