21/11/2024
Por , , Gonçalves Renata
Resumen:
El presente artículo pretende abordar la paradoja existente en la relación ciudadanía/clases populares, procurando suscitar algunas reflexiones sobre las implicaciones político-ideológicas que los diferentes usos de la noción de ciudadanía plantean a las luchas sociales.
La noción de ciudadanía ha adquirido los más variados sentidos e intenciones en los análisis de los científicos sociales. Los términos "ciudadano" y "ciudadanía", tal como se utilizan hoy en el Brasil y en varios otros países de América Latina se parecen más a una "cacofonía semántica" (expresión acuñada por Lautier (1995). Se presentan como demandas de ciudadanía reivindicaciones tales como "el establecimiento de una red de cloacas, el pago de vacaciones pagas para las empleadas domésticas o el aumento del cupo de ingresos a las universidades" (Lautier, 1995:24).
Son tantos los sentidos e intenciones atribuidos al concepto que se hace necesario un cuestionamiento de su eficacia explicativa. ¿Por qué esta noción ha adquirido tanta importancia, principalmente en los análisis sobre los movimientos sociales? ¿Cuál es la razón para que, en lugar de su dimensión de lucha social, aparezca como intrínseca a los movimientos el reclamo de ciudadanía? ¿Será que su presencia en los análisis corresponde, de hecho, a la "experiencia" de los movimientos? ¿Estaríamos nuevamente ante la necesidad de homogeneizar para poder explicar? ¿Y cuáles son las implicaciones políticas de esta homogeneización?
Para responder a estas cuestiones, es necesario que nos concentremos antes que nada en los orígenes de la propia noción de ciudadanía, tratando de poner en evidencia la ambigüedad presente en sus usos.
Ciudadanía/clases populares
Es en el desarrollo del capitalismo donde encontramos el mejor desempeño (¿simbiosis?) de la ciudadanía. Esta viene a garantizar la igualdad de estatus jurídico entre los agentes del proceso de producción. Los individuos, no propietarios de los medios de producción y sólo propietarios de su fuerza de trabajo, pero -¡finalmente!- "libres", pasan a ser considerados "sujetos" de derechos: derecho a la seguridad, a la propiedad, a la libertad de ir y venir.
Son ciudadanos civiles. En una aparente paradoja, es la expropiación completa de este trabajador la que crea las condiciones para que sea constituido en el plano jurídico-político (e ideológico) como ciudadano[1]. En este ámbito, el trabajador debería encontrarse en una relación de igualdad con los propietarios del capital.
Sin embargo, en estas relaciones estrictamente económicas la plena separación entre los trabajadores y los medios de producción no tiende a reproducir individuos-sujetos y sin clases. De allí se desprende la necesidad de una ideología capaz de realizar tal proeza, o sea, que pueda "interpelar" a los trabajadores directos como sujetos libres, ciudadanos (Almeida, 1995). La principal instancia para asegurar la estructuración y la difusión de esta ideología, así como de un conjunto de ordenamientos jurídico-políticos en los que ésta se materializa, es el Estado capitalista (Poulantzas, 1979).
No es obra del puro azar que este Estado no aparezca como un Estado de clase, sino como la encarnación de la soberanía de la comunidad nacional, comunidad constituida por ciudadanos libres e iguales. Es una situación bastante distinta de la que tipifica al modo de producción feudal, en el que, ya en el ámbito de las relaciones de producción, se obstruía la posibilidad de la "representación ideológica de lo público y de lo privado como esferas distintas, pues no había ninguna distinción entre los "recursos personales del señor feudal y los recursos de la comunidad política". Del mismo modo, frente a sus trabajadores-dependientes, los derechos del noble se presentaban "simultáneamente, como derechos políticos y derechos del propietario privado". En suma, en el precapitalismo, el poder político estaba imbricado con la dominación directa del propietario sobre el trabajador (Pasukanis, 1976: 124 y ss.).
Al no identificarse con la clase de los propietarios de los medios de producción, el Estado burgués se presenta como la suprema expresión del interés general, del bien público, por oposición a los diversos particularismos que caracterizan al reino de lo privado. Le cabe, por tanto, desempeñar el papel de volver comunes a intereses divergentes.
En definitiva, asistimos, en el interior de las relaciones de producción capitalistas con el Estado burgués, a la constitución de todos los agentes del proceso de producción como ciudadanos y a una nítida separación entre lo público y lo privado.
Relación público-privado
La separación entre lo público y lo privado en el modo de producción capitalista representa la base para la configuración de la ciudadanía y debe ser analizada en sus cualidades, para no confundirse con lo que ocurría en el esclavismo antiguo.
Arendt observa que Aristóteles excluía el trabajo de los modos de vida en que los hombres podían vivir libremente, modos de vida que tenían "en común suinterés por lo «bello», es decir, por las cosas no necesarias ni meramente útiles: la vida del disfrute de los placeres corporales, en la que se consume lo hermoso; la vida dedicada a los asuntos de la polis, en la que la excelencia produce bellas hazañas; y la vida del filósofo dedicada a inquirir y contemplar las cosas eternas, cuya eterna belleza no puede realizarse mediante la interferencia productora del hombre, ni alterarse por el consumo de ellas" (1993: 26). Además, la simple necesidad de vivir en compañía de otros no caracterizaría, para Platón y Aristóteles, una condición específicamente humana. "La natural y meramente social compañía de la especie humana se consideraba como una limitación que se nos impone por las necesidades de la vida biológica, que es la misma para el animal humano que para las otras formas de existencia animal" (1993:38). Esta condición gregaria natural se expresaba fundamentalmente en el hogar (oikia) y en la familia. Con la ciudad-Estado, el hombre recibió, "además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos".
En la polis, cada ciudadano pasa a pertenecer "a dos órdenes de existencia" (Jaeger apud Arendt, 1993: 38). "La distinción entre la esfera privada y pública de la vida corresponde al campo familiar y como entidades diferentes y separadas" (1993: 41). La primera era vista como la esfera de la necesidad; la segunda, el reino de la libertad. En éste sólo había iguales, en tanto que la familia "era el centro de la más estricta desigualdad" (1993: 44).
Esta distinción implicaba que la reproducción biológica y el trabajo dirigido a la supervivencia, incluso el ejecutado por el jefe de familia, permaneciesen en el ámbito de lo privado. Este era el nicho en que eran fijados la mujer y el esclavo y donde el ciudadano ejercía su dominio indisputado, pudiendo incluso ejercer la violencia. Era de allí -y justamente porque allí dominaba- que él partía hacia la vida en la polis, donde todos eran iguales. O, en las palabras de Arendt, "dentro de la esfera doméstica, la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eran iguales" (1993: 44/45).[2] Held observa que la democracia ateniense era sumamente restringida: una democracia de patriarcas y esclavistas. "Sólo los hombres atenienses de más de 20 años podían volverse ciudadanos". El autor enfatiza que "las mujeres no tenían derechos políticos y sus derechos civiles estaban estrechamente limitados". Además de las mujeres, los inmigrantes y, principalmente, los esclavos, estaban políticamente marginalizados, existiendo, por lo tanto, un lazo indivisible entre esclavitud y democracia (Held, 1987:21).
En el modo de producción capitalista, la separación entre lo público y lo privado se da sobre otras bases. La condición de trabajador directo no implica, desde el punto de vista formal, la prohibición del acceso a la llamada esfera pública: el propio contrato de trabajo supone la relación entre individuos-sujetos libres y fundamentalmente iguales (las desigualdades son consideradas secundarias) y, en esta condición, capaces en principio de discernimiento en cuanto a la cosa pública. Aun en regímenes dictatoriales en acceso a los puestos de la burocracia estatal está formalmente abierto a todos los agentes del proceso de producción, constituidos como portadores de derechos. No se trata, por consiguiente de una segregación formal de una parte los seres humanos (mujeres, esclavos). Se trata de la diferenciación entre esferas de la vida social, por las cuales, en principio, todos pueden transitar.
El Estado burgués universaliza la condición de ciudadano. Es justamente este proceso de expansión de la ciudadanía lo que hace posible la constitución de una colectividad más inclusiva que la polis: la nación moderna. Held enfatiza que "en las primeras (y más influyentes) doctrinas liberales, los individuos eran concebidos como «libres e iguales» con «derechos naturales»; o sea, con derechos inalienables con los cuales eran considerados desde el nacimiento. Sin embargo, se debe observar desde el principio que estos «individuos» eran de sexo masculino y dueños de propiedades; y la nueva libertad era, en primer lugar, para los hombres de las nuevas clases medias o la burguesía (...) El dominio de los hombres en la vida pública y privada no fue, en su mayor parte, cuestionado por prominentes pensadores liberales hasta el siglo XIX" (1987: 39). ¿Cómo explicar esta contradicción entre un cierto universalismo de la ideología burguesa y el particularismo de la clase dominante en el capitalismo?
Aunque no tengamos la pretensión de profundizar el examen de la cuestión -lo que pasaría necesariamente por el análisis de las complejas relaciones entre liberalismo y democracia- consideramos que el abordaje de la referida contradicción requiere de algunas formulaciones de carácter teórico. La primera de ellas es que no se debe confundir la estructura ideológica del modo de producción capitalista con la ideología concreta de la burguesía en formaciones sociales determinadas. La gran mayoría de los pensadores burgueses tuvo dificultades para aceptar la participación política de los trabajadores o, incluso, admitir su plena capacidad para el ejercicio de la propia ciudadanía civil. No faltaron intelectuales como Locke, Mandeville, Constant y Adam Smith, que compararan la condición obrera a la del esclavo[3] y concluyeran que, como el trabajo embrutece al proletario moderno hasta el punto de reducirlo a una condición de deshumanidad, nada era más razonable que excluirlo de la actividad política (Losurdo, 1998).
No es casual que muchos de estos intelectuales mantuvieran una relación compleja con los pensadores griegos. Por un lado, atribuían formalmente un valor positivo a lo privado en el capitalismo. En este aspecto, el ejemplo más ilustrativo tal vez sea el de Constant, en su apología de la "libertad de los modernos". Por otro lado, se mostraban muy celosos en preservar a la esfera pública de la participación de los trabajadores. En las palabras de Losurdo, la descalificación de los trabajadores para la participación política en nada perturbaba "la buena conciencia de la burguesía liberal. En definitiva -argumentaban-, las relaciones de producción y las condiciones materiales de vida remiten a una esfera extra (y pre)-política (tesis que, en nuestros días, fue expresada de modo radical por Hannah Arendt)" (1998:76).
Límites de la ciudadanía para las clases populares
La distinción, aunque relativizada, entre las coordenadas más abstractas de un modo de producción y las luchas de clases en una formación social se vuelve extremadamente importante. Para lo que nos interesa aquí, cabe observar que en el esclavismo antiguo las luchas de los esclavos por "derechos" tenían necesariamente un carácter "antisistémico". En el capitalismo, las luchas de los trabajadores tuvieron resultados significativos, en el sentido de abrirles, aunque de manera muy determinada, espacios de participación política en el interior de las coordenadas estructurales del modo de producción.[4]
Estas consideraciones tal vez nos ayuden a comprender el alcance y las limitaciones de las tesis de Arendt. Si ella va hasta el final en el examen de la relación público-privado en la antigüedad, por otro lado asume esta relación como paradigmática, lo que termina desembocando en una paradoja: las observaciones que hace sobre la "promoción de lo social", proceso que habría vuelto caso irreconocible la distinción entre lo público y lo privado (1993: 50). Según Arendt, "Desde el auge de la sociedad, desde la admisión de la familia y de las actividades propias de la organización doméstica a la esfera pública, una de las notables características de la nueva esfera ha sido una irresistible tendencia a crecer, a devorar las más antiguas esferas de lo político y privado, así como de la más recientemente establecida de la intimidad" (1993: 56).
Ahora bien, para importantes vertientes de la tradición liberal, "la «política», la «esfera pública» siguieron siendo sinónimos del reino de los hombres, especialmente de los hombres con propiedades" (Held, 1987:62). Esta es exactamente la conclusión opuesta a la de Arendt, para quien "la Edad Moderna [emancipó] a las clases obreras y a las mujeres casi en el mismo momento histórico" (1993: 78). Para esta autora, eso se debió al hecho de abandonarse la creencia de que las funciones corporales y los intereses materiales, a los que mujeres y esclavos estaban sometidos, debían ser ocultados. Como Arendt no muestra mucho entusiasmo (para decir lo mínimo) por la participación de los trabajadores en la política, en lo que se hace eco, como ya vimos, de una larga tradición liberal, sólo le queda lamentar este proceso de ampliación/redefinición del espacio público. Antes, este era el espacio restringido a los pocos iguales (homoioi) y que, a pesar de esto (et pour cause**), era donde cada uno de éstos procuraba, por medio de sus realizaciones excepcionales, "demostrar con acciones únicas o logros que era el mejor" (1993: 52). Ahora, la esfera pública deja de ser el espacio de la excelencia, para convertirse en el reino del conformismo masificado (1993: 41 y ss.).
Sin duda, al masificarse en el capitalismo, la condición de la ciudadanía se redefinió, especialmente al vincularse a la participación en la esfera pública. Marini (1998) hace importantes observaciones sobre los límites que el orden burgués impone a las masas populares. Para él, este concepto de ciudadanía, que significó una gran conquista democrática, "todavía sufre, en el capitalismo, las limitaciones impuestas por las desigualdades de clase y las diferencias económicas" (1998:115).
Corresponde, sin embargo, llamar la atención sobre el hecho de que la "pureza" de las estructuras del modo de producción capitalista no puede ser encontrada ni siquiera en las formaciones sociales hegemónicas en sus períodos más gloriosos. En el caso de la formación social brasileña, todavía se manifiesta la imposibilidad, incluso en las regiones más desarrolladas, de la plena constitución de la ciudadanía civil.
Martins, por ejemplo, presta atención a los callejones sin salida de la ciudadanía, en lo que se refiere a los que dependen de los grandes propietarios y de los llamados jefes políticos locales: "la voluntad política de cada uno quedó subordinada al mando y dominación personal de los que mantenían y mantienen bajo tutela dependientes y trabajadores. El clientelismo político no ha sido algo gratuito ni la expresión del atraso. Es el producto de relaciones reales de dependencia y dominación" (1993:170). Existe aquí lo que Martins llama duplicidad del proceso económico y del proceso político, duplicidad que "engendra ideología e instituciones democráticas y, al mismo tiempo y contradictoriamente, formas oligárquicas de organización del Estado y de los partidos políticos. Es como si la sociedad tuviese dos estamentos, con reglas y derechos distintos. De un lado, las oligarquías, dueñas del discurso liberal y democrático, defensoras de los derechos civiles, de la libertad y la igualdad, enemigas de la dictadura. Del otro lado, la masa de los desvalidos, allegados y dependientes, cuya voluntad política es tutelada por las oligarquías, dependiendo del cambio de favores, quedando el voto reducido a la condición de mercancía (...)" (1993:171).
Se destaca que las relaciones de dependencia personal se perpetúan en nuestros días, cuando es completa la separación entre el trabajador y los medios de producción. Esta dificultad de constitución de la ciudadanía ha llevado a gran parte de los autores a exagerar la importancia de este estatuto jurídico-político (e ideológico). Este parece ser el caso de D’Incao, para quien la ciudadanía es algo "revolucionario en un país marcado por relaciones sociales profundamente autoritarias y en el cual la única ley que los sectores populares pudieron conocer fue la ley del patrón, del jefe político o de los gobernantes..." (1997:210). Según esta autora, "el ciudadano sólo existe a partir del momento en que las relaciones sociales son regidas por una ley común, ante la cual todos son iguales" (ídem).
Esta formulación, aunque destaque el carácter "revolucionario" que la ciudadanía adquiere en relación con el precapitalismo, nos parece unilateral, pues no menciona que la noción de ciudadanía oculta la dominación capitalista de clase. Se deja de lado el estrecho lazo existente entre la noción de ciudadanía y la teoría liberal y, además, entre aquella y prácticas político-ideológicas de importancia crucial para la dominación burguesa.
Articulada con tales prácticas, la noción de ciudadanía "nivel a todos ‘nosotros’ en la cualidad de sujetos jurídicos. Es ella la que hace que el operario menos cualificado y el alto funcionario del capital estén constituidos ambos como fundamentalmente iguales" (Almeida, 1997:181). El propio Santos aclara que incluso la ciudadanía social, resultado de un amplio proceso de luchas, significó, en lugar de más autonomía de los sujetos, mayor legitimación del Estado. También observa que "la concesión de los derechos sociales y de las instituciones que los distribuyen socialmente son expresión de la expansión y de la profundización de esta obligación política (vertical entre ciudadano y Estado). Políticamente, este proceso significó la integración política de las clase trabajadoras en el Estado capitalista (...). De ahí que las luchas por la ciudadanía social hayan culminado en la mayor legitimación del Estado capitalista" (Santos, 1995:245).
En otros términos, es justamente la constitución de la bella esfera de la igualdad, asegurada por la ciudadanía, lo que representa un obstáculo fundamental para la organización del proletariado como clase distinta y antagónica en relación con aquella que detenta el poder político en la sociedad burguesa.
Queda para el lector hacer la indagación sobre si en los varios movimientos populares que surgieron en América Latina hubo de hecho un momento específico (¿político?) de lucha por la ciudadanía o si, por el contrario, no se traté de mucho más que un argumento "ideologizante" que tendió a desmovilizarlos, tanto en lo que se refiere a su organización interna como a su articulación con otros.
Bibliografía
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ARENDT, Hannah. (1995). A condição humana. Rio de Janeiro, Forense Universitária. (La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993.)
D’INCAO, Maria Conceição. (1997). "MST e a verdadeira democracia". In: STÉDILE, João Pedro. (org.). A reforma agrária e a luta do MST. Petrópolis, Vozes.
HELD, David. (1987). Modelos de democracia. Belo Horizonte, Paidéia. (Modelos de democracia, Madrid, Alianza, 1996.)
LAUTIER, Bruno. (1995). "Citoyenneté et politiques d’ajustement: quelques réfléxions suscitées par l’Amérique latine". In: MARQUEZ-PEREIRA, Bruno. et alii, La citoyenneté sociale en Amérique latine. Paris, L’Harmattan.
LOSURDO, Domenico. (1998). "150 anos do Manifesto do Partido Comunista - 150 anos de história universal". Lutas Sociais, n° 4, pág. 75-81.
MARINI, Ruy Mauro. (1998). "Duas notas sobre o socialismo". Lutas Sociais, n° 5, pág. 107-123.
MARTINS, José de Souza. (1993). A chegada do estranho. San Paulo, Hucitec.
MARX, Karl. (1988). O Capital. San Paulo, Nova Cultural, vol. III, t. 2. (El capital, México, Siglo xxi, 1998, Tomo III, Vol. 6).
PASUKANIS, Evgeny. (1970). La théorie générale du droit et le marxisme. París, EDI (La teoría general del derecho y el marxismo, Barcelona, Labor, 1976).
POULANTZAS, Nicos. (1978). L’État, le pouvoir, le socialisme. París, PUF (Estado, poder y socialismo, Madrid, Siglo xxi, 1979).
RANCIÈRE, Jacques. (1974). La leçon d’Althusser. París, Gallimard (La lección de Althusser, Buenos Aires, Galerna, 1975).
Este artículo es una parte revisada del que fue publicado inicialmente en la revista Lutas Sociais Nº 7, San Pablo, Brasil. Tarducción de Andrés Méndez.
[1] Las bases para esta formulación están en Marx (1998: 277-287). Sus desarrollos pueden encontrarse, principalmente, en Poulantzas (1979).
[2] En este artículo no nos detendremos en la diferenciación que Arendt detecta, por ejemplo, en la pág. 45, entre la noción de igualdad para los griegos antiguos y la que predomina en la sociedad capitalista.
[3] Rancière (1974: 22) observa que, a lo largo del siglo XIX, los obreros denunciaban "la identidad tendencial de la dominación burguesa y del feudalismo, del trabajo asalariado y de la servidumbre".
[4] Lo que no significa que los resultados de esas luchas se correspondan necesariamente con las intenciones de los trabajadores.
** "Y por eso mismo" (en francés en el original) (NdT).