19/04/2024

Del 2001 al nuevo conflicto social: una genealogía de la gubernamentalidad actual

 
La crisis de 2001 en Argentina es una fecha actual. Vuelve una y otra vez cada diciembre desde hace más de una década. Como una imagen que evoca algo muy sencillo y muy poderoso a la vez: la crisis como momento constitutivo y locus privilegiado de nuestra actualidad.
Neoliberalismo y crisis siguen siendo, a pesar de todo –es decir, a pesar de la destitución de la legitimidad de las políticas neoliberales después de la reacción popular del 2001 y de la tentativa de un reformismo estatal simultáneo en buena parte de la región– las variables que mejor iluminan no sólo nuestra actualidad, sino también el recorrido a contrapelo de la década larga que nos separa de y nos con aquella fecha. En este sentido, se puede decir al mismo tiempo: transcurrieron doce años de 2001 y del 2001. El 2001 es, en este sentido, no sólo una fecha marcada sino la marca de la inminencia de la crisis, la crisis como virtualidad a la mano.
Nuestra hipótesis es que 2001 no fue, como suele decirse, el fin de una etapa signada por las resistencias contra el neoliberalismo, sino el inicio de otra en la cual el juego político (y, por supuesto, el de las instituciones políticas) tomó como dinámica central la producción de gubernamentalidad. Esa inflexión se debió al modo en que los movimientos sociales y la ocupación de la calle en general se apoderaron de la escena pública.  
  
Por “producción de gubernamentalidad” entendemos un proceso complejo, con varios niveles. La gubernamentalidad de la que hablamos permite comprender la inclusión de una buena parte de los movimientos sociales en los dispositivos de gobierno de los territorios, mutación que da cuenta tanto de la transformación de esos territorios como de una pérdida del papel transformador de los movimientos mismos.
Pero otros niveles importantes de nuestra realidad encuentran quizás una comprensión aproximada bajo la luz de gubernamentalidad (término que usamos, sobre todo, en el sentido que le daba Foucault a la gubernamentalidad neoliberal, que no excluye sino que incluye el papel activo del estado). Entre estos otros niveles destacamos: la producción de procesos y retóricas estatales; la articulación del mundo de las finanzas con el del consumo; y la incursión del territorio nacional en el mercado mundial a partir de la exportación de commodities (cfr. Gago, Mezzadra, Scolnik y Sztulwark, 2012).
Esta conjunción de elementos precisa ser comprendida bajo la luz de la crisis y del empuje del mundo popular, de sus tendencias a la apropiación, y la ambivalencia que abren las formas de consumo vinculadas a lo que hemos llamado “neoliberalismo desde abajo”.
Quisiéramos en lo que sigue exponer, brevemente, el desarrollo de estos elementos durante la última década, no a partir de un registro sociológico-descriptivo, sino a partir de una urgencia política práctica: la emergencia de un nuevo conflicto social en los territorios. Asimismo, intentaremos dar cuenta del modo en que se responde desde una doble pinza: la instalación creciente de un escenario de “guerra contra el narcotráfico” y la moralización de la política por medio de la influencia creciente y transversal de la Iglesia que se da a través de la renovada figura del Papa Francisco.  
 
Neoliberalismo y poder destituyente
 
El neoliberalismo, tanto en la región como en la Argentina en particular, no concierne sólo a un conjunto de políticas macroeconómicas, sostenidas desde arriba, sino que supone un quiebre perdurable a nivel de la producción de subjetividad, del régimen de acumulación y a nivel institucional, de la propia forma estatal. Con esta imagen, queremos discutir y complejizar el diagnóstico de ciertas izquierdas que dan por sentado que el neoliberalismo es un elemento exterior que si bien altera las líneas de desarrollo interno, puede ser revertido por medio de intervencionismo a cargo de los llamados gobiernos progresistas de la región.
Visto desde hoy, se hace claro que el neoliberalismo, que estalla en los años 90, venía desarrollándose desde mediados de los 70, de modo emblemático con la dictadura. Durante las décadas neoliberales se hace necesario, para las organizaciones sociales, desarrollar nuevas estrategias políticas. Desde los años 90 las prácticas de investigación militante se dedicaron a identificar y a desarrollar formas subjetivas de resistencia y sublevación dentro del neoliberalismo (que es una manera de dar cuenta de un movimiento que es simultáneamente dentro, contra y más allá). En este sentido, la investigación militante fue una perspectiva interior a estas resistencias que se hace cargo de discutir y problematizar la relación entre conocimiento y política.  
La crisis de 2001 repercute y amplía las resistencias a nivel regional. El ciclo de luchas de los movimientos visibilizados entonces fue caracterizado por novedosos rasgos de autonomía, abriendo todo un debate práctico y teórico sobre la renovación de las formas y las teorías políticas para pensar la transformación social, iniciado con la revuelta zapatista.
El nivel destituyente que logran las luchas entonces (que destituye, efectivamente, la legitimidad de las políticas neoliberales de ajuste, las formas de representación política tradicionales y la represión como forma de control del conflicto social) queda, en el tiempo, visiblemente en desfasaje respecto de su capacidad constituyente. Este problema que podemos llamar de constitución política –o de otro modo: de prolongación de la energía destituyente en un poder constituyente– se presenta no sólo en la Argentina del 2001-2003 y en la región, sino en el ciclo de luchas que en varias partes del mundo se da aun hoy (del 11-M madrileño al Occupy Wall Street, pasando por plaza Tahrir y los riots londinenses). La potencia destituyente, en su traducción e impacto institucional, no da lugar a formas constituyentes a la altura de su capacidad de innovación. Esto significa que los movimientos llegan a plantear “elementos constituyentes” importantes, pero no a pensar, en el cierre del horizonte revolucionario de los años 70, cómo constituir esos elementos en instancias de gobierno. El desafío de crear instituciones y dinámicas constituyentes sigue presente. Sin embargo, el momento actual de esta reflexión debe lidiar con las traducciones en términos de gubernamentalidad que esos propios elementos constituyentes han protagonizado.
 
El ciclo de los gobiernos progresistas
 
¿Cómo se relacionan los gobiernos progresistas con estos elementos constituyentes y con la dinámica del movimiento social como dinámica política? Más allá de sus diferencias, si pueden definirse rasgos en común de los gobiernos progresistas para caracterizarlos como tales tienen que ver con que su carácter posneoliberal (término sujeto a una discusión en curso en América Latina), el cual viene dado por el hecho de que se suceden luego de las luchas que destituyen la hegemonía neoliberal y extraen su propia legitimidad de esa situación paradojal: gobiernos que operan sobre la base de los elementos constituyentes planteados por las luchas, pero reinscribiéndolos en un horizonte gubernamental.
Señalemos entonces esos rasgos comunes: hay un reconocimiento simbólico a los sujetos que protagonizan las luchas contra el neoliberalismo (nuevos sujetos); se desarrollan un conjunto de políticas de inclusión social a partir de ese reconocimiento simbólico (política de reparación de los daños causados en el neoliberalismo); se impulsa una política de ciudadanización por aumento y generalización del consumo; se repone al estado como actor capaz de manejar la interdependencia y la inserción en el mercado mundial, aprovechando la crisis global como oportunidad que permite una relativa captura de renta para la construcción de mercado interno y para financiar las políticas públicas de subsidios sociales.  
Pero en sentido estricto no hay una “reposición” del estado, sino nuevos elementos de gubernamentalidad. Esto marca un rasgo fundamental: un desfasaje entre retórica y prácticas estatales. Mientras la retórica habla de una “recuperación” del estado como si se pudiese volver a un punto anterior al neoliberalismo, las prácticas estatales dan cuenta de una articulación con dinámicas neoliberales ligadas tanto al mercado mundial como a las desnacionalizaciones parciales de los propios procesos estatales y a las prácticas neoliberales instaladas como racionalidad de los actores sociales (de las empresas a los sectores sociales “subsidiados”).
Debemos aclarar que, en primer lugar, estas prácticas del estado gubernamentalizado no se dejan agrupar como nuevas o viejas. Hay elementos centralizadores y jerarquizantes, y se renuevan prácticas del sistema de partidos cuestionadas durante el ciclo destituyente. Esto responde a una preocupación por el orden (bajo la idea difusa de “miedo a la inseguridad”) y la gobernabilidad que se tradujo en una relegitimación de las instituciones (tanto los poderes del estado repuestos como sinónimo de la “política”, como la propia acumulación de capital como sinónimo de “desarrollo”).
Por eso decimos que emergen elementos que merecen una nueva teoría del estado, necesaria para entender los modos del desplazamiento de un estado que salió a hacer política por fuera del estado y se dirigió a los territorios para entrar en relación con los movimientos. El estado se reinventa allí donde no sabía cómo intervenir ni cómo conseguir interlocutores tras la pérdida de eficacia de las mediaciones tradicionales (vinculadas al ciclo político precedente). La necesidad de involucrarse en los barrios se territorializa y encarna bajo la figura del militante, de manera que el estado puso a jugar en su propia dinámica interior momentos subordinados de autoorganización. Estos son elementos de una gubernamentalidad que no se hace sólo desde arriba.
Por eso la imagen de cooptación no alcanza para pensar estas dinámicas de gubernamentalidad que se nutren de cierto impasse por abajo y de la gubernamentalización del estado, innovando con procedimientos heterogéneos hacia una nueva forma de normalización.
 
¿Qué pasa ahora con esos gobiernos?
 
Si hay una condición posneoliberal de los gobiernos de la región se debe, como señalamos, a que obtienen su propia legitimidad de la deslegitimación de las políticas neoliberales producida por los movimientos destituyentes desde abajo. No se pudo –y hasta el momento no se puede– gobernar en la América Latina de hoy proponiendo austeridad, ajuste y represión.
Sin embargo, posneoliberal no significa que puede caracterizarse al momento actual como simple superación del neoliberalismo. Conviven lógicas mixtas. De un lado, fuera del estado existe un neoliberalismo popular, arraigado en prácticas y subjetividades que organizan de manera intensa la dinámica territorial[1]. De otro existe un neoliberalismo que subsiste a partir de la vinculación concreta que promueven los gobiernos con el mercado global a través de políticas neo-extractivistas (precios de los commodities determinados por dinámicas financieras) y desposesivas. No estamos en el neoliberalismo tal como éste se presentó durante el período de los años 90, pero tampoco en un más allá, como plantean las retoricas neodesarrollistas. El neodesarrollismo está mezclado con –y no superando al– neoliberalismo. El neoliberalismo se hace presente hoy como reorganización de las subjetividades por la vía de una hegemonía de las finanzas. Las nuevas modalidades de intervención estatales no constituyen de por sí una superación del neoliberalismo. Ellas
dedican parte de la renta que capturan de los commodities a subsidios sociales (que no son sólo a la pobreza, sino más ampliamente destinados al consumo), de modo de incluir la gestión de la pobreza bajo la lógica de gubernamentalidad[2].
 
¿Qué son hoy los movimientos sociales?
 
En el lenguaje que empleamos en torno al 2001, “movimiento social” quería decir conmoción de lo social mismo, desplazamiento cuestionador, puesta en juego mediante la acción y el discurso de las estructuras de la sociedad (la condena a la inanidad por falta de trabajo, la pasividad ante el juego de la representación política). Los movimientos sociales tuvieron un momento organizativo privilegiado –pero no exclusivo– en los movimientos piqueteros y de desocupados.
Sin embargo, cuando se habla de los “movimientos sociales” hoy día se lo hace desde perspectivas bastante diferentes. Las ciencias sociales, por ejemplo, hablan de ellos como movimientos que operan formulando demandas hacia el sistema de los partidos políticos y/o directamente el estado, instancias ellas sí auténticamente políticas, que se encargan de procesarlas[3]. En el plano del lenguaje político militante se suele referir a dichos movimientos como a un conjunto de organizaciones de militantes más o menos estructuradas, con independencia de la capacidad efectiva de impactar críticamente sobre los mecanismos que estructuran lo social.
Este modo de mirar los movimientos sociales no hace sino confirmar, una y otra vez, que nada interesante sucede en torno a los movimientos sociales a nivel nacional ni regional. Desde estas perspectivas o bien están extremadamente debilitados, o bien juegan un papel subordinado en los diversos esquemas de gubernamentalidad. Respecto del punto de vista de las ciencias sociales hay que decir que no es posible verificar en la práctica que los movimientos funcionen en esta lógica de las demandas: ¿cómo se traduce y procesa, por ejemplo, la demanda “que se vayan todos” que caracterizó al 2001 argentino? Respecto del punto de vista organizativo, constatamos procesos interesantes de reconstitución militante. Pero al mismo tiempo esos grupos suelen ser valorados desde el ángulo de análisis de su apoyo a la gubernamentalidad (sustentada, en ciertos aspectos, por el papel que juegan determinadas organizaciones sociales) olvidando que rasgos importantes de la potencia del movimiento social –modalidades de acción y de organización– fueron desplazados hacia otros actores. Nos referimos, por ejemplo, a la aparición de bandas –a veces ligadas a los llamados “narcos”– que adoptan formas de acción frecuentemente tomadas de los movimientos, como sucede con la dinámica cada vez más expansiva de las tomas de tierras.
Entonces, aunque resulte interesante la existencia de organizaciones sociales, no necesariamente su presencia supone la apertura de nuevos campos de posibilidades políticas[4]. El “agotamiento del ciclo kirchnerista” del que tanto se habla actualmente, se manifiesta sobre todo en un debilitamiento de la relación –de gubernamentalidad– entre organización social y gobierno. No nos parece casual, al respecto, que sea en este momento de máxima precarización de este esquema de gobierno de lo social, en el cual se proponga una nueva transversalidad cristiana, que intenta encabezar a nivel global el Papa Francisco (que bajo el nombre de Bergoglio ya era crítico del armado kirchnerista), con una renovada idea (un giro sin dudas conservador) sobre cómo tratar el problema de la pobreza y el conflicto creciente en los territorios.
De este modo, la intensidad inicial de la relación entre movimiento y gobierno posterior a la insurrección del 2001 se fue agotando. La idea de inclusión sin capacidad de novedad e impulso, se va transformando, cada vez más, en un proceso débil interpelado desde la “inseguridad” y el “voto por la pobreza”. Nada de lo que decimos, sin embargo, supone la inexistencia de una multiplicidad de experiencias y núcleos de organización que mantienen abierta la posibilidad de una nueva productividad política. Al contrario, es con ellas y sólo con ellas que podemos pensar y afrontar la nueva conflictividad social.
 
Un nuevo conflicto social
 
Las organizaciones sociales enfrentan un nuevo conflicto social en los territorios. Antes de describirlo precisamos despejar los discursos de la oposición al kirchnerismo. Para ellos se trata de denunciar la corrupción, la inseguridad y la inflación. Todo un lenguaje de los síntomas: lo que ellos llaman “inflación” es para nosotros el síntoma de la precariedad del modelo económico kirchnerista. Lo que llaman “corrupción” es, en rigor, el síntoma de la naturaleza “sucia”[5] de la gubernamentalidad de estos años. Del mismo modo lo que denominan “inseguridad” no es sino el síntoma de los límites del proceso de inclusión social y de la activación de nuevos mercados. En torno a este lenguaje mistificado y moralista se preparan las políticas más reaccionarias del momento.
Para enfrentar este estado de cosas preferimos hablar en otros términos de un nuevo conflicto social, que se explica en buena medida por la reacción social ante los rasgos más agresivos del modo de acumulación vigente durante la última década. Nos referimos, claro está, al esquema negocios que hoy dinamizan la economía: actividades neoextractivas, de explotación de yacimientos de energía, difusión del narco, boom inmobiliario (mercado formal e informal) y los agronegocios, es decir, de las múltiples formas del devenir renta de la ganancia.
Este devenir rentístico, como motor de la proliferación de negocios, es lo que explica, en su núcleo, la nueva conflictividad. Nueva no en términos absolutos, sino en relación con la conflictividad de la miseria que conocimos durante el 2001. El nuevo conflicto social al que nos referimos se extiende como violencia en los territorios que, surcados por dinámicas de valorización financiera, han perdido su antigua condición de periferia y han devenido cada vez más centrales (nos referimos a procesos tales como expansión de las fronteras agrarias, mineras, y de negocios urbanos).
En estos territorios, y de modo correlativo al orden de los negocios, se juegan nuevas formas de soberanía (de propiedad, de místicas, de lógicas coercitivas) en mano de bandas y de un estado de excepción proliferante en la institución policial. Se trata de modalidades de soberanía, de mando y de regulación (formas de ejercer la fuerza, de apropiarse, de religiosidad popular, de modos de vida) “postestatales”, en la medida en que desbordan, sustentan y amenazan a la forma estatal misma. Una “segunda realidad”, al decir de Rita Segato, que penetra y reorganiza la institucionalidad del estado[6]. El desarrollo de este nuevo conflicto social[7] carcome, perfora y ataca elementos fundamentales del entramado democrático construidos por las luchas de los derechos humanos a partir de 1983 (derechos civiles contra la intervención de las FF.AA), y a partir del 2001 (derechos sociales).
 
La investigación militante hoy
 
Creemos que la productividad del movimiento social hoy depende de su capacidad para afrontar el nuevo conflicto social e intentar la apertura de nuevas posibilidades políticas. Nos ubicamos en un lugar que no puede ser comprendido en una oposición simple entre “sí o no” al estado (dentro vs. fuera del estado). Imaginamos un agenciamiento de partes de nuevas y viejas formas de militancias con partes del movimiento social, de grupos de investigación, y segmentos de instituciones.
Si en el 2001 era claro el “contra quién” (estado neoliberal y represivo) y un cierto punto de partida comunitaria convertido en movimiento (del trueque y la asamblea al piquete), hoy se lucha contra actividades rentísticas (un abstracto principio de negocios) que imponen la apropiación privada sobre la trama común, impulsando unas economías más poderosas y difusas, más articuladas y profundamente ambiguas (de las ferias informales a las tomas de tierras).
Es fundamental hacer converger la experiencia política, organizativa y de litigio de los derechos humanos con la producción de derechos que estén a la altura de enfrentar las nuevas conflictividades. En este sentido en necesario identificar tanto las situaciones conflictivas como los sujetos involucrados en estas formas de lucha, que claramente no responden a la imagen de los movimientos sociales que conocimos durante la crisis. Por otro lado, se vuelve necesaria la producción de enunciados y de imágenes, de narraciones y de un discurso en torno a las formas organizativas para enfrentar estos nuevos conflictos. El tema de la narración cumple al menos dos funciones: 1) nombrar nuevas realidades de las que no sabemos hablar; 2) impedir quedar envueltos en retóricas de las derechas que nombran el nuevo conflicto de modo reaccionario, como el caso de la “seguridad” y la “lucha contra el narco”.
Aquí emerge un tema fundamental de la investigación política: no conservar la separación entre bienes naturales a cuidar y una sociedad dañada a reparar (que de manera siempre mitificada se encasilla como la oposición entre luchas ambientales vs. financiamientos sociales). Para ir más allá de esta dicotomía, la perspectiva de la lucha contra la renta nos permite ampliar y recomponer una dinámica articulada de lo común y una manera de defender esas infraestructuras de bienestar que se crean por abajo.
Otro binarismo a desarmar es el que congela entre una autonomía originaria y la política del gobierno amigo. Más bien conviene desagregar al estado, para dar cuenta de sus funciones y segmentos que no operan en un solo nivel ni de modo uniforme. En su complejidad, se trata de pensar y fortalecer la capacidad de incidir entre instituciones populares y niveles del estado (combinando enfrentamiento y articulaciones). El horizonte de construcción de nuevas instituciones populares, posestatales, ni fuera ni dentro del estado, tiene como posibilidad replantear y rearticular las instituciones políticas existentes.
Se trata en definitiva de volver a pensar todo esto en un nuevo escenario político dominado por la crisis y el debilitamiento del kirchnerismo, que supone un deterioro del escenario planteado por la fase ascendente de los gobiernos progresistas, en el cual el Papa Francisco juega un papel, como dijimos, fundamental en la construcción de una nueva avanzada conservadora. Contra toda apariencia, no está tanto en disputa el reconocimiento o desconocimiento de la década kirchnerista, sino el modo de interpretar la nueva conflictividad social y su genealogía a partir del 2001.
 
 
Bibliografía
Gago, Verónica / Mezzadra, Sandro / Scolnik, Sebastián / Sztulwark, Diego, “¿Hay una nueva forma-Estado? Apuntes latinoamericanos” (2012). En: http://www.uninomade.org/hay-una-nueva-forma-estado-apuntes-latinoamericanos. (28/02/2014).
Mezzadra, Sandro, “Gubernamentalidad: fronteras, código y retóricas de orden”. En: VV.AA., Conversaciones en el impasse: dilemas políticos del presente. Coordinado por el Colectivo Situaciones. Buenos Aires: Tinta Limón, 2009. 135-165
 


[1] Llamamos neoliberalismo desde abajo a la conjunción de una movilización económica popular con la forma de autoempresarialidad difundida durante las últimas décadas. La ambivalencia de la fórmula contiene tanto el impulso innovador, políticamente estimulante, como un conjunto de reglas de obediencia clásicamente capitalista.
[2] Las relaciones entre todos estos niveles de la gubernamentalidad no son sencillas. Los vínculos entre procesos de producción de estatalidad y neoliberalismo popular resultan paradojales. Cuando las políticas sociales interpretan la pobreza bajo la óptica de la victimización y la marginalidad, cosa que suele ocurrir en la perspectiva de las retoricas oficiales de la inclusión, subestiman el papel activo que la pobreza desempeña en las dinámicas de valorización. En cambio, los dispositivos financieros elaboran una interpretación más adecuada de esta realidad. Tal es la conclusión a la que llega el informe del Ministerio Público Fiscal PROCELAC, disponible en www.mpf.gob.ar/procelac/‎
[3] Incluso un pensador sofisticado como Laclau piensa la situación de los movimientos como un eje “horizontal”, unidades de demanda, que se complementan con un eje “vertical” que debe procesarlas también en cuanto a su significación política.
[4] Distinguimos a aquellas organizaciones que confrontan las premisas de la gubernamentalidad y elaboran sus posiciones al calor del nuevo conflicto social (con las cuales nos referenciamos y trabajamos) asumiendo la discusión abierta con las organizaciones políticas de izquierda más tradicionales que acuden a la consigna maximalista y a la organización centralizada como única vía de elaboración de los problemas políticos.
[5] Para ver la relación entre gubernamentalidad sucia y poder de las finanzas a nivel popular como forma de explotación, consultar el informe ya referido del Ministerio Público Fiscal PROCELAC.
[6] Para pensar la complejidad de la función de la gubernamentalidad en el presente véase la entrevista a Sandro Mezzadra, 2009. En términos generales, pensamos la gubernamentalidad capitalista bajo el siguiente esquema que tomamos de la obra de Félix Guattari: el capitalismo tiende a la descodificación de sus sistemas sociales, al tiempo que tiende a orientarlos según un sistema axiomático. Si pensamos por ejemplo en el modo en que las dinámicas financieras desterritorializan elementos de la economía productiva, y de escala nacional, podemos ver cómo de modo simultáneo lo financiero es gobernado por agentes y actores que determinan los procesos productivos y estatales-nacionales. En la actualidad asistimos a la mediación social a partir del consumo, más que del mundo estereotipado del trabajo fordista. El gobierno de los elementos de la desterritorialización que se da en el mundo del consumo ocupa también una función en la gubernamentalidad.  
[7] El último verano nos reveló un catálogo entero de la nueva conflictividad. Mientras en Rosario, Córdoba y Mendoza crece la influencia del entramado “narco”, diciembre fue el mes los acuartelamientos policiales, de las “paritarias callejeras”, de la crisis del esquema de servicios públicos de energía y del esquema monetario bajo presión de quienes controlan el mercado de divisas.  

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