28/03/2024

Con Gramsci, más allá de Marx y más allá de Gramsci.

1.         ¿Por qué, no obstante la derrota del “socialismo real” y la conclusión del ciclo histórico en el ámbito del cual debemos también colocar a Gramsci, éste continúa revelando gran vitalidad y fuerza sugestiva, tanto como para ser leído y discutido también en ambientes políticos muy distantes del marxismo y del comunismo y en contextos culturales y geográficos igualmente remotos en relación con Italia?

Muchas veces se busca separar a este extraordinario autor de la historia trágica del comunismo del siglo XX. Ese tipo de enfoque es equívoco. Como pensador, Gramsci muestra claramente haberse enriquecido con la lección de Hegel y de Marx: filosofar significa pensar conceptualmente su propio tiempo; elaborar un pensamiento y un proyecto de emancipación significa trazar un balance histórico de los movimientos de emancipación concretamente surgidos y desarrollados. Pero además de pensador, Gramsci ha sido también dirigente comunista de primer plano: no puede ser transformado en una suerte de Horkheimer o de Adorno italiano, empeñado en construir una teoría crítica sin relación o con una relación exclusivamente polémica con el movimiento comunista y el “movimiento real” de transformación de la sociedad. El problema de la unidad entre intelectuales y conciencia común está ausente de la Escuela de Frankfurt. Ésta asume idealmente las posiciones de Erasmo, a quien, repetida y positivamente, los Cuadernos de la cárcel contraponen con Lutero. Muy lejos de tener la fineza y la cultura del gran humanista, la tosca figura campestre del reformador pone incluso en movimiento un proceso de tumultuosa transformación: dentro de su rudeza expresa el trabajo de parto de una sociedad nueva; el viejo mundo se presenta ciertamente más luminoso o más brillante, pero es el esplendor de una civilización decadente fundada sobre la exclusión.
La Reforma es también –más que un advenimiento histórico concreto–, una metáfora de la Revolución de Octubre y del proceso revolucionario en cuanto tal. Por su tenaz defensa del “nuevo orden”, con las características que éste va asumiendo en el curso de la historia, Gramsci podría ser considerado el antagonista de Nietzsche. Así, al perseguir desde sus más remotos orígenes la modernidad y la revolución, contrapone a cada etapa de tal ruinosa parábola la mayor riqueza cultural y el mayor equilibrio del antiguo régimen en vías de ser desplazado. Parangonado con Voltaire o Montaigne, Rousseau queda en una pésima situación y lo mismo vale para Lutero comparado con Erasmo y con el Renacimiento; Jesús y los “agitadores cristianos [...] llamados Padres de la Iglesia” en relación con los autores de la antigüedad clásica, quedan como “el Ejército de Salvación inglés” confrontados con Shakespeare y con los “otros ‘paganos’” a los que pretende combatir. No sólo en el terreno propiamente cultural, sino también en lo relacionado con la moral, los exponentes del viejo régimen se revelan superiores a los representantes del nuevo, infaliblemente rudos y fanáticos. Tiene un valor paradigmático y ejemplar el modo en el que Nietzsche describe el contraste entre romanidad y cristianismo: por una parte Pilatos que declara no saber qué es la verdad, y por otro lado Jesús que pretende identificarse con ella; por una parte la “noble y frívola tolerancia” de Roma que tiene en su centro “ya no la fe sino la libertad que da la fe”, por otra parte “el esclavo” que “quiere lo no condicionado, comprende sólo lo tiránico, incluso en su moral”. Poco propenso a distinciones o justificaciones, Nietzsche traza una línea de continuidad entre el fanático Credo quia absurdum de Tertuliano y los cristianos que esperan el juicio universal y la fe igualmente fanática del movimiento socialista en la palingénesis social.
Gramsci es plenamente consciente del hecho de que el viejo orden puede expresar “un canto del cisne” lleno de “admirable esplendor”. Es como si todas las diferentes características del antiguo régimen desplazado por las sucesivas olas de la modernidad y de la revolución hubieran resonado en Nietzsche como un canto del cisne extraordinariamente seductor. No sucede lo mismo con Gramsci, que sigue estando con el “nuevo orden”, inclusive sin subestimar y sin ocultar sus terribles dificultades y asperezas. Al saludar a la Revolución de Octubre, subraya que ésta inicialmente sólo producirá “el colectivismo de la miseria, del sufrimiento”. Pero ni siquiera éste es el aspecto más importante. Gramsci se vuelca en un esfuerzo de comprensión simpatética de lo nuevo, aun cuando, a los ojos de un observador superficial o ignorante de la terrible complejidad del proceso histórico y revolucionario, éste parezca traicionar las razones mismas de su nacimiento. Extraordinaria es la página dedicada, en 1926, al análisis de la URSS y de un fenómeno “jamás visto en la historia”: una clase políticamente “dominante” se encuentra “en su conjunto [...] en condiciones de vida inferiores a determinados elementos y sectores de la clase dominada y sometida”. Las masas populares que continúan sufriendo una vida de privaciones están desorientadas frente al espectáculo de “el nepman abrigado con pieles y que tiene a su disposición todos los bienes de la tierra”; y, todavía, eso no debe constituir motivo de escándalo o de repudio, visto que el proletariado, así como no puede conquistar el poder, tampoco puede siquiera mantenerlo si no es capaz de sacrificar intereses particulares e inmediatos a los “intereses generales y permanentes de la clase”.
 
2.         Sin embargo, la conciencia de la extraordinaria complejidad del proceso de construcción de lo nuevo no significa achatamiento acrítico y “justificacionista” en la configuración en un determinado contexto histórico por éste asumido. Si, por un lado comprende las razones del estado de excepción que pesa sobre la Rusia soviética, por el otro Gramsci no pierde nunca de vista la herencia que el socialismo debe saber asumir, es decir, de la precedente tradición cultural y política de las conquistas del liberalismo y de la democracia. El tema de la herencia se salda estrechamente con el tema de la democracia socialista.
Damos así un paso adelante en el camino de la comprensión de la permanente vitalidad de nuestro autor, que incluso no es ciertamente el único en plantearse el problema de la relación entre socialismo y democracia. Por lo tanto, queda todavía para explicar sustancialmente la colocación privilegiada de Gramsci en el ámbito del marxismo del siglo XX. En tanto, conviene tener presente que la Italia de entonces era un punto culminante en el debate filosófico y político, y no sólo por la presencia de Croce y Gentile. Basta pensar a Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y Roberto Michels, es decir, a los miembros de la elite que han elaborado o contribuido en modo considerable a la elaboración de la teoría de la democracia dominante en la actualidad. Son éstos los autores que Schumpeter tiene a sus espaldas cuando define la democracia como una dirigencia competitiva garantizada por el mercado político. Queda eliminada de la definición de este régimen político cualquier idea de emancipación y de participación popular en el poder. Como el mercado económico consiente a los clientes elegir libremente entre diferentes productos, así el mercado político consiente a los clientes-electores elegir libremente entre diferentes dirigentes y elites. Queda fuera de discusión el alternarse de las elites, respecto de las cuales las masas populares continúan siendo una “multitud infantil” que ahora es posible controlar y gobernar a través de los instrumentos de comunicación y de la manipulación siempre más potentes e irresistibles.
Se podría decir que en Gramsci toda la reflexión filosófica y política es un intento de responder al desafío constituido por el elitismo y por la teoría elitista de la democracia. Es una teoría que celebra sus triunfos en ocasión de la primera guerra mundial. Frente a la actitud hostil o de extrema desconfianza de las masas populares en relación con la intervención, exponentes de primer plano del liberalismo italiano de entonces invocaron abiertamente “una minoría audaz y genial” capaz de arrastrar “por el cuello esta turba de mulos y bellacos para morir como héroes o vencer como triunfadores”, al decir de Guido Dorso. Más tarde, en 1920, Pareto traza un balance bastante significativo. Antes de la conflagración –observa–, se decía que “el proletariado y especialmente los socialistas la habrían impedido con la huelga general o de otro modo. Después de los hermosos discursos, vino la guerra mundial. La huelga general no se realizó; al contrario, en varios parlamentos los socialistas aprobaron los gastos de guerra o no presentaron demasiada oposición contra ellos”, así que “el precepto del maestro [Marx]: ‘¡Proletarios de todo el mundo, uníos!’ se transformó implícitamente en: ¡Proletarios de todo el mundo, asesináos!” La caída casi total de la “discriminación censal” y la llegada de la democracia no habían significado la conquista de una subjetividad política autónoma por parte de las masas populares; las elites eran las que decidían. Su “circulación” y su alternancia constituían la trama eterna del proceso histórico. Diametralmente contrapuesto es el balance que Gramsci extrae de la tragedia de la primera guerra mundial: se trata de lograr que el “pueblo trabajador” no permanezca en la condición de “trofeo de caza para todos”, simple “material humano”, o “material en bruto para la historia de las clases privilegiadas”. Tal condición resulta insuperable hasta que las clases subalternas continúen siendo “una masa amorfa que fluctúa perennemente fuera de toda organización espiritual”.
 
3.            Igualmente, esta “organización espiritual” y política se configura como un proceso que puede ser interrumpido y quebrado por la iniciativa de la elite dominante, que puede cooptar para sí los elementos más capaces y peligrosos de las clases subalternas. Se explica así, según Pareto, la evolución del “socialista ‘intelectual’ y ‘transformista’” Bissolati que, en ocasión de la guerra en Libia y luego del primer conflicto mundial, hace suyas las consignas colonialistas e intervencionistas de la burguesía. Se comprende entonces el problema en torno al cual giran particularmente los Cuadernos de la cárcel: ¿Cómo impedir a la elite dominante que decapite, ideológica y políticamente, al movimiento de emancipación de las clases y de los pueblos retenidos en condiciones subalternas por el sistema dominante? Tales decapitaciones resultan factibles también por el hecho de que “generalmente” –observa Pareto–, los movimientos revolucionarios de los “estratos inferiores” son “capitaneados por individuos de los estratos superiores”. De nuevo vemos cómo Gramsci se cimienta, en modo riguroso y apasionado al mismo tiempo, con los problemas puestos de relieve por el genial teórico del elitismo: ¿Cómo evitar que, durante los “grandes ‘cambios’ históricos” los intelectuales “formados” sobre el “terreno” del movimiento obrero retornen a las “clases intermedias tradicionales” de las que ellos provienen?
Según Pareto, además de cooptar de las clases subalternas a los elementos acomodaticios que tengan controladas a las masas por medio de la astucia y las promesas, a fin de consolidar ulteriormente su poder, la elite dominante, también debería lograr reclutar elementos dotados de “instintos belicosos”: en el fondo, “la sociedad romana fue salvada de la ruina por las legiones de César y de Octavio” (de extracción popular) y hasta por los mismos “bárbaros”. Y, por lo tanto –concluye el teórico del elitismo–, “también podría darse que, en el futuro, nuestra sociedad sea salvada de la decadencia por los que entonces serán los herederos de nuestros sindicalistas y anarquistas”; estos tránsfugas de la izquierda y del movimiento obrero serán llamados a la defensa del orden existente también mediante “actos enérgicos”, a intervenir a guisa de “soldados”, de “agentes de policía”, de “siervos armados de los siglos pasados”.
Ahora el pensamiento no corre más hacia Bissolati sino hacia Mussolini y los anarcosindicalistas que se pasan al nacionalismo y al fascismo, un fenómeno al que también los Cuadernos de la cárcel dedican una notable atención como demostración de la extrema dificultad para el proletariado de [conservar] un sector de intelectuales y dirigentes ligados a ellos en modo estable y orgánico. Por otra parte, es el mismo Mussolini que se vanagloria, en 1919 y en 1924, de su parábola ideológica y política, de ser un “hereje” expulsado de la “iglesia ortodoxa” del socialismo, en el que, cuando joven, había introducido la lección de Blanqui. Gramsci no sólo condena el “blanquismo de este epiléptico”, sino que expresa también un juicio abarcador: “El blanquismo, en su materialidad, puede ser hoy subversivo, mañana reaccionario, pero jamás revolucionario”. El artículo, publicado en el Ordine Nuovo del 22 de junio de 1921, tenía por título: Subversionismo reaccionario.
 
4.         El subversionismo no es en sí mismo sinónimo de revolución o de renovación. Los Cuadernos de la cárcel resaltan el hecho de que “las frases relacionadas con ‘rebelión’, ‘subversionismo’, ‘antiestatalismo’ primitivo y elemental” son expresiones de “apoliticismo” y, por lo tanto, de renuncia, de aceptación o de interiorización de una situación de subalternidad. En realidad, la “escasa comprensión del Estado significa escasa conciencia de clase”. Una clase subalterna demuestra ser madura para la conquista del poder sólo cuando se revela de acuerdo con construir concretamente un “nuevo orden”. Comienza a emerger el carácter original del pensamiento de Gramsci y de su colocación en el ámbito de la tradición marxista. En la definición de tal originalidad no está sólo la atención al problema de la democracia, ciertamente no ajena a Marx, Engels y Lenin. Hay que considerar que, en estos autores el problema de la democracia se asoma, se presenta a veces también con fuerza, pero para diluirse inmediatamente. Con la superación de los antagonismos de clase y de las clases sociales, el Estado está destinado a extinguirse y por lo tanto también la democracia, ella misma una forma de Estado.
Detrás de esta tesis (o de la ilusión) de Marx y Engels hay un dramático balance histórico. En Francia, la Primera República, nacida sobre la ola de la revolución de 1789, se transforma en dictadura y, luego, en el imperio de Napoleón I; la Segunda República, surgida de la revolución de 1848, cede su puesto a la dictadura bonapartista de Napoleón  III. Con respecto a Inglaterra, en situación de crisis la clase dominante procede sin dificultad a suspender el habeas corpus y las garantías constitucionales y somete a una especie de estado de asedio permanente a Irlanda, tercamente opuesta al dominio imperial británico. Por lo tanto, con el verificarse o el perfilarse de una situación de crisis el Estado liberal y democrático no tiene dificultades en transformarse en una dictadura abierta e incluso terrorista. Con mayor razón se impone esta conclusión para Lenin. Con el estallido de la primera guerra mundial, el dirigente bolchevique ve también a los Estados de más consolidada tradición liberal proceder a una total militarización de la población y transformarse en Moloc sanguinarios que, con el recurso a la ley marcial, a los pelotones de ejecución y, a veces, a la práctica del exterminio masivo, imponen el sacrificio en masa de sus ciudadanos en el altar de la voluntad de potencia y dominio imperialista.
Si bien es comprensible en su génesis histórica y psicológica, la tesis de la extinción del Estado parece culminar en la visión escatológica de una sociedad sin conflictos y, consecuentemente, no necesitada de normas jurídicas capaces de limitarlos y reglamentarlos. Del carácter abstractamente utópico de su consigna parecen en determinados momentos darse cuenta Marx y Engels que, con una llamativa vacilación, a veces hablan de abolición o extinción del Estado en cuanto tal y otras del “Estado en el actual sentido político” o también del “poder político propiamente dicho”. De todas maneras, según su mismo análisis, además de ser un instrumento del dominio de clase, el Estado es también una forma de “garantía recíproca”, de “aseguración recíproca” entre los individuos de la clase dominante. No se comprende entonces por qué, después de la desaparición de las clases y de la lucha de clases, debería tornarse superflua la “garantía” o la “aseguración” de proveer a todos y cada uno de los miembros de una comunidad unificada.
En todo caso, la espera de la disolución de todo conflicto y de la extinción del Estado y del poder político en cuanto tal, hace imposible la solución del problema de la transformación en sentido democrático del Estado surgido de la revolución socialista; esta espera favorece el surgimiento o la permanencia de una actitud hecha de “subversionismo” banal e inacabado incapaz de conferir concreción y estabilidad a la emancipación de las clases subalternas.
Gramsci se demuestra bastante crítico en relación con las tendencias anarquistas y mesiánicas. El socialismo es considerado por Ordine Nuovo no como el inicio del proceso de extinción sino como la construcción del “Estado social del trabajo y de la solidaridad”; y no puede ser de otro modo, dado que “no existe sociedad sino en un Estado”. Se trata de encontrar, según los Cuadernos, una forma de organización de la sociedad que, superando todo antagonismo de clase, sepa prescindir del aparato de represión, construido en vista de la lucha de clases en el interior y del conflicto armado con otras clases explotadoras competidoras en el ámbito internacional. Pero tal forma de organización de la sociedad comunista es ella misma una forma de Estado: “El elemento Estado-coerción se puede imaginar extinguiéndose en la medida que se afirman elementos siempre más conspicuos de la sociedad regulada (o Estado ético o sociedad civil)”. Naturalmente, no faltan declaraciones que apuntan a una dirección diferente y contrastante, es decir, que proyectan una “desaparición” del Estado y una “reabsorción de la sociedad política en la sociedad civil”; todavía, hay que tener presente que para Gramsci la “sociedad civil [...] es también ella ‘Estado’, es más, es el Estado mismo”, y por lo tanto queda para ver hasta qué punto la “reabsorción de la sociedad política en la sociedad civil” conlleva el advenimiento de una sociedad realmente sin Estado. Los Cuadernos de la cárcel ponen explícitamente en guardia contra el “error teórico” que, en la investigación de la relación entre sociedad civil y Estado, transforma una “distinción metódica” en “distinción orgánica”, olvidando que “en la realidad fáctica, sociedad civil y Estado se identifican”. ¿No es, justamente, este error en el que incurre la tesis de la extinción del Estado?
 
5.         En un sentido, la toma de distancia de este mito es la condición preliminar para pensar realmente en la negación determinada (no la indeterminada que se expresa en el mesianismo y en el anarquismo) del ordenamiento existente, en el proyecto y en el proceso de construcción de una sociedad poscapitalista: por otro lado, tal toma de distancia consiente una comprensión más completa y más profunda de la misma sociedad capitalista, que ahora es posible indagar a la luz de una fenomenología del poder más rica y más concreta. Ciertamente, en cuanto a este último punto, Gramsci se coloca en el camino de Marx y de Engels que, con ese propósito, se diferencian netamente de la tradición liberal. Ésta ubica el lugar del dominio y la opresión exclusivamente en el Estado, de tal forma que la emancipación no puede consistir sino en la progresiva reducción de la presencia del Estado. A su vez, el Manifiesto del Partido Comunista señala en el seno de la fábrica capitalista un “despotismo” de carácter militar, en relación con el que la intervención del Estado e incluso del Estado burgués, puede constituir un obstáculo y un contrapeso. Sin embargo, en repetidas ocasiones, Engels celebra en los Estados Unidos al país en el que la “abolición del Estado” ya se ha realizado, al menos en el sentido “burgués” del término. Ninguna atención parece que se reserva al destino de los indígenas y de los negros, primero sometidos a la esclavitud y, en los años sucesivos a la guerra de secesión, obligados a un régimen de apartheid y de supremacía blanca (white supremacy) que llega incluso a las formas más crueles del linchamiento. En los Estados Unidos de fin del siglo XIX, es tal vez débil el Estado (central), pero de la misma manera es más fuerte el Ku Klux Klan, expresión clara de la sociedad civil, que igualmente es ella misma el lugar del ejercicio del poder, de un poder demasiado brutal. En 1883, la Corte Suprema declara inconstitucional una ley federal que pretende prohibir la segregación de los negros en los lugares de trabajo o en los servicios (los ferrocarriles) administrados por compañías privadas, que, por definición están exentos de cualquier interferencia estatal. En la medida en que subsiste un límite a la opresión de los negros e indígenas, éste reside en el poder político central, ¡el mismo cuya extinción o disolución celebra Engels! El hecho está en que en los textos anteriormente citados, el lugar de la violencia y del dominio se identifica exclusivamente en el Estado, y el lugar de la libertad en la sociedad civil, tal como en la fenomenología del poder, tan ligada a la tradición liberal.
Más fecunda, a los fines de la comprensión de la historia de los Estados Unidos y del mundo contemporáneo en general, se revela la tesis de Gramsci según la cual la sociedad civil es ella misma una forma de Estado. En este punto, el problema de la emancipación se torna más complejo y más dramático. Incluso si fuese posible, la extinción del Estado no sería por sí misma sinónimo de emancipación, dado que la sociedad civil puede expresar cabalmente una carga de violencia y opresión no menor que la desplegada por el Estado político, aun más acentuada ya que carece de cualquier tipo de escrúpulos, sin ni siquiera tener la preocupación de mantener la forma o la apariencia de imparcialidad.
 
6.         A la espera de la extinción del Estado, en el ámbito de la tradición marxista, se pergeña frecuentemente la reivindicación de la democracia directa. Este tema, por un lado está en contradicción estridente con el primero (por directa que ella sea, la democracia no deja de ser igualmente una forma de Estado), por otra parte, es un resonar más sordo e incierto (de esta forma directa es la autoexpresión del pueblo, que torna irrelevantes hasta diluir totalmente a los organismos representativos, a las instituciones estatales y por lo tanto, paradójicamente, a la misma democracia). La contraposición de la democracia directa con la democracia representativa emana igualmente del rechazo de una “democracia” que no consigue desplegar ninguna eficacia en los lugares de producción, en las fábricas, donde, según el análisis del Manifiesto del Partido Comunista, los obreros, “organizados militarmente” y “como soldados simples de la industria [...] sometidos a la vigilancia de toda una jerarquía de suboficiales y de oficiales”, continúan siendo subyugados a un “despotismo” que, en la práctica, los priva de la misma libertad negativa que también la tradición liberal dice reivindicar. Por otra parte, sin embargo, la contraposición en cuestión parece derivar de la ilusión de que, con la desaparición de la mediación constituida por la representatividad, el pueblo lograría expresar su carga auténtica de emancipación sin más obstáculos o distorsiones. Es una ilusión clara que se comprende a partir de los presupuestos, incluso epistemológicos, del anarquismo que a veces asume tonos irracionales, con Bakunin constantemente comprometido en celebrar el “instinto” y la “vida” en contraposición al “pensamiento” y a su pretensión de “prescribir reglas a la vida”: como violencia y opresión se configura entonces la idea de representación en cuanto tal, que al dirigente anarquista le hace pensar en Saturno, que “representaba a sus propios hijos a medida que los devoraba”[1]. No obstante, esta fe en una espontaneidad mítica, sin mediaciones y sin historia, difícilmente puede ser conciliable con la tesis de Marx según la cual las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante, la que monopoliza los medios de producción material y espiritual.
¿La representación se volvería superflua después de la caída del poder político y económico de la burguesía? Estado y revolución sale en el momento en el cual era más áspera, y no podía ser de otra manera, la denuncia a los regímenes representativos liberales o liberaldemocráticos: en el curso de la primera guerra mundial, ellos efectivamente funcionan de la forma descrita por el dirigente anarquista, dado que tranquilamente inmolan millones de hombres y de “representados” en un gigantesco sacrificio ritual. Sin embargo, hasta en ese escrito podemos leer que también la democracia más desarrollada no puede ignorar las “instituciones representativas”. Más aún, el mito de la extinción del Estado continúa alimentando la difidencia con relación a la idea de representación en el mismo momento en el que la Rusia surgida de la Revolución de Octubre ve multiplicarse los soviets, organismos representativos que no rehuyen ni siquiera a una representación multifacética. Por otra parte, a la cabeza del nuevo Estado está un partido que, lejos de abandonarse al culto del presente inmediato y a la espontaneidad, se organiza y articula mediante una compleja red de mediación y de amplia representación.
En nuestros días vivimos una paradoja: los que agitan la consigna de la “democracia directa” (es decir, no aquella que interviene en las fábricas y los lugares de trabajo, sino la que prescinde de la mediación de los partidos y del Parlamento), son justamente los autores del bonapartismo soft, los que se vanaglorian de querer la designación del dirigente de la nación (en el ámbito del régimen presidencial) o del dirigente de un determinado colegio electoral (en base al sistema electoral uninominal) directamente por el pueblo. Ese pueblo, atomizado, incluso privado de sus modestos medios de autónoma producción espiritual y política y, por lo tanto, entregado inerme al arbitrario poder totalitario de los medios de comunicación monopolizados por la gran burguesía. Consignas análogas agitan los movimientos “federalistas”-secesionistas que, a semejanza del Ku Klux Klan, indiferentes a los obstáculos presentados por el poder central a la imposición de la supremacía blanca, reivindican el dominio “directo” y sin contrastes de una sociedad civil “del norte” y fanatizada en nombre de los valores “del norte”.
Protagonista de la experiencia de los consejos fundados, como los soviets, en el principio de la representación y hasta de la representación en distintos grados, Gramsci no atribuye ninguna importancia especial al tema de la democracia directa; tal vez, en los Cuadernos hasta esté ausente esta expresión. Esto tiene una explicación comprensible. Si la sociedad civil es una forma de Estado y ella misma es el lugar del poder y del dominio, demandarle el nombramiento directo de un líder político o de un grupo dirigente no es para nada sinónimo de emancipación. Gramsci es el pensador marxista que provee los instrumentos teóricos más adecuados para la lucha contra el bonapartismo soft, es decir, para la lucha contra la reducción de la democracia al nivel de un nombramiento directo y plebiscitario de un dirigente más o menos carismático y dotado de amplísimos poderes. También es el pensador que mejor puede ayudar a comprender en Italia el carácter ultrarreaccionario de la Lega Nord, un movimiento que hoy, mucho más que la Alleanza Nazionale, representa el verdadero peligro de la extrema derecha y que, incluso gracias a su “subversionismo” y “antiestatalismo” puede contar en algún caso con la simpatía de tránsfugas del ’68 y de anarquistas (según informaciones periodísticas, Valpreda está entre la audiencia impactada favorablemente por los sermones de Bossi).
 
7.         En conclusión, podríamos decir que en Marx y Engels, después de haber desempeñado un rol fundamental en la conquista del poder, la política parece luego disolverse junto al Estado y al poder político. Tanto más que, además de las clases, del Estado y del poder político, se diluyen también la división del trabajo, las naciones, las religiones, el mercado, toda posible fuente de conflicto. En Lenin, esta plataforma teórica permanece sustancialmente inmutable; pero, contradictoriamente, hemos visto al dirigente bolchevique empeñado en la construcción concreta del nuevo Estado y de sus organismos representativos. Pero es sólo con Gramsci que el mesianismo comienza a caer en crisis también en el plano teórico: si resulta muy difícil o imposible separar netamente la sociedad civil del Estado, se revelan de una extraordinaria vitalidad los organismos nacionales (en cuya identidad está frecuentemente presente una fuerte componente religiosa); en cuanto al mercado, convendría hablar de “mercado determinado” en lugar de mercado a secas. Asistimos al esfuerzo de dotar de un cuerpo político, es decir, un cuerpo político más robusto, al pensamiento marxista.
Emerge ahora con claridad el lugar original ocupado por Gramsci en el ámbito del marxismo del siglo XX. Éste actúa en una situación relativamente privilegiada. Italia interviene más tarde en el primer conflicto mundial, con un impacto catastrófico sobre todo en Rusia y en Alemania, con un número particularmente elevado de víctimas y donde la guerra propiamente dicha se entrelaza con la revolución y con una guerra civil explícita o latente, con un cambio radical de régimen, con la crisis económica, política e ideal de carácter histórico. Todo esto favorece la lectura en clave apocalíptica del marxismo, tanto más si se considera el peso de la gran intelectualidad judía que la alimenta ulteriormente. Por otro lado, el peso de la tradición religiosa y cultural tiende a conferir a tal rebelión un valor mesiánico. La referencia a la tradición religiosa judía es muchas veces explícita y declarada. Este es el caso de Benjamin y de otros autores, en un modo más diluido y mediado. El joven Bloch es descrito por sus testimonios contemporáneos como “un nuevo filósofo judío” que se cree “manifiestamente, el precursor de un nuevo Mesías”. Y, en efecto, éste hace pensar más a Isaías que a Marx cuando en la primera versión del Espíritu de la utopía, convoca a la Rusia soviética y al comunismo a realizar la “transformación del poder en amor”.
Por el contrario, en Gramsci la revolución comunista representa ciertamente un momento de ruptura, pero no es la negación pura y simple del pasado y el logro de un novum transformado por la utopía. La experiencia traumática de la carnicería realizada durante la primera guerra mundial y del sucesivo advenimiento del fascismo estimula en el marxismo del siglo XX una actitud de pretender liquidar la historia de la burguesía –incluso toda la historia previa–, como un cúmulo de errores y horrores. Contra tal “antihistoricismo”, sinónimo de “metafísica”, polemizan los Cuadernos de la cárcel: no tiene sentido liquidar “el pasado como ‘irracional’ y ‘monstruoso’”, reduciendo así la historia política y de las ideas a un “tratado histórico de teratología”, a una grotesca historia de monstruos.
 
8.         Tomar las distancias del mesianismo y del anarquismo y esforzarse para dotar de un cuerpo político, es decir, de un cuerpo político más robusto al marxismo significa también romper con la lectura en clave economicista de esta tradición del pensamiento. En Italia, el lorianismo no sólo reducía lo material a lo económico sino que pretendía instituir una suerte de correspondencia biunívoca entre el particular hecho económico y la particular expresión ideológica y política. Y es así que, para confutarlos, Max Weber lee Marx y Engels. El gran sociólogo alemán parece haber tenido una cierta simpatía por Aquiles Loria. Tal vez también por esto considera imprecisa la expresión “materialismo histórico” y opina que se debería más bien hablar de “interpretación económica del desarrollo histórico”, es decir, “de la realidad”. De la misma forma, argumentan en Alemania otros grandes intelectuales, como Scheler y Sombart.
Lenin toma distancia de este tipo de lectura: “¿Dónde habéis leído en Marx y en Engels que ellos hablasen necesariamente de materialismo económico? Cuando definieron su concepción del mundo, la llamaron simplemente materialismo”[2]. De todas maneras, incluso con alguna reserva, en el ¿Qué hacer? parece aceptar “la denominación de ‘economicismo’ (a la que no tenemos ninguna intención de renunciar visto que, de un modo u otro, ya ha adquirido su derecho de ciudadanía)”[3]. Si en su método de análisis concreto de la situación concreta el revolucionario ruso se mantiene generalmente distante del economicismo, sobre el plano teórico parece rehuir a una condena neta y sin ambigüedades.
Diferente es el caso de Gramsci, sobre cuyas espaldas pesa la lección de Croce, y que pone de relieve el hecho de que “las dos fórmulas” de “concepción económica de la historia” y de “materialismo histórico” no son “sinónimos”. Después de haber ubicado en Loria la misma expresión de “economicismo histórico” (caracterizado como un conjunto de “concepciones más o menos desordenadas”), los Cuadernos de la cárcel subrayan: “Frecuentemente sucede que se combate el economicismo histórico, creyendo combatir el materialismo histórico”[4].
Gramsci va más allá. No sólo distingue netamente la visión del proceso histórico propia de Marx y Engels de sus interpretaciones o de las malas imitaciones en clave economicista sino que, si bien tímidamente, critica los residuos de economicismo y de mecanicismo presentes en esa misma visión. En los textos de los dos fundadores del materialismo histórico es posible encontrar dos diferentes y contrastantes versiones de la teoría de la revolución, si bien el punto de partida está siempre constituido por la agudización de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Vulgarmente mecanicista es la versión que figura en la celebérrima página de El capital que presenta a la revolución socialista como consecuencia inmediata y automática del cumplimiento del proceso de acumulación capitalista que avanza implacablemente expropiando a los pequeños productores hasta el momento en el que “suena la última hora de la propiedad privada capitalista” y “los expropiadores son expropiados”. La política, las peculiaridades nacionales, los factores ideológicos, la misma conciencia revolucionaria, todo esto parece no desempeñar ningún papel, y es claro que tal teoría es inservible para explicar cualquier revolución concretamente determinada. Al contrario, en el Manifiesto del Partido Comunista se prevé la posibilidad de una revolución socialista en un país como Alemania que, en el plano del desarrollo capitalista se encontraba todavía más atrasada en relación con Inglaterra y que incluso, considerando el aspecto propiamente político, estaba en una situación previa a la revolución burguesa.
En Gramsci no hay resabios de la primera versión –la economicista–, de la revolución. Ésta deviene de una multiplicidad y de un tramado de contradicciones diferentes. Para usar el lenguaje de Althusser, podríamos decir que la ruptura revolucionaria está, por definición, sobredeterminada: ella presenta una ineludible dimensión nacional, y por lo tanto se coloca en un contexto histórico y cultural determinado y con características peculiares. Consideraciones análogas podrían obviamente ser hechas valer también para Lenin, pero Gramsci es el único en avanzar hasta la crítica de Marx y Engels. El célebre artículo que saluda a la Revolución de Octubre, que se desencadenó “contra El capital” (positivistamente interpretado por la Segunda Internacional), subraya que ni siquiera los fundadores del materialismo histórico son inmunes a las “incrustaciones positivistas y naturalistas” (y economicistas).
Es en este contexto en el que se deberá enfocar particularmente la atención sobre el tema de la hegemonía. Para comprender adecuadamente este punto, no podemos limitarnos a la dicotomía hegemonía/dictadura o consenso/coerción. Gramsci subraya repetidamente que todo Estado conlleva ambos momentos, aunque, en los países de fuerte tradición liberal, el segundo se evidencia sobre todo en situaciones de crisis aguda; por otra parte, estos dos momentos están presentes en el seno de la misma sociedad civil. Si también proyecta un orden en el que es reducido al mínimo el momento de la coerción, el teórico de la hegemonía no es el profeta desarmado o el alma pura que escapa del terreno de las contradicciones reales. El tema de la hegemonía instituye en primer lugar una polémica contra cualquier visión mecanicista y economicista de la historia, del proceso revolucionario y del propio proceso de formación de la conciencia revolucionaria. El Manifiesto del Partido Comunista insiste en el hecho de que la organización del proletariado como clase está continuamente puesta en discusión por la competencia económica que el capital suscita entre los miembros de la clase obrera. Sin ignorar este aspecto, Gramsci remarca los aspectos políticos e incluso morales de la transformación de la clase en sí a la clase para sí. Para lograr conquistar una autónoma subjetividad política, las clases subalternas deben saber realizar una “reforma intelectual y moral”, deben lograr despegarse del aislamiento corporativista y saber actuar en una “catarsis” cultural y política (emerge aquí una problemática y una terminología en ruptura definitiva con la interpretación en clave economicista del materialismo histórico):
 
“El metalúrgico, el carpintero, el albañil, etc., no sólo deben pensar como proletarios y no más como metalúrgico, carpintero, albañil, etc., sino que deben adelantarse todavía un paso más: deben pensar como obreros miembros de una clase que tiende a dirigir a los campesinos y a los intelectuales, una clase que puede vencer y construir el socialismo sólo si es apoyada y seguida por la gran mayoría de estos sectores sociales. Si esto no se obtiene, el proletariado no se transforma en clase dirigente.”
 
Toda una tradición del pensamiento, liberal o reaccionaria, pretende reconocer en la envidia o en el resentimiento el resorte hacia el socialismo: tal es el caso de Nietzsche y, para dar un ejemplo en Italia, Pareto. La reflexión de Gramsci en la cárcel se desarrolla mientras en Alemania el nazismo atiza el resentimiento y la envidia de los estratos populares más atrasados en relación con los intelectuales, sobre todo revolucionarios, y dirige contra los judíos la frustración de las masas empobrecidas por la guerra y la crisis económica. Contrariamente al lugar común de la tradición del pensamiento liberal o reaccionaria, el resentimiento se revela como instrumento de la reacción para desviar la protesta social hacia falsos enemigos, para dividir las clases subalternas en numerosos canales corporativos y quebrar y liquidar el movimiento obrero y comunista. A la luz de todo esto, adquiere particular relieve la reflexión de los Cuadernos que, significativamente, focalizan en el “momento ‘catártico’ el punto de partida de toda la filosofía de la praxis”.
 
9.         Con Gramsci estamos frente a la presencia de un autor y de un dirigente político que ha vivido la tragedia de la derrota del movimiento obrero y de la victoria del fascismo y, justamente por ello, se ha visto obligado a abandonar la esperanza de una rápida y definitiva palingénesis revolucionaria, para profundizar a su vez el análisis del carácter complejo y contradictorio del proceso de transformación política y social. Con relación a Francia, el ciclo de la revolución burguesa abarca un período que se extiende desde 1789 a 1871; la transformación desde el capitalismo a la “sociedad regulada”, es decir, al comunismo, “durará probablemente siglos”. Tal aproximación teórica no puede sino resultar particularmente estimulante y fecunda en un momento histórico como el actual, en el que el movimiento de emancipación de las clases y de los pueblos en condiciones subalternas está obligado a registrar una nueva y desastrosa derrota. No se trata de un motivo consolador. Recapitulemos el camino hasta aquí recorrido. Gramsci hace eje sobre las amplias posibilidades que se ofrecen a la clase dominante para decapitar política e ideológicamente a las clases subalternas; con su fenomenología del poder ubica el lugar del dominio no sólo en el Estado político propiamente dicho sino en la misma sociedad civil: insiste sobre la dimensión no sólo económica y política sino también ideológica y hasta moral del proceso de formación de la conciencia revolucionaria. Por todas estas razones, Gramsci no sólo está muy lejos de cualquier teoría del desastre, sino que desarrolla una visión de la historia basada sobre la complejidad del proceso de transformación, sobre tiempos largos en la transformación del antiguo régimen a un “nuevo orden”.
Este mismo “nuevo orden” comienza a ser pensado como una aproximación más realista en relación con la tradición que retoma las fuentes de Marx. En la Miseria de la filosofía, éste les reprocha a los economistas burgueses el hecho de adherir a una visión en la que “la historia ha existido, pero no existe más”. Paradójicamente, tal visión ha terminado por ser heredada por el “socialismo real”: después del brusco despertar de sus ideólogos impuesto por la historia, la consigna del “fin de la historia” ha sido retomada por los apologistas de la sociedad burguesa. Criticar a esta última, confutar a los ingenuos ideólogos de su eternidad y de su trascendibilidad, no significa retomar acríticamente, como si nada hubiese sucedido, una utopía abstracta. Heri dicebamus: esto puede ser la actitud de los idealistas dispuestos a reducir la situación histórica concreta a una especie de paréntesis que puede ser tranquilamente ignorada, pero nunca la actitud de los que hacen profesión de materialismo histórico.
Con su –incluso tímida–, toma de distancia de toda visión anarquista y más o menos apocalíptica de la transformación sociopolítica, Gramsci ha indicado un camino que todavía debe ser recorrido hasta el final: pensar un incisivo proyecto de emancipación que no pretenda ser el fin de la historia. Se trata de renunciar a las utopías abstractas, explicando al mismo tiempo las razones históricas de su emergencia. Podemos aquí enriquecernos con una reflexión de Engels, quien, al hacer el balance de las revoluciones inglesa y francesa, observa: “Con el objetivo de que pudiesen ser aseguradas al menos las conquistas burguesas que estaban maduras y listas para ser cosechadas, era necesario que la revolución sobrepasase su objetivo [...]. Parece que ésta debiera ser una de las leyes de la evolución de la sociedad burguesa”. No hay motivo para quitarle a la metodología materialista elaborada por Marx y Engels el movimiento histórico real y la revolución que se han inspirado en ellos. En el fondo, cada revolución tiende a presentarse como la última, es más, como la solución de toda contradicción y, por lo tanto, como el fin de la historia[5].
Un incisivo proyecto de emancipación que no pretende ser el fin de la historia y de cada conflicto debe ser pensado en una situación radicalmente diferente respecto del pasado, el que todavía no puede ser sumariamente liquidado. No obstante los horrores de la primera guerra mundial y del fascismo, hemos visto que los Cuadernos de la cárcel rehusan leer la historia moderna como un tratado de “teratología”; no hay motivo para leer de este modo la historia del “socialismo real”, no obstante los errores, las colosales mistificaciones y los horrores que la atraviesan. El autor que ha convocado al movimiento obrero y comunista a heredar los aspectos más desarrollados de la revolución francesa, también puede servir en la actualidad de ayuda para comprender el problema relacionado con la herencia de la Revolución de Octubre.
  * Los temas gramscianos aquí tratados están más ampliamente desarrollados en Antonio Gramsci dal liberalismo al “comunismo critico” (Gamberetti, Roma, 1997), material de referencia para la correspondiente documentación. La traducción estuvo a cargo de Carlos Cuéllar.
 
[1] Cf. D. Losurdo, Democrazia o bonapartismo. Trionfo e decadenza del suffragio universale, Bollati Boringhieri, Turín, 1993, págs. 311 y ss.
[2] V.I. Lenin, ¿Quiénes son los “Amigos del Pueblo” y cómo luchan contra la socialdemocracia? (1894), en Obras escogidas, Editori Riuniti, Roma, 1968 (segunda edición), pág. 18.
[3] V.I. Lenin, ¿Qué hacer? (1902), en Obras escogidas, op. cit. pág. 115.
[4] Cf. D. Losurdo ¿Economisme historíque ou matérialisme historíque? Pour une relecture de Marx et Engels, en Archives de Philosophie Nº 57, enero-marzo de 1994, págs. 141 a 155.
[5] Se retoman aquí algunas consideraciones desarrolladas más ampliamente en Utopia e stato d’eccezione. Sull’esperienza storica del ‘socialismo reale’, Laboratorio político, Nápoles, 1997, pág. 107 y ss.

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