22/11/2024

Contribución a la crítica del fetichismo

 
 
Introducción
Me propongo un objetivo simple: separar la teoría del fetichismo de Karl Marx de los tópicos de la alienación y la ideología. Para ello presentaré algunos lugares de desencuentro entre elementos de esta tríada que, creo, servirán más a la comprensión del fetichismo que una exposición sistemática. Descarto con ello todo intento de exhaustividad, limitándome a llevar a cada tópico al límite exacto en que expone su diferencia.
Este trabajo es una respuesta al uso difundido –académico y no– de estos tres términos como intercambiables, que termina por confundir diferentes diagnósticos y problemáticas –y por eso mismo, estrategias posibles– al interior del marxismo. Esto se observa no sólo en la superposición de sus usos, sino –de modo evidente– en el reduccionismo que hace del fetichismo un subcapítulo de la ideología o la alienación, y que en su versión más simplificadora afirma que el fetiche es la vieja ideología o la alienación pero circunscripta a un contexto específico: el capitalismo. En el marco de esta confusión y en pos de decir algo inteligible sobre el fetichismo, considero imprescindible pronunciarme al mismo tiempo sobre la alienación y la ideología.
Frente a las figuras literarias y retóricas, a las que Marx apela de modo decisivo, evitaré el impulso de llevar las metáforas a explicaciones razonables; adopto, en cambio, la actitud inversa: encontrar razonable a la metáfora misma. Esto no significa una declaración anticipada de la irrealidad del fetiche, sino el establecimiento de un  canon adecuado a una realidad que –al decir de Marx sobre el decir de Shakespeare– es como la nutria, “ni carne, ni pescado, uno no sabe por dónde agarrarla”.
El trabajo está dividido en tres partes: en la primera opondré el fetichismo a la alienación en los Manuscritos económicos filosóficos de 1844; en la segunda parte confrontaré el fetichismo y la ideología en la teoría etnográfica; para concluir en la tercera con el descubrimiento marxiano de El capital que aseguró la distancia del fetichismo con la ideología y la alienación.
 
I. El monstruo de Frankenstein
Según el Hegel de la Fenomenología del espíritu, el hombre, en su larga gesta por convertir la naturaleza en historia, tiene la capacidad de “determinarse como cosa”; de modo paradigmático, mediante el trabajo. El carpintero frente a su producto estará siempre en condiciones de decir: “eso soy yo” (que, por cierto, es más ontológico que el jurídico “eso es mío”).  Es, por así decir, un círculo que arranca por la vía de la determinación y se cierra por el camino del reconocimiento.
Ludwig Feuerbach presentó este círculo recurriendo a la metáfora biológica de la sístole y la diástole: un mecanismo en que la sangre humana es derramada para luego recoger esa esencia repudiada en su corazón (1975: 77). En estos términos más dramáticos, si el momento del retorno es interrumpido se produce un vaciamiento del primer polo en exacta correspondencia con el acrecentamiento del segundo: ese es el problema humanista de Feuerbach, la sustracción de la esencia del ser humano. La solución rima con el problema: hay que reapropiarse de la esencia perdida (o lograr que la sangre sea transfundida).
En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 de Marx la alienación es la sístole-diástole de Feuerbach pero aplicada al terreno de la economía política, más específicamente, al trabajo. En los términos de Marx, la realización de la propiedad privada –que implica la alienación del trabajo– es correlativa a la “desrealización del trabajador” (2006: 106), esto es, de su esencia genérica como especie. Si bien este motivo filosófico acerca de la esencia humana no sobrevivirá a la autocrítica de Marx en sus tesis sobre Feuerbach, la figura de la sustracción perdurará para dar cuenta del capital: “es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo” dice en El capital (2002: 279).  Y es que, después de todo, la explotación es una forma especial de sustracción.
Pero si Drácula es el modelo exacto de la alienación, no podemos decir lo mismo del fetichismo, que en los Manuscritos ya es presentado como sustancialmente diferente, si no contrapuesto. En el fetichismo no tengo frente a mí a la esencia objetivada, no soy yo convertido en cosa como en el carpintero frente a su creación, sino que se simplifica en una “objetividad externa y desprovista de pensamiento” (2006: 134). A diferencia de las mesas, cuyo valor se cifra en el trabajo alienado, los fetiches valen por sí mismos.
En el plano histórico –y todavía en los límites de los Manuscritos–, fetichismo y alienación corresponden a modos de producción distintos; respectivamente, al universo medieval y capitalista. Lo que Marx designa como el “fetichismo de la antigua riqueza externa” refiere a la asunción de la naturaleza exterior como fuente del valor; típicamente, el caso de la tierra feudal, pedazos de naturaleza objetiva que instituyen, distribuyen y legitiman poderes inhumanos y naturales. Pero también la espada y el caballo. Aun cuando haya sido la una forjada, y el otro domesticado, su valor no reposa en el trabajo invertido; al contrario, el valor del caballero y el del nómade reposan en los fetiches (2006: 166). La alienación, en cambio, es un fenómeno capitalista, en cuyos dominios la naturaleza exterior se revela como subjetiva: en otros términos, en donde hasta el pez que no ha sido pescado es un medio de producción (2002: 219). Y esto es precisamente lo que registra la economía política del mejor modo al declarar al trabajo humano como el único factor de la riqueza.
En el desarrollo de la historia, el pasaje del medioevo al capitalismo implicó la conversión de todos estos restos-fetiche de naturaleza en factura humana, es decir, en el borramiento de la exterioridad del fetiche para regularlo como producto humano. Es la conversión de la tierra en factor del trabajo (o la traducción de la renta en beneficio) llevada a cabo por el Lutero de la economía política, Adam Smith[1]. Sin embargo, Marx advierte (y denuncia) una inconsistencia de la economía política: el metal precioso perdura como una existencia objetiva de la riqueza, esto es, algunas piedras preservaron “el más alto grado de universalidad dentro de los límites de la naturaleza” (2006: 136).
De modo que el fetiche, aun habiéndose sofocado su reinado medieval, perdura en el centro del capitalismo como encarnación del dinero. Es precisamente esta contradicción real entre dinero objetivo y propiedad privada subjetiva, entre fetichismo y alienación, lo que Marx identifica como una contra-dictio de los economistas políticos y una contradicción del capitalismo: al tiempo que defienden el trabajo como única fuente del valor, no impugnan al oro como sustancia del valor: son, por ello, meros “adoradores fetichistas de la moneda metálica”.
En continuidad, en El capital el fetiche del dinero es un resto natural que sin la mediación del trabajo tiene valor social: “La forma natural de la mercancía [dineraria] se convierte en forma de valor” (2002: 69). De allí los rasgos curiosos y paradójicos que Marx le concede a la mercancía dineraria que es, como el soberano hobbesiano, natural y social al mismo tiempo; es metal precioso que deviene precio sin modificarse en nada. El oro, dice Marx, permanece “tal cual es”. Esta inmutabilidad reviste el mismo sentido que la exterioridad de los Manuscritos; en lo esencial refiere a que su valor no depende del trabajo.    
Resumiendo esta contraposición. La diferencia entre alienación y fetichismo dinerario es la distancia que media entre Drácula y el monstruo de Frankenstein, entre el que vive porque sustrae esencia y el que se anima porque fue activado. El fetichismo del dinero no implica sustracciones ni esencias ajenas:
Pero como las propiedades de una cosa no surgen de su relación con otras cosas sino que, antes bien, simplemente se activan [betätigen] en esa relación, la chaqueta parece poseer también por naturaleza su forma de equivalente, su calidad de ser directamente intercambiable, así como posee su propiedad de tener peso o de retener el calor (2002: 71).
El pulso eléctrico que activa al dinero es su relación con el resto de las cosas, es decir, cuando su naturalidad es llamada a funcionar socialmente (de equivalente). La activación no agrega ni sustrae: sólo pone a funcionar. De ahí que la problemática cercana a la alienación qua sustracción sea la explotación (y no sorprende que los Manuscritos adopten como punto de partida el trabajo alienado) y la problemática relativa al fetichismo qua activación sea el modo de darse socialmente (y de ahí que El capital arranque indicando a la mercancía como el modo de aparecer de la riqueza social). Y así como las exploraciones posibles acerca de la alienación conducen a la lógica del sacrificio, las del fetichismo desembocan en la lógica de la sujeción.
 
II. El primer encuentro
Según testimonios de exploradores, los africanos rendían culto a la más arbitraria y colorida colección de objetos: la pierna de un perro, un hueso de pollo, una cola de león, un carozo de fruta, una pluma de pájaro, un pedazo de trapo, una cabeza disecada de mono, una espina de pescado, un guijarro, un cuerno lleno de basura, etc. Ese listado demostró además ser fácilmente ampliable, como un mana o una metonimia; con la llegada de los extranjeros, el panteón de dioses abrió sus puertas a los aparatos de medición, equipos de navegación, armas y figuras religiosas traídas de Europa. Y con la misma devoción que adoptaban un fetiche lo podían cambiar por otro: los nativos aceptaban un rosario de madera a cambio de un macizo fetiche de oro, bajo una ley de equivalencia absolutamente incomprensible para el europeo.
La gran interrogación de estos extranjeros –observa sagazmente William Pietz–, mercaderes y esclavistas en su mayoría, es la misma que luego la economía política reclamará para sí: sobre la naturaleza y el origen del valor social de los objetos (1985: 9). Pregunta que puede resumirse en ¿cuál es el secreto de su riqueza?
La respuesta –cuya órbita de influencia alcanzará a autores tan heterogéneos como Isaac Newton, John Locke, Immanuel Kant y Voltaire– deberá esperar hasta principios del siglo XVIII, en que el esclavista Willem Bosman publicará los comentarios de su informante nativo acerca de su religión:
Él [el informante] me obligó con la siguiente respuesta, que el número de sus dioses era interminable e innumerables [endless and innumerable]: para (dijo él) que cualquiera de nosotros esté resuelto a emprender cualquier cosa de importancia, en primer lugar buscamos un Dios para que nuestra empresa prospere; y saliendo por la puerta con este designio, tomamos la primera criatura que se presenta a nuestros ojos, ya sea perro, gato, o el animal más despreciable en el mundo, para ofrecérselo a nuestro Dios; o tal vez de cualquier ser inanimado que cae en nuestro camino [that falls in our way], ya sea una piedra, un trozo de madera, o cualquier otra cosa de la misma naturaleza (Bosman, 1907: 368, la traducción del inglés me pertenece).
La llamada “teoría del primer encuentro” explica la valorización africana en términos de personificación azarosa de objetos materiales, es decir, un animismo basado en el encuentro fortuito y el capricho del momento. Desde la óptica de esta teoría, la valorización racional-económica es sustituida por un valor irracional que oscila entre un sentido religioso y otro erótico (ya que los africanos además de adorar los fetiches los portaban a modo de anillos, collares o pulseras).
Unos decenios más tarde (1760), un enciclopedista lector de Bosman, encontrará en esta teoría una receta para su teoría general sobre el pensamiento primitivo: Charles de Brosses convertirá la respuesta del informante en una generalización sociológica que abarque poblaciones como Etiopía, Yucatán y Laponia. Inventa una nueva palabra para sus propósitos: “fetichismo”. Fetichismo designa ahora el escalón más bajo de una línea evolutiva que comienza con el “cult direct”, el que se resuelve en “el primer objeto que alaga su capricho” [le premier object qui flatte leur capricho] (1988, 21), al que le sigue la idolatría como la primera forma de culto indirecto, esto es,  donde la adoración de Dios se alcanza por la mediación de sus símbolos o creencias.
Marx, que lee y extracta la obra de De Brosses en 1842, asocia el fetichismo a la personificación de objetos materiales del mismo modo que, en 1843, al leer a Destutt de Tracy asociará la ideología con los sistemas de ideas[2]. Desde el punto de vista etnográfico, la diferencia entre fetichismo e ideología es similar a aquella otra entre culto directo e indirecto: el fetiche es lo que sale todo él al encuentro, no es un símbolo de otro cosa, ni significa otra cosa que lo que ya era. La ideología –no importa como se la defina– pertenece al campo de la representación y no de las cosas; incluso, pocos se opondrían a calificarla de discursiva. Marx mantiene una clara conciencia acerca de la distinción entre estos dos niveles y lo presenta como la diferencia entre el modo de investigación [Forschungsweise] que “debe apropiarse pormenorizadamente de su objeto” y el modo de exposición [Darstellungsweise] que tiene que exponer “adecuadamente el movimiento real” (2002: 19). Pues bien, la distorsión propia de la investigación es el fetichismo del mismo modo que la ideología es la deformación de la exposición; mientras que el fetiche invade el campo de la presentación, la ideología discute con el materialismo histórico acerca del modo científico de exponer lo presentado[3].
Trazando el  paralelo final, la modalidad bajo la cual el fetiche es pensado es la teoría del primer encuentro, al que el verbo alemán erscheinen hace justicia. En la tradición fenomenológica alemana –que va de Kant a Husserl pasando por Hegel– este verbo remite no a una apariencia que encubriría, al modo de una cortina, la verdad oculta en su interior, sino a un fenómeno cuyo espesor ontológico se reduce a la forma de aparecer. Por eso, el secreto de la riqueza capitalista no hay que buscarlo en las profundidades como en Metrópolis de Fritz Lang, donde la buena fortuna de los de arriba es correlativa a la explotación de los de abajo (esa es la tarea, en todo caso, de la crítica de la ideología). Frente al fetiche hay que asumir la actitud ingenua de no sospechar nada sino de salir al encuentro, con las dos primeras líneas de El capital:
La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista aparece [erscheint] como un “enorme cúmulo de mercancías (2002: 43, traducción modificada)
El enigma de la mercancía está en la superficie, se ofrece como una “envoltura material” (2008: 17) o “cosa sensorialmente suprasensible” (2002: 87).    
 
III. El deseo
En El capital Marx agrega algunas notas peculiares al fetiche del dinero, notas que comparadas con los Manuscritos de 1844 nos permiten hablar de una generalización de la perversión. En los Manuscritos el fetiche denuncia una anomalía respecto del normal funcionamiento de la economía política: el dinero exceptuándose de la teoría del valor trabajo. Lo mismo que Bosman y De Brosses, Marx no encuentra otra explicación más satisfactoria que una erótico-religiosa:
El dinero, en tanto que posee la propiedad de comprar todo, en tanto que posee la propiedad de apropiarse de todos los objetos, es, en consecuencia, el objeto en sentido eminente (2006: 179).
En los escritos preparatorios de El capital, Marx repite el motivo erótico del dinero como “el objeto” (en cursiva en el original), objeto detrás de todos los objetos, pero le otorga el título honorífico de nexus rerum entre los pueblos comerciantes: “El dinero mismo es la comunidad, y no puede soportar otra superior a él” (2009: 157). Y ser el nexus rerum nos ofrece (literalmente) dos vías de investigación: una en tanto lógica social y otra en tanto cosa social.   
En tanto lógica social, en El capital Marx le concede al dinero refinamientos lógicos y universales que van más allá de la mera fascinación por el brillo metálico. Tres metáforas le sirven de explicación: (i) los cristianos para expresar su carácter ovejuno requieren identificarse con “el cordero de Dios” –que en la versión latina, agnus dei, designa la figura de Jesucristo–;(ii)los objetos para expresar su peso requieren colocarse en una relación ponderal con el hierro como “mera figura de la pesantez” o “forma de manifestación de la pesantez”; (iii) los hombres para expresar su humanidad deben identificarse con la corporalidad paulina como encarnación del “genus humano”. Es decir que Cristo, el hierro y Pablo hacen, lógicamente, de monedas en sus respectivos campos: el del cristianismo, el de la pesantez y el de la humanidad. Por eso, refiriéndose a la “forma del dinero”, ahora perversión universalizada, dice Marx:
Pero cuando los productores de chaquetas, botines, etc., refieren esas mercancías al lienzo –o al oro y la plata, lo que en nada modifica la cosa– como equivalente general, la relación entre sus trabajos privados y el trabajo social en su conjunto se les presenta exactamente bajo esa forma perversa [verrückt Form] (2002: 93, traducción modificada).
La forma dineraria, “ramera universal”, en su sinécdoque infinita que pervierte todo producto humano, convierte a todos los trabajos en expresión de trabajo indiferenciado, es decir, transforma la cualidad del trabajo en cantidad y, en última instancia, en gasto físico medido por unidades de tiempo. La abstracción del trabajo es así la consecuencia necesaria de la lógica del intercambio.
A diferencia de la ideología, esta abstracción no es un proceso mental sino material; es decir, no procede de la conciencia sino del accionar humano. El aforismo “no lo saben, pero lo hacen” señala precisamente esta compulsión de producir para cambiar, abstrayendo el trabajo: “las leyes de la naturaleza inherentes a la mercancías”, dice Marx, “se confirman en el instinto natural de sus poseedores” (2002: 105). De ahí que el descubrimiento ulterior de lo que el fetiche es, “en modo alguno desvanece la apariencia de objetividad que envuelve a los atributos sociales del trabajo” (2002: 91). En cambio, la ideología pertenece al campo del saber y –aunque esto es materia de discusiones– es por ello susceptible de una desinversión.
En tanto cosa social, las metáforas de Marx apuntan a una materialidad inédita que escapa a los presupuestos de las ciencias naturales y la economía política. Esto es, ni la composición físico-química, ni el análisis del trabajo como fuente del valor, permiten dar cuenta de esta segunda materialidad en virtud de la cual el dinero es “sustancia generadora de valor”, “mera gelatina de trabajo humano indiferenciado”, “objetividad espectral”: en pocas palabras, una sustancia gelatinosa y espectral (lo que en su época recordaba al éter del mismo modo que a nosotros, post-einstenianos, nos recuerda a la libido). Por eso lo que a nivel lógico es una relación (de una cosa con el resto), aquí es una adherencia (de una cosa sobre el resto) (Marx, 2002: 100). En los Manuscritos ya se había referido al dinero como “fuerza galvano-química de la sociedad” y en los textos preparatorios de El capital es todavía más explícito:
“Es ante todo la materia general en la que ellas deben ser inmersas, doradas y plateadas, para alcanzar su libre existencia como valores de cambio” (2009: 122).  
Si retomamos la idea de alienación como sustracción, el fetiche es una forma de seducción. Del mismo modo que Marx insiste en el brillo de la superficie de los fetiches como cautivador (simétricamente a Freud con el célebre “brillo en la nariz”), afirma la opacidad del trabajo alienado incluso cuando la chaqueta “de puro gastada se vuelve transparente” (2002: 63). Aunque no se ha prestado atención a este punto, el brillo del fetiche es la clave del famoso desarrollo de las fuerzas productivas:
El dinero como finalidad se convierte aquí en el medio de la laboriosidad universal. La riqueza universal es producida para posesionarse de su representante (…). Porque al ser la finalidad del trabajo no un producto particular que está en una relación particular con las necesidades particulares del individuo, sino el dinero, o sea la riqueza en su forma universal, la laboriosidad del individuo pasa a no tener ningún límite; es ahora indiferente a cualquier particularidad, y asume cualquier forma que sirva para ese fin; es rica inventiva en la creación de nuevos objetos destinados a la necesidad social, etc.” (2009: 159)
Un poco antes señalaba Marx que relacionándose con las mercancías, el hombre no es más que una pobre “personificación del dinero”, como si el fetiche en su deslizamiento incontenible hubiera terminado por incorporar a los propios hombres en su colección de cosas.
 
Conclusión
El fetichismo abrió panoramas nuevos como los vinculados a la lógica social, la lingüística o el deseo, marcados por un tipo de relación que Marx llama “expresión de equivalencia” [Äquivalenzausdruck] (2002: 62). Los pormenores de esta relación abren la posibilidad de una crítica que reconozca como problema el funcionamiento impersonal del capitalismo, en su repetición incesante y estúpida de ampliarse. Enfatizar estos modos de análisis como una disyunción, poniendo de un lado a los marxistas comprometidos que se ocuparían de la “realidad histórica”, y por el otro a los marxistas académicos dedicados a “cuestiones lógicas”, es diseccionar el aporte de Marx sin otro justificativo legítimo que el de la especialización.
El problema de la explotación, ya sea que se lo enfoque desde el trabajo enajenado o la crítica de la ideología, no es menos dramático que el de la equivalencia. Yendo aún más lejos, sólo hay explotación detrás de una superficie de equivalencia. Y viceversa.
 
Bibliografía
Bosman, W., A New Accurate Description of the Coast of Guinea. Londres: Ballantyne Press, 1907.
De Brosses, C., Du culte des dieux fetiches ou Parallèle de l'ancienne religion de l'Egypte avec la religion actuelle de Nigritie. París: Fayard, 1988.
Feuerbach, L., La esencia del cristianismo. Traducción de José L. Iglesias. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1975.
Hegel, G. W. F., Fenomenología del espíritu. Traducción de Wenceslao Roses. Buenos Aires: FCE, 2009.
Marx, K., El capital. Crítica de la economía política (ocho volúmenes). Traducción de Pedro Scaron. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.
–, Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Introd. de Miguel Vedda. Traducción de Fernanda Aren, Silvina Rotemberg y Miguel Vedda. Buenos Aires: Colihue, 2006.
–, Contribución a la crítica de la economía política. Traducción de Jorge Tula y otros. Buenos Aires: Siglo XXI, 2008.
–, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858 (tres tomos). Trad. Pedro Scaron. Buenos Aires: Siglo XXI, 2009.
Pietz, W. “The Problem of the Fetish, I”. En: RES: Anthropology and Aesthetics 9 (primavera de 1985).
 


Artículo enviado especialmente para su publicación en Herramienta.
 
 
[1] Marx remite a Engels para introducir esta comparación (2006:133). En la tradición hegeliana, es Lutero quien propiamente le quita exterioridad a Dios para introducirlo en el fuero íntimo; de modo similar Adam Smith le quita exterioridad a la tierra convirtiéndola en una resultante del trabajo.
[2] Influencia debrossiana que tuvo su auge mayor en El capital: así como  como De Brosses arrancó su obra refiriéndose al antiguo Egipto –cuya adoración de animales era ejemplo de fetichismo– como un “caos indescifrable” o un “enigma puramente arbitrario” que está llamado a resolver (1988: 9), Marx homólogamente señalará al carácter fetichista como un “enigma” que –recordando a las pirámides egipcias– conforma un “jeroglífico social” que debe ser interpretado (2002: 91). 
[3] La ciencia entra en confrontación sólo con la ideología y es superflua frente al fetiche, precisamente porque “toda ciencia sería superflua si la forma de manifestación y la esencia de las cosas coincidieran directamente” (2002:1041). 

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