21/11/2024

Crisis en Europa. ¿Sin novedad en el frente?

Por , , Bihr Alain

Hace ya tres años que venimos explicando por qué se tendió la trampa de la austeridad neoliberal y cómo esta estaba estrangulando progresivamente, aunque de modo desigual, a todas las naciones europeas, sobre todo a las clases populares. Aplicadas obstinadamente desde hace más de tres décadas por los gobiernos de cualquier color político, las políticas neoliberales combinaban un alto nivel de desempleo crónico con el desarrollo de puestos de trabajo precarios, la austeridad salarial (aumentos de salarios nominales inferiores a las mejoras de la productividad) y el desmantelamiento progresivo de los mecanismos de protección social, con la consiguiente agravación generalizada de las desigualdades sociales de todo tipo, el alza vertiginosa de las rentas altas y la ampliación de las grandes fortunas. Paralelamente, se produjo una extensión de la pobreza y la miseria al amparo de una internacionalización cada vez mayor de la circulación de capitales en todas sus formas (la llamada “globalización”), que se ha traducido sobre todo en una agudización de la competencia entre los trabajadores de todo el mundo.

Este proceso se vio salpicado por periódicas crisis financieras, la última de las cuales ­­–la de las llamadas subprime– alcanzaría dimensiones históricas (solo comparables a la de 1929-1932), llevando a los Estados afectados a intervenir masivamente para salvar el sistema financiero y evitar que la crisis financiera degenerara en una depresión económica general. El salvamento del crédito privado provocó finalmente una crisis crónica del crédito público: el fuerte aumento de los déficits presupuestarios y de las deudas de los Estados harán que la financiación de estos últimos resulte cada vez más problemática.
Está claro que la prosecución de las políticas de austeridad anteriores, ahora reforzadas por la necesidad de hacer frente a la degradación de las finanzas públicas a golpe de recortes del gasto y de aumento de los ingresos, sobre todo a través del aumento de los impuestos indirectos, no ha hecho más que agravar la situación, conteniendo o incluso reduciendo el poder adquisitivo de la mayoría de la población. De este modo, la economía de la Unión Europea se ha instalado en un régimen de exiguo crecimiento, por no decir de estancamiento, entrecortado por fases de recesión, lo que ha provocado inevitablemente el aumento de los déficit presupuestarios y, por consiguiente, de la deuda pública, justo lo que la austeridad pretendía evitar.
  
Perspectivas de un neokeynesianismo comunitario
 
Para salir de este círculo vicioso sin abandonar el marco capitalista no queda otra vía que proceder a una política de relanzamiento económico impulsando la demanda. Se trataría, con arreglo a las tradicionales recetas keynesianas, de incrementar el poder adquisitivo de los asalariados e impulsar la inversión pública. La primera medida exigiría transferir del 5 al 10% del Producto Bruto Interno (PBI), según el Estado de que se trate, de los beneficios a los salarios (directos e indirectos), velando al mismo tiempo por preservar las posibilidades de acumulación de capital, o sea, básicamente, de limitar los mecanismos de optimización fiscal que usan y de los que abusan las grandes empresas, sobre todo las multinacionales, así como los ingresos de los propietarios del capital (“salarios” espléndidos y stock options de los directivos, intereses de los banqueros, dividendos de los accionistas, etc.).
Este reequilibrio del reparto del PBI tendría que producirse en dos niveles: en la formación de las rentas primarias, mediante el incremento de la masa salarial, y en la redistribución de las rentas mediante la reforma de las finanzas públicas. El incremento de la masa salarial debería combinar a su vez un aumento de los salarios directos e indirectos (prestaciones de protección social) y la creación de nuevos puestos de trabajo tanto en el sector privado como en el sector público, acompañados de una reducción general de la jornada de trabajo (hasta 32 o incluso 28 horas semanales).
En cuanto a la reforma de las finanzas públicas, afectaría tanto al capítulo de gastos como al de los ingresos. Este último implicaría una reforma fiscal que privilegiara la imposición directa sobre la indirecta y acentuara la progresividad, tanto mediante la ampliación de su base (integrando en ella los elementos patrimoniales y las rentas que habían quedado excluidas o desgravadas) como mediante el aumento de los tipos, creando tramos suplementarios. En cuanto al capítulo de gastos, habría que favorecer los más inmediatamente necesarios (vivienda, sanidad) y portadores de futuro (educación, ocio, cultura). El reequilibrio entre salarios y beneficios tendría que venir acompañado, por tanto, de un relanzamiento de la inversión pública en forma de grandes obras de construcción de infraestructuras que permitieran renovar los equipamientos colectivos y los servicios públicos a largo plazo, por ejemplo ampliando y acelerando la necesaria y urgente transición energética mediante la combinación del ahorro de energía, la optimización del gasto energético y el desarrollo de las llamadas energías renovables.
Está claro que dada la imbricación actual de los aparatos productivos y de los mercados en Europa, esta política solamente podría aplicarse a escala de la Unión Europea (UE). Supondría por tanto un mínimo de coordinación de las políticas presupuestarias y salariales entre los distintos Estados miembros con el fin de impedir comportamientos de “polizonte” (intento de sacar provecho de los esfuerzos y gastos de los demás sin contrapartida) y sobre todo de ampliar los efectos de un relanzamientos simultáneo. Implicaría, asimismo, que determinados gastos en infraestructuras fueran asumidos por toda la comunidad mediante un incremento del presupuesto de la UE y una reforma del Banco Central Europeo (BCE), que pasaría a ser el prestamista de última instancia en la zona del euro. También correspondería a la UE adoptar medidas proteccionistas para luchar contra el dumping social y ecológico de los “países emergentes”, empezando por China, y poner en marcha una política monetaria favorable a las exportaciones europeas mediante una devaluación de hecho del euro, además de aceptar una mayor inflación (que serviría de paso para desinflar en parte las deudas públicas).
  
La eurocracia sacudida
 
El panorama descrito más arriba no tiene nada de utópico: es perfectamente posible llevarlo a cabo dentro del marco delimitado y estructurado actualmente por el capitalismo. Las condiciones materiales e institucionales necesarias ya están reunidas (de hecho lo están desde hace tiempo). Hasta ahora faltaba un factor fundamental: las condiciones políticas, en primer lugar el hecho de que toda la eurocracia sigue presa hoy por hoy de los consabidos principios neoliberales a pesar de los efectos perversos cada vez más visibles de las políticas inspiradas en dichos principios.
¿La eurocracia? Se trata del gobierno informal y extraoficial, pero muy real, de la UE, formado por la Comisión Europea y sus servicios, la dirección del BCE, el Tribunal de Justicia Europeo, guardián de los tratados europeos, con sus seudópodos en todos los gobiernos nacionales e incluso subnacionales (las autoridades que dirigen las grandes regiones y las grandes metrópolis motrices de la UE). Comportándose para la ocasión como grandes predicadores, sus miembros no han cesado de deducir de los reveses de sus políticas que era necesario redoblarlas y amplificarlas, afirmando que la excelencia de sus principios estaba en entredicho únicamente debido al hecho de que la realidad socioeconómica todavía no había sido reformada suficientemente para amoldarse de una vez a dichos principios y, de este modo, corroborar su excelencia. ¡Perfecta tautología!
Evidentemente, su obstinación no es para nada desinteresada: al contrario, sus políticas expresan directamente los intereses de la fracción actualmente hegemónica del capital europeo y mundial, que reúne a los grandes grupos financieros e industriales globalizados y para la que Europa no es más que una simple “sección” del mercado mundial que conviene que siga abierta a la circulación de sus capitales y compita sistemáticamente con las demás “secciones” con el fin de crear las condiciones para una explotación lo más rentable posible de la mano de obra que alberga.
El orgullo de esa eurocracia, su fe en la excelencia de sus principios, el alto valor que otorga a la misión que cree cumplir (unificar Europa convirtiendo a los pueblos a la religión neoliberal) se han visto sin duda sacudidos en varias ocasiones a lo largo de los últimos años. La laboriosa ratificación del tratado de Niza por parte de Irlanda (2001-2002) y después el rechazo del proyecto de tratado por el que se establecía una constitución para Europa por parte de Francia y los Países Bajos en 2005, ya habían puesto de manifiesto la incredulidad de algunos pueblos europeos con respecto a la fe neoliberal cuando tuvieron la posibilidad de expresarse en un referendo. Entonces no se trataba más que de fastidiosos percances que retrasaron un poco el avance de la cruzada neoliberal que condujo al Tratado de Lisboa (2007), no sin que este último hubiera sido rechazado asimismo por el pueblo irlandés en un primer momento.
En cambio, la agravación de la situación socioeconómica en Europa a partir del otoño de 2008, conforme a la concatenación de sucesos anteriormente mencionada, enfrentará a la eurocracia a un desafío de magnitud muy distinta. Es conocida la fórmula de Lenin que define la situación revolucionaria del modo siguiente: “Para que estalle la revolución no basta normalmente que ‘los de abajo ya no quieran’ seguir como antes, sino que también importa que ‘los de arriba ya no puedan’ seguir como antes”. Puede aplicarse más en general a cualquier situación de profunda crisis política que supone, en efecto, que “los de arriba” ya no pueden gobernar como antes, mientras que “los de abajo” ya no aceptan ser gobernados como antes. El caso es que se acumulan diversos signos que indican que Europa está entrando cada vez más una situación así, tanto en la cúspide como en la base.
  
“Los de arriba”
 
Empecemos por las alturas. Mes tras mes, todos los gobiernos de la UE que han aplicado rigurosamente las políticas neoliberales preconizadas por la eurocracia han de constatar que lejos de “relanzar la maquinaria económica” y “sacar a Europa de la crisis”, esas políticas las hunden cada vez más, socavando el crecimiento, agravando el paro, ampliando los déficit públicos, etcétera. Y la situación empeora proporcionalmente al rigor con que se aplican dichas políticas.
Es lo que está sucediendo en España, donde su puesta en práctica, en primer lugar por el gobierno de Zapatero y después por el de Rajoy, ha llevado la tasa de paro (oficial), en el primer trimestre de este año, al 22%, y la de los jóvenes menores de 25 años al 52%, mientras que la deuda pública ha avanzado del 40% al 68,5% del PBI entre finales de 2008 y finales de 2011. La situación no evoluciona mejor en Italia, pese a que la propia eurocracia ha instalado al frente de su Gobierno a uno de sus propios miembros, Mario Monti, excomisario europeo de 1995 a 2004 antes de trabajar para Goldman Sachs, el mismo banco que ayudó al Gobierno griego a maquillar sus cuentas entre 2007 y 2010: su acceso al poder no ha impedido que el PBI italiano retroceda un 0,2 y un 0,7%, respectivamente, en el tercer y cuarto trimestres de 2011; la Comisión Europea prevé una contracción del orden del 1,3% en este año y el FMI predice que incluso se agravará hasta un 2,2%. En estas condiciones, la deuda pública, que ha pasado del 105,7% al 120,1% del PIB, amenaza con desbocarse, dificultando todavía más su refinanciación en los mercados.
No hace falta recordar la catastrófica situación social en la que los planes de austeridad han sumido a la población griega en el curso de los últimos dos años: Grecia acaba de entrar en su quinto año consecutivo de recesión, ya que su PBI ha retrocedido un 6,2% en el curso del primer trimestre; la tasa de paro oficial ascendía el pasado mes de febrero al 21,7% (45% entre los jóvenes de 15 a 24 años): en promedio se han destruido casi un millar de puestos de trabajo cada día durante el año pasado; la mitad de los parados se encuentran en esta situación desde hace por lo menos un año y por tanto ya no cobran el subsidio de desempleo; en estas condiciones, el índice de pobreza, que ya era uno de los más elevados de la UE (del orden del 20% en 2010), se ha agravado drásticamente: según Eleuftheros Typos del 21 de abril, uno de cada dos griegos ya no pueden pagar sus facturas y ocho de cada diez dicen que ya no podrán ayudar económicamente a sus hijos.
Claro que, a fin de cuentas, los eurócratas pueden pensar, aunque equivocadamente, que estas situaciones son el precio que hay que pagar para que los pueblos europeos puedan acceder al paraíso neoliberal. Ahora bien, la situación sumamente inquietante de los bancos europeos, tal vez menos conocida por el gran público, debería causarles sudores fríos y noches en vela, no en vano estos bancos figuran entre los principales acreedores de los Estados europeos y, como tales, ya han tenido que asumir el coste del llamado “salvamento de Grecia” (la anulación de la mitad de la deuda pública griega) y dotar provisiones suplementarias para cubrir los riesgos persistentes, y en algunos casos cada vez más graves, derivados de otros créditos europeos. Así se comprende mejor que hicieran cola para conseguir una parte del billón de euros que les ha prestado el BCE a un tipo reducido (1%) en dos tandas (a finales de diciembre y a finales de febrero). Estos enormes fondos los han utilizado los bancos europeos en primer lugar para refinanciarse, después para seguir comprando títulos de deuda soberana y tan solo en tercer lugar para apoyar el crecimiento de la “economía real” (empresas, administraciones públicas y hogares).
Esto ha tenido evidentemente el efecto de agravar todavía más la exposición al riesgo de impago de dicha deuda y abre la perspectiva de que la próxima crisis de deuda pública (en España o Italia) venga acompañada de una crisis bancaria, no solo impidiendo toda renovación posible del crédito a los Estados por parte de los bancos, sino sobre todo provocando una contracción del crédito bancario que hunda toda la economía europea en una recesión más grave.Dos índices recientes revelan esta agravación y los crecientes temores de los operadores financieros sobre el futuro de sectores enteros del sistema europeo: la degradación efectuada por Standard & Poors, el pasado 30 de abril, de la calificación de nueve bancos o grupos bancarios españoles, que continúan estando gravemente lastrados por una montaña de créditos inmobiliarios dudosos o abiertamente morosos (184.000 millones de euros según el Banco de España), seguida de la efectuada por Moody’s el 14 de mayo de la calificación de 26 bancos o grupos bancarios italianos –ocho de ellos degradados dos escalones, seis degradados tres escalones e incluso dos degradados cuatro escalones–, a los que se atribuye una perspectiva negativa que anuncia nuevas degradaciones en el futuro.
 
“Los de abajo”
 
A esta creciente impotencia de “los de arriba” para seguir gobernando como antes –es decir, para lograr que sus políticas neoliberales surtan los efectos previstos y permitan renovar las condiciones de su dominación–, se añaden además los indicios de una persistente negativa de “los de abajo” a dejarse gobernar de esa manera. Por citar tan solo a los más destacados, recordemos las huelgas generales repetidas en Grecia desde hace dos años, el proceso de huelga general en Francia en otoño de 2010 o los movimientos de los indignados de Madrid y Londres en el transcurso del año pasado. En este terreno tampoco aparece ninguna amenaza fundamental y menos una situación irremediable desde el punto de vista de los gobernantes: todos estos movimientos han sido contenidos o desviados, pero su persistencia indica claramente que el fuego sigue vivo bajo las brasas y que no cabe descartar un incendio de vastas proporciones.
La eurocracia debiera estar por fin alarmada ante el hecho de que la conjunción de su creciente dificultad para seguir gobernando de acuerdo con los cánones neoliberales y la resistencia persistente de los pueblos europeos a dejarse gobernar de esta manera está multiplicando las crisis políticas, de acuerdo con la inspirada fórmula de Lenin. Es cierto que en este aspecto también la mayoría de estas crisis no han ido de momento más allá de una mera crisis gubernamental, del simple cambio obligado de tipo de gobierno, que forma parte de las peripecias normales de la vida política en el marco del régimen democrático del Estado capitalista. Así, desde que estalló la crisis de las deudas soberanas en Europa, ya son incontables los gobiernos que, independientemente de su color político, han sido desbancados del poder, bien debido a la impopularidad de las medidas que habían tenido que adoptar en el marco de la gestión neoliberal de la crisis, bien a causa de su incapacidad para tomar estas medidas o para obtener los resultados esperados.
Tan solo en el año 2011 se trata de los siguientes: el de Brian Cowen (Fianna Fail, Irlanda), tumbado en las elecciones legislativas de marzo; el de José Sócrates (PS, Portugal), obligado a dimitir por el Parlamento antes de perder las elecciones parlamentarias de junio. Tan solo en el mes de noviembre pasado cayeron: el Gobierno de Papandreu (PASOK), triturado entre la presión de la calle y la de la eurocracia; el de Berlusconi (PdL), destituido no por sus calaveradas o sus escándalos judiciales, sino por su incapacidad para sanear las finanzas públicas italianas con arreglo a las exigencias de la eurocracia y de importantes sectores industriales y financieros italianos; el de Zapatero (PSOE), incapaz asimismo de estabilizar la situación socioeconómica española y enfrentado a una creciente protesta social; el de Meta Radicova (Partido Demócrata – Unión Demócrata y Cristiana) en Eslovaquia, sacrificado en abril en el altar del “plan de salvamento” del euro en el mes de marzo; igual que el de Mark Rutte (Partido Popular por la Libertad) en los Países Bajos a finales de abril. Incluso la más ardiente defensora de la austeridad presupuestaria y de la ortodoxia neoliberal, la canciller alemana Angela Merkel, experimenta una derrota tras otra en las elecciones regionales de su país: en Sarre, Schleswig-Holstein y Renania del Norte-Westfalia en las últimas semanas, después de las que tuvo que encajar el año pasado en Hamburgo (febrero), Sajonia-Anhalt, Renania-Palatinado y Baden-Wurtemberg (marzo), Bremen (mayo), Mecklemburgo-Pomerania Occidental y Berlín (septiembre); de seguir así, corre el riesgo de completar la lista con motivo de las elecciones legislativas federales que tendrán lugar en Alemania en septiembre de 2013.
Sin embargo, el problema es que los equipos de gobierno que sustituyen a los depuestos no tardan en experimentar también el desgaste del poder, desacreditados a su vez por la mediocridad o la calamidad de sus resultados y su incapacidad para responder a las aspiraciones de sus electores, al estar atados de pies y manos al yugo de la política neoliberal. Lo que se perfila en el horizonte de estas alternancias repetidas y estériles es a todas luces el espectro de la ingobernabilidad de los Estados, que alimenta tanto la volatilidad de las actitudes electorales como el abstencionismo o la indiferencia política y el voto a favor de formaciones populistas o de extrema derecha.
Semejante situación ya ha dejado de ser una posibilidad para convertirse en una realidad palpable en Grecia. Las últimas elecciones legislativas –caracterizadas de una parte por el hundimiento de los partidos que han administrado alternativamente el país durante las últimas décadas (Nueva Democracia y Pasok) y que por tanto son responsables de su estado actual, y de otra parte por un ascenso de la extrema izquierda (Syriza) y de la extrema derecha (Aurora Dorada)– no han dado lugar a una mayoría y por tanto ha sido necesario convocar nuevas elecciones. Si, como es probable, estas confirman y amplían las tendencias que se manifestaron en los anteriores comicios, Grecia tendrá a finales de junio un parlamento con fuerte presencia de fuerzas contrarias a los planes de austeridad impuestos por la eurocracia y dispuestas a abandonar el euro e incluso la UE. Ahora bien, es sabido que el impago griego (negativa o incapacidad para hacer frente a los próximos vencimientos de devolución de la deuda pública) sumiría de inmediato a toda la zona del euro en una profunda crisis: la salida de Grecia del euro fragilizaría a los bancos alemanes, franceses e italianos acreedores del Estado griego y de los bancos de este país, por lo que se tornarían de hecho incapaces para seguir comprando bonos de sus respectivos Estados; esto haría que de golpe aumentaran los tipos de interés que habrán de pagar esos Estados para financiarse en el mercado de capitales y se contrajera el crédito destinado a la “economía real”, etcétera.
El resultado de todo esto sería que la crisis política en los distintos Estados europeos correría entonces el riesgo de salirse del marco acotado y regulado de la “alternancia democrática” y desembocar, en algunos de ellos, en auténticas crisis de régimen, amenazando al propio Estado con sus formas democráticas.
 
Las escasas posibilidades de François Hollande
 
En este contexto se ha producido la elección de François Hollande a la presidencia de la República Francesa el pasado 6 de mayo. En gran parte, este hecho se explica por la ya citada alternancia gubernamental acentuada por la crisis. Sin embargo, este contexto también delimita el estrecho margen de maniobra que le queda, siempre que, claro está, obtenga una mayoría parlamentaria en las próximas elecciones legislativas. Su programa se inscribe plenamente en la perspectiva del neokeynesianismo europeo ya mencionado, proponiendo a los demás Gobiernos europeos, si no abandonar las políticas neoliberales de austeridad establecidas en el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la Unión Económica y Monetaria (TECG) en proceso de ratificación[1], al menos atenuarlas y compensarlas con medidas susceptibles de permitir el relanzamiento el crecimiento de la UE con el fin de evitar que esta caiga presa de la espiral recesiva y potencialmente depresiva a que la han abocado dichas políticas.
Estas medidas implicarían en particular el uso de lo que queda de los distintos fondos europeos (Feder, etc.) y la ampliación de capital del Banco Europeo de Inversiones para financiar grandes obras de infraestructura a escala europea; el lanzamiento de eurobonos (obligaciones suscritas por la UE como tal) con el mismo fin; la institución del BCE como prestamista de último recurso en el seno de la UE, permitiéndole concretamente financiar directamente las deudas soberanas, pudiéndose financiar todo ello, al menos en parte, a cargo de ingresos fiscales suplementarios, sobre todo gracias a la creación de una tasa sobre las transacciones financieras en la UE.
¿Qué acogida recibirán estas propuestas? De entrada hay que decir que chocan con las profundas convicciones neoliberales que sigue abanderando la eurocracia, que ejerce su tutela sobre el conjunto de los Gobiernos europeos, en particular a través de los miembros de aquella que forman parte de cada uno de estos. Sin embargo, a lo largo de las últimas semanas se han alzado voces en el interior mismo de la eurocracia que dan a entender que tal vez las propuestas francesas no sean rechazadas de inmediato ni en su totalidad. Así, José Manuel Durão Barroso, presidente de la Comisión Europea, ha declarado: “Compartimos la convicción de que hay que invertir en el crecimiento y las grandes redes de infraestructura [...] sin perder el rumbo de la consolidación presupuestaria y de la reducción de la deuda”. Palabras que han encontrado eco en declaraciones de Guido Westerwelle (del partido liberal alemán, FDP), ministro germano de Asuntos Exteriores, sobre la necesidad de completar el TECG con un “pacto por el crecimiento”. Luego se ha sumado el coro Mario Monti: “Es fundamental que Europa adopte urgentemente políticas concretas a favor del crecimiento”.
Claro que semejantes declaraciones en boca de eminentes representantes de la eurocracia, todavía inimaginables hace pocos meses, significan que la situación creada por la victoria de Hollande no es una mera sacudida pasajera, que por lo menos se ha instalado la duda en torno a las antiguas certezas neoliberales y que las líneas empiezan a moverse. No obstante, esas certezas siguen marcando el rumbo que se propone mantener la eurocracia en su conjunto. Por otro lado, algunas de las declaraciones citadas son cuando menos confusas. Así, si unos y otros están de acuerdo en la necesidad de crear las condiciones para un nuevo “crecimiento”, lo que entienden por esto y sobre todo la idea que tienen de tales condiciones puede dar lugar a interpretaciones radicalmente distintas. Si desde el punto de vista del presidente francés, de acuerdo con la tradición keynesiana, el relanzamiento debe efectuarse sobre todo por el lado de la demanda (básicamente de los hogares y las administraciones públicas), los defensores de la ortodoxia neoliberal, que siguen teniendo la batuta en el seno de la eurocracia, no lo entienden de esta manera, sino que piensan en un relanzamiento por el lado de la oferta, para lo que resulta indispensable la mejora de la rentabilidad de las empresas y la adopción, en particular, de nuevas medidas de “liberalización del mercado de trabajo”, es decir, una nueva degradación de las condiciones laborales y salariales.
Lo más probable, por tanto, es que no se plantee un pacífico “acuerdo de caballeros” suscrito sobre un tapete verde, sino un pulso a cara de perro, una prueba de fuerza, sin duda en varios tiempos, cuyo primer asalto tendrá lugar con motivo de la reunión del Consejo Europeo del 27 al 28 de junio. Su resultado todavía está en el alero y de hecho dependerá menos de la voluntad de unos y otros que del efecto que cause en unos y otros la evolución de la crisis política griega: si finalmente se verifica la hipótesis ya descrita de una agravación de la misma en caso de que las nuevas elecciones den lugar a la recusación de los compromisos financieros y la salida del euro, la crisis financiera y bancaria subsiguiente en la UE, situada entonces más que nunca al borde del abismo como estructura institucional, y la perspectiva de sus consecuencias desastrosas para la “economía real”, los partidarios del neokeynesianismo verían sin duda reforzada su postura.
Pero por encima de todo, si el pueblo griego logra de este modo, en las próximas semanas, que la eurocracia se dé contra el muro y se vea obligada a renegar de su fe neoliberal, esta sería una manera de recordar que todo depende, en última instancia, de la amplitud, la intensidad y la perseverancia de la movilización popular contra las políticas de austeridad. Porque está claro que es esta movilización la que a golpe de debates públicos, difusión de panfletos, organización de bloqueos de vías de comunicación, de reuniones, manifestaciones, huelgas generales o parciales, ocupaciones de centros de trabajo, etcétera, habrá tumbado en este caso a los anteriores gobiernos griegos, reducidos al rango de lacayos de la eurocracia y de la “troika” (FMI, Comisión Europea y BCE), y elegido al parlamento griego a una mayoría inflexible ante las injerencias de estas últimas. El “milagro griego” podría entonces servir nuevamente de ejemplo al resto de Europa e incitar a otros pueblos a seguir la misma vía, para abrir nuevas perspectivas, que ya no se verían constreñidas por el marco del tímido neokeynesianismo anteriormente descrito.



 
[1] Véase la versión en castellano del tratado en:

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