23/11/2024

Del concepto de pueblo a la materialidad del líder. Breves notas sobre el populismo de Ernesto Laclau

 
Imágenes de Laclau                   
 
La elaboración político–académica de Ernesto Laclau, en particular con La Razón populista, logró un éxito importante en muchos sectores político–profesionales de América del Sur en la última década. Acompañando los nuevos procesos político–sociales el término populista campeó por ellos como estandarte para unos o como vituperio para otros.
A su muerte Íñigo Errejon, destacado organizador del español Podemos nacido de los indignados, escribió que “ha fallecido cuando más falta hacía, en el filo de un momento de incertidumbre y apertura de grietas para posibilidades inéditas. Para pensar los desafíos de la sedimentación de la irrupción plebeya y constituyente en los estados latinoamericanos y para atreverse en el sur de Europa con los retos de cómo convertir el descontento y sufrimiento de mayorías en nuevas hegemonías populares”.[1]
Una imagen muy fuerte sobre quien en el año 2004 con sus elaboraciones ya consumadas afirmó: “España ha dado un enorme paso adelante en las últimas elecciones con la elección de José Luis Rodríguez Zapatero”.[2]
De Laclau dijo la abogada Fernández de Kirchner: “un filósofo muy controversial realmente, un pensador que tuvo 3 virtudes, como ser humano: la primera, pensar, cosa que no es muy habitual en los tiempos que corren. Segundo, hacerlo con mucha inteligencia y, tercero y lo más importante, hacerlo en abierta contradicción con los paradigmas que se imponían de las usinas culturales de los grandes centros de poder en el mundo, que esto es lo más valioso para un intelectual. Lo mejor que le puede pasar a un intelectual, si quiere ser publicado y ser alabado por todo el establishment es decir lo que al establishment dominante le conviene. Lo que llama la atención en los intelectuales y en los que se han caracterizado y generado pensamiento propio, es, precisamente, generar un pensamiento desde lo crítico y totalmente controversial y contradictorio con lo que le interesa a los sectores dominantes”.[3]
Es la imagen para una figura de la política sudamericana de quién sostuvo que “Cuando la gente se siente muy afectada por un proceso de desintegración social, finalmente lo que necesita es algún tipo de orden. Qué orden prevalecerá es una consideración secundaria”.[4]
Imágenes de un Laclau que confronta con la dominación.
 
Reivindicación del populismo
 
Laclau se propuso expresamente reivindicar el término populista otorgándole el privilegio de constituir al Pueblo como tal por la metáfora y la metonimia. No es de extrañar la buena acogida entre quienes improvisan discursos con frases sueltas como argumento de autoridad, nada menos que de un profesor postmarxista de Essex, discípulo de Germani, pionero del tema. Tampoco extraña de aquéllos que escriben discursos ni de quienes necesitan ciertos respaldos racionales al legítimo ánimo de creer.
Laclau hizo un inventario sobre la literatura acerca del populismo que, en su opinión, implica una “denigración de las masas”. Denigración consistente en acusaciones de marginalidad, transitoriedad, vaguedad, manipulación, pura retórica y un prejuicioso repudio del medio indiferenciado que constituye la multitud o el pueblo, en nombre de la institucionalización y la estructuración social. Ello haría a esas posiciones ineficaces para “comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político como tal”.
El politólogo sostiene que, en esas posturas, el discurso populista sobre la realidad social se apoya sobre dos presupuestos peyorativos: a) vaguedad e indeterminación tanto en el discurso como en el público al que se dirige y en sus postulados políticos y, b) que el discurso es mera retórica.
Para Laclau esos presuntos “defectos” o atributos negativos no son otra cosa que: a) la vaguedad e indeterminación inscriptas en la propia realidad social y, b) los recursos retóricos los únicos a que se puede apelar para otorgar cohesión interna a cualquier estructura conceptual.
El populismo o fue desestimado o fue degradado como fenómeno político, “nunca pensado realmente en su especificidad como una forma legítima entre otras de construir el vínculo político”. “El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político”.
Y si la realidad social es indeterminada y la retórica es lo que puede dar cohesión a una estructura conceptual, “el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político como tal”.
En esa realidad vaga e indeterminada “los mecanismos retóricos […] constituyen la anatomía del mundo social”.
Hasta aquí el cientista político ha desplazado las determinaciones de un concepto, cuya “claridad conceptual […] está visiblemente ausente […] reemplazada por la invocación a la intuición no verbalizada” o “por enumeraciones descriptivas”, a la realidad social.
Las determinaciones de un concepto sin claridad, resultado de intuiciones o enumeraciones descriptivas que, en el nivel del discurso, no puede aprehender específicamente el fenómeno constituyen en cambio la vía regia de comprensión si las atribuimos a la materialidad de la realidad social.
La oscuridad conceptual, la intuición y la enumeración descriptiva, obran eficazmente si son aplicadas a la realidad social, constituyendo un modo de producir lo político. Un modo con tal grado de legitimidad que “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista”.
La crítica del concepto se transforma en asunción de una realidad social vaga e indeterminada.
En esa vaga realidad social no parece haber lugar para la explotación ni la dominación, la clave del conflicto parecen ser las demandas insatisfechas. Del arte de la retórica para unir demandas, tan diferentes que hasta pueden ser contradictorias, depende que se logre articular en una cadena que las haga equivalentes frente a la institucionalidad establecida, constituyendo así una identidad colectiva, el Pueblo.
 
La exclusión
 
Una demanda insatisfecha significa siempre una exclusión. Esta será pues el punto de partida. La exclusión es el presupuesto sobre el que gira la construcción de Laclau. Un presupuesto tan vago e indeterminado como toda la realidad social que Laclau parece negarse a analizar en otros términos que no sean los de los mecanismos de la retórica.
“Metáfora, metonimia, sinécdoque, catacresis” que “se convierten en instrumentos de una racionalidad social ampliada”. Racionalidad social ampliada que consiste en que la metáfora es “la anatomía del mundo social”. Racionalidad de lo vago, indeterminado, incoherente.
Lo real es racional merced a la retórica del mismo modo que lo es el discurso sobre la realidad social. La retórica ocupa el lugar de la crítica del orden establecido.
El orden establecido no se discute puesto que, como veremos, siempre hay necesidad de algún orden.
No se discute la gobernabilidad sino sus efectos. La dominación queda desplazada por su efecto, la exclusión. Las exclusiones que darán lugar a los reclamos y las demandas.
Demandas que aunque sean puntuales o sectoriales pueden lograr ser articuladas (“desde arriba”, “verticalmente”) por medio de un recurso retórico. Una demanda por salarios puede unirse a cualquier otra por medio de la “justicia”, por caso justicia social. Es decir la ambigüedad que significa nombrar una cosa por otra.
Demandas diferentes, y para Laclau la globalización las hace cada vez más diferentes, no se pueden igualar, pero pueden ser equivalentes. Merced a alguno de los recursos retóricos.
Pero además las demandas son siempre democráticas. Lo son en relación al mismo presupuesto de la exclusión. Laclau aclara que su noción de democracia es “un tanto peculiar”. No tiene que ver, dice, con cualquier juicio normativo relativo a su legitimidad, como tampoco con “nada relacionado con un régimen democrático”. Ni tampoco “por algún vínculo nostálgico con la tradición marxista”, sino por un ingrediente de esta tradición: “la noción de insatisfacción de la demanda que la enfrenta a un statu quo existente y hace posible el desencadenamiento de la lógica equivalencial que conduce al surgimiento del «pueblo»“.
Los rasgos de la noción de democracia que operan, según Laclau, son: “(a) que estas demandas son formuladas al sistema por alguien que ha sido excluido del mismo –es decir, que hay una dimensión igualitaria implícita en ellas–; (b) que su propia emergencia presupone cierto tipo de exclusión o privación […]”.
La exclusión es el presupuesto de las demandas y la emergencia de las demandas presupone una exclusión. Laclau pretende que esta evidente tautología no constituya una simple descripción cerrada en sí misma.
La dimensión igualitaria implícita en las demandas consiste en que son formuladas por algún excluido al sistema excluyente. El sistema institucional establecido, especie de enemigo común, muta las equivalencias en una dimensión igualitaria implicada en esa confrontación. 
Todas las demandas son democráticas porque son exclusiones, “no están teleológicamente destinadas a ser articuladas en ninguna forma política particular. Un régimen fascista puede absorber y articular demandas democráticas tanto como un régimen liberal”.
La exclusión no sólo haría equivalentes todos los regímenes políticos, con lo cual haría inoperante su distinción, sino que además no explicaría la emergencia de uno u otro sistema. Lo que necesita la gente es un orden, cualquiera sea. Y el orden se constituye “desde arriba”. Con lo cual los portadores reales de las demandas no son más que sujetos pasivos incapaces de cualquier telos inmanente. Incapaces de proyectos que no les sean dados por el sistema excluyente. Con lo cual cualquier idea de democracia queda vacía de contenido. Condenada a la heteronomía, a la dominación que es el presupuesto real de cualquier rebelión. 
Esto parece ser la consecuencia de tomar al efecto (exclusión) por causa. Que bien puede ser un tropos. Un discurso retórico sobre la retórica política.
 
¿Autopoiesis?
 
No parece la intención de Laclau explicar por relaciones de causa y efecto ni, expresamente, por “ninguna dialéctica”.
Su estrategia es descriptiva. Su “enfoque –dice– parte de una insatisfacción básica con las perspectivas sociológicas”. Agregaría que también antropológicas y, ni que decir, económicas. Casi todo lo que pueda ser meta–discursivo. Perspectiva legítima siempre que se aceptara para el discurso lo que se exige a otros enfoques, no pretender totalizaciones.
Pero quizá, pese a la densidad intelectual del texto, la aspiración de Laclau haya sido más modesta y así lo expresa. Frente a quienes denigran  el populismo, de quienes sospecha cierto desprecio a la plebe, su estrategia es demostrar que el populismo es una forma más entre otras de producir política en el ámbito de las relaciones frente a la institucionalidad establecida, vale decir el Estado. Y hasta agregando también que, en definitiva, toda construcción política tiene un signo populista. Todo es así tan vago e indeterminado.
Claro es que posee algunas razones. Es de ellas que deriva la lógica de las diferencias. Y la razón consiste en la irrelevancia de las homogeneidades. La crítica ancla sobre todo en la crítica a la idea de clase social que supondría la homogeneidad de sus miembros. Una interpretación de la clase social desde algún lugar sociológico o estrictamente economicista de carácter empírico, pero no necesariamente única.
Es difícil por cierto aprehender las relaciones sociales en su inmediatez, sus determinaciones requieren de la abstracción analítica. No es esta una preocupación epistemológica que Laclau haga expresa. Pero es más o menos evidente que la insatisfacciones que generan las demandas tienen algún suelo en relaciones sociales que determinan posibilidades de accesos a recursos. Poder disponer o no de recursos si no determina los discursos por lo menos condiciona hasta el propio acceso a él. Las diferencias son diferencias de relaciones sociales. Y las clases se pueden determinar por varios tipos de relaciones sociales que suelen ser asiento de las demandas insatisfechas.
Laclau atribuye la profusión de diferencias, la heterogeneidad, que en la construcción política sólo pueden articularse mediante mecanismos retóricos, a la fragmentación que acompaña al proceso de globalización.
Pero, admitiendo que la “determinación en última instancia” es una totalización y, además genérica, indeterminada, la “globalización” no le va en zaga.
Porque, por lo además, la globalización de los consumos parece tender más a la homogeneidad que a la diferenciación. Y, más aun, a generar pertenencias. Cuestión que bien saben los creativos de la industria publicitaria que, precisamente, recurren a los mecanismos retóricos que no articulan demandas sino que las generan. Y el modo de producción política no es ajeno hoy a los recursos publicitarios, donde los profesionales de la política suelen ofrecerse como productos.
Lo que parece cierto es que la publicidad apela al individuo como un singular y recurriendo, como lo señala Laclau para la política a lo emocional y el afecto. Constituyendo, si se quiere, una clase, la de los consumidores. Pero para que ello ocurra no basta con el discurso, ya que el consumo efectivo tiene como presupuesto los recursos para acceder a él, que no son retóricos. Suelen ser, precisamente, económicos.
Entre estos recursos prevalece el crédito para el consumo, recurso del sistema del capitalismo de las finanzas, precisamente el gran globalizador.
Me parece que si reducimos la producción de lo político a los recursos de la retórica nos hallamos ante la autopoiesis  política, si no ante una descripción auto–referencial  y, por ello, tautológica.
 
Representación
 
Establecidas las diferencias singulares como presupuesto inexplicado la consecuencia no puede ser otra que la imposibilidad de comunidad.
Laclau asume sin discusión la vieja cuestión de la imposibilidad de la democracia directa en grandes comunidades como los modernos Estados nación. Con lo cual también asume acríticamente lo ya dado, el sistema de la democracia representativa electoral en el que opera este modo de producción de lo político.
Pero no es cierto, dice, que el representante pueda o deba transmitir fielmente la voluntad de los representados. Porque el representante siempre debe agregarle, para dar credibilidad a la voluntad representada, que es siempre la de un grupo sectorial, el plus de demostrar que esa voluntad es compatible con el interés de toda la comunidad y no sólo de un grupo.
De aquí surge que la representación es un proceso o movimiento de ida y vuelta, hay dos dimensiones en toda representación.
Pero de esto Laclau infiere que “el representado depende del representante para la constitución de su propia identidad”.
Y esto es así cuanto menor sea el grado de integración del grupo representado.
Así en “el caso de sectores marginales con un bajo grado de integración en el marco estable de una comunidad […] no estaríamos tratando con una voluntad a ser representada, sino más bien con la constitución de esa voluntad mediante el proceso mismo de representación. La tarea del representante, no obstante, es democrática, ya que sin su intervención no había una incorporación de esos sectores marginales a la esfera pública […] en ese caso su tarea consistiría no tanto en transmitir una voluntad, sino más bien en proveer un punto de identificación que constituirá como actores históricos a los sectores que está conduciendo”. 
“La representación se convierte en el medio de homogeneización de lo que […] denominamos una masa heterogénea”. Cita a Hanna Fenichel Pitkin, quien para él ha hecho el mejor tratamiento de la noción de representación, quien afirmó que “la verdadera representación es el carisma”. Tenemos pues que la representación “que va del representante a los representados” encarna en el conductor carismático.
Y afirma: “en una situación de desorden radical se necesita algún tipo de orden”. Para ello es necesario proceder a alguna identificación y “representar al orden como tal”.
“La identificación siempre va a proceder a través de esta investidura ontológica”. El orden investido en el cuerpo del líder.
En suma, frente a una situación de desorden radical es necesario encorsetar a la masa heterogénea por medio de un representante que no representa sino que conduce.
Y esto es democrático porque frente a la institucionalidad establecida todos los excluidos son iguales y, además, fueron constituidos graciosamente en pueblo por el conductor que los identifica.
No extraña entonces la repulsa de Laclau al “que se vayan todos”.
Lo que extraña es que su radicalidad democrática manifestada más de una vez se transforme en la necesidad del orden. Del orden estatal, los Estados nación que son las “grandes comunidades”.
Grandes comunidades construidas a través de la ilusión de las metáforas y metonimias que articulan una masa heterogénea como si fuera homogénea. Es verdad, el Estado no es más que ilusión de comunidad, comunidad que, dice Laclau, no se construye nunca plenamente.
Pero se organizan “desde arriba”. El Pueblo es un concepto que encarna en la materialidad, el cuerpo del líder carismático. Tutor y conductor que encarna la democracia.  
 
El Estado nación y los discursos
 
Laclau, lo hemos visto, da por supuesto el Estado nación moderno como forma de la institucionalidad establecida. Extrañamente en la construcción no hay lugar para el derecho.
Parece legítimo que su opción por el método descriptivo excluya una apreciación normativa de la democracia o de la política en general – aunque para él toda construcción política sería democrática en su “peculiar” concepción–,  lo que no parece legítimo es que en la descripción se omita la dimensión normativa de la política, esto es el derecho.
Puede aceptarse también la regla de juego establecida al expulsar del análisis cualquier dimensión meta–discursiva, pero precisamente el derecho es una forma discursiva de los intercambios, el suelo ontológico de la unidad orgánica el Estado nación.
No parece legítimo dar por presupuesto a éste cuya manifestación máxima es la norma, al punto que se llegan a confundir, porque es la forma en que se expresa el poder (y el líder) y las demandas (los conducidos).
Si, como parece la intención de la intervención política de Laclau, se trata de comprender los llamados populismos sudamericanos, no parece evitable la referencia al papel de sus Estados después de la arremetida neo–liberal. Frente a la cual no fueron los gobernantes, legitimados por la institucionalidad de la forma de la democracia representativa electoral, quienes opusieron resistencia, sino movimientos populares de diversa índole.
Tres sucesos protagonizados por gobiernos diversos nos pueden señalar un síntoma de la situación de los Estados en un antes y un después en la transformación del tipo de legitimidad. Marcan el papel del Estado respecto a la gestión de la deuda externa, con cierto paralelismo al menos al rol de los organismos de crédito internacionales.
En el año 2003 Lula paga 50.000 millones de intereses al F.M.I. y dos años después pagó anticipadamente su deuda. A los pocos meses Kirchner cancela por adelantado más de 9.000 millones al organismo. A fines de ese año, coincidiendo con el triunfo de Evo Morales el Fondo condona la deuda de Bolivia. Quizá fuera incobrable.
Efectivamente esto recuerda la política de endeudamiento salvaje de los gobiernos de cuño neoliberal legitimados por las urnas. Señala también un proceso de incobrabilidad que ya había comenzado a fines de siglo pasado con la reestructuración de la deuda peruana. Pero señala también un declive en la solvencia de los organismos internacionales y una arremetida de los fondos no institucionales. Así lo muestra la misma reestructuración de la deuda argentina.
Los Estados debían desendeudarse, es decir pagar, porque los organismos institucionales debían cobrar. Los Estados que debían pagar no podían tener ni los mismos gobiernos ni la misma forma de legitimidad que tenían cuando se endeudaron. Estaban agotados por un lado y, por otro, las luchas de los movimientos populares los tenían jaqueados.
El desendeudamiento requería otras formas y otros actores. Y los fondos no institucionales habían encontrado en los recursos naturales la materia de apalancamiento para los negocios a futuro de la especulación financiera: los commodities.
Asentados en su producción o en su saqueo, los gobiernos pudieron cerrar el círculo de gestores de deudas, ahora pagando. Lo que no ha obstado a nuevos endeudamientos, pero asociados al extractivismo que generó recursos fiscales suficientes para crear un mayor consumo también apoyado en las deudas: el crédito para el consumo. Y una pretendida clase media con ingresos mayores a los 4 dólares diarios. Así se puede mostrar una caída de los índices de pobreza.
Lo que parece es que la actividad de los nuevos gobiernos está si no determinada, al menos condicionada por la función de gestionar la deuda. Lo que significa que ya no es desde el Estado-nación moderno que se toman las decisiones fundamentales que constituyen la materialidad del poder político. Por eso es que la normatividad no refleja demasiadas formas de generación de poder popular, reveladora de la constitución de un pueblo, en el sentido identitario que menta Laclau. Entre las notables excepciones están las normas constitucionales de Venezuela y Bolivia.
Esto nos obliga a poner en duda los alcances operativos del discurso populista, precisamente en un marco de globalización hegemonizado por el capital financiero. No obstante la persistencia de las exclusiones que se reflejan en la creciente desigualdad. Salvo que se entienda por inclusión el nivel de ingresos que postula la Cepal y la tenencia de ciertos bienes merced a un endeudamiento también creciente. Que no otra cosa parece significar para los excluidos y marginales de América Latina el famoso desarrollo con inclusión.
 
La vulgata
 
No creo, y tampoco puede haberlo creído Laclau que fue un pensador inteligente, que sus trabajos hayan inspirado a los organizadores políticos, líderes, sudamericanos para realizar sus tareas. Y dado que, con razón, negaba cualquier teleología trascendente, la coincidencia temporal de los nuevos movimientos político–sociales con sus ideas, ha sido casual. No puede haber sido obra de una necesidad histórica.
Pero si no inspiró a los líderes, la coincidencia de sus argumentos –muchos anteriores al libro aquí mentado– sí lo hizo con los seguidores de los gobernantes que fueron rápidamente descalificados por los propagandistas del neoliberalismo como populistas.
Bienvenido si, además, es partidario acrítico de los gobiernos, en particular el de su país de origen. Si considera necesario los presidentes sin duración fija de mandato en nombre de la radicalidad democrática. Cuando en realidad sus tesis podían venir bien a cualquiera pues el populismo está en cualquier construcción política.
Porque, en realidad, nada se puede reprochar a Laclau por lo que describe, lo hace muy bien.
Pero al cientista, requerido merced a su objeto de investigación, no le puede resultar fácil acudir, para explicar sus tesis a un auditorio no académico, las funciones de la sinécdoque ni el objeto a de Lacan. Para el periodismo ávido de entrevistas debe difundir sus ideas de modo accesible al gran público.
Laclau debió generar su propia vulgata. No sólo para el gran público sino para muchos políticos profesionales que debían llenar con algo su propio significante vacío. Quien mejor para ello que el que describe la realidad sosteniendo que todo lo real, aunque vago e indeterminado, es racional.  Y ellos eran (son) la realidad. Tuvo razón Laclau, nunca se van todos.
De esa vulgata es que surgieron las imágenes que no hacen mérito a sus trabajos. Algunos de los que no se fueron son los que escucharon lo que querían escuchar.
 
 
Articulo especial para este numero de Herramienta.
 


[1] http://www.publico.es/514300/muere-ernesto-laclau-teorico-de-la-hegemonia.
[2] http://www.revistateina.es/teina/web/teina5/dos7.htm#sthash.D9ORZ7cQ.dpuf.
[3] http://www.presidencia.gob.ar/discursos/27410-acto-de-inauguracion-del-salon-de-los-pueblos-originarios-palabras-de-la-presidenta-de-la-nacion.
[4] http://www.elmundo.es/cultura/2013/11/07/527a6fb563fd3df81f8b458a.html.

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