San Pablo, Boitempo, 2009
En el curso de sus investigaciones sobre la estética de Marx desarrolladas, sobre todo, en Moscú durante la década de 1930, Míjail Lifschits y György Lukács arribaron a la tesis de que las ideas estéticas de Marx no son un mero agregado insustancial, sino antes bien piezas esenciales de su filosofía revolucionaria. Tal como indicará mucho más tarde Lukács –concretamente: en una entrevista ofrecida en 1967–, en la literatura aprendió Marx “a comprender los conflictos en la historia y los períodos de transición, no solamente como la suma total de las jugadas de ajedrez individuales, sino a ver la forma en la que estaban conectadas, es decir, a verlas en su propio contexto”.
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La literatura no era solo, para el fundador del materialismo histórico, un medio insustituible para comprender dimensiones de la sociedad y de su historia inaccesibles para la ciencia o la filosofía, sino también promesa de felicidad: anticipación de un mundo en que la humanidad podrá realizarse a través de un trabajo libre de explotación y alienación; de un mundo en el que habrán quedado suprimidas, en palabras del propio Marx, todas las relaciones en las que el ser humano es una existencia sometida, abandonada, despreciable. La obra que reseñamos hace justicia a esta dimensión de la teoría marxiana ya por la atención y el papel que se acuerda a la literatura, más allá de que los asuntos centrales del libro sean de orden socioeconómico y político; en efecto, si bien el propósito del volumen es proponer una lectura ontológica de ciertos “aspectos encerrados en la dinámica histórica del sistema de reproducción sociometabólica del capital” (p. 11), la autora recurre una y otra vez a citas literarias que sostienen y acompañan su argumentación. Goethe, Heine, Dostoievski, Drummond de Andrade aparecen citados aquí; y un pasaje del Ricardo III de Shakespeare ilustra de manera ejemplar en qué medida el miedo, la cobardía y la debilidad son los correlatos usuales del peso de una autoridad despótica. El contrapunto entre la miserabilidad del capitalismo y la riqueza del arte y la literatura gestados durante la era burguesa es una estrategia argumentativa –y estética– esencial en un libro que asume la tarea de demostrar el agotamiento de las capacidades civilizatorias de la burguesía. Instrumento fundamental para las reflexiones es la categoría de decadencia ideológica, que ha sido objeto de un detallado análisis por parte de Lukács en el conocido artículo sobre “Karl Marx y el problema de la decadencia ideológica”, y que vertebra también, entre otros importantes estudios, El asalto a la razón. Retomando la tesis lukácsiana según la cual el carácter progresista de la burguesía ascendiente quedó cancelado después de ese gran punto de viraje histórico que representan las revoluciones europeas de 1848 –en las que se ponen de manifiesto tanto el giro conservador, apologético de la clase burguesa, como el surgimiento de un nuevo agente social del progreso: el proletariado–, Pinassi pasa revista a los sucesivos irracionalismos a los que echan mano los apologetas del capitalismo para crear la ilusión de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y de que no existen alternativas válidas al sistema. El desprejuiciado, audaz espíritu explorador de la burguesía en ascenso, orientada a la indagación y liberación de una realidad encadenada por las cadenas férreas del feudalismo –espíritu que halla su expresión más pura en la vasta aventura del Renacimiento–, se agotó para ser sustituido por la estrechez de miras de la burguesía imperialista, subordinada íntegramente al imperativo del lucro y el dominio, y degradada al culto de la razón instrumental: “la conciencia de sí de los hombres, finalmente aprehendida como instrumento poderoso de liberación, y de liberación de fuerzas inimaginadas, fue convirtiéndose, en la práctica, en una razón crecientemente instrumental y hostil a las necesidades efectivamente humanas” (p. 88).
Pero, si se apoya en la gran literatura para analizar las irrebasables antinomias del capitalismo –irrebasables dentro de los límites del horizonte burgués–, la autora del libro arroja también una mirada a la literatura trivial, tan frecuentemente despreciada por los defensores de un conservadurismo cultural cerradamente elitista. En efecto, Pinassi se apoya en el análisis hecho por Mandel del policial para denunciar la criminalidad esencial al capitalismo, que de modo hipócrita señala y excluye como delincuentes a las víctimas del sistema: “los desposeídos tuvieron que ser criminalizados, en la historia del capital, porque la miseria que los reviste es la más transparente prueba de la desigualdad material, la más absoluta consecuencia del enriquecimiento siempre ilícito de los propietarios privados (89). Ya Gay (en La ópera del mendigo) y Mandeville(en La fábula de las abejas) habían demostrado que la sociedad burguesa puede ser caracterizada como banda delictiva –y en tal sentido podía decir con razón Brecht que la operación de fundar un banco es más deshonesta y peligrosa que la de robar uno–. El escenario al que se asiste desde la década de 1970 (cuando se manifestó el completo e irreversible agotamiento de las posibilidades civilizatorias del capital) reveló la presencia “de un universo dominado por el crimen organizado, un submundo responsable por la banda de delincuentes que es ‘paralela’ a la sociedad burguesa” (91).
La auténtica alternativa frente a semejante estado de cosas se encuentra en aquellos movimientos que están ligados a la centralidad del trabajo, como medio de realización y emancipación humanas. Una vez aceptada esta tesis, es preciso tomar distancia tanto de aquellas posiciones que se mantienen apegadas a una visión dogmática y anacrónica del proletariado –como si este no hubiera sufrido mutaciones a lo largo de su historia–, como de las concepciones utópicas que creen que es posible transformar el mundo dando la espalda a la realidad concreta. En lo que concierne a estas últimas, Pinassi subraya las limitaciones de “aquellas minorías que no parecen dispuestas a romper con las causas reales de sus tragedias particulares” (58). Los particularismos no son la respuesta más adecuada y eficaz frente a un sistema que asume cada vez más un carácter global, ya por la obstinación de aquellos en afirmar la propia causa en oposición a las causas de los otros. Imposible abarcar aquí la diversidad de temas que abarca el volumen que reseñamos; corresponde, en cualquier caso, destacar la solidez de los ensayos, a la vez que el lúcido compromiso asumido por la autora.
[1] Lukács, G.,
Testamento político y otros escritos sobre política y filosofía, sel., introd, y notas de Antonino Infranca y Miguel Vedda, Herramienta, Buenos Aires, 2003, pp. 118-119.