Transcurrido un año desde el estallido de la crisis predomina una coyuntura de alivio financiero. Este abrupto cambio de clima ha desconcertado a muchos economistas, que hace pocos meses pronosticaban la repetición de la depresión del 30 y ahora opinan que no ha pasado nada. Todos siguen atentamente la evolución de la economía norteamericana, que parece definir el clima predominante a escala mundial.
Un efecto del socorro
La distensión actual es consecuencia del socorro aportado por los estados a los bancos, que fueron rescatados del abismo con auxilios multimillonarios. Este sostén permitió contener un colapso que puso en jaque a grandes entidades norteamericanas y amenazó la supervivencia de todo el sistema financiero europeo. El salvataje llegó cuándo se avizoraban fugas de depósitos y confiscaciones de ahorros.
Este rescate ilustró cómo funciona la estrecha asociación que mantienen los gobernantes con los banqueros. Los funcionarios convalidaron primero la socialización de las acreencias incobrables que impusieron los financistas, al dispersar su riesgo en paquetes de bonos con baja probabilidad de cobranza. Cuándo salió a flote la imposibilidad de comercializar estos papeles se concretó una socialización de las pérdidas, a través de auxilios que solventa el conjunto de la población.
Este subsidio es presentado como un procedimiento natural para evitar padecimientos mayores, ocultando la dimensión de los beneficios otorgados a los financistas y los duros efectos de las penalidades transferidas a los asalariados. Se argumenta que los bancos “son demasiado grandes para caer”, sin explicar por qué razón esa envergadura obligaría a subsidiar a los dueños de las entidades.
También se repite que entregar dinero a los financistas “es más eficiente que distribuirlo entre el público”, cómo si la crisis no hubiera demostrado el total parasitismo de los banqueros. Es evidente que la retórica neoliberal vuelve a escena, con todos los mitos de la competencia y la sabiduría del mercado. Ya se olvida cómo la fulminante intervención estatal durante el último año refutó en forma categórica esas creencias.
El socorro a los banqueros es monitoreado por la elite de Wall Street que rodea a Obama (Geithner, Sumers, Volcker). Este grupo asegura el otorgamiento de incontables fondos a los banqueros, sin contrapartidas o garantías de devolución al estado. Han prorrogado el auxilio que instrumentó un hombre de Bush (Paulson), para que los bancos limpien sus balances de títulos que llegaron a cotizarse a precios nulos. El estado aporta el dinero que necesitan los financistas para reiniciar la capitalización de sus entidades y recrear un mercado para esos bonos tóxicos.
Obama desechó todas las propuestas de control sobre los bancos. No hubo puniciones, ni intervenciones en la gestión de entidades, que cargan con montañas de acreencias incobrables. Este rojo involucra pagos a las grandes empresas y no sólo a los pequeños deudores hipotecarios. El presidente norteamericano tampoco aceptó instrumentar el modelo sueco de nacionalización temporaria de los bancos más afectados, para evaluar la real situación de sus carteras. Ni siquiera consideró que a cambio del auxilio oficial, el estado tuviera participación como accionista con poder de decisión, en la gerencia de esas entidades. Con esta actitud ha evitado que se reconozcan las pérdidas y se transparente la insolvencia de los bancos.
Vuelve la fiesta
El alivio financiero ha generado una amnesia total con lo ocurrido hace pocos meses. Al decrecer el temor a un colapso se reinstaló la dinámica especulativa en todos los mercados. Los llamados a reducir la “exuberancia financiera”-mediante la “refundación del capitalismo”- que irrumpieron durante la crisis han pasado al olvido. La voracidad de los banqueros retomó protagonismo, pero esta vez con la impúdica financiación del estado. Este retorno de la fiesta es muy visible en la euforia de las Bolsas.
En este escenario los bancos han reiniciado el pago de bonificaciones millonarias a los ejecutivos. Las entidades norteamericanas que más dinero recibieron del Tesoro (Goldman Sachs, Bank of America, Morgan Stanley, Citigroup) encabezan el otorgamiento de estos escandalosos premios. Mientras que el equipo de Obama se opone explícitamente a limitar estos pagos, el gobierno francés las cuestiona pero convalidando su implementación.
Los banqueros han reabierto el casino, luego de impedir una supervisión efectiva de su actividad. Vuelven a operar con títulos sofisticados, derivados y lucrativas transacciones de corto plazo. Ya preparan la sustitución de los créditos hipotecarios por nuevas burbujas, relacionadas con la financiación de proyectos ambientales (mercado de créditos de emisión) y con operaciones de compra-venta anticipada de patentes.
Este reinicio del festival financiero diluye la presión para enjuiciar a los responsables del crack. El encarcelamiento de los estafadores que engañaron a sus clientes con oscuras transacciones (como Madoff) ha sido excepcional. Los gobiernos continúan encubriendo los fraudes y a lo sumo, negocian algún blanqueo de la evasión fiscal perpetrada por los millonarios estadounidenses en los bancos suizos. Las abrumadoras denuncias de irregularidades cometidas por los bancos norteamericanos contra los pequeños deudores hipotecarios no se investigan, ni penalizan
1.
También se han enfriado las reformas financieras avizoradas durante el cenit de la crisis. En la coyuntura de alivio, los bancos han recuperado poder para bloquear la regulación de los paraísos financieros o el control de los derivados. También se ha cajoneado la obligación de devolver fondos perdidos por inversiones desacertadas y la exigencia de informar sobre los riesgos involucrados en las operaciones a futuro.
El socorro estatal refuerza también el renovado proceso de concentración del capital. El gobierno de Obama ha dejado que los ganadores (Goldman Sachs, Morgan) absorban las carteras de los perdedores (Lehman Brothers, Bear Stearns) y presionen sobre los activos de las entidades en apuros. Los planes de auxilio iniciaron este curso al digitar a los beneficiarios del subsidio oficial. Sólo 13 bancos recibieron, por ejemplo, las tres cuartas partes del primer paquete de socorro otorgado durante el año pasado (Programa de Alivio de Activos con Problemas).
También en Europa se afianza una nueva oleada de gestación de mega-bancos. En Gran Bretaña el grueso de la subvención fue destinada a tres entidades (Northern Rock, Bank of Scotland, Lloyds), en Francia el estado sostuvo directamente a dos grupos amenazados (Banque Populaire y Caisse d´Epargne) y facilitó la compra de Fortis por el BNP-Paribas. En Alemania se apuntaló a un banco tradicional (Dresdner) y Suiza aportó todas las garantías requeridas para asegurar la continuidad de sus tres principales instituciones
2.
Un alivio coyuntural
El socorro oficial atenuó el peligro de un estallido bancario, pero no ha resuelto los principales problemas del sistema financiero. Las entidades deben lidiar con deudas millonarias de grandes corporaciones que posponen el pago de sus compromisos.
A principio del 2009 esa morosidad de pagos involucraba en Estados Unidos unos 500.000 millones de dólares. La tasa de incumplimiento promediaba el 13, 9% del total y podría llegar a 18,5%, luego de situarse en 11,9% (2001) y 10,4% (2002). Los pasivos hipotecarios suman 1,2 trillones de dólares, las deudas de consumo suponen 7 trillones y los bonos de las empresas concentran varios trillones adicionales
3.
Tampoco se ha encarrilado el problema de las deudas subprime que desencadenó la crisis. Se ha dilatado el agrupamiento de estos títulos en algún fondo o banco, que permita comercializarlos en el futuro y no se ha definido la forma de establecer el precio de esos bonos. La fragilidad del alivio actual se verifica, además, en la débil reconstitución del crédito. Los bancos mantienen congelados los préstamos y utilizan el dinero provisto por el estado para restaurar su patrimonio.
La convalidación gubernamental de esta conducta ha desatado fuertes críticas entre los propios economistas que simpatizan con Obama. Resaltan la necesidad de incluir al estado en los directorios de las entidades para obligar a los bancos a prestar
4.
Esta sequía del crédito podría quedar superada si los bancos norteamericanos y europeos logran una fuerte re-capitalización, mediante la recaudación de fondos privados. Pero el incentivo a esa recolección ha sido socavado por la política de asegurar inmediata protección estatal frente a cualquier temblor.
No es fácil evaluar cuánto ha cambiado realmente la situación de las entidades, que hace pocos meses se encontraban a un paso de la bancarrota. Es llamativa la situación del Citigroup y el Bank of America -que habían sido catalogados de instituciones “zombies” por su irrisoria valuación de mercado- y ahora lucen formalmente recuperados. Este pasaje del derrumbe al florecimiento podría indicar que los bancos lograron traspasar parte de su quebranto al resto de la economía.
El impacto en la producción
La crisis financiera ha repercutido duramente sobre la órbita real, a través de la recesión que comenzó a mitad del año pasado. Con el desplome de las ventas, la industria se ha contraído hasta alcanzar el mayor bajón del PBI desde la segunda guerra mundial. Aunque la regresión productiva se atenuó en los últimos meses, el alivio ha sido muy tenue en comparación al rebote financiero.
Las cifras más recientes sólo registran una menor intensidad del freno productivo. Las significativas caídas PBI norteamericano (de 5,4% en ultimo trimestre 2008 y 6,4% en el primero del 2009) se han aligerado al 1% (segundo del 2009). Más que una mejora se verifica un piso del empeoramiento. El FMI estima que la economía global se reducirá 1,3% en 2009, por efecto de una gran caída en las economías desarrolladas (3,7%). En Europa se avizora un crecimiento nulo y en Japón persiste un parate mayúsculo.
En todos los países la recesión ha sido contenida con políticas económicas expansivas. Mediante esta intervención las tasas de interés se han ubicado en un piso nunca visto de 0-0,25% (Estados Unidos) o 1% (Europa). Con subsidios estatales se ha buscado, además, compensar la caída de las exportaciones (especialmente en Japón y Alemania) y sostener un consumo que languidece.
Pero la reacción de la producción a estos estímulos ha sido muy limitada. Todavía no se observa la típica recomposición de stocks que implementan las empresas cuando perciben una recuperación de las ventas. Persiste la contracción de la inversión privada y sólo el gasto público mantiene a flote la actividad comercial. Nadie descarta en este cuadro otra recaída del PBI, al cabo de dos o tres trimestres de recuperación.
El grueso de los fondos públicos ha sido canalizado hacia las grandes corporaciones. En muchos casos estos subsidios benefician a firmas financiero-productivas, que hacen negocios con bonos, acciones, autos o computadoras. La invariable condición para recibir esas subvenciones es pertenecer al club de las grandes corporaciones.
Lo ocurrido con la industria automotriz norteamericana es un ejemplo de esta concentración del socorro estatal. Las empresas de este sector han recibido cuantiosas sumas para pagar a los acreedores, a los socios internacionales y a los gerentes que quebraron las compañías.
Algunos economistas estiman que estos auxilios permitieron contener el descalabro productivo. Pero eluden evaluar el monumental costo y las consecuencias de este rescate
5.
El polvorín de la deuda pública
El incremento astronómico de los pasivos estatales tiende a debilitar estructuralmente cualquier recuperación futura. Todas las economías han quedado sujetas a un creciente pago de intereses, que podría afectar incluso a la reactivación actual. La hipoteca que han contraído los estados introduce esa fuerte restricción.
En Estados Unidos la deuda pública que ya bordea el 100% del PBI, mientras que el gasto del estado asciende al 28,1% y el déficit alcanza el 11% de ese indicador. Se estima que el rojo acumulado rondaría los 9 billones de dólares en la próxima década.
Este desborde de los promedios prevalecientes desde la segunda guerra sólo podría reducirse con una tasa de crecimiento muy elevada. Pero lo más problemático es el financiamiento, ya que a diferencia del pasado la recolección de fondos no depende sólo de la recaudación interna, sino también de la afluencia de préstamos internacionales.
Muchos antecesores de Obama canalizaron el gasto público hacia erogaciones bélicas, que a su vez impulsaron la reactivación (Roosevelt, Truman, Johnson, Reagan). Pero el actual presidente llegó al gobierno con promesas de limitar ese gasto. No puede asentar la recuperación en un rearme explícito, pero tampoco tiene margen para reducir el presupuesto militar, ya que Estados Unidos sostiene su liderazgo imperialista en la supremacía del Pentágono. Frente a estas disyuntivas Obama ha optado por mantener sin cambios el porcentual de erogaciones bélicas, anunciando que expandirá el gasto civil sin muchas inversiones sociales.
Mientras se define cuál será la estrategia a seguir, la deuda pública se expande a un ritmo vertiginoso. Este crecimiento potencia el círculo vicioso de endeudamiento para detener la recesión y deterioro fiscal creciente por el estancamiento productivo. Esta situación tiende a recrear tarde o temprano la presión de los acreedores de los títulos públicos, que ya exigen un plan de reducción del déficit. El propio Obama ha comenzado a considerar un proyecto para bajar este desequilibrio a la mitad en cuatro años.
Luego de consumado el rescate de sus bancos, los financistas se aprestan a retomar el viejo discurso del ajuste fiscal. Reclaman una ley para limitar el aumento de la deuda pública, que podría tornarse imperiosa si los bonos de ciertos estados norteamericanos (como California) comienzan a tambalear
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El mismo problema se verifica en Europa. El endeudamiento público es crítico en ciertos países y explosivos en otros. El déficit se ha descontrolado en Italia, Grecia y España (6,2% del PIB), ha crecido en Francia (5,4%) y Portugal (4,2%).
Estos desajustes son proporcionalmente inferiores a Estados Unidos, pero afrontan mayores dificultades de financiación externa. Todas las metas de equilibrio presupuestario de la Unión Europea han quedado desbordadas. La Comunidad carece, además, de experiencia y atribuciones para rescatar a los países con presupuestos colapsados. Este escenario de desmoronamiento fiscal se observa particularmente en Irlanda (11% déficit) y entre los nuevos socios de Europa del Este.
Deterioro social
Cualquiera sean los vaivenes del ciclo recesivo, el nivel de vida de los trabajadores tiende a degradarse. Los asalariados ya están pagando con mayor desempleo y caída del salario las consecuencias de la crisis.
Como resultado directo del descalabro financiero, la OIT ha pronosticado un aumento de la desocupación, que afectaría a un rango de 39-59 millones de personas. Esta nueva oleada golpearía particularmente a las jóvenes de las economías desarrolladas, que se han convertido en los principales reclutas del ejército de parados.
Incluso una recuperación más significativa de la economía mundial continuaría contrayendo la demanda de trabajo durante cuatro o cinco años. Esta ausencia de puestos de trabajo será muy dura para los emigrantes, que buscan ingresar al universo laboral de las economías avanzadas.
Si el desempleo continúa subiendo al ritmo actual en la zona del Euro, alcanzaría en el 2010 un 11,5%, frente al 7.5% de principio del 2008. En Japón, el viejo empleo estable ha quedado erosionado junto al desplome del ingreso familiar medio, que se ubica en su nivel más bajo de los últimos 19 años. Los contratos temporales se incrementan en forma acelerada y ya regulan la actividad de un tercio de fuerza de trabajo.
En Estados Unidos se han perdido desde el inicio de la crisis medio millón de puestos de trabajo al mes. A fin de año la tasa de desempleo saltaría al 9% y el subempleo llegaría al 15%, es decir un porcentaje muy superior al promedio de las últimas décadas.
El Plan de Obras Publicas que puso en marcha Obama no contrarresta esta destrucción de puestos laborales, ya que en lugar de crear empleos públicos ofrece subsidios a los capitalistas para que contraten trabajadores. Es evidente que mientras perdure la caída de las ventas y los beneficios, los empresarios evitarán incorporar nuevos asalariados.
El escenario social norteamericano se agrava día a día por la brusca retracción del patrimonio de las familias y el continuado desalojo de los deudores hipotecarios insolventes. La masa de individuos sin techo -que sobreviven en carpas o viviendas precarias- ya forma parte del paisaje de muchos suburbios. Obama dispuso auxilios millonarios para los banqueros, pero no adoptó ninguna medida para proteger a los nueve millones de afectados por el crack inmobiliario. Tampoco implementó algún proyecto para prohibir el remate de viviendas o para establecer la refinanciación obligatoria de los hipotecas.
La crisis ha demorado, además, la puesta en marcha de un sistema público de atención médica, para las familias que no pueden afrontar los costosos seguros de salud. Las presiones del lobby empresario que maneja este negocio continúan vaciando el proyecto de cobertura estatal o mixta, que se discute desde hace años.
Crisis prolongada
Cualquiera sea el perfil que presenten las recuperaciones coyunturales existen fuertes indicios del carácter prolongado de la crisis en curso. Este escenario es previsto por todos los analistas que pronostican un extenso período de bajo crecimiento (en L), frente a quiénes anticipan una salida rápida (en U) u oscilante (en W) de la recesión.
Esta significativa duración derivaría de la confluencia de tres procesos, que presionan especialmente en Estados Unidos hacia una nueva retracción del PBI: la contracción del crédito, la desvalorización de las propiedades y la pérdida de riqueza patrimonial.
La restricción de los préstamos (credit crunch) tiende a perdurar. Los bancos se han visto obligados a recortar su otorgamiento de fondos para contrarrestar las pérdidas sufridas durante la crisis. Sólo una vertiginosa re-capitalización atenuaría este achicamiento crediticio.
La crisis puede prolongarse, además, por la retracción de los gastos que genera la depreciación de los ahorros y la reducción de los ingresos. La caída del empleo y de los salarios afecta directamente al consumo, que motoriza a la economía norteamericana. Los intentos de sostener este nivel de compras con asignaciones estatales a las familias no han logrado remontar esa retracción de la demanda. Si este impacto deteriora nuevamente al sector productivo podría retroalimentarse la vulnerabilidad de las finanzas. Este despeñadero descendente ha sido la norma de todas recesiones profundas.
Muchos economistas estiman que este sombrío escenario impondrá un freno a la economía estadounidense por lo menos hasta el 2012-13. Ciertos desajustes externos adicionales, provocados por ejemplo por un nuevo encarecimiento del petróleo podían agravar el panorama
7.
En este cuadro se inspira la frecuente analogía entre la crisis actual y la prolongada recesión que padeció Japón en los años 90. Este contexto diferiría del abrupto desplome que caracterizó a la depresión del 30. En lugar de un colapso uniforme y generalizado predominaría un estancamiento de varios años en los países más avanzados, combinado con imprevisibles estallidos de las economías más frágiles. Estas conmociones son presentidas por todos los analistas, que comparan el colapso de Argentina (2001) con los desmoronamientos observados el año pasado en Europa Oriental
8.
La elite del establishment exhibe gran prudencia al tomar nota de esta posibilidad de crisis continuada. Cómo tiene pavor a una recaída recesiva al cabo de transitorios respiros (la temida “segunda vuelta”) mantiene los programas de auxilio estatal. Esta actitud predominó entre los mandatarios del G 20 que participaron de la última reunión de Pittsburg.
Todos desconfían de los efectos de una recuperación carente de inversión privada, que se sostiene en el empujón fiscal. Un duro dilema a resolver es cuándo despegar el pie de este sostén. La continuidad de este socorro conduce al descalabro de la deuda pública, pero su corte anticipado amenaza con recrear el abismo recesivo.
Depuración de empresas
El carácter prolongado de la crisis está condicionado por la imperiosa necesidad de desvalorizar el capital existente, a fin de recomponer los beneficios afectados por el crack. Esta depuración es el único camino que conoce el capitalismo para emerger de sus periódicos descalabros. Durante los ciclos descendentes de este sistema suelen procesarse drásticas reorganizaciones de las firmas, fuertes reducciones de los ingresos populares y agudos procesos de expropiación.
Estos reajustes ya comenzaron en la esfera financiera, dónde el FMI estima que deberán digerirse pérdidas por 4,1 billones de dólares. Estos quebrantos se distribuirían entre Estados Unidos (2,7 billones), Europa (1,19 billones) y Japón (149 mil millones).Un rebalanceo semejante se está consumando en las Bolsas, mediante la absorción de los grandes desplomes del año pasado
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Esta reorganización tiende a transparentar quiénes serían los bancos ganadores y perdedores de la crisis. El ajuste de cuentas puede incluir el cierre de grandes entidades, pero el gobierno norteamericano tiende a evitar este tipo de clausuras, luego del tembladeral creado por el entierro de Lehman Brothers.
El equipo de Obama trata de impedir fuertes penalizaciones, inyecta liquidez y elude el reconocimiento de las situaciones de insolvencia. Busca posponer las puniciones y la resolución de los quebrantos financieros, mediante quitas obligatorias o canjes compulsivos de bonos. Nadie sabe hasta que punto se podrá evitar estas medidas, ya que el uso del dinero público para redimir bancarrotas tiene un límite. Pero la intención es lograr una administración regulada de la inevitable depuración financiera
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Mucho más convulsiva será la extensión de esta desvalorización a la órbita productiva. Este ajuste ya afecta a las grandes empresas y golpea a los salarios. Es probable que el tiempo requerido por esta limpieza determine la duración de la crisis.
La quiebra de General Motors brinda un anticipo de la forma que podría asumir esa desvalorización. La firma recurrió a un amparo judicial para situaciones de bancarrota que permite pautar los sacrificios de las pensiones, los salarios y las condiciones de trabajo. El objetivo es transferir todo el costo de la cirugía a los asalariados.
Este atropello se justifica atribuyendo el quebranto a los “privilegios” que mantuvieron los obreros sindicalizados de Detroit, frente a sus pares desorganizados de otras compañías. Esta explicación del desmoronamiento de la empresa ha ganado preeminencia frente a otras interpretaciones, que ponen el acento en aspectos administrativos (mala gestión, reinvención fallida, decisiones empresariales desacertadas), económicos (pérdida de competitividad) o culturales (declinación de un estilo de vida).
En General Motors se negocia el cierre de once fábricas y la supresión de 21.000 de los 54.000 puestos de trabajo. También se instrumenta el vaciamiento de los fondos de pensión de los obreros, mediante la conversión de estos activos en títulos de una empresa desvalorizada. Además, el nuevo contrato laboral imposibilitaría las huelgas, repitiendo el precedente de destrucción sindical perpetrado en las compañías aéreas.
Este plan reaccionario es solventado con fondos públicos. Los capitalistas reciben sumas millonarias para financiar despidos y rebajas de salarios. En lugar de sancionar a una empresa que multiplicó el despilfarro para incrementar sus ventas (obsolescencia acelerada), generalizó el derroche de gasolina y hostigó sin pausa a los trabajadores, se premia a los responsables de la bancarrota. La reestructuración en curso desalienta, además, una reconversión más estructural del ineficiente sistema de vehículos individuales a un esquema no contaminante de transporte público
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La negociación de General Motors constituye un test para toda la industria norteamericana. Indica un sendero de soluciones reaccionarias, que tendería a bloquear todos los intentos de resucitar el peso de los sindicatos en la vida estadounidense.
Neoliberales y keyensianos
Cuándo estalló la crisis los neoliberales olvidaron sus principios de competencia y exigieron el socorro inmediato del estado. Esta actitud se mantuvo sin cambios mientras registraban el agravamiento del temblor. Pero con el alivio financiero de los últimos meses han reaparecido las convocatorias a garantizar la preeminencia del mercado.
Estos llamados recobran fuerza, cómo si el colapso financiero hubiera ocurrido hace siglos. Los banqueros mantienen su exigencia intervención estatal para socializar pérdidas, pero ya retoman el evangelio de la desregulación. Reconocen que hubo un momento de pánico, con escapes en manada que amenazaron a todo el sistema financiero. Pero el respiro les ha quitado el susto y observan con resquemor el nuevo paisaje económico creado por la ingerencia estatal.
En pocos meses el gobierno norteamericano se ha transformado en la principal entidad hipotecaria, asumió participaciones en 600 bancos, sostiene a las grandes aseguradoras y es garante de la reestructuración automotriz. Esta presencia retrata el típico esquema de “capitalismo de amigos” (los funcionarios deciden el destino de cada empresa), que los neoliberales siempre han objetado en forma hipócrita. Para mantener viva la llama del libre-mercado hay que remover en algún momento esa estructura. Pero nadie sabe cómo y cuándo instrumentar esa modificación.
El periodismo neoliberal proclama a los cuatro vientos que “la crisis terminó”. Algunos incluso estiman que una recesión corta y leve ha pavimentado un nuevo ciclo de venturosa globalización
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Pero este anuncio de estabilización necesita ser corroborado por los hechos. La crisis ya ha probado cuán voluble es la imagen idílica del capitalismo, como un sistema de prosperidad infinita. Un nuevo giro recesivo volverá a transformar estas utopías tranquilizadoras en desesperados pedidos de auxilio.
Un debate más serio involucra al futuro de la política monetaria. Muchos economistas ortodoxos estiman que la Reserva Federal se equivocó al instrumentar las políticas laxas, que desde el 2001 favorecieron la expansión de la burbuja inmobiliaria. Aprueban la instauración de bajas tasas de interés en la emergencia, pero propugnan una orientación más restrictiva para el futuro. Confían en la capacidad de la FED para manejar las tasas y la emisión en la coyuntura, pero alertan contra los peligros inflacionarios de esa estrategia.
También los economistas keynesianos tienden a oscilar con los vaivenes del momento, pero en general presentan evaluaciones más cautelosas del alivio actual. Consideran que la recuperación sólo adoptará un sendero consistente, cuándo se introduzcan nuevas regulaciones en el sistema financiero. Cómo explican la crisis por las “fallas de mercado” (información asimétrica, incentivos desacertados, falta de transparencia) estiman que un buen control sobre los bancos garantizará la salud del capitalismo
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Pero omiten aclarar cómo se ha logrado el respiro actual sin la adopción de ninguna de esas medidas. A pesar del congelamiento de todas las reformas bajo consideración oficial, la tensión financiera se aquietó. Este resultado parece indicar que los vaivenes del ciclo son más sensibles al socorro a los banqueros, que a la supervisión de sus operaciones.
A diferencia de sus colegas ortodoxos, los keynesianos avalan la continuidad y la ampliación del gasto público
14. Pero olvidan las consecuencias desestabilizadoras de esos gastos. Cómo restringen todos los problemas del capitalismo a defectos de la administración gubernamental, imaginan que una buena dosis de intervención pública enmendará al sistema. Por eso le asignan al financiamiento oficial una capacidad mayúscula para disipar la recesión, cómo si este recurso tuviera elasticidad infinita y provisión garantizada de fondos hasta el fin de los tiempos.
En cualquier caso es importante registrar cómo la heterodoxia ha bajado los decibeles de sus críticas en la coyuntura de alivio financiero. Hay muchos signos de subordinación al nuevo perfil del neoliberalismo, que a su vez tiende remodelarse con mayores regulaciones estatales. Esta es la fórmula elegida por el establishment para salir de la crisis. Se busca preservar los atropellos contra los trabajadores, acotando los excesos de la liberalización financiera, mediante cierto control sobre los bancos y los movimientos internacionales de capital.
Si esta orientación se afianza la vieja convergencia entre economistas neoclásicos y keynesianos podría asumir nuevas modalidades. No hay que olvidar que los reguladores de posguerra adoptaron los principios conservadores del libre-mercado, mientras que el neoliberalismo de las últimas décadas mantuvo todos los instrumentos heterodoxos de la política anticíclica y el déficit fiscal. Muchas propuestas de reorganización bancaria, coordinación del gasto público y engrosamiento de las deudas estatales se ubican en esta perspectiva de empalme keynesiano-liberal.
Pero la continuidad de la crisis afecta por igual a ambas tradiciones. Demuestra la imposibilidad de evitar los colapsos financieros, recurriendo a la auto-regulación mercantil o priorizando la supervisión estatal. Estos descalabros obedecen a contradicciones intrínsecas del capitalismo y tienden a reaparecer en escenarios regulados y desregulados.
La crisis no deriva de la codicia o de la especulación. Es una consecuencia del comportamiento económico ciego y auto-destructivo que impone la competencia. El estallido repitió todos los rasgos típicos de las eclosiones capitalistas. Incluyó el contagio, la propagación (dominó) y la retroalimentación (ping pong), es decir todos los mecanismos que la economía convencional periódicamente considera extinguidos. La crisis expresa desequilibrios sistémicos y contradicciones acumulativas del capitalismo, que la ortodoxia y la heterodoxia nunca logran explicar
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Ofensiva patronal
Las clases dominantes pretenden afrontar los desequilibrios en curso con nuevos atropellos a los trabajadores. Los capitalistas intentan aprovechar el temor que suscita el desempleo, para desmantelar en Estados Unidos todas las protecciones sociales conquistadas en la posguerra.
Estos objetivos reaccionarios son incentivados por el discurso republicano contra cualquier reforma social y por la ideología derechista, que equipara responsabilidades en la gestación de la crisis. Los financistas -que se enriquecieron con burbujas especulativas- son ubicados en el mismo plano que los pequeños deudores hipotecarios, que contrajeron créditos por encima de su capacidad de pago.
Ambos grupos son igualmente señalados como culpables de una “cultura del endeudamiento”, que descuidó el ahorro y descontroló los gastos. Con este enfoque se justifica el auxilio a los grandes capitalistas enalteciendo su capacidad para generar empleo. La convocatoria a ayudar “sólo a los que se que se auto-ayudan” es la consigna para arremeter contra los últimos resabios del estado de bienestar
16.
El carácter reaccionario de estos discursos salta a la vista. Para restaurar la confianza en un sueño americano -severamente corroído por el temblor financiero- se promueve un mayor ensanchamiento de las desigualdades sociales.
Esta misma estrategia de agresiones patronales promueve el establishment en Europa Occidental, para remover conquistas populares más significativas. También allí la retórica derechista exonera a los poderosos y culpabiliza a los desamparados, buscando convertir a los inmigrantes en chivos expiatorios.
Antes del estallido financiero los capitalistas del Viejo Continente despotricaban contra la “reducida competitividad” y “la magra productividad” que imponen las protecciones sociales. Ahora sitúan en esas mismas “distorsiones” a la gran dificultad para salir de la recesión.
Los atropellos sociales en marcha presentan una dimensión mayor en las pequeñas economías de la periferia europea (como Irlanda o Islandia), que intentaron convertirse en paraísos financieros y actualmente soportan un plan de ajuste del Fondo Monetario. Este mismo torniquete agobia a los países de Europa Oriental. Esperaban llegar al Primer Mundo con la restauración capitalista y en los hechos enfrentan una degradación propia del Tercer Mundo.
En todas estas regiones se verifica un empobrecimiento de los sectores medios, que en las últimas dos décadas adoptaron el credo neoliberal. El establishment intenta transformar la frustración que exhiben estos segmentos en furia antipopular, para redoblar las medidas de austeridad y profundizar la flexibilización laboral. En un marco de recesión profunda y alto desempleo, los capitalistas pretenden recrear el escenario que en 1981-82 dio inicio a la ofensiva neoliberal.
Interrogantes de la resistencia social
La sensación de alivio económico que exhiben las clases dominantes también refleja la ausencia de una resistencia popular significativa. El temor a esa reacción estuvo muy presente en el debut de la crisis y se expresó en la reunión que la crema del capital realizó a principio de año en Davos. El pesimismo económico coincidió en ese evento con el pavor a un estallido social
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Allí se observó el impacto generado por la rebelión juvenil en Grecia y por las movilizaciones sindicales de Europa Occidental. Estas acciones se profundizaron posteriormente en Francia, con marchas que tuvieron un nivel de concurrencia comparable a las protestas de 1995.
Las movilizaciones también fueron multitudinarias en Alemania y España y estuvieron rodeadas en Irlanda por simbólicas ocupaciones de fábricas. La oleada de resistencia parecía consolidarse con las manifestaciones que tumbaron al gobierno conservador de Islandia. Pero al cabo de esta primera reacción, las protestas cedieron en todos los países y los dominadores se tranquilizaron.
En Estados Unidos se registraron inicialmente varias acciones significativas (simbolizadas en la lucha de Republic Windows). Pero los regresivos acuerdos de General Motors frenaron ese impulso. También la expectativa de lograr una reforma que revierta la persecución a los sindicatos (EFCA) se ha debilitado. En el sector privado el nivel de sindicalización se mantiene en un piso histórico de 7,3% (2008) frente al 35% de mediados de los años 50. Es inminente, además, una ofensiva patronal para recortar los contratos colectivos, en un clima de intimidación judicial a las organizaciones obreras y mudanza laboral hacia el despolitizado sur del país.
Este panorama podría revertirse con las luchas que han gestado los inmigrantes y con otras formas de resistencia social dispersa. La llegada de Obama a la presidencia reflejó un cambio de expectativas populares, asentado en la superación de viejos prejuicios raciales y en la gravitación de nuevas demandas (como el seguro médico). Pero este giro no se expresa hasta ahora en irrupciones callejeras. Este contexto contrasta con lo ocurrido en los años 30, cuándo Roosevelt se vio obligado a concretar reformas sociales y otorgar derechos de organización sindical bajo la directa presión de la resistencia obrera
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En Europa Occidental las protestas sociales han sido contrapesadas por la presión desmovilizadora, que genera un mercado de trabajo crecientemente liberalizado. Los patrones recurren a este mecanismo para potenciar la competencia laboral entre los asalariados. Mientras que los gobiernos socialdemócratas han reforzado su servilismo hacia las clases dominantes hay muchos signos de desorientación popular. En las últimas elecciones de la Unión Europea se registró una altísima abstención y el miedo creado por la crisis alimentó un deslizamiento hacia la derecha
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En Europa del Este, la magnitud del colapso social colocó a varios gobiernos al borde del precipicio. Hubo fuertes ensayos de movilización social (especialmente en Letonia, Lituania y Bulgaria), pero ninguna de estas respuestas alcanzó la dimensión que, por ejemplo, tuvo la rebelión del 2001 en Argentina.
Las escasas noticias sobre el curso de la resistencia en el Sudeste de Asia, probablemente reflejen el menor impacto que ha tenido la crisis en esa región. Algunos investigadores han retratado los síntomas de reacción subterránea que se observan en China o Vietnam, junto a la conocida valentía que han vuelto a exhibir los obreros de Corea del Sur
20.
Pero hasta ahora, la zona que registra el principal engrosamiento mundial de la clase obrera, no se ha transformado en un foco protagónico de la lucha social. Proliferan las situaciones de crisis por arriba (como el desplome del oficialismo en Japón por primera vez en 50 años), pero no las manifestaciones de irrupción popular.
Comparaciones y problemas
La principal diferencia entre la crisis actual y su antecesora de los años 70 se localiza hasta ahora en el plano político y social. Las analogías puramente económicas suelen omitir esta distinción, cuya relevancia es más significativa que cualquier matiz de la recesión, del endeudamiento o de la política monetaria.
Las clases dominantes fueron radicalmente desafiadas hace treinta años por una oleada internacional de alzamientos obreros y sublevaciones antiimperialistas. En la crisis actual prevalece, por el contrario, un cuadro de preeminencia neoliberal, retroceso social y regresión del proyecto anticapitalista. Los trabajadores deben lidiar con una situación más adversa que la afrontada por la generación precedente.
Estas diferencias entre el contexto actual y el escenario de 1974-75 se refleja nítidamente en las interpretaciones de la eclosión, que se debaten en los ámbitos radicales. Ninguna caracterización contemporánea atribuye el estallido financiero del 2008 a un “estrangulamiento de las ganancias”, a la fortaleza de los sindicatos o las demandas obreras (profit squeze). Tampoco se escuchan explicaciones asociadas con el incremento de los costos sociales o la expansión del estado de bienestar. La crisis actual no fue detonada por protestas sociales, ni militancias radicales.
Otro problema de la resistencia popular ha sido la irrupción de la crisis, en un momento de impasse política dentro del Foro Social Mundial (FSM). Este bloqueo afecta al organismo que podría cumplir un rol aglutinante de la protesta. El movimiento alterglobal es el candidato natural a centralizar esa lucha por la experiencia adquirida al cabo de varios años de movilizaciones internacionales. Pero su rol ha decaído, cuándo más se necesita un referente global de la resistencia.
Luego del pico de protestas altermundialistas alcanzado en Génova (2001) y en las marchas contra la guerra de Irak (2003), la influencia de los Foros y convocatorias del FSM ha disminuido. A pesar del alto nivel de participación que tuvo el último encuentro de Belem (2009) este declive no se ha detenido. Las plataformas frente a las crisis discutidas en ese encuentro no han bastado para revertir el vaciamiento político que padece el Foro, por el papel que juega una dirección socialdemócrata asociadas con ONGs de oscuro financiamiento.
La sistemática oposición a las iniciativas de lucha, la atomización de los temas en debate y la inexistencia de prioridades han creado un clima de frustración y cansancio, entre los movimientos sociales que participan en el FSM. Tampoco las distintas iniciativas radicales ensayadas durante el año pasado han alcanzado para contrarrestar este bloqueo con una respuesta por abajo
21.
Una conjunción de factores ha determinado por lo tanto el carácter limitado de la respuesta popular a la crisis. Estas debilidades le han permitido a las clases dominantes recuperarse del susto inicial. Pero también es cierto que los poderosos han sido cautelosos en descargar todos los efectos de la eclosión sobre los trabajadores. Aunque siguen temiendo esa reacción social, no dudarán en reforzar su agresión si encuentran el terreno despejado.
La crisis recién ha comenzado y es prematuro cualquier pronóstico sobre la lucha popular. En la izquierda hay posturas optimistas y pesimistas sobre esa resistencia. Lo más sensato es constatar que en la conmoción económica será persistente y habrá muchas oportunidades para recuperar la iniciativa.
El devenir de la crisis depende de esta actitud de los oprimidos. Un mismo descalabro financiero puede reforzar la andanada de atropellos o crear una situación opuesta de protesta por abaja y repliegue por arriba. Quiénes abstraen la política y la lucha social del análisis económico, no pueden comprender ni caracterizar estas alternativas. Se enfrascan en discusiones técnicas y especulaciones sobre las variables financieras, olvidando la influencia preeminente que tienen las confrontaciones clasistas sobre el devenir de la economía.
Pero una comprensión de la crisis también exige superar las visiones exclusivamente centradas en la coyuntura. ¿Cuál es la relación de la eclosión actual con varias décadas de neoliberalismo? ¿De qué forma influye la mundialización sobre ese estallido? ¿Qué efecto tiene la conmoción en curso sobre la dinámica del imperialismo? Abordaremos estos temas en nuestro segundo texto sobre la crisis global.
17-10-09
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