23/12/2024

China: ¿El gran salto adelante a la descarbonización?

En 2020, el presidente chino Xi Jinping sorprendió a la Asamblea de las Naciones Unidas con un ambicioso plan de descarbonización de su país: estableció el máximo de emisiones contaminantes para 2030 y la “neutralidad en carbono” para 2060. La sorpresa estaba más que justificada, pues suponía un giro radical en una nación que había priorizado el desarrollo frente al ecosistema y actualmente es la mayor emisora mundial de C02. De alcanzarse ambas metas, tendrán un considerable calado en la lucha contra el calentamiento global. ¿Se trata de un compromiso realmente creíble o de la reedición del hábito maoísta de fijar objetivos grandiosos que nunca se cumplían?

Es incuestionable que la participación de China en la lucha contra la degradación ambiental ha venido creciendo. En 2003, adhirió al Protocolo de Montreal en defensa de la capa de ozono; y en 2016, suscribió el Acuerdo de París para la reducción de gases con efecto invernadero. Aprovechando el vacío de liderazgo dejado por Estados Unidos durante el mandato del negacionista Donald Trump, Pekín quiere mostrarse a la cabeza de la lucha del cambio climático, como expuso ante las Naciones Unidas su presidente Xi. Pero hay quienes tachan a este despliegue de soft power de “ecoblanqueo”: una fachada de sostenibilidad que oculta prácticas antiecológicas; y citan como prueba las inversiones de 3.000 millones de dólares en minería de carbón aprobadas este año.

Ciertamente, no faltan datos a favor de China: posee la mayor capacidad instalada de energías renovables (entre el 35-40% del total global de la solar y eólica, y el 28% de la hidroeléctrica), encabeza la exportación mundial de placas solares, y viene reduciendo su dependencia del carbón, cuya aportación al total de electricidad generada bajó de 70% en 2005 a 56% en 2021). En 2019, las áreas protegidas suponían algo más del 18% de su superficie terrestre y del 4,6% de su mar territorial. La superficie forestal subió del 8,6% en 1949 a 23,04% en 2020. Y la calidad del aire mejoró: desde 2015 la concentración de partículas nocivas ha bajado a la mitad, 30 microgramos/m3 en 2021.

No obstante, los obstáculos en su camino a la descarbonización se antojan colosales. La desertificación afecta al 27 % de su superficie cultivable, y el deshielo de los glaciares del Tíbet amenaza con reducir severamente sus recursos hídricos (la actual sequía del Río Amarillo anticipa lo que se le viene encima). Debe adaptar a las energías renovables una red eléctrica diseñada al servicio de la quema de carbón; dejar de exportar sus malas prácticas ecológicas a otros países; suprimir emisiones de C02 que representan la cuarta parte del total mundial; y, muy especialmente, acabar con las restricciones a la libertad de expresión y a la crítica de las decisiones gubernamentales.

El precio de la desmesura

Hagamos un poco de historia. La llegada del tercer milenio encontró a China sumida en una severa crisis ambiental. Tres décadas de impresionante crecimiento económico y urbanización fulminante habían pasado una factura muy onerosa. Sus urbanitas tenían la peor calidad de aire del mundo (las mascarillas eran de uso habitual en las ciudades); el agua potable escaseaba, grandes extensiones de tierra cultivable estaban contaminadas; y las más de 22.000 mega-presas construidas desde los años 50 habían dislocado el curso de los ríos, causando erosión y deforestación, por no hablar de los 45 millones de personas desplazadas que sufrieron un empeoramiento de sus condiciones de vida.

Hubo que esperar hasta la década pasada para que el régimen tomase conciencia de la pésima situación: en 2010, el Ministerio de Ecología estimó que la contaminación causaba un perjuicio equivalente al 3,5% del PIB. En el cambio de talante influyeron las protestas de la población y la mala fama internacional que le deparaba su actitud desaprensiva, sobre todo cuando la mega-presa de las Tres Gargantas, con la que quiso sacar pecho ante el concierto de naciones, fue recibida con un abucheo planetario. Optó entonces por multar a los grandes contaminadores, desmantelar algunas industrias sucias y tomar medidas de remediación en el plano doméstico; y en la arena internacional, por suscribir los tratados ambientales a los que se venía rehusando.

Guerra a la naturaleza

Pero los estragos ecológicos no han sido exclusiva responsabilidad del acelerado pasaje de una economía socialista a una de tipo capitalista. El gobierno de Deng Xiao Pin, que en 1979 procedió a desmontar el modo de producción colectivista y abrir paso a la propiedad privada, heredó de sus antecesores un calamitoso legado ecológico.

En verdad, ningún Estado socialista podía jactarse de su respeto al medio ambiente. La dominación de la naturaleza forma parte destacada del núcleo doctrinario del marxismo[1], y se fue haciendo más patente a medida que Lenin, Stalin, Mao Zedong y hasta disidentes como Tito intentaban aplicarlo. Los marxistas-leninistas, al igual que sus enemigos capitalistas, oponían radicalmente la humanidad a la naturaleza, y solo se diferenciaban en que, para domeñar a esta última, defendían la economía planificada mientras la burguesía apostaba por la iniciativa privada. El desarrollo a cualquier precio, el culto a la industrialización y la exclusión de los costos ambientales de la contabilidad nacional caracterizaron la planificación socialista. En la Unión Soviética, el desastre de Chernóbil y el desecamiento del Mar de Aral uno de los mayores lagos del mundo– se han grabado en la retina colectiva como las icónicas postales del ecocidio resultante.

En China, particularmente, se libró una auténtica “guerra a la naturaleza”, explica Judith Shapiro, experta en política ambiental asiática de la American University de Washington. Convencida de que “el ser humano debe conquistar a la naturaleza”, la cúpula maoísta movilizó al pueblo en una serie de campañas encaminadas a forjar una “nueva China” capaz de resistir a sus enemigos externos y de superar su secular atraso. Y todas repercutieron en el ecosistema con daños igualmente colosales.

Entre ellas destaca el Gran Salto Adelante (1958/1960), el segundo plan quinquenal de la República Popular China. Sus metas: convertir una sociedad agraria en un comunismo avanzado. El programa Hierro y Acero pretendía multiplicar la producción siderúrgica a través de pequeñas fundiciones en las aldeas, con el resultado de que casi el 10% de los bosques fueron talados para alimentar hornos ineficientes. El fomento de la natalidad para proveer los soldados y la mano de obra necesaria para el engrandecimiento de la patria, siguiendo el eslogan La fortaleza reside en los números, disparó el crecimiento incontrolado de la población. Y la campaña Eliminar las cuatro plagas animó a los niños a matar a los gorriones, cuyo exterminio multiplicó las ngostas y otras plagas que devoraron gran parte de las cosechas. Estas “hazañas” causaron una hambruna que se cobró las vidas de entre 35 y 50 millones de personas y arruinó la reputación de Mao ante sus pares: el Gran Salto Adelante acabó estrellándolo.

En cuanto a las presas, en justicia hay que decir que todos los países con ríos caudalosos ansiaban domarlos para controlar las inundaciones, generar electricidad y obtener agua de regadío, tal como los soviéticos y estadounidenses hicieron con el Dniéper y el Colorado respectivamente (la presa egipcia de Asuán ejemplifica el afán por corregir “la irracionalidad de los ríos”). Sus desventajas se hicieron sentir con el paso de los años: reducción de la capacidad de almacenamiento y de generación eléctrica por la retención de lodos; erosión de los cauces y deltas fluviales; e inundación de las orillas con el inevitable desplazamiento de sus moradores. China no fue la excepción. De las 86.000 presas erigidas desde 1949, unas 3.000 habían colapsado en 1980; un cuantioso despilfarro de recursos que encima empobreció a millones de desplazados. Cuando están bien diseñadas y situadas, las obras hidráulicas pequeñas y medianas resultan provechosas, pero el gigantismo faraónico minimiza sus pros y maximiza sus contras.

La Revolución Cultural (1966/1976) empeoró las cosas. Para recuperar el poder, Mao movilizó a la juventud en contra de sus rivales en el Politburó. La agricultura fue una de las arenas en donde se libró esa pugna. En 1964, Mao instó a seguir el ejemplo de las brigadas rurales de producción capaces de superar toda adversidad y “cambiar la cara de los ríos y las montañas”. Este remedo de estajanovismo, igualmente ensalzado como dechado de fervor revolucionario e igualmente subvencionado en secreto, fue aplicado haciendo caso omiso de las condiciones locales. Los cultivos en terrazas de Dazhai, aptos para una orografía específica, fueron recreados en laderas demasiado abruptas y en terrenos llanos o colinas levantadas para la ocasión; la imitación mecánica de lo que se presentaba como una modélica utopía campesina impidió que los buenos resultados obtenidos en Dazhai se repitieran. Peor impacto tuvo el drenaje de los humedales de Haigeng: “Los mares azules se han convertido en tierra verde”, se extasiaba la propaganda, pero el desbarajuste causado por la geoingeniería maoísta redundó en que, al cabo de una década, el 80% de la “tierra verde” se tornó incultivable.

Tampoco ayudó la apertura del Tercer Frente (1969/1975). El enfrentamiento con la Unión Soviética, la agresión estadounidense a Vietnam del Norte, y la autonomía de los Guardias Rojos movieron a Mao a agitar el fantasma de la guerra inminente. Con fines estratégicos, convocó a crear una base industrial lejos de las fronteras, en los desiertos de Xinjiang, las praderas de Mongolia interior y la “Gran Tierra Baldía” del norte. Veinte millones de Guardias Rojos fueron forzados a integrar las “tropas de choque” que trazaron caminos, cavaron minas, tunelaron montañas, aumentaron la superficie cultivable al precio de la destrucción de humedales, bosques y pasturas, y talaron árboles para suministrar combustible a las 380 fábricas relocalizadas. Consecuencias: aumento de la mortalidad laboral, proliferación de enfermedades infecciosas, niveles de contaminación del aire 300 veces superiores a los recomendables e inundaciones intempestivas en la cuenca del Río Amarillo por causa de la erosión y la tala descontrolada. En 1978, agotados por los desmesurados esfuerzos y decepcionados por los resultados, los jóvenes movilizados iniciaron la protesta “Déjennos volver a casa”, y en 1980 esta generación perdida fue autorizada a retornar a las ciudades.

Voluntarismo, militarismo y censura

Aparte del empeño por domesticar a la naturaleza, tres rasgos de la doctrina maoísta animaban esas desastrosas iniciativas. Primero, el voluntarismo, que postulaba que la voluntad política se impondría a cualquier obstáculo material (nos referimos a la voluntad de la dirigencia, que, mediante concienciación o coerción, se inculcaba en la población). En el fondo, la creencia en el poder transformador de las ideas disimulaba la dura realidad: la necesidad de suplir la falta de tecnología con la energía de las masas.

Segundo, la mentalidad militarista de Mao, reforzada por la sensación de asedio insuflada por la guerra de Corea, la ruptura con Moscú y la escalada intervencionista en Vietnam. Comenzando por el propio término “campaña”, las movilizaciones colectivas se definían en términos bélicos. La naturaleza era el enemigo por vencer, y la militarización del trabajo y de la vida cotidiana, el medio para lograrlo.

Finalmente, la represión de la crítica subsiguiente a la breve liberalización del período de las Cien Flores. Alertar del impacto ambiental de la acción gubernamental se tornó peligroso. Shapiro lo evidencia con el caso de Ma Yinchu, presidente de la Universidad de Pekín, que en 1957 alertó del descalabro económico que causaría una demografía fuera de control y propuso censos periódicos, programas de planificación familiar, educación en el control de la natalidad, etc. Tuvo que renunciar a su puesto y fue acallado, pero su predicción se cumplió: de 542 millones de habitantes en 1949 se pasaron a 925 en 1976. Otro tanto ocurrió con el ingeniero Huang Wanli, contrario a la presa fluvial en Sanmenxia por el riesgo de sedimentación –cosa que sucedió–, por lo que fue perseguido por “derechista” hasta su rehabilitación en 1978. Una versión local de la purga de los ingenieros ejecutada por Stalin en 1928, dirigida a subordinar el saber y la experiencia de los expertos a los mandatos inapelables del Secretario General. El maoísmo pasó a la historia como un monumento al desarrollo insostenible.

 

Después de Mao

Tras el abandono en la práctica del maoísmo efectuado por Deng, la economía despegó y superó a los Tigres Asiáticos: la nación devino el primer exportador mundial, tuvo el crecimiento del PIB per cápita más alto del mundo durante dos décadas, y su PIB medido en capacidad adquisitiva es el tercero del planeta (algunos afirman que es el primero). El nivel educativo de la población subió; la extrema pobreza de la mayoría se redujo; se formó una pujante clase media; se acabó la escasez crónica de alimentos; y los urbanitas disfrutan de agua corriente, luz, alcantarillado y acceso a las tecnologías de la información y comunicación, y otros bienes de la sociedad de consumo.

El país campesino con bombas H se convirtió en una nación moderna e industrializada. Pero los costos sociales no suelen ser tan ventilados, y menos por quienes celebraron su abandono del socialismo y ahora deploran “el desafío chino”. El igualitarismo dio paso a una estridente desigualdad visible en la nueva clase de súper ricos, al punto de que hoy China cuenta con más billonarios después de Estados Unidos (de 1990 a 2019, el índice de Gini que mide la disparidad en los ingresos subió de 32,2 a 38,2). Las áreas rurales se empobrecieron mientras las urbes prosperaban; la iniciativa económica concedida a los campesinos facilitó que muchos, para migrar a las ciudades, vendiesen sus derechos sobre la tierra a empresas de construcción. Aparecieron fenómenos desconocidos: la especulación inmobiliaria y el desempleo, ya que se derogó el derecho a un empleo vitalicio. Y las pésimas condiciones laborales igualaron los peores estándares de la Revolución Industrial. Sin dudas, una auténtica curiosidad histórica: prácticas de capitalismo salvaje amparadas por una dictadura comunista.

Tales costos fueron ocultados por el régimen. Y cuando no pudo esconderlos, respondió con medidas draconianas: la autoritaria política del hijo único adoptada en respuesta a la explosión demográfica, aplicada sin confiar en el criterio de las familias, ni empoderar a las mujeres facilitando su acceso a los anticonceptivos. La subordinación de los sindicatos al Partido Comunista se tradujo en la ausencia práctica del derecho de huelga y en la represión de las protestas laborales. Y la libertad de reunión y expresión no experimentó grandes progresos respecto de la represiva época maoísta, a tenor de la masacre de la plaza Tienanmén, la persecución a los periodistas y la censura de Internet, si bien se ha permitido, dentro de estrictos límites, la actuación de las ONGs ecologistas. A diferencia de Gorbachov, China impulsó una perestroika sin glasnost: una liberalización económica sin transparencia ni democratización.

Aquí nos centraremos en los impactos ecológicos. Cierto, con Deng se introdujo la legislación ambiental; en 1987 se creó la Agencia Nacional de Protección Ambiental; y en 1996 se incluyó el concepto de desarrollo sostenible en los planes quinquenales. Pero la obsesión por aumentar la producción relajó la seguridad industrial y se multiplicaron los siniestros contaminantes (solo en la industria química se registró casi un accidentes al día en 2016, según Greenpeace, la mayoría fugas de sustancias tóxicas). La tala ilegal, los incendios forestales y la mala gestión de los bosques dispararon la deforestación. El deterioro ambiental repercutió en la calidad de vida; sirvan de prueba las 1.100.000 muertes prematuras anualmente achacables al aire contaminado, o las miles de vidas sesgadas por las inundaciones en 1998, sin contar los 15 millones de personas que perdieron sus hogares. Los logros parciales en legislación, investigación ambiental y tratamiento de residuos industriales no modifican el balance general negativo: Deng dejó el ecosistema peor de lo que lo había recibido.

 

La Ruta de la Seda… y de la contaminación

Los sucesores de Deng no mejoraron la situación. Como hemos apuntado, apuraron el paso de las medidas de protección ambiental, siempre detrás del avance de la crisis. Y a menudo se decantaron por soluciones tecnológicas que ya habían fracasado (la modificación del clima por medio de la “siembra de nubes” con yoduro de plata para provocar lluvia). Peor aún: el impacto chino en el ecosistema global se vio multiplicado por la acción de sus empresas en el extranjero, especialmente en la Nueva Ruta de la Seda: un corredor comercial auspiciado por Pekín desde 2013 y que abarca 70 países. El ambicioso esquema de desarrollo prevé el trazado de líneas férreas y carreteras, la construcción de puertos y centrales energéticas y la apertura de zonas industriales.

Pero esta ambición amenaza con pasar una factura ambiental muy elevada. Un informe de 2017 del World Wildlife Fund alertó que algunos planes afectan a más de 1.739 importantes áreas de biodiversidad, y, concretamente, a 265 especies amenazadas. En lo referido al calentamiento global, el Global Environment Institute  advirtió de que el 91% de los proyectos energéticos financiados en la mentada ruta entre 2014 y 2017 se basaban en combustibles fósiles. En Vietnam, por ejemplo, las centrales térmicas proyectadas subirán el peso del carbón en su matriz energética del 36% actual al 56% en 2030. Nada puede ir más a contrapelo de la prometida descarbonización.

El hilo rojo que une esas inversiones fue detectado por un estudio del año 2005 de 2.886 emprendimientos industriales promovidos por Pekín: la mayoría se localizó en “países pobres con controles y regulaciones ambientales débiles”. Su modus operandi resulta familiar: emulando a las multinacionales occidentales, a medida que se endurecen los controles en su país los empresarios chinos trasladan sus industrias adonde pueden contaminar impunemente, sobre todo a Asia y África, y cargan la responsabilidad sobre dichos países, aduciendo que estos han dado su visto bueno.

La industria pesquera china, por su parte, ostenta el doble récord de ser la más grande del mundo y la mayor practicante de la pesca ilegal e irregular. Sus barcos violan las aguas jurisdiccionales extranjeras o sobrepasan las capturas permitidas, amenazando con colapsar los grandes caladeros. Sus malas artes en el Mar Argentino ejemplifican el proceder de una flota especializada en esquilmar la biodiversidad ajena.

Entre otras deplorables plusmarcas, China ostenta el título de mayor consumidor mundial de vida silvestre, alimentando la caza furtiva de especies amenazadas (rinocerontes, por ejemplo) y propiciando los riesgos sanitarios que el Covid puso de relieve (por esta última causa, Pekín prohibió este año el tráfico de fauna salvaje). Es asimismo el principal comprador de madera ilegal, propiciando la deforestación en los países proveedores; y descolla entre las naciones que más plásticos arrojan al mar: en 2017, vertió en el océano más de un millón de residuos plásticos, según sus propios cómputos.

En ocasiones, sus tropelías han chocado con resistencias. En Kazajistán hubo protestas masivas contra la importación de 55 de sus factorías contaminantes; en Kirguistán se registraron numerosas manifestaciones contra los vertidos contaminantes de la minería china y canadiense; en Myanmar, el clamor popular obligó a la suspensión de una mega-presa promovida por capitales chinos; y en el sudeste asiático se extiende el malestar contra las 100 presas proyectadas en la cuenca del Mekong y el dinamitado del lecho fluvial para permitir el paso de buques de gran calado. Niwat Roykaew, presidente de la ONG tailandesa Rak Chiang Khong Conservation Group, acusó a esas operaciones de destruir zonas de cría de los peces y hábitats ornitológicos, y de acelerar la erosión de las tierras cultivadas en las orillas: “será la Muerte del Mekong”. El malestar ha crecido a tal punto que, presionado por una alianza de ONGs, entre ellas Greenpeace, el gobierno chino se ha comprometido a no financiar nuevas centrales de carbón en el exterior, con excepción de las planificadas o en fase de construcción.

Sacando la obsesión hidroeléctrica[2], la actuación china en el extranjero en poco se distingue del rapaz extractivismo de las multinacionales occidentales. Y su ayuda al desarrollo se asemeja demasiado a la implementada por las naciones centrales: un instrumento de la política exterior dirigido a comprar votos en la Asamblea de la ONU y a alentar las inversiones y las exportaciones hacia los países presuntos “beneficiarios”.

Un modelo con poco que aplaudir y mucho que criticar

El itinerario referido se resume en pocas palabras: de la “guerra a la naturaleza” se pasó a su total mercantilización. La explotación manu militari de los recursos naturales por un Estado ultraideologizado quedó en manos privadas, aunque la vieja mentalidad reflotó en la declaración del presidente Jiang Zemin de que “el hombre debe conquistar a la Naturaleza”, hecha al inaugurar la presa de las Tres Gargantas. El cambio fue a peor, puesto que el maoísmo, incapaz de industrializar el país, no destruyó el ecosistema en la escala en que lo han hecho las fuerzas del mercado desatadas por sus sucesores.

En retrospectiva, resulta paradójico que, al garantizar la unidad del vasto mercado nacional e inculcar en las masas trabajadoras una férrea disciplina unida a un espíritu de sacrificio, la revolución socialista allanase el camino a una “acumulación capitalista primitiva” que conseguiría la modernización del país inútilmente perseguida por Mao. Un tema apasionante para los estudiosos de los derroteros del socialismo, pero aquí nos interesa explicar la desidia del régimen chino frente al medio ambiente.

A este respecto, entrevemos dos razones. Mientras el Partido Comunista de Mao basaba su legitimidad en la liberación del yugo extranjero y de los terratenientes, y en la fuerza ideológica del socialismo, la nomenklatura actual se apoya en la exaltación del nacionalismo y en la constante expansión económica. Tal condicionamiento político la aboca al desarrollismo interno y a proyectarse como una potencia mundial, poniéndola en rumbo de colisión con la hegemonía estadounidense… y con el ecosistema.

Se trata, sin duda, de un caso peculiar de modernización autoritaria. Mientras en Corea del Sur y Taiwán la industrialización corrió por cuenta de dictadores de derecha (Park-Chung Hee y Chiang Kai-Shek, respectivamente), aquí se llevó a cabo bajo la égida de un partido modelado conforme al patrón estalinista, dirigido por una casta burocrática que, atenta al desplome de la Unión Soviética, no ha permitido resquicios de disenso que socaven su monopolio político y los privilegios asociados a sus cargos.

El desaguisado descrito se suma a la lista de ecocidios perpetrados primero por el colonialismo europeo, cuya economía de la plantación devastó ecosistemas enteros, y posteriormente por las compañías multinacionales, cuyo extractivismo insaciable hace estragos en el Tercer Mundo. Nada tiene de excepcional la experiencia china, excepto el haber combinado lo peor del socialismo y del capitalismo en materia ambiental.

No carguemos las tintas con la China contemporánea; sus pecados ecológicos son los comunes de cualquier potencia capitalista, incluida su persecución de esa ilusoria cuadratura del círculo, la economía de mercado sostenible, con el agravante del persistente autoritarismo que inhibe la crítica pública de la degradación del entorno.

De todos modos, su trayectoria reciente demuestra que, cuando existe voluntad política, se pueden revertir parcialmente los daños en un lapso relativamente corto; al mismo tiempo deja claro cuánto dista de ser un modelo que aplaudir e imitar. Desde luego, los tigres de papel imperialistas no pierden la oportunidad de explotar sus malos hábitos ecológicos con el ánimo de desacreditar a la Nueva Ruta de la Seda; pero esto no debe servir de excusa para moderar las críticas, sino para exigir a Pekín que deje de suministrar municiones al enemigo. Urge, por consiguiente, que sea objeto, al igual que los demás grandes contaminadores, de una constante presión para que haga los deberes en los planos interno y externo y comience una transición energética que no se subordine a las conveniencias de las empresas sino a las exigencias de la crisis ambiental. Solo así evitará que su tránsito a la descarbonización resulte otro fracasado “salto adelante” como el impulsado por el Gran Timonel hace más de seis décadas.

 

  1. [1] En las últimas décadas se abrió una polémica acerca de la relación entre el pensamiento de Marx y el medio ambiente. Nuestra postura es categórica: pese a las tentativas por recuperar de sus escritos de juventud un “marxismo verde”, que concibe dialécticamente las relaciones entre hombre y naturaleza, por minimizar los elogios de Marx al dominio del capitalismo sobre el entorno, y por culpar al estalinismo de imponer una lectura extractivista de sus obras, el antropocentrismo esencial de Marx y Engels desautoriza estos intentos. No puede ser de otro modo: en el horizonte intelectual de su época no entraba el cuestionamiento de la dicotomía naturaleza/cultura un axioma filosófico de la modernidad– ni plantearse los eventuales límites del desarrollo de las fuerzas productivas. Dicho esto, no negamos la utilidad del método marxista de cara al diseño de un paradigma ecosocialista. Para un análisis detallado del debate, ver Progreso destructivo: Marx, Engels y la ecología (Michael Löwy, 2003).

 

[2] En la insistencia en las presas y en la incapacidad de sacar lecciones de sus perjuicios se aprecia el peso de una milenaria tradición. Las primeras obras hidráulicas datan del 3.000 a. C., y su construcción y gestión constituyeron un pilar del imperio chino. El prestigio de los emperadores que velaron por dichas obras y por los sistemas de irrigación no pasó inadvertido a los ojos de Mao, quien, aparte de erigir presas frenéticamente, gustaba expresar su dominio de las aguas mediante sus publicitadas gestas natatorias en el Río Amarillo en los años 60.

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