1. Una noción compleja
La violencia es una noción compleja. Esa complejidad se ve acrecentada en situaciones donde su condición obscena se manifiesta en múltiples y bárbaros homicidios, como ocurre actualmente en México. Puede parecer impúdico hablar de la violencia, con cierta distancia, en situaciones como las que vive este país. Pero quizás por ello mismo resulte más necesario que nunca reflexionar sobre ella y adentrarnos en su complejidad. Cuando el poder convierte en sentido común condenar la violencia ¿qué es exactamente lo que condena y qué es lo que no nombra? Cuando el poder afirma “esto es violencia y esto no lo es”, ¿no está realizando en ese gesto no sólo un ejercicio de poder sino también uno de violencia? Pocas palabras asumen una carga políticamente tan incorrecta en nuestros días como la noción de violencia. Hay una enorme violencia simbólica y política, desde el dominio, en contra de la violencia.
2. Violencia como exterioridad y ajeneidad
Desde el poder la violencia tiende a ser pensada como el producto de procesos o sujetos exteriores, ajenos a la comunidad y sus valores. Exteriores en el sentido espacial, una violencia que viene de fuera, o bien en el sentido de sujetos que rompen con las reglas de la comunidad y se comportan ajenos a ella. Las metáforas médicas son recurrente en esta línea de reflexión: la violencia es el resultado de algún virus que contagia a organismos sanos, o es el resultado de células malignas que degeneran y se expanden por tejidos diversos. Desde el poder la violencia nunca es pensada como algo intrínseco al cuerpo social o intrínseco a la comunidad. Mucho menos, que forme parte de su núcleo constitutivo, en nuestro tiempo, la lógica y despliegue del capital. He aquí una razón para entender la violencia del poder contra lo que considera violencia: ésta pone al descubierto la obscenidad y el núcleo traumático que lo constituyen.
3. Diversas formas de violencia
Siguiendo a Zizek (2009), en esta reflexión distinguimos inicialmente tres modalidades básicas de violencia. La primera es la violencia subjetiva, aquella que ejercen directamente sujetos específicos. Aquí habrá que distinguir la violencia de delincuentes o bandas criminales, la de turbas enardecidas, y la violencia asertiva, cargada de sentido político. En cualquiera de sus manifestaciones, esta es la forma más visible de violencia y a la cual más atienden los medios de comunicación masivos. Es también la más cuestionada por el poder en todas sus expresiones. Una segunda modalidad es la violencia simbólica, ejercida particularmente desde el lenguaje y el campo simbólico. Es una violencia mucho menos visible que la anterior, como la imposición de un principio básico con referencia al cual ciertos actos son calificados como violentos en tanto otros no lo son. Ya hemos señalado que esta definición constituye el primer ejercicio de poder y de violencia. Por último, tenemos la violencia institucionalizada o sistémica. Es la violencia que, por las relaciones sociales existentes y su constante reproducción, condena a millones de seres humanos a una vida indigna, que convierte el trabajo en una actividad de embrutecimiento, aplastando su potencial de desarrollo personal y creación social. Esta violencia es la más oculta en su ejercicio, no así en sus resultados, y tiene la capacidad de presentar sus consecuencias como responsabilidades individuales de los propios afectados. Así, se afirma que el mercado retribuye a cada quien según sus capacidades, esfuerzos y talentos, por lo que los bajos salarios, la precariedad laboral, el desempleo, el hambre o la desnutrición de tantos, son responsabilidad de las propias víctimas. A su vez, los principales beneficiados con esta violencia, los propios victimarios, pueden presentarse como altruistas, filántropos que dirigen fundaciones que otorgan importantes sumas de dinero contra el hambre, para enfrentar enfermedades, para becas, cheques en teletones, apoyos a la cultura, estímulos para fomentar la iniciativa empresarial, e incluso reclaman –en medio de la actual crisis– que les cobren mayores impuestos (como lo ha hecho el millonario estadounidense Warren Buffett), e invitan a sus pares a ser igualmente generosos. Esta violencia, en tanto es ejercida por medio de relaciones sociales, se hace invisible, y se escurre mucho más cuando se nos ha enseñado a pensar que sólo las cosas son reales
[1]. La guerra de clases soterrada que implica esta violencia, reclama libertad de mercado y libertad electoral (en tanto libertad de elegir “lo correcto”, lo establecido, lo permitido, en fin, lo legal; todo lo delimitado por el poder político, nunca lo que está fuera de ese campo de elección). Cuando existe esa libertad de elegir lo que el poder decide posible de elegir, se la llama democracia.
4. El capital como crimen organizado
El horror de la violencia subjetiva privilegiada por los grandes medios permite hacer más invisible la violencia institucional, aquella que como producto de las relaciones sociales de explotación y dominio imperantes provoca no sólo agravios morales diversos, humillaciones, desnutrición, desempleo, sino también muertes en el mundo de los paupers (una forma de referirnos al proletariado), sea por exceso de trabajo y bajas remuneraciones, sea por ausencia de trabajo que lanza a la mendicidad y al hambre a niños y adultos. Es aquí donde la relación capital-violencia alcanza su más recóndito sentido: no se trata de un vínculo exterior, de entidades que en ciertas circunstancias se topan o relacionan, sino que el capital mismo es violencia constitutiva. Más aún, en tanto delito grave de despojo y expropiación de trabajo ajeno, repetido y reproducido
–que somete a los trabajadores a una férrea coerción impidiéndoles salir de su círculo y así, un día tras otro hasta agotar sus vidas, deben subordinarse a su mando despótico y a las condiciones de una vida inhumana e indigna–, el capital es en sentido estricto crimen, rigurosamente organizado, que sin embargo la legalidad imperante (o la violencia impuesta como ley) desconoce como tal y, peor aún, alienta y propicia. Su condición criminal también se hace presente cuando en unos pocos minutos montos cuantiosos de capital-dinero se fugan de algunas economías y provocan su quiebra, como ocurre en estos días de crisis. No es necesario entonces, para dar cuenta de las relaciones del capital con el crimen organizado, aludir a los vínculos del capital con el dinero sucio y del crimen organizado –relación que alcanza cifras cuantiosas–, como se hace de manera común e ilustrativa. Tiene razón Bertolt Brecht cuando se pregunta: “Qué es más delito ¿asaltar un banco o establecer un banco?”. Sostener que hay una línea de continuidad entre la violencia del capital y la violencia del crimen organizado, no significa desconocer que lo que regularmente es considerado como crimen organizado puede convertirse en obstáculo para el capital y para el Estado. Es lo que ocurre cuando crece la violencia desnuda, en un proceso que alienta la desorganización de la vida en común y puede obstaculizar los delitos del capital y también al Estado en alguna de las relaciones abigarradas que lo constituyen (sea de dominio, sea de mando, sea de conformación de comunidad).
5. El Estado como violencia condensada
En contra de la teoría contractualista hobbesiana, según la cual el Estado surge para poner fin a la guerra de todos contra todos, esto es, para poner fin a la violencia, el marxismo considera que todo Estado es violencia condensada (en el mismo proceso de mando, dominio y creación de comunidad), así como un ejercicio de la guerra de clases. Lo particular del Estado en el capitalismo es que dicha violencia se ejerce sobre hombres libres e iguales, los cuales consienten el dominio y la explotación, proceso alentado por la particular fractura que dicho Estado y el capital establecen entre economía y política. ¿Qué es lo que hace posible que millones de paupers se aglomeren a primeras horas de la mañana en estaciones del Metro, metrobús y demás medios de transporte público, para dirigirse a sus trabajos? No hay policías que golpeen sus puertas para obligarlos a salir. No hay coacción ni violencia visibles. La primera respuesta pasa por la economía: es que sólo yendo a trabajar podrán percibir salarios. Por tanto parece que son el mercado y la fría economía los responsables de la situación. Esto no tendría nada de particular: al fin, en un mundo de mercancías, todos compramos y vendemos en el mercado. Pero en el proceso descrito opera una enorme fuerza, porque abandonar la cama temprano y casi sin alimentos salir a la calle, pone de manifiesto que hay mucho en juego en esta situación. ¿Qué singular fuerza es la que está operando? El asunto nos remite a la particular forma de trabajar en el capitalismo. Los paupers, hombres libres y por tanto responsables de su mantenimiento y abrigo, cuentan sólo con su fuerza de trabajo para sobrevivir. La opción de no salir a trabajar es entonces prácticamente nula. No hacerlo pone en juego su propia existencia y la de los suyos. Opera entonces un proceso de coacción que vence las resistencias de quien pretenda no trabajar, debiendo presentarse día tras día a vender su fuerza de trabajo. Pero emerge de inmediato otra pregunta: ¿Y por qué los paupers sólo poseen fuerza de trabajo para sobrevivir? Primero, porque antiguos o recientes procesos de despojo dejaron a los miembros de su clase y a ellos mismos desnudos de medios de vida y de medios de producción. Segundo, porque por la vía del salario se encubre el despojo nuevo y cotidiano de todo valor extra que producen en su trabajo. Toda esta violencia es simple proceso de trabajo para el Estado y para el poder, y se encuentra refrendada por el derecho y sus leyes. Por ello se nos educa y se nos dice: “hay que ir a trabajar”. No se dice: ve a ser esquilmado, porque tus padres ya lo fueron también. Coacción, despojo, violencia, sacralizada en leyes y en el derecho: todas estas palabras remiten a operaciones políticas; la violencia política se encuentra entonces presente en aquello que sólo aparecía inicialmente como una simple operación económica de millones de disciplinados vendedores en el mercado. El capital muestra su indisoluble condición económico-política. Cuando aquella relación de coacción invisible se generaliza y alcanza la forma de orden social que se impone de manera natural, podemos decir que dicha relación es relación estatal y el Estado del capital su condición de violencia condensada. La forma Estado –esto es, el que las relaciones sociales asuman la forma de Estado en el capitalismo– es la relación de coerción, dominio de clases y explotación que oculta la coerción, el dominio de clases y la explotación, desligando la economía y la política. Es un modo de politicidad despolitizada.
6. La vida en entredicho
En un mundo regido por la universalidad de los derechos del hombre, en donde el derecho a la vida constituye un principio básico, de manera cotidiana se hace presente el núcleo obsceno que niega aquella universalidad. Para no tener que hacer una “historia universal de la infamia”, al decir de Borges, señalemos que son miles los seres humanos provenientes de África que, año tras año, mueren deshidratados en el mar, intentando alcanzar las costas de la civilizada Europa, cuando no se hunden con sus precarias embarcaciones. Y si bien les va y llegan a alguna playa, son recluidos rápidamente en centros de detención, para ser reenviados a sus tierras de origen, condenados a sub-vivir. Primero hay que ser ciudadano de algún país de la Unión Europea para poder gozar de los derechos del hombre. Vaya paradoja: la ciudadanía tiene prioridad sobre los derechos universales. Historias infames similares ocurren con miles de migrantes centro y sudamericanos de paso por México y en la extensa frontera de este país con Estados Unidos. Pero sin desconocer su relevancia, no es necesario recurrir a situaciones como las anteriores para poner de manifiesto la capacidad del capital de poner la vida en entredicho y de pisotear los derechos universales del hombre. En su afán desaforado de alcanzar el mayor valor excedente, el capital somete a los trabajadores a todo tipo de procedimientos a fin de obtener hasta la última gota de plusvalor. Toda una vida sometida a esos designios. ¿A qué grado de indignidad debe llegar la vida de un humano para decir que la suya, a pesar de mantenerse en pie, ya no es vida? Giorgio Agamben recupera al
homo sacer, una figura del derecho romano antiguo para poner de manifiesto el poder soberano sobre la vida, o biopoder, en nuestro tiempo (cfr. Agamben, 1998). Esta figura se encuentra en un limbo jurídico, ya que siendo sagrado no está adscrito al derecho de los dioses, por lo que su muerte no es considerada sacrificio. Pero tampoco se inscribe en el derecho de los hombres. Por ello, quienquiera puede darle muerte sin que sea considerado homicida. De esta forma su vida se encuentra de manera permanente en entredicho. Vale la pena preguntarse si no es esa la situación de los trabajadores en nuestro tiempo, sometidos a largas y extenuantes jornadas de trabajo, a intensos ritmos de producción (sea en la cadena de montaje o por la vía del pago a destajo) a fin de reducir los tiempos muertos en la producción, a reducciones salariales que los someten a una infravida, a trabajos sin contratos o con contratos temporales, a extenuantes horas de traslado que prolongan la jornada y en general los tormentos del trabajo, a la reducción de los fondos de retiro, a jubilaciones que lanzan a la pobreza o a la miseria a seres humanos que han destinado 30 o más años de su vida a trabajar. Y esto cuando tienen la suerte de contar con un empleo, de lo contrario son los tormentos de la miseria los que se hacen presentes. El trabajador, cualquier trabajador es en definitiva el moderno
homo sacer en el mundo del capital: aquel al cual quienquiera puede poner su vida en entredicho sin ser considerado homicida
[2].
7. La virtud sin terror es impotente (Robespierre)[3]
La historia está marcada por la irrupción de una violencia que explota desde lo más profundo de las sociedades, encarnada en sujetos sociales que se rebelan ante la violencia sistémica, la que a pesar de su invisibilidad se hace insoportable, desmedida, injusta y agraviosa. Son golpes de los paupers sobre la mesa institucional vigente. Es una violencia que irrumpe como un rayo en la noche de los tiempos e ilumina todo en segundos, muchas veces sin control, y cuya única orientación está cargada de un principio de justicia, no ajena a la venganza. Es una “intrusión de la justicia más allá de la ley” (Zizek, 2009: 211), un acontecimiento preñado de Verdad, dirá Badiou. Es la “divina violencia” de Benjamín, en donde es divina “en el mismo sentido del viejo proverbio latino vox populi, vox dei [“voz del pueblo, voz de Dios”]” (Zizek, 2010: 11). No hay revolución sin entender esta violencia, sin asumirla y saber que se hará presente, con su potencial para construir historia. En situaciones de esta naturaleza, “detenerse antes del final es morir” –señala Roberspierre–, por lo que la virtud en la determinación de vencer la resistencia de los privilegiados reclama como complemento el terror, en tanto “despliegue de la fuerza que sea necesaria para derrotar esos intereses ( …) que procuran socavar o debilitar el interés colectivo” (Hallward, 2010: 125). La brecha que separa las explosiones democráticas momentáneas, que alteran o reconfiguran el orden político establecido, de las explosiones democráticas revolucionarias es que estas últimas persisten y buscan constituirse en un poder capaz de establecer nuevas relaciones sociales, perdurables en la vida societal. Que dicha persistencia y perdurabilidad no se limita al “terror abstracto” de la gran revolución política, sino que alcanzan el “terror concreto”, en aras de modificar las relaciones y las formas de la vida cotidiana también –según Zizek– y que se pregunta cómo organizar la nueva vida en las fábricas, qué formas sustituyen a la institución matrimonio, cómo se organiza la vida vecinal, etcétera (cf. Zizek, 2010: 45–56). Terminemos este punto indicando con Badiou: “Sin ninguna alegría particular, la dialéctica materialista asumirá que ningún sujeto político, hasta el presente, ha llegado a la eternidad de la verdad que él despliega sin momentos de terror” (Badiou, 2008: 108). Más que olvidarlo u ocultarlo, parece necesario persistir en la preocupación por descifrar el estrecho vínculo entre violencia y revolución, violencia e historia.
8. Razones de la actual violencia en México
Tres procesos se conjugan en la actual crisis mexicana que se expresa, entre otras formas, por una explosión de violencia desnuda.
Primero tenemos la puesta en marcha desde los años ochenta del siglo XX de un nuevo patrón de reproducción del capital, el exportador de especialización productiva, bajo políticas económicas neoliberales. Este nuevo patrón es exportador, por lo que privilegia los mercados exteriores como espacio de realización, en desmedro de los mercados internos y particularmente del consumo de los asalariados. No es casual en este sentido que comiencen a crecer las exportaciones y los acuerdos comerciales con el exterior y al mismo tiempo se profundice el derrumbe de los salarios y el poder adquisitivo de los trabajadores. Es un patrón de reproducción del capital violentamente agresivo contra las condiciones de vida y existencia de la población asalariada, que derrumba todo tipo de prestaciones sociales. Políticamente, esta nueva economía significará la ruptura de los pactos de protección y los acuerdos y alianzas sociales que sostenían al Estado, los que con mayor o menor fuerza tomaron forma con posterioridad a la Revolución y que sobre la base de esas protecciones sociales ganaba la lealtad de la población. Este es el
segundo proceso. Las fracciones más poderosas del capital y la clase política se coludían así para destruir las conquistas que aquella Revolución había alcanzado, poniendo fin al Estado nacionalista y protector que devino de la Revolución y de los años 30, y al término de una larga relación mando/obediencia. Destruidos los acuerdos y alianzas políticas que habían alcanzado larga vida en la historia del país, era necesario reestablecer la legitimidad del mando sobre nuevas bases. La llamada transición a la democracia que atravesó a toda la región –y que convocaba a poner fin a los autoritarismos militares y civiles– abría las puertas para tal objetivo. Del súbdito se pasaría al ciudadano; del Estado protector y obeso se pasaría al Estado mínimo y eficiente; de las prebendas otorgadas desde el Estado se indicaba que sería el mercado ahora el que otorgaría premios y castigos, de acuerdo al talento y al esfuerzo de cada cual. Tales eran algunas de las verdades difundidas por el nuevo credo liberal. Este tránsito alcanzó algunos resultados relativamente tranquilos y exitosos en diversas sociedades de la región
[4]. En otras, propició que por sus fisuras se instauraran gobiernos populares de diverso tipo. En México, sin embargo, los resultados fueron catastróficos. Este es el
tercer proceso. Al fraude de 1988 le siguió el del 2006, que derrumbó las ilusiones de autoridades elegidas en procesos electorales, lanzándose por la borda los mecanismos para legitimar el mando político por vías democráticas. Ante este vacío político producido por los fraudes y alimentado a su vez por la impunidad y la corrupción, y por una economía sin capacidad de ofrecer soluciones elementales de empleo y salarios, el crimen organizado encontrará condiciones más que favorables para expandirse y ganar posiciones. Frente a un mando deslegitimado y con instituciones políticas debilitadas, la guerra emprendida para hacerle frente servirá para fortalecer una suerte de anomia social prevaleciente y poner de manifiesto la falta de dirección. La escalada en la violencia se convertirá así en un termómetro utilizado por los diversos bandos para expresar el poder de mando en un marco de agudo debilitamiento del mando político estatal. Desde el aparato estatal, sectores del capital y de la clase política encontrarán en la violencia de los grupos criminales –definidos como los enemigos– una razón para legitimar al Estado, para alentar la violencia estatal y para reconfigurar a aquel desde medidas abiertamente autoritarias. Por ello pensamos que más que a la disolución o fragmentación del Estado, la enorme polvareda y violencia imperante nos permiten visualizar que asistimos a un profundo proyecto de reconfiguración autoritaria del Estado mexicano, en donde los fraudes, las violaciones a los derechos humanos o el despliegue en calles y carreteras de los aparatos militares son apenas la briznas de reformas y transformaciones que ya están en marcha en tal dirección.
Ciudad de México, septiembre de 2010
Bibliografía
Agamben, Giorgio, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Pre-textos: Valencia, 1998.
Badiou, Alain, Lógica de los mundos. Manantial: Buenos Aires, 2008.
Hallward, Peter, “Comunismo del intelecto, comunismo de la voluntad”. En: Badiou, Alain et. al, Sobre la idea del comunismo. Paidós: Buenos Aires, 2010.
Osorio, “Biopoder y biocapital. El trabajador como moderno homo sacer”. En: Herramienta nº 33 (octubre de 2006),pp.
Pérez Soto, Carlos, Desde Hegel. Para una crítica radical de las ciencias sociales. Ítaca: México, 2008.
Zizek, Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Paidós: Buenos Aires, 2009.
–, Robespierre. Virtud y Terror. Akal: Madrid, 2010.
Artículo enviado por el autor para su publicación en Herramienta.
[1] El pensamiento moderno es un pensamiento “cosista” señalaba el filósofo chileno Luis Rivano (cit. en Pérez Soto, 2008).
[2] Es la consideración de la relación capital-trabajo como una relación más, dentro de la constelación de relaciones que atraviesan la vida moderna, uno de los errores de Agamben y Foucault cuando enfrentan el tema del biopoder en el capitalismo. Con ello se pierde la idea marxiana que en toda sociedad existen relaciones que -como una luz “en la que se bañan todos los colores”- son determinantes y asignan el peso y el rango a las demás relaciones. El tema lo hemos desarrollado en el artículo “Biopoder y biocapital. El trabajador como moderno
homo sacer” (Osorio, 2006).
[3] “Si el principal instrumento del Gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, en momentos de revolución deben ser a la vez la virtud y el terror: la virtud sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente” (M. Robespierre, citado en: Zizek
, 2010: 7)
[4] El proceso abierto por las movilizaciones estudiantiles en Chile en el 2011 ha puesto de manifiesto que aún en los casos de una transición “ejemplar”, como ha sido considerada la chilena, los graves desfases estructurales que recorren a la región (entre las tendencias de la economía a excluir, a ubicar bajo formas diversas la vida en entredicho y a acentuar la desigualdad social, y las de la política, a crear un imaginario de inclusión sin capacidad de decidir en las cuestiones sustanciales de la vida en común), pueden terminar presentándose, poniendo al descubierto las fracturas imperantes en la actual etapa del capitalismo regional.