23/11/2024
Por Pelzer Jürgen
A László Sziklai in memoriam
I
György Lukács presenció desde muy cerca el ascenso del fascismo en Alemania. Tras años de actividad como funcionario ilegal del partido en Austria y una corta estadía en Moscú, donde trabajó en el Instituto Marx-Engels, vivió desde 1931 a 1933 en Berlín, donde estuvo activo ante todo en la Asociación Protectora de Escritores Alemanes (SDS), así como en la Liga de Escritores Revolucionario-Proletarios (BPRS). En marzo de 1933, tras la conmoción por la instauración de la dictadura nazi, abandonó Alemania para comenzar un exilio de muchos años en la Unión Soviética. Ya en agosto de 1933 escribió un primer estudio detallado para analizar el surgimiento de la ideología fascista. En el prólogo, resalta el “carácter combativo” de este escrito.[1] En este momento, Lukács da por sentada todavía la relativa apertura de la situación política, es decir, considera posible que el fascismo fracase a causa de sus contradicciones, de la falacia de sus consignas y promesas demagógicas. Tanto más importante parece un análisis que descubra las contradicciones de la propaganda fascista y que, al mismo tiempo, esclarezca la situación que exige una decisión política. En el análisis se demuestra, ante todo, cuán entrelazada está la ideología fascista con una filosofía burguesa en decadencia, inclinada a conceptos irracionalistas y mitificadores. De lo último también forma parte la ideología del SPD [Partido Socialdemócrata Alemán], orientada a un capitalismo “racional”, a la que Lukács impone el infame veredicto de socialfascismo.
En primer lugar, ante la escalada de los pronunciamientos mayormente nebulosos, confusos y caóticos de los nazis, Lukács se pregunta si en realidad existe una “visión de mundo” fascista. De hecho, se trata de propaganda, que hace promesas a distintos grupos y estratos sin preocuparse por la coherencia. La buena propaganda, como se dice cínicamente, es la propaganda efectiva. Así, los nazis prometen el socialismo a los trabajadores, el respeto de la propiedad y el punto de vista de los dominadores a los capitalistas, y, al mismo tiempo, declaran que, gracias a su dominio, se introducirá una reconciliación general de clases. Si uno busca una base filosófica, se topa con un eclecticismo apenas oculto. Aquí, los nazis pueden servirse de aquellas múltiples tendencias y corrientes filosóficas que se iniciaron después de 1848 para disimular o encubrir el abandono de los ideales democráticos. Sin embargo, el problema frente al cual se encuentran las clases dominantes hacia 1930 es uno sumamente grave: la crisis, que tiene un impacto especialmente catastrófico en Alemania, la miseria masiva de los trabajadores y de estratos pequeñoburgueses, así como el ánimo anticapitalista de las masas, reclaman una respuesta eficaz y contundente. En esta crisis, los nazis son más exitosos que el SPD, que pierde parte de sus bases, y más exitoso que los partidos conservadores tradicionales. Su programa es original, en el sentido de que parece tomarse en serio la exigencia de una “completa subversión de las relaciones” y, al mismo tiempo, promete una reconciliación de las clases, dado que en una verdadera “comunidad del pueblo” ya no habría más clases. La promesa se vuelve una activación de todos aquellos estratos que deben ser desviados de sus instintos anticapitalistas. Esta activación, por cierto, debe mantenerse en el marco de una “democracia germánica” (48), en la que “hombres de confianza” velan por las “reglas y reglamentos” correspondientes para garantizar la autoridad necesaria. Del lado burgués –aquí esto ya es evidente–, semejantes objetivos difícilmente pueden llevarse a cabo con eficacia. La oposición es solo una oposición aparente, con lo cual los nazis cuentan con la ventaja de presentar algo en gran medida nuevo. Pero la estrategia de los nazis no solo se debe a la crisis capitalista: las respuestas y objetivos también proceden del arsenal de la ideología burguesa, de manera que Lukács puede hablar de un proceso de “fascistización” de los partidos burgueses (51), que se acomodan (quizás no en la forma, pero sí en la sustancia) a la ideología fascista.
A pesar de la presunta “revolución”, que, por cierto, fue revocada pronto, se trata de una defensa de las relaciones de dominación capitalistas –este es el objetivo encubierto del fascismo–. La apología encubierta tiene su tradición en Alemania. La insatisfacción con las relaciones se puede confrontar de distintas maneras, por ejemplo, recurriendo a una especie de ideología del destino o, también, remitiéndose a un futuro lejano. Es particularmente común la esperanza en un Estado visto de manera abstracta, que se preocupa por la justicia compensadora. En Alemania, esta concepción se encuentra en Karl Rodbertus, por ejemplo, pero también en Ferdinand Lassalle y Johann Baptist von Schweitzer, o sea, ya en los comienzos del movimiento obrero. La crítica a los efectos negativos del capitalismo también puede expresarse como crítica de la cultura romántico-reaccionaria: en lugar de las relaciones sociales, se critica el filisteísmo de la burguesía asentada y la ineficacia de una literatura y una filosofía clásicas antes progresistas. En lugar de la cultura, ahora la propiedad cumple el rol decisivo unilateralmente. En este contexto, Friedrich Nietzsche aparece como crítico de un presente “decadente” que él acepta sin duda como “destino”, pero que quiere superar, por otra parte, en el sentido de una superhumanidad futura. Desvía de la crítica al presente, cuyo carácter económico permanece sin ser examinado. Para sus seguidores, él es el agudo crítico de la época y el visionario profético de un futuro superador de toda decadencia. Por momentos resulta evidente cuán extremo es el apoyo de Nietzsche a toda forma de explotación. Si bien critica la destrucción de la cultura, la atomización y la descomposición de los valores, sueña, en vísperas del imperialismo, con una Alemania "más europea" que se corresponda con la "verdadera Alemania", en la que los antagonismos de clase se resuelvan en el sentido de una jerarquía militar. En lugar del dueño de fábrica burgués, decadente, obeso y filisteo, él prefiere una naturaleza de dominador nacida para mandar. A Nietzsche (todavía) no se le ocurre la idea de una comunidad del pueblo. En cambio, prefiere el “tipo fuerte”, el “ser humano de tipo superior”. A él habrá de pertenecerle el futuro.
Esta clase de conceptos no se limita a Nietzsche. En Alemania, las tradiciones democráticas son marginales, pero el déficit democrático no se critica, sino que se ve como una ventaja de Alemania; esto se puede ver todavía en 1914, por ejemplo, cuando las "ideas de 1914" son contrapuestas a las de 1789. Recién en el transcurso de la Primera Guerra Mundial se encuentran voces como la de Max Weber, por ejemplo, que creían que una Alemania más liberal conduciría a un imperialismo más eficaz. Otros barajaron el concepto de un imperio social o de una cosecha mejorada de líderes, con su correspondiente carisma. La crítica, sobre todo en los años veinte, no se dirige entonces contra el capitalismo, sino que busca formas de dominio que sean compatibles con él, que lo fortalezcan. Por lo demás, el capitalismo es explicado a partir de su ideología (pensamos en Max Weber, pero también en Georg Simmel). La economía, que sigue a la “mecánica”, se considera el destino (como lo formuló el liberal Walther Rathenau), cuya "desgermanización" debe ser contrarrestada mediante una "cultura germánica". Oswald Spengler también procede de manera apologética, sostiene el punto de vista de una mitología de la historia según el cual los círculos culturales ascienden y declinan, con lo cual la “cultura fáustica” se encuentra aún en proceso de consumación. Por eso, Spengler está al acecho de nuevos Césares cuya existencia pueda evitar o retrasar lo ya dado fatalmente. Para restaurar la cultura (con lo que se alude a los valores del pasado feudal precapitalista: Iglesia, nobleza, dinastías, etc.) se necesita por cierto un barniz de novedad, que se logra, por ejemplo, con una “segunda religiosidad” que se oponga al pensamiento científico. La exigencia de una “revolución desde la derecha” (Paul Freyer) permanece al principio todavía apagada, pero en el escrito programático que lleva ese título se aclara que el rol estabilizador del sistema del SPD se agotó. Alfred Rosenberg elabora luego ese programa y, siguiendo a Nietzsche y a Spengler, atribuye la "decadencia" al afán de ganancia de los trabajadores (incitados por los judíos, por el capital voraz), que, consecuentemente, no desarrollaron un sentido de comunidad. Además, Rosenberg promete un capitalismo mejor organizado y un levantamiento revolucionario. Las promesas de este tipo se dirigen al desconcierto masivo de amplias masas. Por supuesto, el sistema del capitalismo no se toca.
Lukács también ve un precursor del fascismo en la llamada filosofía de la vida, aunque sus representantes no hayan sido necesariamente conscientes de ello en el plano subjetivo. Esta corriente se inicia a la vista de las devastaciones del capitalismo, pero permanece en un anticapitalismo romántico, que puede expresarse, por ejemplo, en una retirada individual. El capitalismo, por cierto, no se ve afectado por eso. Los puntos centrales de la filosofía de la vida (difundida también en Francia o Inglaterra) son, entre otros, la reducción de los “problemas del mundo” a la oposición abstracta entre vida y petrificación, una visión subjetivista de la “unicidad” del desarrollo histórico y de la singularidad de los temas históricos, una conducta subjetiva diferente, que se puede alcanzar, por ejemplo, mediante la intuición. Esto tiene consecuencias para la epistemología, que ahora solo puede ser practicada por “espíritus selectos”. Esta epistemología “aristocrática” es una vieja herencia del Romanticismo. Tanto la fenomenología de la escuela de Husserl como también la psicología “comprensiva” de Wilhelm Dilthey están filosóficamente influidas por esas posiciones. Sin embargo, aquí ha desaparecido el carácter rebelde que todavía era propio del Romanticismo temprano. Si bien la “vida” se contrapone a lo mecánico del capitalismo, el propio capitalismo también es lo puesto en movimiento. La “vida” tiene entonces una doble cara. Metodológicamente, se permanece en el subjetivismo de la intuición o de la vivencia primordial, o uno se dedica a fenómenos individuales sin reflexionar sobre sus relaciones sociales. También la filosofía existencialista, la “cumbre más alta de la doctrina de la intuición” (96), se encuentra también aquí sin poder esclarecer la esencia de la existencia. La filosofía de la vida y el renacimiento del Romanticismo (tardío) delatan así una creciente irracionalización de la filosofía burguesa, que solo “sublima” los problemas sociales de forma mitologizadora. Para el profesor fascista de pedagogía Alfred Baeumler, el “romántico” solo quiere “acercarse a lo eterno que está al comienzo del acontecer” (101). Para él, la evolución del Romanticismo hacia lo abiertamente reaccionario es la herencia que quiere reclamar el fascismo. Por cierto, también en el pensamiento fascista se mantiene la referencia positiva hacia el capitalismo, como puede verse, por ejemplo, en El trabajador, de Ernst Jünger, que se presenta como antiburgués para así proyectar un “capitalismo organizado” y una sociedad de clases indiferenciadas (en la que todos son trabajadores). De esta manera, el capitalismo monopólico debería ser superado por un supuesto socialismo. Apoyado en una filosofía de la vida romántica, el mundo de los burgueses “petrificados” debería aquí apuntar a lo “vivo” del mundo técnico-capitalista del futuro. Al mismo tiempo, a la paz muerta del mundo burgués se le contrapone la vivencia del combate, la “movilización total”. Así, la filosofía de la vida es, como señala Lukács, la “forma de expresión ideológica necesaria del capitalismo monopólico parasitario” (108). Un teórico como Alfred Rosenberg puede encajar aquí sin problemas. Para mantener a raya a los diversos seguidores, aboga por una nueva religión, ya que la vieja Iglesia no está cercana al pueblo, y por un líder carismático que asegure primero la toma del poder y deje luego la ejecución de la política a un hombre de acción, a un ser correspondiente al “tipo Moltke” (113).
Para analizar el surgimiento de la ideología fascista, Lukács se remonta a los procesos sociales generales y al desarrollo desde mediados del siglo XIX. La creciente tendencia al irracionalismo es, en última instancia, un síntoma de un desarrollo social caracterizado por el hecho de que la burguesía abandonó sus ideales democráticos en 1848 y se encuentra en una posición defensiva de cara a las crisis periódicas del capitalismo. (Lukács se ocupa de estos contextos sobre todo en el segundo estudio, de 1941/1942). Desde el cambio de siglo, la socialdemocracia orientada al revisionismo también se muestra como un sostén del capitalismo, en tanto aprueba los créditos de guerra el 4 de agosto de 1914, sofoca la revolución en 1918/1919 y está al frente de muchos de los gobiernos de la República de Weimar. De acuerdo con la caracterización hecha por Stalin, Lukács le impone el veredicto de socialfascismo, para expresar así que de lo que se trata, en última instancia –como en el fascismo–, es de un apoyo al capitalismo. (El concepto polémico ya es lingüísticamente desafortunado, porque los políticos y seguidores del SPD no se veían a sí mismos como una variedad de fascistas e, incluso, se sentían excluidos como aliados antifascistas). El SPD se había despedido de la revolución hace mucho tiempo. El objetivo del supuesto socialismo había sido proyectado a la lejanía, ya sea porque se lo espera del Estado (o incluso de la guerra), ya sea porque de alguna manera se llega a él. Según Eduard Bernstein, la meta a secas es nada, el movimiento lo es todo. Si se siguen las declaraciones de los años veinte, siempre se habla sobre la razón, se condena la demagogia irracionalista, con lo que se alude, sin embargo, a las “masas no ilustradas”, por ejemplo, que, siguiendo sus “bajos y malos instintos”, se dejan arrastrar a la revolución o dan rienda suelta a sus sentimientos anticapitalistas. Razón, entonces, significa en última instancia la adaptación a las circunstancias de la República de Weimar, así como, principalmente, la orientación a un capitalismo orgánico. El camino hacia allí puede seguirse hasta los años de preguerra. En este contexto, la capitulación ante el capitalismo es particularmente grave, pues desorienta a millones de trabajadores por muchos años, los hace creer que ella sigue sosteniendo el socialismo, mientras que en realidad apoya la guerra, el imperialismo y la gestión capitalista de la crisis. Así, la supuesta razón favorece finalmente al irracionalismo dominante. La esperanza en un capitalismo “racional” prueba ser una ilusión, como se demostró con toda claridad en 1929. En lo sucesivo, el SPD perdió partes de su electorado, con lo cual también se volvió evidente para los círculos dominantes que el partido solo podía ayudar de manera limitada en la adquisición de una base de masas. El concepto desacreditado de socialismo podía ahora ser usurpado fácilmente por el Partido Nacionalsocialista y cargado con contenido demagógico. Lukács juzga polémica y duramente al ver al SPD como precursor del fascismo. No solo “contuvo a las masas de luchar contra el fascismo” y “no solo promovió, en parte activamente, en parte mediante la tolerancia, el proceso económico, político e ideológico de fascistización Alemania”, sino que también, en última instancia, empujó a las masas desesperadas y retrógradas a los brazos del fascismo” (123 s.). La repetida apelación a la razón condujo a desarrollos desastrosos en casi todos los ámbitos. Pero tampoco podía esperarse una corrección del rumbo, como señala Lukács sarcásticamente, cuando algunos de los políticos del partido o sindicalistas fueron enviados a los primeros campos de concentración. El bolchevismo se consideraba una ideología totalitaria, a la que no se quería adherir de ninguna manera. El revisionismo del SPD, por su parte, está estrechamente ligado a corrientes burguesas como el neokantismo o la filosofía de la vida, que socavaron durante mucho tiempo la conciencia de clase de los obreros y tuvieron una influencia en parte aburguesante, en parte filistea. Como en 1933 ya no podían proporcionar la base de masas para un apoyo al capitalismo, círculos y estratos cada vez más grandes se orientaron al Partido Nacionalsocialista, que prometía una verdadera “revolución”, un “socialismo alemán”, con lo cual, por cierto, se pretendía desde el comienzo una revolución aparente o un socialismo aparente, como se debió constatar ya en el verano de 1933.
En las dos últimas secciones de su estudio, Lukács analiza la lucha contra la cientificidad en la filosofía académica y la tendencia cada vez mayor a mitificar la historia, la sociedad y la política. Se quería limitar la influencia del pensamiento científico, no existían investigaciones racionales sobre el capitalismo, los análisis sociológicos, como por ejemplo la sociología de Karl Mannheim, se bloqueaban a sí mismos al impedir todo pensamiento causal y reemplazarlo con un “relacionismo”. Los fascistas pudieron vincularse con relativa facilidad a las posiciones de la filosofía de la vida y decretaron entonces que de lo que se trataba de todos modos no era de una filosofía o sociología de desarrollo lógico, sino de “síntesis místicas, profesiones de fe anímicas y raciales”, o de “una profesión de fe a favor de los valores del carácter” (158). Incluso el concepto de “intelectualidad flotante” era compatible con el culto al Führer. Hegel y Goethe, entre otros, fueron aproximados al Romanticismo irracional para poder ser mejor asimilados. Sin embargo, autores como Rosenberg permanecieron escépticos, ya que Hegel era considerado un simpatizante de la Revolución francesa y, además, representaba un Estado ilustrado, lo cual contradecía el concepto popular fascista. Por cierto, es interesante lo rápido que los nazis quisieron orientarse hacia la razón, es decir, hacia el interés de clase del capital, tras conseguir el poder: así, Robert Ley, del Frente Obrero Alemán (DAF), declara que sólo la revolución nacionalsocialista es una revolución verdadera, la cual, por cierto, debe ser “creída” y no puede ser comprendida racional o conceptualmente.
Si se busca una fórmula para la ideología fascista, el concepto de “mito” es probablemente el más revelador. A diferencia de la Antigüedad, cuando los mitos eran un recurso provisional para explicar el mundo, los mitos modernos han sido ciertamente concebidos con premeditación. Aplicados a la sociedad, ocultan las verdaderas circunstancias. La historia concreta se elimina, el origen y el desarrollo se separan. Marx habló de la “ficción lingüística” que superpone o desplaza los nombres correctos de las cosas (193). En el mito se condensan los componentes caóticos, irracionales del fascismo. En el mito autoproducido de una revolución se oculta el hecho de que se hace creer a millones de personas en una revolución aparente, cuyo objetivo es la estabilización de las relaciones capitalistas. Nietzsche, como creador ejemplar de mitos, sugirió con el mito futuro del superhombre un quiebre radical en la historia y, además, construyó un conflicto entre consciencia e inconsciencia para distinguir entre el entendimiento de los señores y el entendimiento del rebaño. Con Spengler, por último, se mitifica toda la historia universal. Su significado sólo se revela a quien es capaz de leer los símbolos. Para Spengler tampoco existe una ciencia en sí misma, sino sólo formas de expresión de círculos culturales concluidos interiormente que, dado el caso, pueden continuar desarrollándose. Para Rosenberg, que sigue en gran parte a Spengler, el “último saber posible de una raza” se encuentra ya en su primer mito religioso. Un capitalismo entendido míticamente es simplemente destino encubierto. También es mítica la unidad entre capital y trabajo y, de este modo, el “socialismo” alemán sostenido racialmente, que, por cierto, no resiste sin autoridad, sin la dosis necesaria de terrón de azúcar y látigo.[2] Es mítica la supresión de las barreras de clase, el concepto del interés general, que el Estado fascista establece e impone. En el verano de 1933, tales construcciones ideológicas le parecían a Lukács tan insostenibles ante la realidad de la continua miseria de las masas, que él espera que las contradicciones “estallen” (216 s.).
II
Las circunstancias durante la redacción del segundo estudio no podían ser más diferentes. La situación ya no está abierta, el fascismo alemán ha triunfado. Tampoco el frente popular, la reunión de las fuerzas antifascistas, incluidos los opositores burgueses y socialdemócratas, pudo detenerlo. En cambio, el fascismo hitleriano cubrió toda Europa con sangrientas guerras de agresión y de saqueo. En 1939 la Alemania de Hitler invade Polonia, en 1940 a Francia y también Bélgica, Luxemburgo, los Países Bajos, Dinamarca y Noruega, en 1941 a Yugoslavia, Grecia y, en junio, la Unión Soviética. Esto representa un sinnúmero de masacres bestiales. Además, comenzó el asesinato sistemático de judíos y otras minorías que no encajaban en el concepto de un imperio colonial en Europa del Este. Lukács no escribe en esta situación un escrito de combate (como en 1933), sino una especie de retrospectiva y al mismo tiempo un escrito programático para la época posterior a la guerra. La pregunta que se hace en 1941/1942 –evacuado a Taschkent con su familia– es: “¿Cómo se convirtió Alemania en el centro de la ideología reaccionaria?”. Se trata de la imagen irreparable de Alemania, que se reveló como tierra de “jueces y verdugos”: ¿Alemania fue conducida a la locura durante años por un clan criminal? ¿O acaso la mayoría de los alemanes, que siempre participaron de buena gana en todas las guerras, asaltos, orgías asesinas, campañas de saqueo, son notorios criminales habituales que también deben mantenerse en cuarentena tras el fin de la guerra? Dicho de manera más optimista: ¿hay alguna chance de una reconstrucción y, en qué se apoyaría?
El libro está escrito después de la derrota de Hitler ante las puertas de Moscú, pero todavía antes de la batalla decisiva en Stalingrado. Para Lukács, la derrota definitiva del fascismo es previsible, sin embargo, los conceptos ideológicos que lo posibilitaron continuarán siendo efectivos si no son analizados y comprendidos. Por eso, Lukács aboga por una investigación del desarrollo cultural y social general. Un rechazo de la cultura alemana en bloc le parece tan problemático como un “business as usual”, una unión ciega a los grandes valores culturales que, en última instancia, deja a uno indefenso frente a los ataques de la reacción. Si se considera “neutral” por ejemplo a alguien como Friedrich Nietzsche, difícilmente se reconozcan los peligros actualmente amenazantes de las tendencias reaccionarias o neofascistas. De esta manera, la democracia que se instaure tras el derrocamiento del fascismo –sea del tipo que sea– está en peligro. Las tradiciones culturales, entonces, deben ser investigadas, sobre todo, la pregunta por cómo un pueblo de la cultura, el supuesto pueblo de los poetas y pensadores, se convirtió en una nación que personifica la violencia desnuda, guerras de saqueo sin escrúpulos y atrocidades inimaginables.
Desde el comienzo, Lukács destaca que, desde el punto de vista de la historia de las ideologías, las posiciones promovidas por el humanismo clásico –representado por protagonistas como Lessing, Goethe, Schiller y Hegel– fueron atacadas sistemáticamente por los nazis. Este proceso de destrucción ya había comenzado antes; autores nazis como Alfred Baeumler o Alfred Rosenberg aportan esencialmente solo una “síntesis” demagógica. Nietzsche, Arthur Schopenhauer, Oswald Spengler y otros prepararon el terreno para ello con sus conceptos y su crítica a la razón humana, a la idea de progreso y a las representaciones de humanidad. Así, la línea de batalla queda claramente trazada. Pero Lukács no se restringe solamente a la crítica de las ideologías, sino que fundamenta sus consideraciones en un análisis materialista-histórico que muestra qué condiciones sociales provocaron que Alemania no hubiera desarrollado fundamentos democráticos, sino que terminara finalmente en una tiranía imperialista que se apoya ideológicamente en conceptos míticos de raza.
El camino histórico de Alemania debe entenderse ante todo a partir de las constelaciones de clases que surgen a causa de diversos sucesos como el aplastamiento de los levantamientos sociales durante la Guerra de los Campesinos en el siglo XVI, la fragmentación nacional cimentada en la Guerra de los Treinta Años y el atraso económico resultante. La burguesía y la pequeña burguesía permanecen débiles, el compromiso de clase con la nobleza terrateniente perdura hasta el siglo XIX: causa de la miseria alemana. Ideológicamente, la burguesía puede aprovisionarse para la lucha por el poder, sin embargo, el entusiasmo por la Revolución francesa (pensemos en Kant o Hegel) no se traduce en política práctica. En lugar de eso, tiene lugar la conquista a través de Napoleón, lo que el historiador marxista Franz Mehring caracteriza como la toma de la Bastilla alemana. Las llamadas Guerras de Liberación conducen a un nacionalismo atravesado por factores reaccionarios, y a una fase de la Restauración que se caracteriza nuevamente por un compromiso de clase entre la burguesía económicamente ascendente y el feudalismo.
También en 1848 se deja pasar la oportunidad de una democratización, se le teme al nuevo estrato del proletariado y se opta por un Estado nacional construido en 1871 bajo el liderazgo autoritario prusiano. El nuevo Estado, a diferencia del francés, por ejemplo, no es de carácter burgués, no es el resultado de una lucha contra el feudalismo. La burguesía, interesada en el auge capitalista, pudo alcanzar sus objetivos sin una revolución. Así, persiste el déficit democrático. Al mismo tiempo, los eslóganes nacionalistas, como en 1813, tendían al chovinismo. Alemania, entonces, permaneció atrasada. La burguesía traicionó su propia revolución. En lugar de la unidad mediante la libertad, eligió la unidad antes de la libertad, en lugar de la incorporación de Prusia a Alemania, aceptó una prusianización de toda Alemania.
Esta tendencia continuó después de 1871 bajo la “monarquía bonapartista” que, si bien posibilitó el progreso económico, admitió solo un parlamentarismo aparente. Las tradiciones democrático-evolutivas no tienen chances, incluso se desarrollan cada vez más las tendencias de la falsificación histórica, de la glorificación, de la “germanización” del atraso propio. El movimiento obrero, orientado a la “monarquía social” de Ferdinand Lassalle, tampoco puede conseguir una democratización, y no aprovecha la oportunidad para una reunión de las fuerzas democráticas. Por el contrario, el movimiento obrero persiste en un reformismo que espera mejoras de parte del Estado.
El ingreso de Alemania en la era imperialista se realiza entonces bajo circunstancias sumamente desfavorables, incluso, se trata de un retroceso. La miseria alemana continúa a una escala superior. Al retomar la crítica intrademocrática de Occidente, el propio camino no democrático, a su vez, se germaniza. Los rasgos snob-aristocráticos y conservadores se incrementan, el sometimiento y el servilismo son su reverso en cuanto “virtudes alemanas”. Hacia afuera, por cierto, se actúa pretenciosamente, se expone un imperialismo agresivo, “hambriento”, que se percibe justificado en base al éxito económico. Un ejemplo notorio de este nacionalismo estrecho de miras son las conocidas “Ideas de 1914” del economista político Johann Plenge.
La derrota bélica de 1918 tampoco trae un cambio radical. Si bien hay un cambio de sistema, el ala izquierda del movimiento obrero, a diferencia de lo que ocurre en Rusia, es demasiado débil para introducir una democratización profunda. Por el contrario, tanto la socialdemocracia como los partidos burgueses de izquierda persisten en ideas de orden y reformismo, defraudando así las expectativas de amplios estratos de la población. De aquí pueden partir con éxito las agrupaciones conservadoras de derecha y fascistas. A su vez, una constitución social antidemocrática, el esplendor y la gloria de Prusia, es vista como una “gran época”, como garante asimismo de la grandeza futura. La izquierda tiene poco para contraponerle, y se presenta además frecuentemente como antinacional, con lo que impide una ampliación de su base de masas.
¿Cuál es el papel, entonces, del humanismo clásico? ¿Por qué Lukács le concede tanto peso como para que haya que remontarse a él después de la superación de la tiranía fascista? ¿El Clasicismo alemán no fue un fenómeno aislado? ¿No debe verse también en el contexto de la miseria alemana? Lukács destaca desde el comienzo el carácter abarcador del humanismo clásico, que él comprende como punto cúlmine y síntesis de la Ilustración europea. El Clasicismo alemán, en este sentido, es “el reflejo ideológico” de la Revolución francesa (267).
Lukács establece así una relación fundamental y se dirige contra los intentos habituales de separar política y cultura, Ilustración y Clasicismo, literatura alemana y europea. El humanismo clásico debe verse como movimiento de oposición, como el intento de una reunión de fuerzas burguesas contra el absolutismo de los pequeños Estados. Naturalmente, había algo contradictorio en este movimiento, pero prevaleció lo común, como Lukács muestra en las obras cumbres de la literatura y la filosofía. El humanismo clásico no fue revolucionario y, en algún aspecto, estuvo marcado sin duda por las condiciones de estrechez y retraso de Alemania. Sus aspiraciones tampoco excedían los límites de una sociedad todavía determinada por el período de la manufactura. Goethe y Hegel murieron antes de que comenzara plenamente el desarrollo de una economía capitalista. Elaborando los resultados de la Ilustración francesa e inglesa, alcanzaron un alto nivel reflexivo y artístico. Si bien hay reparos contra la fase jacobina de la Revolución, la valoración general sigue siendo positiva. Pensemos en el elogio que hace Hegel de la Revolución como una “espléndida aurora”, o expresión de un “entusiasmo del espíritu”, del que tampoco se sustrae Goethe. Algo similar ocurre con la admiración por Napoleón, al que se considera no solo un “genio”, sino también ejecutor de la Revolución. El desarrollo francés, analizado exhaustivamente, demuestra cuán contradictorio es el progreso. Esto tiene consecuencias para la concepción de la naturaleza y la sociedad. Goethe y Hegel llegan a una concepción dialéctica según la cual en lo negativo no debe verse solo aquello que debe ser negado (como hacía la Ilustración temprana, que medía el desarrollo según el principio de la razón), sino una fuerza motriz del desarrollo humano.
Las posiciones alcanzadas son sostenidas no solo frente a tendencias de una Ilustración esquemática, sino también frente al Romanticismo reaccionario que glorifica la Edad Media, añora las condiciones precapitalistas, defiende jerarquías teocráticas y subordina el pensamiento y el arte a la religión. El Clasicismo, por el contrario, se conecta con el humanismo de la Antigüedad y del Renacimiento, que resalta ante todo el potencial del desarrollo humano. En términos políticos, el Romanticismo no solo toma partido en contra de Napoleón, sino también en contra de las tendencias reformistas de esos años. La mayoría de los románticos también apoya el nacionalismo proclive al chovinismo de las Guerras de Liberación, y muchos de ellos aterrizan luego en el misticismo religioso. Si bien los representantes del humanismo clásico tampoco son materialistas, su visión de la historia prescinde de Dios y es dialéctica. Por eso, para Lukács el humanismo clásico es la ideología del “estrato más progresista de la Alemania de entonces” (281), un estrato que hay que incluir en la burguesía ascendente y todavía no comprometida, que se orienta sistemáticamente a los conceptos emancipatorios del Renacimiento y la Ilustración europeos. En este sentido, el ser humano y la humanidad significan: universalidad, desarrollo omnilateral de las capacidades, aun bajo las condiciones de una sociedad burguesa. Para Lukács, este humanismo burgués, que se basa en un concepto dialéctico del progreso, es irrenunciable. Este es el punto de partida cuando se trata de la renovación de la cultura. El énfasis de Lukács en el humanismo clásico no se debe entonces a un gusto artístico conservador, como dice el prejuicio habitual. El humanismo debe verse más bien como una de las bases para el socialismo. Esto vale tanto para el humanismo de los griegos, que enfatizaron conceptos de formación y descubrieron la dialéctica, como para el humanismo del Renacimiento y el humanismo de la Ilustración europea.
El desarrollo posterior, por cierto, se caracteriza por el hecho de que posiciones centrales de este humanismo son socavadas, si pensamos en las corrientes ideológicas de Schelling, Schopenhauer, Nietzsche y Spengler. La orientación hacia el progreso, la democracia y la razón es aquí socavada sistemáticamente, lo cual en Alemania, a raíz de la miseria descrita, el fatal compromiso de clases, la represión de movimientos democráticos y la germanización de una evolución regresiva repercute de manera particularmente negativa ya antes de 1933. La ideología fascista es en lo esencial la continuación de estas tendencias antihumanistas, antidemocráticas, en una “síntesis” degradada, preparada para la propaganda demagógica. También aquí se falsea nuevamente la historia y se glorifica el atraso como camino específicamente alemán. El fascismo se estiliza como “revolución” social y nacional. Lo que se presenta como sentido de la historia se basa en conceptos mitológico-irracionales de raza, pueblo, Führer, humanidad de los señores, subordinación y violencia. Para Lukács, en el invierno de 1941/42 ya es evidente que estas tendencias ideológicas, que se desarrollaron desde 1813 como factores parciales de la reacción, también continuarán activas después del derrocamiento del fascismo. Se trata, entonces, de reconocer y de combatir las distintas tendencias de la reacción. Lukács hizo esto pocos años más tarde, en El asalto a la razón (1954).
Título original del artículo: “Kritik der faschistischen Ideologie. Zu zwei Studien von György Lukács aus den Jahren 1933 und 1941/1942”. Traducción de Gabriel D. Pascansky.
Jürgen Pelzer estudió germanística y filosofía en Colonia, Constanza y Madison/Wisconsin. Se desempeñó como profesor en EE.UU. Especialista en temas de teoría y crítica marxistas; autor de estudios sobre György Lukács, Peter Hacks y Fredric Jameson, entre otros.
[1] György Lukács, Zur Kritik der faschistischen Ideologie, postfacio de László Sziklai. Berlín: Aufbau, 1989. En el texto se cita de esta edición indicando simplemente el número de página.
[2] Expresión muy conocida de Bismarck [nota del traductor].