23/11/2024
Por Musse Ricardo , ,
Otoño de 2003
La victoria electoral de Luis Inàcio Lula da Silva tiene un significado mucho más amplio que el mero éxito de la persistencia de un político oriundo de las capas más pobres. Con él asciende al poder un proyecto de transformación de la sociedad brasileña, tributario y crítico al mismo tiempo del proceso de modernización implementado a partir de la revolución de 1930. Entretanto, la coyuntura actual dificulta bastante una política de transformación social. La nueva fase del capitalismo, delineada a partir de una reacción a los acontecimientos de mayo de 1968, no solo se caracteriza por la dinámica expansionista (la famosa globalización) y por el predominio de la forma financiera del capital. En los países situados fuera del núcleo central del capitalismo, la perspectiva inmediata es un incesante deterioro de la precaria modernización económica y social, obtenida sobre todo gracias a las brisas favorables que soplaron entre 1945 y 1980. El nuevo gobierno se enfrenta con la tarea de superar esas dificultades, y realizar el anhelo de cambios sociales. El resultado de este enfrentamiento no sólo se vincula con la reorientación del aparato estatal, sino también con la capacidad en despertar y movilizar las fuerzas vitales de la sociedad.
El neoliberalismo nació como una reacción al modelo keynesiano de regulación. En reacción a la crisis política, económica y moral de fines de los sesenta y a partir del ascenso al poder en los Estados Unidos e Inglaterra en el decenio de 1980 de los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, la política económica pasó a ser dictada por los principios neoliberales. Ni siquiera los gobiernos de la socialdemocracia europea disentían con esas normas. Esa hegemonía casi universal del neoliberalismo se asentaba en parte en la conversión de los cuadros dirigentes e intelectuales a la creencia de que "no hay alternativas". Pero también en la amenaza y coacción a quien se rehusara a seguir ese sendero por parte de los órganos financieros multinacionales, máxima expresión del mercado sacrosanto (erigido en mito por un discurso mistificador). Un decenio más tarde, el resultado de las rígidas políticas neoliberales en América del Sur fue la profundización aún mayor de las disparidades económicas y sociales entre las naciones del continente y los países centrales del capitalismo.
El Brasil pagó un precio excesivo por la estabilidad del primer gobierno de F.H. Cardoso (que fue un factor decisivo para su reelección), quien se apoyó en un populismo cambiario (una casi paridad del real con el dólar) que financió, más allá de las migajas de la "fiesta de los importados" para la clase media, una brutal transferencia de renta a favor del capital. De la noche a la mañana una riqueza monetaria nominada en cruzeiros se convirtió en dólares. El resultado fue una enorme deuda interna y externa (cerca del 64% del PBI) a pesar de las privatizaciones, de la reforma del Estado y del aumento de la carga tributaria. La otra premisa de la "estabilidad" obtenida al principio del Plan Real fue una abundante oferta estacional de capitales externos. Ese "capital de corto plazo" instauró un déficit persistente en el balance de pagos, amplificando nuestra debilidad estructural externa.
Uno de los principales desafíos de la sociedad brasileña consiste en construir, junto con el futuro gobierno nuevos factores para la estabilización monetaria, en lugar del ya interrumpido flujo externo de capitales fluctuantes. ¿Cómo superar esa dificultad y además realizar el anhelo de cambios sociales? Sabemos que el camino pasa por retomar el desarrollo económico. Pero, ¿cómo obtenerlo? La recuperación del desarrollo no sólo depende del control de una serie de variables interdependientes, tales como: mantener el dólar en un nivel elevado para estimular las exportaciones sin causar impacto inflacionario o sacar al país de la recesión sin sobrepasar las barreras impuestas por la vulnerabilidad externa y por las amenazas de golpes inflacionarios.
En el campo político es necesario invitar a los sectores más diversos y dispares de la nación al diálogo y al entendimiento, por lo menos para establecer consensos que nos permitan detener la amenaza de un colapso de nuestra precaria modernización. El discurso nacionalista de la coalición vencedora no fue sólo un ingrediente retórico de la campaña. La crisis mundial del capitalismo prácticamente impone el lema bien brasileño: cada uno por sí y el mercado contra todos. En los años noventa, de un Fernando al otro, la frustrada expectativa de las elites brasileñas por un ingreso al Primer Mundo no pasó de una seducción electoral. Más aún, hablar de ingresar al Primer Mundo en un de los decenios de menor crecimiento económico es ideología en todo el sentido del término. Respecto a las relaciones entre el Estado y las empresas nacionales, no se puede retornar al modelo nacional-desarrollista, al "capitalismo sin riesgos". No sólo la situación cercana a la insolvencia imposibilita al Estado ejercer simultáneamente el papel de financiero y garante de las empresas nacionales; es la propia transparencia exigida por el régimen democrático que impide volver a prácticas "paternalistas" del pasado. Ello no significa que el Estado no pueda recuperar una función de planeamiento estratégico y de inducción del desarrollo económico.
El programa del nuevo gobierno no es un programa socialista. Defiende el respeto a los contratos y a la propiedad. Por lo que parece ese programa ansía retomar una posibilidad entreabierta en la historia del país, pero nunca puesta efectivamente en práctica: el reformismo social. El modelo posible es una agenda distinta de los proyectos neoliberales del decenio pasado, una especie de actualización y modernización del programa de "reformas de base" esbozado por el gobierno de Joao Goulart, e impedido de practicar por el golpe militar de 1964. La diferencia está en que mientras los altos índices de crecimiento alcanzados en el período del gobierno de Juscelino Kubitschek constituían el punto de partida de esas reformas (sólo imposibilitadas por el espíritu sometido de nuestras clases dominantes y por el escenario de la guerra fría), el escenario hoy está marcado por la mundialización neoliberal. Una de las claves para superar el neoliberalismo pasa por el rescate de las esperanzas no realizadas en el pasado. El deseo del nuevo gobierno de impulsar simultáneamente el desarrollo económico y las reformas sociales no sólo refleja una política de complementación o de compensación social. Los propios economistas parten de la premisa, cada vez más actual, de que, al contrario de la célebre frase de Delfim Neto -"es necesario hacer crecer el pastel antes de repartirlo"- las reformas son una especie de prerrequisito, de condición sine qua non, para el desarrollo.
Ninguna propuesta en el campo social, sea factible o no, puede ser considerada en sí, por el mero examen de sus presupuestos. La historia es un campo de posibilidades abiertas, aunque no ilimitadas. Todo indica que en los próximos años será ensayada entre nosotros la prueba de factibilidad de un programa alternativo al neoliberalismo. Este es uno de los motivos por los cuales el mundo prestó atención como nunca a nuestras últimas elecciones. La crisis económica mundial debilitó la hegemonía neoliberal. Pero el éxito o no de una política alternativa dependerá de la creatividad y de la acción de las fuerzas sociales involucradas en ese proceso. A ellas compete contribuir no sólo para la reflexión sobre los proyectos para el país, sino también sumarse al esfuerzo para combatir la pobreza, disminuir la exclusión social y ampliar la ciudadanía.
Las relaciones internacionales no siempre evolucionan de acuerdo al gusto de las coaliciones gobernantes, ya que la alternancia en el poder, nueva para nosotros, es la regla en los regímenes democráticos. Hay un núcleo institucional de relaciones a largo plazo que muchas veces influye más que la voluntad del gobernante del momento. Desde finales del siglo xix el Brasil oscila entre ser socio preferente de los Estados Unidos o de Europa. Ese movimiento pendular puede ser rastreado en la controversia entre Joaquim Tabuco y Eduardo Prado, las ambivalencias de Getulio Vargas, pasando por la ruptura parcial de Geisel con los Estados Unidos Con la probable partición del mundo entre los Estados Unidos, Europa y el Sudeste Asiático (Japón), si se consiguiera ampliar el Mercosur, fortaleciendo a América del Sur, el Brasil tendrá cómo privilegiar a quien le ofrezca condiciones más favorables. Uno de los factores que más preocupa en ALCA consiste en la ausencia de proyectos de financiamiento para la modernización de los países más pobres, semejantes al auxilio que los europeos concedieron a Portugal y aun a España. Además, ¿cómo constituir un territorio cuya ausencia de barreras sólo rige para las mercaderías, no para las personas?
En Europa las coaliciones victorias de las últimas elecciones no han sido de izquierda, sino de fuerzas menos identificadas con la sumisión a la política militarista norteamericana, emprendida después del 11 de septiembre. Chirac y Schroder son dos beneficiarios del rechazo del electorado europeo a la hegemonía de los Estados Unidos. Ahora en América del Sur, el éxito de la izquierda se debe al fracaso de las políticas neoliberales en la región, implantadas en general por gobiernos de derecha y de centro. Esos gobiernos prometieron conducir sus países al primer mundo y los entregaron al precio de un colapso económico y social, lo que llevó a los electores a perder el miedo a la izquierda.
Ya se volvió un lugar común decir que el Brasil es un país que se encuentra por debajo de sus potencialidades. Con los recursos naturales, la infraestructura de que dispone y con la calificación de su población, el país debería ser más próspero y justo. Pero no siempre se extraen las consecuencias de ese hecho obvio, no siempre se destaca que el problema del país no es la escasez, sea de alimentos, de trabajadores calificados o aún de capitales. El mayor obstáculo para la realización de las potencialidades del Brasil ha sido por decenios la política equivocada de la elite que controlaba y comandaba el país. Esta realización -y esto es finalmente casi un consenso- no depende sólo de la utilización racional de los recursos disponibles. Depende de un cambio económico y social, así como de una transformación cultural que sobreponga a la mera búsqueda del interés económico individual, los valores sociales de defensa de los derechos, de la búsqueda de solidaridad y de libertad.
(Traducción: Francisco T. Sobrino)