18/04/2024

Crítica del conocimiento es crítica de la sociedad

La fuerza y complejidad con la que el pensamiento adorniano se nos presenta, resultándonos incluso, y sobre todo hoy, imprescindible para el análisis y la crítica de la sociedad, puede desplegarse y seguirse a partir del replanteo que hace sobre el tradicional problema de la relación sujeto–objeto. A partir de esta crítica consigue una posición de privilegio que le permite mostrar un complejo funcionamiento de la realidad que aúna y diferencia lo natural y lo social en tanto construcciones culturales y devenidas que a la vez suponen operaciones efectivas de dominación sobre los objetos y los sujetos, con lo que a su vez consigue denunciarla en su afirmación de necesariedad. La idea de necesidad que subyace en la de progreso –desmentido desde hace mucho tiempo como tendiente a la felicidad de sujeto como individual– ha sometido a los hombres a un nuevo estadio de barbarie diferente pero tan irrevocable como el destino natural. Si los hombres han producido la cultura entera para escapar de la naturaleza, del estado de pura autoconservación, produciéndose incluso a sí mismos como hombres y elaborando el concepto de humanidad, entendida no sólo como supervivencia sino como la felicidad de todos, han vuelto a caer en el hechizo y en el mito, en una segunda naturaleza, al abandonar, por el miedo que produce la idea de la recaída en el estadio de indiferenciación natural, la posibilidad de “pensar el pensamiento”. Así la humanidad se condena a la ceguera de la pura acción, de la pura supervivencia, en la medida en la que se vulnera aquel medio que le había permitido al hombre apartarse de la inmediatez y así transformar y actuar sobre lo dado.

En Dialéctica del iluminismo (1944), escrita con Max Horkheimer, aparece como parte de las posibilidades concretas del iluminismo, definido como “pensamiento en continuo progreso”, producir la regresión social porque el pensamiento, derivado del mito mismo, tiene además de un componente de superación y transformación, uno de mera afirmación de lo existente. El mito es siempre oscuro y evidente a la vez, en la medida en la que intenta explicar, también va a fijar, va a generar familiaridad y tranquilidad. La crítica que Adorno y Horkheimer formulan al iluminismo va a intentar arrancarlo de su propia ceguera, obligándolo a reflexionar sobre sí mismo. En el primer capítulo, “Concepto de iluminismo”, encontramos una protohistoria del hombre y su constitución como tal a partir del nacimiento de su conciencia. Aquí se va a mostrar a la razón como un modo específico de relación del hombre con el mundo que surge como una herramienta de la autoconservación. En este sentido va a aparecer no su lado “espiritual”, desinteresado, apartado de lo material, sino su origen violento, como dominación de la naturaleza y, por lo tanto, de los hombres.
Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la naturaleza y de los hombres. Ninguna otra cosa cuenta. Sin miramientos hacia sí mismo, el iluminismo ha quemado hasta el último resto de su propia autoconciencia. Sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro para traspasar los mitos (Adorno y Horkheimer, 1997:16–17)
La violencia que genera al pensamiento, y que este a su vez reproduce, es la violencia natural. El hombre produce su conciencia, se hace hombre, a partir de la repetición a la que la naturaleza lo somete para su propia autoconservación. La conciencia va a ser un producto tardío que se consolida mediante el lenguaje. El sujeto nace como tal en la sumisión primero a lo natural y después a lo social. Pero si en la repetición a la que lo somete la naturaleza aprende a conocerse a sí mismo, en término de sus propias capacidades en relación con lo otro y con sus congéneres, lo que conoce de las cosas no es a las cosas mismas, sino al modo en que las utiliza para sobrevivir. Al poner a funcionar el mundo cada vez como lo entiende, al someterse a la repetición de la naturaleza, el hombre va a someter a la naturaleza misma a la repetición, pero con otra lógica, la de su necesidad; así la va a ir transformando, porque sólo actualiza ciertas potencias y abandona otras. De esta manera, imperceptiblemente, siguiendo el dictum natural de la repetición, se va a pasar de la pura reproducción a la producción, de la pre–historia a la historia.
En este sentido, lo que el lenguaje va a lograr codificar es un modo de funcionamiento social, una manera particular de relación del hombre con el mundo. O sea, el lenguaje va a fijar un modo en que se presentan las cosas a los hombres, la utilidad y el uso que ellos le dan, no lo que las cosas son. Sometidas a la repetición, y a través del lenguaje, las cosas dejan de ser un en–sí y pasan a ser un para–él. Pero para que el lenguaje se consolide como tal y se vuelva mediación universal que saca al hombre del estado de indiferenciación natural, se va a ir produciendo una transformación no sólo en el modo de asociación entre los hombres sino en el modo de relación que los hombres tienen con las cosas mismas. La primera división del trabajo entre trabajo manual y trabajo intelectual va a marcar esa inflexión. La posibilidad de esta división se produce por la generación de un excedente material en una comunidad a partir de su organización que le permite a una casta no estar inmediatamente relacionada al trabajo, a la naturaleza. Esta separación real, que se va a traducir luego en la de amo y esclavo, va a ser la premisa de la abstracción. Estos grupos se van a volver los dominantes, los que organizan, y van a ir imponiendo mediante el lenguaje y la religión pautas claras de acción sobre el mundo, que van a ir apartando a los hombres del riego de caer en la indiferenciación natural al enfrentarse con la cosa como diversidad porque cada vez los obligan a enfrentarse con ella de la misma manera. Poco a poco el conocimiento de la cosa por asimilación, la mímesis, va a ser prohibida. En “Elementos del Antisemitismo” se especifica:
La educación social e individual refuerza al hombre en su actitud objetivadora del trabajo y lo preserva así de la posibilidad de ser reabsorbido por el ritmo de la naturaleza ambiente. Toda diversión, todo abandono, tiene algo de mimético. El yo en cambio se ha forjado a través del endurecimiento. Con su formación se cumple el paso del reflejo mimético a la reflexión controlada. En el lugar de la adecuación física a la naturaleza se coloca el ‘reconocimiento por medio del concepto’, la asunción de lo diverso bajo lo idéntico. Pero la constelación dentro de la cual se instaura la identidad (la inmediata de la mímesis como la mediata de la síntesis, la adecuación a la cosa en el ciego acto vital o la comparación de lo reificado en la terminología científica) siempre es la del terror. La sociedad prolonga a la naturaleza amenazadora como coacción estable y organizada que, al reproducirse en los individuos como autoconservación coherente, repercute sobre la naturaleza como dominio social sobre ella (Adorno y Horkheimer, 1997: 214).
La mímesis es un modo de acercamiento prerracional a la cosa por el que el hombre experimenta, en su imitación, las potencias de lo otro, pudiendo finalmente diferenciarlas de las propias. En ese mismo capítulo Adorno y Horkheimer explican que el hombre, para evitar morir, se queda quieto, imita a lo muerto; en esta imitación refleja entiende la diferencia entre lo que se mueve y lo que no, que luego traduce como lo vivo y lo muerto. Esta capacidad, a partir de la organización social, va a ir quedando cada vez más en manos de pocos, en la medida en que se vuelve un riesgo, porque no sólo hace al hombre experimentar lo ya conocido, sino que lo obliga y lo lleva a lo nuevo. En este sentido expone al hombre, que apenas está adquiriendo conciencia de sí en la repetición, a la posibilidad de perderse en la indiferenciación de la naturaleza. En “Concepto de iluminismo” se explica el origen del lenguaje como el pasaje del grito de terror con que el primitivo experimenta la complicación de la cosa, al modo en que se logra ver la repetición eliminando su complejidad al adjudicársela a un tercero, al mana, a la divinidad. La posibilidad de la construcción de la divinidad ya anuncia e inicia la separación de sujeto y objeto y la preeminencia del sujeto en el preanimismo en la medida en la que ya formula una diferencia entre apariencia y esencia, acción y fuerza. A su vez la divinidad es lo que va a convertir el lenguaje en tal:
Si el árbol no es considerado más sólo como árbol, sino como testimonio de alguna otra cosa, como sede del mana, la lengua expresa la contradicción de que una cosa sea ella misma y a la vez otra cosa además de lo que es, idéntica y no idéntica. Mediante la divinidad, el lenguaje se convierte de tautología en lenguaje. El concepto que suele ser definido como unidad característica de aquello que bajo él se halla comprendido, ha sido en cambio, desde el principio, un producto del pensamiento dialéctico, en el que cada cosa lo que es sólo en la medida en que se convierte en lo que no es. Ha sido esa la forma originaria de determinación objetivante, por la que el concepto y cosa se han separado recíprocamente (Adorno y Horkheimer, 1997: 29).
Mana, “lo que mueve”, va a terminar identificándose a través de la historia con el hombre, gracias a ese primer rasgo común: el que mueve, el que hace que la cosa se presente de tal o cual manera. El mana va a ir diferenciándose y se va a traducir en diversas divinidades que adquieren características cada vez más humanas. Los dioses preolímpicos van a ser directamente aquello que simbolizan, pero ya en los dioses olímpicos las potencias propias de las cosas van a pasar a ser sus cualidades. Finalmente se llega al dios único y al logos, como principio ordenador:
Es la identidad el espíritu y su correlato, la unidad de la naturaleza, ante la cual sucumbe la multitud de las cualidades. La naturaleza privada de sus cualidades se convierte en pura materia caótica, objeto de pura subdivisión, y el Sí omnipotente en mero tener, en identidad abstracta [...] Las múltiples afinidades entre lo existente son anuladas por la relación única entre el sujeto que da sentido y el objeto privado de este, entre el significado racional y el portador accidental de dicho significado” (Adorno y Horkheimer, 1997: 23)
Si bien el lenguaje es en su origen expresión dialéctica, cuando se estructura como tal, como sistema, se separa de la cosa. El valor en el lenguaje implica que algo no es por lo que es, su referencia a la cosa, sino por lo que no es, adquiriendo su significado en relación con los otros elementos del sistema. En este sentido, Adorno y Horkheimer dicen que la identidad de todo con todo se paga con que nada se parezca a sí mismo. A la salida de la prehistoria, el lenguaje se consolida como tal en la medida en la que se produce una división hacia su interior que reproduce la primera división del trabajo. Esta división va a originar la diferencia entre arte y ciencia, entre un conocimiento que de alguna manera se relaciona todavía con lo material a través de asemejársele, pero que por eso debe abdicar a su estatuto de conocimiento, y el conocimiento a partir de signos que va a originar el conocimiento científico. El hombre sólo va a poder conocer a partir del concepto, de lo desemejante. Entonces, por un lado, lo que va a pautarse a partir del lenguaje es la experiencia sobre el mundo. El lenguaje va a preformar la experiencia y va a decir qué es lo legítimo y que es lo ilegítimo. En este sentido la conciencia cumple, hacia el interior del mismo individuo, la separación sujeto–objeto. El cuerpo mismo va a ser denigrado y sometido, reordenado en una lógica necesaria a la supervivencia del grupo, va a ser domesticado para no cumplir con sus necesidades inmediatas, sino anteponer las necesidades comunales. La conciencia individual se origina como social en cada uno de los individuos que se afirman como tales a partir de cumplir su propia función en la sociedad que se va organizando y especificando cada vez más hasta constituirse en un sistema. Lo que entienden, lo que conocen, lo que pueden hacer, lo que potencian, viene dado por su cultura. En este sentido la ideología no es algo exterior, que cubre, sino el modo en que cada vez se hipostasia lo dado, confundiéndolo con lo natural, como lo único posible. Adorno, en Dialéctica negativa, al hablar del modo en que Marx entiende críticamente la historia como historia natural, en tanto es un proceso que, aunque desencadena la subjetividad, no está nunca al servicio del sujeto como individuo, sino de la autoconservación de la especie, dice:
Si esa ley es natural, es por su inevitabilidad bajo las condiciones dominantes de producción. La ideología no cubre el ser social con una capa separable de él, sino que le es interior. Su fundamento es la abstracción, factor esencial del proceso de intercambio. El cambio requiere que se prescinda de los hombres de carne y hueso y ello implica necesariamente hasta el día de hoy la apariencia social dentro del proceso vital real. El núcleo de la apariencia es el valor como cosa en sí, como naturaleza (Adorno, 1984: 353–354).
Un poco más adelante, dice: “Marx no sólo denuncia la transfiguración que Hegel opera, sino también la realidad a la que se aplica. La historia humana como historia de un creciente dominio de la naturaleza prosigue la inconsciente historia natural, el devorar y ser devorado” (Adorno, 1984: 354). En este sentido, vemos cómo el análisis de Adorno retoma a Marx. De la misma manera en que la cultura constituyó al hombre como tal y le permitió escapar de la naturaleza, lo hace recaer en ella en la medida en la que no logra concientizarlo sobre la violencia que implica de por sí la repetición de la coacción hacia el interior de la sociedad. Con la consolidación de las sociedades que van llevando hacia el capitalismo, el miedo mítico va a ir resurgiendo y se va a proyectar como tabú a todo conocimiento que no tenga utilidad inmediata. De esa manera se termina persiguiendo a la teoría misma acusándola de mitológica. Así el pensamiento va a dejar de cumplir con su primera función: la de poner distancia y negar lo inmediato. En este sentido se va a volver custodio de lo dado, reproducción y confirmación de lo existente, al no permitir ninguna otra experiencia que la pautada. En “El concepto de iluminismo” Adorno y Horkheimer dicen:
La eliminación de las cualidades, su traducción a funciones, pasa de la ciencia, a través de la racionalización de los métodos de trabajo, al mundo perceptivo de los pueblos, y asimila este de nuevo al de los batracios [...] Gracias a la mediación de la sociedad total que embiste contra todo impulso y relación, los hombres son reducidos de nuevo a aquello contra la cual se volvía el principio del Sí, la ley de desarrollo de la sociedad: a simples seres genéricos, iguales entre sí por aislamiento de la colectividad dirigida en forma coactiva (Adorno y Horkheimer, 1997: 53).
Lo interesante es que el hombre y la cultura no sólo surgen de la naturaleza como parte de ella sino que la transforman, transformándose a sí mismos de animales en hombres. Hay una mezcla indisoluble entre historia e historia natural, pero a la vez no pueden confundirse sin más, se limitan mutuamente. A partir de entender esto se advierte que, por un lado, no hay nada inmediato; que todo lo que se puede percibir está mediado; pero a la vez se comprende que no se puede revocar lo existente sólo a partir del pensamiento. Esto estaría dándole al hombre una supremacía sobre las cosas que no tiene. Justamente, parte de la mitología con la que somete la cultura al hombre está en generarle la idea de supremacía, cuando uno y otro se encuentran, cada uno individualmente, cada vez más sometidos. Si todo lo que se conoce está mediado, una crítica al conocimiento, mostrar sus límites desde adentro, desde la real experiencia subjetiva individual, es lo que va a reconfigurar la posibilidad de la experiencia y va a transformar lo social. Si el pensamiento, para existir, necesita de la identidad, de la detención a partir del concepto, no debe olvidar su carácter de devenido, de precario, de recorte. Pero a su vez ese recorte y esa reconfiguración no se realizan sobre la nada, las cosas no son la mera conciencia y deseo del sujeto. Esta posición implica un replanteo del problema sujeto–objeto. En el artículo “Sobre sujeto y objeto” de Consignas explica:
La separación de sujeto y objeto es real e ilusión. Verdadera porque el dominio del conocimiento de la separación real acierta a expresar lo escindido de la condición humana, algo que obligadamente ha devenido; falsa, porque no es lícito hipostasiar la separación devenida ni transformarla en invariante. Esta contradicción de la separación de sujeto y objeto se comunica a la teoría del conocimiento. En efecto, no se los puede dejar de pensar como separados; pero la [pseudos] de la distinción se manifiesta en que ambos se encuentran mediados recíprocamente: el objeto mediante el sujeto, y, más aun y de otro modo, el sujeto mediante el objeto (Adorno, 1993: 144).
Como vimos, esta separación, en tanto permite la abstracción y la salida del hombre del estado de indiferenciación natural, es algo que se ha producido. Pero a su vez, no producir una crítica sobre ella es hipostasiar la separación que es lo que lleva al pensamiento a la regresión, en la medida en que cancela la posibilidad de la experiencia. Adorno sortea el tabú mítico que obliga al hombre a mantenerse en su pureza, al explicar que el sujeto es objeto en la medida en que es lo conocido por la propia conciencia y que es un algo ahí, o sea, que no existe más que abstractamente la idea de subjetividad sin cuerpo. A su vez el objeto es sujeto en la medida en que sólo puede ser conocido mediante la subjetividad, pero a su vez siempre es lo opuesto porque nunca es conocido completamente. En el modo en que se median mutuamente se mantiene la disimetría. Esto le permite por un lado superar a Kant y por el otro a Hegel, conservándolos a su vez. Que el sujeto esté mediado y sea a su vez objeto invalida la idea de que lo pensado sea sólo subjetivo. Lo subjetivo va a ser aquello que se talla y encuentra su límite real en lo otro. A su vez, la experiencia es posible en tanto subjetiva, en tanto un hombre frente a una cosa, en la medida en la que son similares en su materialidad real. Pero sujeto y objeto no son nunca iguales exactamente, aunque puedan tener similitudes. Esto evita que se vuelvan abstractos, que la identidad que se consigue a partir del lenguaje sea igual a la cosa que comprende. En ese sentido, en la dialéctica negativa no puede existir la síntesis o, mejor, la dialéctica negativa se propone desandar la violencia de la identidad intentando ir desde la identidad a lo diferente que aún se puede y se debe intentar encontrar. En Dialéctica negativa Adorno dice explícitamente: “a la dialéctica le corresponde perseguir la disparidad entre pensamiento y cosa, y experimentarla en esta” (Adorno, 1984: 156).
La filosofía va a ser la encargada de reflexionar sobre el conocimiento y criticarlo. En la medida en que no existe un ente inmediatamente, la filosofía empieza por el concepto. En la negación determinada entre el concepto universal y el particular aparecerán en la reflexión filosófica, o sea, a través del sujeto, aquello que se había cercenado. En Dialéctica negativa se explica así:
Lo que existe en particular ni coincide con su concepto general, el de existencia, ni es indescifrable [...] En vez de existir simplemente para sí, es en sí su otro y está unido a ello [...] Lo que es, es más de lo que es. Este plus no le es impuesto, sino inmanentemente en cuanto expulsado de él. En este sentido lo diferente sería la propia identidad de la cosa contra sus identificaciones. Lo más intimo del objeto se muestra a la vez como lo externo de este; su cerrazón, como apariencia y reflejo de un procedimiento que identifica y fija. Ahí lleva la insistencia pensante en lo individual aplicada a su esencia en vez de al universal que representa. La comunicación con lo otro se cristaliza en el individuo que está mediado por ella en su existencia (Adorno, 1984: 164).
El pensamiento filosófico devuelve la posibilidad de lo diferente a partir de una entrega del filósofo, como sujeto individual y por tanto capacitado de experiencia, a su objeto pensado no como universal, sino como particular histórico. En este sentido, la exposición filosófica arranca al concepto de su marco discursivo habitual. No se lo usa como mera designación, no aparece con un fin determinado, sino que se bucea en él construyendo una constelación a partir de otros conceptos y otros modos de usar ese concepto que puedan dar cuenta de sus límites y alcances históricos. En tal manera, Adorno va a pensar el ensayo como la forma privilegiada del pensamiento filosófico y va a decir que la filosofía es esencialmente lingüística, siendo su tarea específica reflexionar sobre el lenguaje:
El objeto se abre a una insistencia monadológica, cuando ésta es consciente de la constelación en la que él se encuentra. La posibilidad de abismarse en el interior requiere de ese exterior. Pero una tal universalidad inmanente de lo singular existe objetivamente en forma de historia sedimentada. Esta se encuentra en lo singular y fuera de ello, abarcándolo y dándole lugar. Percibir la constelación en que se halla la cosa es lo mismo que descifrarla como la constelación que lleva en sí en cuanto producto del devenir. A su vez la separación radical entre interior y exterior se halla condicionada históricamente. El único saber capaz de liberar la historia encerrada en el objeto es el que tiene en cuenta el puesto histórico de éste es su relación con otros, el que actualiza y concentra algo ya sabido transformándolo. Conocer el objeto con su constelación es saber el proceso que ha acumulado. El pensamiento teórico rodea en forma de constelación el concepto que quiere abrir, esperando que salte de golpe un poco como la cerradura de una refinada caja fuerte: no con una sola llave o un solo número, sino gracias a una combinación de números (Adorno, 1984: 166).
 
Bibliografía
Adorno, Theodor W., Dialéctica negativa. Trad. de José María Ripalda. Madrid: Taurus, 1984.
—, Consignas. Trad. de Ramón Bilbao. Buenos Aires: Amorrortu, 1993.
— y Horkheimer, Max. Dialéctica del iluminismo. Trad. H.A. Murena. Buenos Aires: Sudamericana, 1997.

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