31/05/2025

Caso Bulacio

Por

 María de Carmen Verdú, abogada de la familia de Walter e integrante de la CORREPI, sostuvo a los medios: "Ya sabemos que a Walter lo mató la policía, en todo caso ahora queremos saber cuál de todos los policías fue el que le dio uno o más golpes". El juicio oral comenzó finalmente hoy, con 22 años de demora, a 4 años de la elevación a juicio y tras varias suspensiones. Al acusado no se lo juzgará por la muerte del joven, por prescripción de esa causa, sino solamente por la detención ilegal, cuya pena máxima prevista en el Código Penal es de seis años de prisión…

 

 

 

Maria del Carmen Verdú
 
Represión en democracia
De la “primavera alfonsinista”  al “gobierno de los derechos    humanos”
 
Índice
PRÓLOGO
PREFACIO
DEDICATORIAS Y ALGUNAS EXPLICACIONES
INTRODUCCIÓN
 
CAPÍTULO 1
NO ES UN POLICÍA...
     I. Ni errores ni excesos
    II. Mirando hacia atrás
   III. La invisible represión de la democracia
   IV. Principia el pericón
    V. El “loquito suelto”
   VI. La “herencia de la dictadura”
  VII. La “mala suerte” y la “noticia fácil ”
 VIII. La “burocracia autónoma”
    IX. Conclusiones
 
CAPÍTULO 2
ME VA A TENER QUE ACOMPAÑAR
     I. Advertencia preliminar
    II. Las cifras de las detenciones arbitrarias
  III. Las brujas no existen, pero…
   IV. De los edictos al código contravencional
    V. La “Doble A”
   VI. La “utilidad práctica” de las facultades para detener
        personas arbitrariamente
  VII. Conclusiones
 
CAPÍTULO 3
LA PENA DE MUERTE
     I. El gatillo fácil
    II. El “sobreseimiento fácil”
  III. La excarcelación veloz
   IV. Los escuadrones
    V. Conclusiones
 
CAPÍTULO 4
LA TORTURA
     I. Una práctica tan sistemática como silenciada
    II. Cincuenta y siete palazos no son tortura
  III. Más excusas judiciales
   IV. El caso Durán
 
Represión en democracia
  V. La negación oficial de la tortura
 VI. “La tortura no es tortura en democracia”
VII. Conclusiones
 
CAPÍTULO 5
EL CASO BULACIO
    I. Introducción
   II. Los hechos: “Caímos por estar parados”
  III. El inicio de la causa
   IV. El muro azul de silencio
    V. Una “práctica policial habitualmente vigente”
   VI. Jueces del anochecer, polizontes del horror
  VII. Yo sabía, yo sabía...
 
CAPÍTULO 6
LA COORDINADORA CONTRA LA REPRESIÓN
POLICIAL E INSTITUCIONAL
    I. CORRÉ, pibe... que viene la yuta
   II. Los primeros debates
  III. Del menemismo a la Alianza
   IV. CORREPI hoy
 
CAPÍTULO 7
LOS DERECHOS HUMANOS EN LOS TIEMPOS K
    I. Legitimar para “reconciliar”
   II. El mito de la “paz social” y el muerto invisible
  III. ¿Cambio de rumbo, o misión cumplida?
   IV. Militarización y patotas
    V. Más de mil muertos en el “gobierno
       de los derechos humanos”
  VI. Conclusiones
 
POSFACIO
LA NATURALEZA DE LAS COSAS
APÉNDICE
   1. El Memo fantasma (recuerdos del futuro)
   2. Walter en su laberinto
   3. Informe sobre el cumplimiento de la sentencia dictada
      por la Corte IDH el 18/9/03 en el caso Bulacio vs. Argentina
 
CAPÍTULO 5
 
El caso Bulacio
 
La imagen del rey, por ley,
 Lleva el papel del estado:
      El niño fue fusilado
    Por los fusiles del rey.
José Martí, Versos Sencillos
 
I. Introducción
   
 Un ejemplo concreto, la mayoría de las veces, vale más que mil
horas de laboratorio esterilizado. La confrontación de las ideas con
la forma en que los hechos suceden, y, sobre todo, con la manera en
que se desenvuelven realmente las relaciones sociales, es la prue-
ba irrefutable de su veracidad. La más elaborada, tentadora y
abarcativa de las tesis, se derrumba como un castillo de arena
cuando es alcanzada por la ola irrefrenable de la realidad, que de-
muestra, palmariamente, otra cosa. Cada una de las ideas desarro-
lladas en este texto ha sido puesta a prueba en el terreno de lo con-
creto, porque el trabajo que aquí se refleja no se hizo entre
probetas y portaobjetos. La praxis que permitió sintetizar lo que
en estas páginas se expone, privilegió siempre ir de lo simple a lo
complejo, de lo particular a lo general, y luego, desandando el ca-
mino, probar de nuevo cada hipótesis teórica a través del implaca-
ble filtro de la realidad. No se exponen en este texto opiniones, si-
no conclusiones que tiene un sustrato material concreto. Por eso es
necesario este capítulo, que requiere cambiar el tono de la exposi-
ción, para relatar una historia particular, la de un pibe que murió
a los 17 años, y se convirtió en bandera de lucha. La historia de
Walter Bulacio, o mejor dicho, la historia que empieza después de
su muerte, es por sí sola una síntesis de todo lo que se viene desa-
rrollando sobre las políticas represivas de los estados democráti-
cos. Por eso merece un capítulo aparte, que aquí comienza.
     En estos años hubo varios intentos de reconstruir, por escrito
o para la pantalla, el llamado caso Bulacio. La complejidad de las
alternativas procesales, el infierno de “chicanas” dilatorias, la ari-
dez de las decisiones –o indecisiones– judiciales, confrontadas con
el fragor de la movilización popular que convirtió al pibe rockero de
Aldo Bonzi en ícono juvenil de la lucha contra la represión, hizo que
casi todos los proyectos quedaran en el camino, con excepción de al-
gún trabajo académico como la tesis elaborada por la Dra. Sofía
Tiscornia.
     Es necesaria una advertencia para lectores incautos. Todo lo
que sigue es rigurosa verdad, verificable en su documentación
para quien desee hacerlo. No hay en todo el texto un sólo dato
que nos conste como falso. Expresamente se indica el caso de in-
formaciones que nos llegaran de manera anónima no corrobora-
da o por versiones periodísticas. En ese aspecto el rigor es total.
Sin embargo, los que pretendan una simple crónica de los hechos,
deben abandonar aquí la lectura. Las páginas que siguen refle-
jan las cosas tal como fueron y tal como son, pero no somos espec-
tadores que observan un proceso desde la tribuna. Este es un re-
lato en primera persona, de Walter, de su muerte y de la causa
judicial que la siguió; de la calle, de las marchas, de los recitales,
de la organización popular. Y también nuestro, porque la historia
de Walter es, además de parte de mi vida, la historia del naci-
miento de una nueva experiencia de organización y lucha que se
llama CORREPI.
 
II. Los hechos: “Caímos por estar parados”
 
  Walter Bulacio tenía 17 años. Cursaba 5º año del secundario
en el Colegio Nacional Rivadavia. Era estudioso, y le gustaba es-
cribir cuentos. Era fanático de San Lorenzo y de los Redondos, y es-
taba pensando en ser abogado. Sabía que sus padres no podían pa-
garle el viaje de egresados, por eso había conseguido un trabajo
como “caddie” en el campo municipal de golf.
    Un día de junio de 1991, a las 8 de la mañana, el juzgado nos
notificó que estaba todo dispuesto para trasladar a Walter al ce-
menterio de Gral. Villegas. Después de varias semanas de trámite,
habían aceptado nuestro pedido de proveer una ambulancia públi-
ca, porque un servicio privado cobraba lo mismo que ganaba su pa-
dre en un mes.
     Su abuela y yo éramos las únicas que estábamos a esa hora en
el centro de la ciudad. Nos encontramos en la comisaría 5ª y fui-
mos juntas a la morgue. Un atildado subcomisario, cuyo apellido,
en el colmo del oxímoron, era Lacana, nos informó que “por razo-
nes de procedimiento” era imperativo reconocer el cuerpo antes de
cerrar el féretro. Ésa fue la única vez que lo vi, después de la se-
gunda autopsia para la que fue exhumado tras cuarenta días en la
tierra. Un cuerpo adolescente, que tres meses antes era el mimado
de su abuela, yacía descarnado en un cajón ordinario de pino. ¿Có-
mo empezó todo?
     El 19 de abril de 1991 Patricio Rey y los Redonditos de Ricota
tocaban en el estadio Obras. Un grupo de chicos de Aldo Bonzi al-
quiló un micro, porque resultaba más barato que viajar en colecti-
vos de línea. A las 9 de la noche llegaron al barrio porteño de Nú-
ñez. Los que tenían entradas compradas de antemano se pusieron
en la cola. Los que no las habían sacado, se desesperaron al saber
que estaban agotadas.
     Walter tenía la plata que le había dado la abuela para comprar
la entrada. Con un amigo dio un par de vueltas, tratando de encon-
trar un “reventa”. La cosa pintaba pesada, con un operativo poli-
cial inmenso. Muchos celulares, patrulleros y colectivos apostados,
esperando la orden de empezar a cazar. Los chicos no se resigna-
ron a perderse el recital. Rodeando la reja del Club Obras Sanita-
rias encontraron un hueco por donde entrar. Apenas unos minutos
después volvían hacia la calle y eran subidos a los colectivos a pa-
lo limpio por personal policial. Seguramente ni Walter, ni el cente-
nar de detenidos, ni los policías, ni los seis mil adolescentes que se
agolpaban en las inmediaciones del estadio, suponían que empeza-
ban a protagonizar lo que perduraría en la memoria argentina co-
mo “El caso Bulacio”.
     Nada diferenciaba ese operativo de las razzias que las policías
provinciales o la Policía Federal realizan a diario en recitales o
partidos de fútbol en todo el país, deteniendo arbitraria e indiscri-
minadamente miles de personas por año. Al enorme despliegue de
efectivos uniformados, apoyados por patrulleros, camiones de la
guardia de infantería e hidrantes, se sumaban las brigadas anti-
motines, las de la división canes y los colectivos de línea, requisa-
dos de la empresa varias horas antes. Un operativo semi privati-
zado, contratado por la organización del espectáculo a través del
mecanismo de “servicios adicionales”.
     Aproximadamente un centenar de chicas y chicos fueron dete-
nidos. Sólo setenta y tres de ellos fueron anotados en los libros de
la Comisaría 35ª, con jurisdicción en la zona y a cargo del jefe del
operativo, comisario Miguel Ángel Espósito. Las detenciones se
produjeron entre quienes estaban “aglomerados” a las puertas del
estadio, como explicaría el propio Espósito más tarde, y en algunos
bares de la zona que –supimos después– eran remisos a colaborar
con la cuota “voluntaria” exigida por la “cooperadora policial”. Un
ex policía, oficial en la 35ª a la fecha del suceso, relataría, años des-
pués, ante la jueza María Cecilia Maiza, que, para “matar dos pá-
jaros de un tiro”, el comisario decidió aprovechar el servicio contra-
tado por los Redondos para “tumbar” al bar Heraldo Yes, que hoy
ya no existe, cuyo propietario se negaba a hacer aportes económi-
cos “espontáneos” a la “taquería”.
     Casi todos los clientes que estaban en ese comercio fueron de-
tenidos en forma personal por el comisario Espósito, quien explicó
esas detenciones en sede judicial diciendo que “en algunas mesas
había botellas de cerveza”, por lo que procedió a los arrestos “para
prevenir los males mayores acarreados por la ingesta de bebidas
alcohólicas”. No había un solo menor de 18 años entre los parro-
quianos del Heraldo Yes, ni se labró una sola actuación contraven-
cional por “ebriedad” esa noche en la comisaría.
     El traslado de los detenidos a la comisaría fue hecho en los co-
lectivos gentil y gratuitamente cedidos por la empresa de trans-
porte de pasajeros MOTSA, con terminal en la zona, en cuyos ta-
lleres los uniformados recibían también, según consta en el
expediente, atención mecánica sin cargo para los patrulleros. No
hay constancia de qué tipo de contraprestación obtenían a cambio
de esos favores los dueños de la empresa de colectivos...
     Durante los traslados se produjeron todo tipo de incidentes
protagonizados por los efectivos policiales y los civiles detenidos.
Un joven de poco más de 20 años increpó a un policía, señalándo-
le –erróneamente– que ambos eran, en definitiva, trabajadores. El
indignado uniformado la arremetió a golpes contra el muchacho,
que logró escabullirse de los machetazos saltando por la ventani-
lla abierta del colectivo. A las pocas cuadras fue nuevamente apre-
sado, y arrastrado de vuelta al vehículo. Hay constancias en la
causa de que este joven, obrero ferroviario, volvió a ser salvaje-
mente golpeado en los calabozos del subsuelo de la comisaría 35ª.
Lo acreditan varios testimonios de quienes creyeron luego que se
trataba de Walter. A la mañana del día siguiente fue revisado por
la Dra. María Esmeralda Giacchino, médica de guardia del Hospi-
tal Pirovano, quien concurrió a la comisaría a pedido del comisa-
rio. El golpeado muchacho le pidió que labrara un acta dejando
constancia de sus múltiples lesiones, a lo que la profesional se ne-
gó. Minutos después de que la Dra. Giacchino conversara a solas
con el comisario, el ferroviario fue dejado en libertad, con la expre-
sa advertencia de que no volviera a aparecer por la zona. La Dra.
Giacchino volvería a la comisaría unas horas más tarde para aten-
der a Walter.
     Cuando fue citada a declarar en el juzgado, la médica omitió
relatar este primer episodio, que fue conocido a través de los testi-
monios de quienes ocupaban los calabozos y del propio afectado.
Sólo dijo que concurrió a las 9 de la mañana para asistir a un jo-
ven “con un pequeño problema”. Ello le valió la promoción, por de-
nuncia nuestra, de una causa por falso testimonio. El damnificado,
cuyo nombre reservamos ya que nunca quiso hacer pública su his-
toria por temor a represalias, no se constituyó en querellante en la
causa y la médica fue sobreseída poco después por el juez Andina
Allende.
     A medida que los cargamentos de detenidos llegaban a la 35ª,
los muchachos eran amontonados en la guardia y salas adyacen-
tes. Algunos de los detenidos exhibían a los policías la entrada pa-
ra el recital, asumiendo con naturalidad que la policía tenía “dere-
cho” a detener a los que no las tenían. Varios de los que declararon
ante los sucesivos jueces de la causa recordaron que había una chi-
ca, detenida en uno de los bares, que gritaba indignada que era la
sobrina del comisario. Relataron estos testigos que los policías la
pusieron inmediatamente en libertad, y, para que los perdonara
por el indebido arresto, le dieron un par de entradas sustraídas a
otros detenidos. Nunca pudimos constatar la identidad de esa mu-
chacha, y si realmente era pariente de Espósito, pero la mención
aparece en media docena de testimonios de personas que no se co-
nocían entre sí, entre ellos los dueños de las entradas que se con-
sideraron damnificados por hurto.
     A lo largo de varias horas, los detenidos fueron lentamente
“clasificados” por edad y sexo. Los mayores de edad fueron aloja-
dos en los calabozos, y los menores –entre ellos Walter Bulacio–
fueron llevados a la denominada “Sala de Menores”. Toda depen-
dencia policial debía contar, de acuerdo a las reglamentaciones vi-
gentes a la fecha, con un lugar adecuado para los menores de 18
años, diferente de una celda. Tal infraestructura, en la comisaría
35ª, estaba reducida a un eufemístico cartelito que colgaba sobre
la puerta de hierro de un calabozo sin ventanas, con una silla por
único mobiliario. Allí fueron encerrados once menores de edad
aquella fría madrugada de abril de 1991.
     Nos llamó la atención, cuando pudimos ver los libros de la co-
misaría, que los menores eran, de acuerdo al horario de ingreso, los
últimos que habían sido detenidos. Sin embargo, los testigos coin-
cidían en que el grupo en el que estaba Walter fue de los primeros
en “caer”, alrededor de las 21.30. La explicación llegó muchos años
después, cuando el controvertido ex policía Fabián Sliwa relató an-
te la jueza que “los menores fueron dejados para el final, anotando
primero los mayores”, para “ganar tiempo” y no tener que labrar
expedientes.
     Sliwa también nos iluminó acerca del método elegido para de-
cidir qué causa de detención se anotaba en relación a cada deteni-
do. “Era un ping-pong”, dijo. “El oficial me decía ‘a este ponele
ebriedad, a aquél para identificar’. Donde dice una cosa podría de-
cir la otra.”
     Una vez tomados los datos personales –fue Sliwa quien los
anotó durante gran parte de la noche– los menores fueron llevados
de a uno por el largo pasillo que conduce a la sala de menores. Se-
gún el ex oficial “arrepentido”, el comisario Miguel Ángel Espósito,
enojado con su personal porque se habían excedido en el número
de detenidos y ya de madrugada “la comisaría era un despelote” y
él no se podía ir a dormir, descargó su ira golpeando a Walter en la
cabeza con el machete reglamentario del agente Atienza, mientras
éste y el sargento Paloschi lo llevaban por el pasillo.
     Los chicos que compartieron el calabozo con Walter contaron
que, desde que lo entraron, se quedó muy quieto en un rincón. Te-
nía frío y estaba muy asustado. Era la primera vez que lo dete-
nían. Por eso, o porque no lo veían bien, le dieron la única silla. Los
demás, quizás con más experiencia, se tiraron en el piso e intenta-
ron dormir. Con la naturalización que deliberadamente genera el
atropello cotidiano, optaron, en sus propios términos, por “quedar-
se tranqui”. La expresión aparece textualmente en una decena de
testimonios de los pibes que, preguntados si querían instar la ac-
ción penal por privación ilegal de la libertad u otros delitos, con-
testaron “no”. A medida que pasaron las horas los padres empeza-
ron a llegar a la comisaría a buscarlos, una rutina familiar para
muchos.
     Al amanecer, sólo Walter y otros dos menores quedaban en la
celda. Walter no estaba bien. No podía pararse y hablaba con difi-
cultad. Cuando vomitó, los chicos empezaron a llamar a la guardia.
Un rato después los policías llevaron a Walter a la oficina de guar-
dia, donde volvió a vomitar. Uno de sus compañeros de encierro fue
obligado a limpiar el piso y a lavar el trapo que usó.
     Alrededor de las 11 de la mañana, llegó la ambulancia con la
misma doctora Giacchino que había estado más temprano en la co-
misaría. Minutos después, sin notificar a los padres ni al juez de
menores de turno, Walter era internado de urgencia en el Hospital
Pirovano.
     Mientras tanto, en Aldo Bonzi, la madre de Walter estaba tran-
quila. Su hijo le había dicho que, como el recital terminaría tarde,
iría directamente a trabajar al club de golf, donde entraba a las
cinco de la mañana, y volvería a su casa por la tarde. Cerca del me-
diodía fue liberado el muchacho que tuvo que limpiar el vómito. Ni
bien llegó a Aldo Bonzi mandó a su hermana para que avisara a
los padres de Walter. Así se enteró Graciela Scavone de Bulacio, la
tarde del sábado 20 de abril de 1991, que su hijo estaba detenido
en la comisaría 35ª desde la noche anterior.
     Graciela y Víctor Bulacio llegaron al barrio de Núñez cerca de
las siete y media de la tarde. “Su hijo está internado, porque esta-
ba borracho y drogado”, les dijeron. Corrieron al Hospital Pirova-
no, pero Walter había sido trasladado al Fernández para sacarle
una radiografía, porque el aparato de rayos equis del primero no
funcionaba. Cuando llegaron al hospital de Palermo, ya había si-
do devuelto al Pirovano. Poco antes de las once de la noche, vein-
ticinco horas después de su detención, Graciela y Víctor vieron a
su hijo.
     “¿Te pegaron negrito?”, contó Víctor que le preguntó. Walter,
que ya no hablaba, inequívocamente asintió con la cabeza. Al lle-
gar al Hospital Fernández, sin embargo, todavía articulaba pala-
bras. Cuatro años después, citado como testigo en la causa civil, el
Dr. Fabián Vítolo repitió ante el Juzgado en lo Federal Civil y Co-
mercial nº 2 su diálogo con el joven paciente. “Respondía órdenes y
preguntas simples, entonces le pregunté si le habían pegado en la
cabeza, y dijo que sí. Cuando le pregunté quién le había pegado, di-
jo ‘la yuta’”.
     El Dr. Vítolo ya había declarado dos veces ante la instrucción
penal entonces a cargo del Dr. Víctor Pettigiani, la primera en
1991. Consta en el expediente civil que en ninguna de esas oportu-
nidades dijo que había hablado con Walter “porque no se lo pregun-
taron, y no sabía qué quería decir ‘yuta’”...
     El domingo 21 de abril al mediodía, Walter fue trasladado, a
pedido de sus padres, al Sanatorio Mitre, incluido en la cartilla de
su obra social. Lo acompañaba un certificado del Dr. Tardivo del
Pirovano informando “golpes faciales varios de 36 horas de evolu-
ción”. Hacía un día y medio que había entrado a la comisaría.
     Los días siguientes fueron agitados en el sanatorio. A los pa-
dres y a la abuela de Walter se sumaron el resto de la familia, los
amigos y compañeros del colegio. No tardaron en llegar los medios,
que cubrieron ampliamente la agonía del “estudiante detenido en
un recital de rock”. El comisario Espósito, vestido con ropas depor-
tivas, se encargaba personalmente de empezar a construir su de-
fensa, sugiriendo al vecino de Aldo Bonzi, aquel que limpió el vó-
mito, “que no se olvidara que en la comisaría los trataron bien”.
     El 26 de abril de 1991, una semana después de su detención,
Walter Bulacio murió. Desde entonces, el operativo del 19 de abril
de 1991 en el estadio Obras dejó de ser una razzia más entre tan-
tas, para convertirse en “la noche que se llevaron a Walter”. En la
comisaría, quedó el graffiti rudimentariamente grabado en la pa-
red de la sala de menores: “Jorge, Walter, Kiko, Erik, Leo, Nico, Na-
zareno, Betu y Héctor. CAIMOS POR ESTAR PARADOS. 19/4/91”.
 
III. El inicio de la causa
 
     El 1° de mayo de 1991 hacía frío y llovía. Nos encontramos con
Víctor Bulacio en un bar al lado del viejo Canal 13, donde él y los
compañeros de colegio de su hijo habían sido entrevistados por Li-
liana López Foresi. Nos dijo: “Quiero llegar al fondo, quiero saber
lo que pasó con Walter y que se castigue a los responsables”. En
menos de 48 horas estaba presentada la querella en la causa judi-
cial, que ya había cambiado de juzgado.
     Inicialmente intervino el Juzgado de Menores nº 9, del Dr. Víc-
tor Pettigiani. Al producirse la muerte de Walter el día 26 de abril,
el Dr. Pettigiani se declaró incompetente y remitió las actuaciones
al Juzgado de Instrucción de Mayores nº 5, del Dr. Barbarosch. Allí
pudimos presenciar las primeras dos declaraciones testimoniales,
tomadas por el secretario del juzgado, el Dr. Gustavo Ferrari. Jor-
ge C. de 17 años y Jorge “Kiko” M., de 15, eran los dos menores que
estaban con Walter cuando su descompostura se hizo evidente.
     El primero era el vecino de Bonzi que mandó avisar a la ma-
dre de Walter, el mismo que tuvo que limpiar el piso de la comisa-
ría, y al que Espósito “recordó” en el Sanatorio Mitre lo bien que lo
habían tratado. El segundo había visto a Walter por primera vez
en el calabozo. Igual que haría la mayoría de los demás detenidos,
hablaron de la brutalidad del operativo, de las detenciones y de los
traslados con la naturalidad con que se habla de algo cotidiano
asumido como normal. A pesar de que ninguno de ellos se conside-
ró damnificado ni quiso instar la acción penal, el juzgado ordenó
extraer copias autenticadas de sus declaraciones para que un juz-
gado de menores investigara posibles delitos cometidos contra
otros jóvenes, además de Walter.
    El Juzgado de Mayores nº 5 estaba vacante debido a un serio
problema de salud sufrido por el Dr. Barbarosch. Lo suplieron su-
cesivamente el Dr. Luis Niño y la Dra. Silvia Cosoy. Fue el prime-
ro de ellos quien suscribió la decisión de dividir la causa, reservan-
do para el juzgado de instrucción la investigación de la muerte de
Walter y remitiendo a un juzgado de menores la cuestión de las cir-
cunstancias que rodearon la detención.
    Los testimonios de los dos chicos pasaron al juzgado del Dr.
Miguel Del Castillo (Menores nº 16), quien aceptó nuestra oposi-
ción a que se dividiera la causa. El juez Del Castillo reconoció que
no se podía sacar del contexto de violencia relatado por los jóvenes
testigos la ocurrencia de la muerte de Walter Bulacio, ni analizar
tales circunstancias olvidando que en ese marco se había produci-
do la muerte de un menor. El 22 de mayo de 1991, la Cámara Na-
cional de Apelaciones resolvió la cuestión, ordenando la interven-
ción del Juzgado de Instrucción de Menores nº 9.
    El 24 de mayo de 1991, reunificada la causa ante el juez Pet-
tigiani, y levantado el secreto del sumario, pudimos ver las actua-
ciones.
    Lo primero que nos llamó la atención fue un informe, a fojas 7
del entonces delgado expediente, firmado por el comisario Miguel
Ángel Espósito, titular de la 35ª. Se trataba de una respuesta al re-
querimiento de la comisaría 7ª, que inició las actuaciones por de-
nuncia de los médicos del Sanatorio Mitre, en la cual, con el carac-
terístico lenguaje policial, Espósito informaba que había procedido
a la detención de mayores y menores en oportunidad del recital de
Patricio Rey y los Redonditos de Ricota pues los jóvenes se encon-
traban “aglomerados en las inmediaciones del estadio sin causa
justificada”.
    Luego venía la sorpresa: respecto de los menores, explicaba Es-
pósito, no se informaron las detenciones al juez de turno “por apli-
cación del Memo 40”. Esta afirmación, deslizada como algo natural
por el comisario, se convertiría en la gran discusión jurídica que
llegaría hasta la Corte Suprema y la Corte Interamericana de
DD.HH., ya que se trataba de una comunicación administrativa
policial (orden interna) que desde hacía 26 años la Policía Federal
aplicaba sistemáticamente en casos de detenciones de menores, y
que, básicamente, establecía que, aunque la primera obligación le-
gal de un policía al detener un menor de 18 años era dar aviso al
juez de menores para que éste determine la conducta a seguir,
cuando el personal instructor considerara que eso no era necesa-
rio, podía no hacerse.
     Fue necesario que muriera Walter Bulacio para que el Memo-
randum 40 tomara estado público, pero la respuesta institucional
demostró que en realidad el sistema informal era el que resultaba
funcional para todos. No hubo un pronunciamiento judicial que
condenara de inmediato la asunción por parte de la policía de fa-
cultades legislativas, ni una ley del congreso que reafirmara su
propia competencia. Con la misma arrogancia legisferante con que
fue dictado en 1965 por la Policía Federal, el memo fue derogado
por el jefe de la policía Jorge Passero, quedando como una mera
cuestión interna de cambio de opinión de la jefatura.
     Un ejemplo perfecto de cómo aun las garantías escritas, decla-
madas como grandes conquistas por los defensores de las institu-
ciones, ceden ante las necesidades represivas del sistema, ponien-
do en evidencia su esencia.
     Dieciocho años después, a raíz de un habeas corpus interpues-
to por un defensor oficial de La Plata en beneficio de todos los me-
nores de 18 años detenidos por la policía sin orden judicial ni en
caso de flagrancia, encontraríamos otro ejemplo del mismo proce-
dimiento administrativo, calificado como “simple vía de hecho” por
el juez contencioso administrativo Luis Federico Arias, aplicado a
diario del otro lado de la General Paz, esta vez denominado “entre-
ga del menor” 1.
 
IV. El muro azul de silencio 
 
Con la comprobación de que por lo menos 73 personas habían
sido detenidas sin causa alguna, más el agravante de la situación
de clandestinidad de los detenidos menores de edad, uno de los
cuales había muerto, el 28 de mayo, el juez Pettigiani resolvió de-
tener y procesar al comisario Espósito por los delitos de privación
ilegal de la libertad, abuso de autoridad e incumplimiento de los
deberes de funcionario público. Espósito fue indagado con la asis-
tencia del Dr. Federico María Hierro, abogado de planta del Minis-
terio del Interior. Dos horas más tarde, el juez le concedía la excar-
celación, beneficio que conserva hasta el día de hoy. Inmediata-
mente después se dispuso el secreto del sumario, y durante ocho
meses no pudimos acceder al expediente, lo que no impidió, con lo
que sabíamos hasta entonces, que reclamáramos por escrito el pro-
cesamiento y prisión preventiva de Espósito por el delito de tortu-
ra seguida de muerte, y del resto de la cadena jerárquica policial,
hasta llegar al ministro del Interior, Julio Mera Figueroa, por no
haber adoptado las medidas necesarias para evitar la comisión del
delito de tortura en una dependencia bajo su mando.
     Sobre el filo de la feria judicial de enero se levantó el secreto
del sumario. Casi un centenar de personas que habían estado de-
tenidas (una buena parte, no anotados en los libros de la comisa-
ría) y unos cincuenta policías habían declarado, los primeros como
testigos, y los segundos como “imputados no procesados”, la vieja
figura del código procesal penal que entonces regía, que habilitaba
a tomar declaraciones informativas, en la práctica casi una testi-
monial, pero con todas las garantías de una indagatoria. Los testi-
gos civiles coincidieron en describir que el operativo estaba mon-
tado desde antes de que se iniciara el recital; que las detenciones
comenzaron sin motivo objetivo alguno, también antes de que so-
nara el primer acorde en el escenario, mientras la gente hacía fila
para entrar; que preferentemente eran detenidos los que no tenían
entradas; que todos fueron maltratados, y golpeados, o vieron que
otro fue castigado. Salvo los once menores que compartieron el ca-
labozo con Walter, que presenciaron parcialmente el inicio de su
agonía, en el tumulto generalizado de las corridas y detenciones
nadie reparó especialmente en él.
     Las declaraciones de los policías hacen parecer la prosa mági-
ca de García Márquez un simple informe meteorológico. Cuarenta
y nueve policías afirmaron, con mínimas variantes, que “no vieron
incidentes”, que “estuvo todo normal”, que “todos guardaron com-
postura”, que “estuvo todo tranquilo”, que “hubo aglomeraciones,
pero no incidentes”. Ninguno admitió haber realizado detenciones.
Sólo cuatro efectivos de la 35ª, un par de la 23ª y el grupo de la
montada admitieron que vieron personas detenidas esa noche,
aunque negaron haber intervenido. En una palabra, casi cien per-
sonas se arrestaron solas...
     Un policía de apellido Villagra dijo que “le ordenaron ir en el
colectivo de la línea 151 a llevar gente a la comisaría, pero no sa-
be si eran detenidos”. Otro policía, Albornoz, dijo que “vio un colec-
tivo circulando continuamente con gente en su interior y policías,
pero no puede afirmar adónde iban”. Un tal Guaita “vio gente en
la 35ª cuando fue a cambiarse, pero no sabe si eran detenidos o de-
morados porque ya no estaba de servicio”. Pero el premio a la crea-
tividad se lo llevó el agente Barrios, que juró que no vio que nadie
fuera detenido porque estuvo las ocho horas de su servicio en la
puerta principal de acceso del estadio, de espaldas a la calle, y
nunca se dio vuelta...
     Tampoco tuvieron desperdicio las diferentes “justificaciones”
para las detenciones ensayadas en sus distintas declaraciones
por el comisario Espósito y el subcomisario Muiños. Dijeron que
detuvieron personas porque “se hallaban en las inmediaciones
del estadio sin causa justificada”; porque “no acataban las direc-
tivas de la policía y bailaban fuera del estadio”; porque “es cos-
tumbre de Los Redonditos de Ricota simular retirarse y volver a
ejecutar sus canciones en forma imprevista y repentina, lo que
origina violentos encontronazos entre los que salen con los que
pugnan por ingresar, generándose peleas y avalanchas, justifi-
cándose así el operativo”; porque “con el fin de prevenir el mal
mayor que trae la ingesta de bebidas alcohólicas se detuvo a los
parroquianos del Heraldo Yes”; finalmente, “por romper el orden
en las filas de ingreso”.
     Lo que ni las hilarantes excusas policiales pudieron desdibu-
jar fue el concertado acuerdo para crear confusión acerca de la na-
turaleza y conducción del operativo. Como si se tratara de un con-
curso para demostrar quién aplicaba mejor las tesis de
irresponsabilidad institucional que comentamos en el primer capí-
tulo, todos los policías dijeron que no sabían exactamente quién es-
taba a cargo. Uno de ellos, sin ponerse colorado, dijo que sólo vio a
los bomberos en el lugar. Tiempo después, y merced a ciertas con-
fidencias motivadas por la conciencia abrumada de un funcionario
judicial que intervino en la instrucción, supimos que el subcomisa-
rio Alberto César Muiños, abogado y tercer jefe de la dependencia,
fue el encargado de preparar las declaraciones policiales, indican-
do lo que cada uno debía decir. El “monje gris de la defensa”, como
lo llamó ese funcionario judicial, seleccionó uno a uno al personal
que blanquearía como presente en el operativo, eligiendo los más
“hábiles declarantes”. Esto quedó comprobado en febrero de 1995,
cuando desde la cárcel de Caseros pidió declarar el ex oficial Fa-
bián Sliwa, que además de señalar a Espósito como autor del gol-
pe fatal recibido por Walter y de explicar cómo funcionó la razzia,
dijo que Muiños lo excluyó de la lista de policías que pondría a dis-
posición del juez pues no se iba a atener al libreto oficial.
    Mientras esto ocurría en la causa penal, la Policía Federal ya
había resuelto que el comisario Espósito era inocente. El sumario
interno, respecto del cual el Ministerio del Interior es la autoridad
jerárquica, concluyó, el 29 de mayo de 1991, es decir, apenas a 40
días del hecho, que “No surge extralimitación en el accionar del su-
sodicho y corresponde suspender toda actividad disciplinaria rela-
cionada al hecho”. Ese sumario sería reabierto más de una década
después, cuando el fiscal general de investigaciones administrati-
vas, Alejandro Garrido, pidió que se exonerara a Espósito, una de
las sanciones impuestas al Estado Argentino por la Corte Intera-
mericana de DD.HH. en su condena de septiembre de 2003. Por
descontado que no hubo modificación alguna a lo resuelto un mes
y diez días después de la muerte de Walter Bulacio, y Miguel Án-
gel Espósito, aunque retirado, siguió perteneciendo a la PFA has-
ta septiembre de 2008. Sólo entonces, después de que la Corte IDH
convocara una inusual audiencia de seguimiento del (in)cumpli-
miento de la sentencia dictada cinco años antes, el ministro Aníbal
Fernández anunció que el comisario había sido exonerado2.
 
V. Una “práctica policial habitualmente vigente”
 
     En los primeros días de febrero de 1992, la querella hizo una
larga presentación ante el juez Pettigiani, analizando las declara-
ciones testimoniales y las de los policías, reiterando que se debía
dictar la prisión preventiva del comisario Espósito por aplicación
de tormentos, y el procesamiento de toda la cadena de mandos po-
licial a la fecha de la detención y muerte de Walter Bulacio, en es-
pecial del jefe de policía, comisario general Jorge Passero, del sub-
comisario Alberto Muiños, de personal subalterno y del ministro
Julio Mera Figueroa. El Dr. Chávez Paz era el fiscal de la causa, es
decir, el funcionario investido con la pretensión punitiva del esta-
do y la titularidad de la acción penal. En una entrevista, por esos
días, con los abogados de la querella, el funcionario dejó bien claro
que lo de “representar los intereses de la sociedad” debe entender-
se como “representar los intereses de la clase dominante”. “La cul-
pa la tuvo el rock”, aseguró. “Yo no dejo a mi hija adolescente ir a
recitales de rock porque es una música que fomenta la violencia”.
El 12 de febrero, el fiscal pidió el sobreseimiento del comisario Es-
pósito y el archivo de la causa, considerando que “contra los dichos
de los jóvenes se contraponen las versiones del personal policial”.
    Este sería el primero de la larga serie de dictámenes y resolu-
ciones judiciales que se acumulan en la causa, demostrando que,
para el Estado Argentino, y todos sus gobiernos desde 1991, el ca-
so Bulacio ha resultado bastante más que la investigación sobre
las circunstancias en que murió un adolescente después de ser
irregularmente detenido. No alcanza, para entender la contumaz
defensa de la legalidad del operativo de abril de 1991, suponer que
hubo solamente una decisión política de proteger al comisario Es-
pósito. Esto ocurrió, efectivamente, y de manera muy evidente, du-
rante la presidencia de Carlos Menem, cuyos sucesivos ministros
del interior, Mera Figueroa, Manzano y Corach, se ocuparon perso-
nalmente de presionar jueces y de garantizar la mejor defensa téc-
nica para su subordinado, incluso aportando fondos reservados pa-
ra afrontar los costos crecientes. Pero para cuando De la Rua,
Duhalde y Kirchner sucedieron a Menem, el comisario ya no con-
servaba vínculo personal o institucional alguno que diera razones
para la sostenida serie de decisiones judiciales que, llegando en al-
gunos casos al disparate, muestran sin fisuras que todos los go-
biernos se propusieron silenciar el caso Bulacio, garantizar la im-
punidad de los responsables y preservar sus herramientas
represivas.
    La forma compacta en la que jueces, camaristas y ministros de
la corte han hecho causa común para cerrar la investigación, inclu-
so desobedeciendo la sentencia de la Corte Interamericana que lle-
garía en septiembre de 2003, sumado a los esfuerzos del poder eje-
cutivo y del poder legislativo en la misma dirección, sólo cobra
sentido cuando nos apartamos un poco de los hechos, e identifica-
mos lo que verdaderamente se discute en esta causa: el sistema de
facultades policiales para detener personas arbitrariamente.
    Ningún otro hecho concreto de nuestra historia reciente expo-
ne de manera tan clara, incluso dentro de su recipiente natural, la
institucionalidad democrática, el aceitado mecanismo de normas,
usos y costumbres que se da el estado para que sus fuerzas de se-
guridad sean efectivas en la defensa de los intereses por los cuales
existen. Por eso, cuando el juez Pettigiani eligió un camino inter-
medio entre la acusación de la querella y el olvido propuesto por el
fiscal, se inició un derrotero procesal que todavía no ha terminado,
y que, de tan perverso y confuso, deja a Franz Kafka reducido a un
pobre cronista cotidiano, mientras pone a la luz la única cara del
aparato judicial: la que mira y obedece al poder.
     De acuerdo al procedimiento que entonces regía, el viejo códi-
go procesal penal que todavía hoy se aplica a esta causa, el juez
dictó la prisión preventiva –sin revocar la excarcelación– de Mi-
guel Ángel Espósito solamente por el delito de privación ilegal de
la libertad calificada, y lo sobreseyó respecto de todos los demás
delitos. La defensa, ya a cargo de Pablo Argibay Molina, apeló. El
recurso, supuestamente por riguroso sorteo, fue recibido por la Sa-
la VI de la Cámara, integrada entonces por los Dres. Carlos Elbert,
María Cristina Camiña y Carmen Argibay, que tuvo que excusar-
se por ser prima hermana del defensor del comisario.
     El 19 de mayo de 1992 los dos primeros camaristas, de gran pres-
tigio como “garantistas” y defensores de las libertades democráticas,
resolvieron revocar la prisión preventiva afirmando que “aunque el
procedimiento [de detenciones de menores al amparo del Memo 40]
fue a todas luces inconstitucional, Espósito pudo no ser consciente de
ello”, y, además, porque el uso de esa norma policial, aunque contra-
ria a las leyes y a la constitución, era “una práctica policial habitual-
mente vigente”, lo que le daba suficiente legitimidad.
     Aunque, con posterioridad, la Cámara se superó a sí misma y
produjo fallos todavía más dislocados, esa frase es el resumen de
toda la discusión técnica en la causa Bulacio. Si el Memo 40 se ve-
nía aplicando sin fisuras desde hacía 26 años; si los jueces ni se ha-
bían preocupado por saber qué pasaba cuando un menor de edad
era conducido a una comisaría, y en los pocos casos que supieron
de la existencia del procedimiento inventado por la policía, lo ha-
bían convalidado y mantenido en secreto; si, en definitiva, esa era
una práctica policial habitualmente vigente, ¿cómo tolerar que, con
la excusa de un rockerito muerto, lo vinieran a cuestionar, lo de-
nunciaran públicamente, y pusieran en crisis todo el mecanismo
que tan bien funcionaba para asegurar el orden?
     El juez Pettigiani de inmediato sobreseyó provisoriamente al
comisario, aunque para proteger su conciencia dejó a salvo su desa-
cuerdo con el fallo de la Cámara. La querella apeló, reclamando el
procesamiento. También la defensa recurrió a la Cámara, pidiendo
un sobreseimiento definitivo. Empezaban a fijarse las posiciones en
la larga batalla que ya lleva más años que los que tenía Walter
cuando una práctica policial habitualmente vigente lo mató.
 
VI. Jueces del anochecer, polizontes del horror
 
     El 13 de noviembre de 1992, después de que diversas instan-
cias rechazaran la recusación de los camaristas Elbert, Camiña y
Argibay impulsada por la querella, que también solicitó su juicio
político por prejuzgamiento y grosero desconocimiento del derecho,
el comisario fue sobreseído definitivamente. En su parte medular,
decían Elbert y Camiña que “más allá de las connotaciones políti-
cas que se pretenden dar al proceso” y aunque las detenciones fue-
ron sin dudas inconstitucionales, no se advertía responsabilidad
penal alguna. Allí hubiera terminado la causa Bulacio si sus pa-
dres no hubieran sido querellantes, pues el fiscal de instrucción y
el fiscal de cámara consintieron el fallo.
     Después de un planteo de reposición que fue rechazado en una
brevísima resolución que ocupó más renglones para sancionarnos
por emplear lenguaje “inadecuado” y para ordenar la tacha de la
cita que cerraba uno de los escritos de la querella, se sucedieron el
recurso extraordinario, y, finalmente, el recurso de queja ante la
Corte Suprema.
     Esa primera vez que la causa Bulacio llegó a la Corte Supre-
ma estuvo acompañada de los momentos más activos y visibles de
la movilización popular. Las marchas y festivales “Por Walter y por
todos” convocaban miles de jóvenes, y los medios de comunicación
seguían con atención las idas y vueltas del expediente. Hasta la
exigencia formal de un pago de 1.000 pesos (a la fecha, mil dóla-
res) como tasa de justicia para ingresar el recurso de queja se con-
virtió en una instancia de denuncia y propaganda. El dinero se re-
caudó en menos de dos semanas a través de una campaña pública,
mediante la venta en la calle de mil bonos con la leyenda “Justicia
para ricos - Necesitamos 1.000 dólares para que Walter llegue a la
corte”. Toda esta presión surtió efecto cuando, pocos días antes de
cumplirse tres años de la muerte de Walter, la Corte Suprema, por
unanimidad, hizo lugar a la queja de la querella y mandó volver a
procesar al comisario.
     El fallo del 5 de abril de 1994 recién se cumplió a fines de 1995,
cuando la jueza María Cecilia Maiza volvió a dictar auto de proce-
samiento contra el comisario. A principios del año siguiente se ce-
rró la instrucción, y para el mes de marzo la causa fue elevada al
juzgado de sentencia, donde la querella y la fiscalía –ahora a cargo
de la Dra. Mónica Cuñarro– presentaron sus acusaciones formales
entre abril y mayo de 1996. Aunque transcurrieron trece años, esos
fueron los últimos actos que impulsaron el trámite contra el comi-
sario Espósito, cuya defensa se dedicó desde entonces, con particu-
lar eficacia, a dilatar los plazos y estirar los términos. Como puede
verse en el cuadro inserto en el apéndice, los varios cuerpos que cre-
ció el expediente desde 1996 son exclusivamente cuestiones inci-
dentales planteadas por la defensa del comisario, que logró, en ju-
nio de 2002, apartar a la madre de Walter como querellante (Víctor
había fallecido tiempo antes) e inmediatamente, antes de terminar
el año, que se declarara prescripta la acción penal.
     Mientras tanto, había tramitado la causa ante el sistema juris-
diccional regional (CIDH y Corte IDH). La denuncia ante la CIDH
se hizo al cumplirse un año de parálisis del trámite interno desde
las acusaciones formales, y con bastante más diligencia, para fin
de 2001 ya se había producido el informe considerando violados los
derechos a la vida, integridad física y libertad de Walter, y al acce-
so a la justicia de sus familiares. La Comisión y los representantes
de la familia demandamos al Estado Argentino ante la Corte IDH
a principios de 2002. En febrero de 2003 se realizaron las audien-
cias de prueba, y el 18 de septiembre de ese mismo año el organis-
mo jurisdiccional americano dictó sentencia.
     En el neutral lenguaje de estilo de los tribunales internaciona-
les, los jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
ubicaron correctamente la médula del caso Bulacio, cuando dije-
ron: “La Corte considera probado que en la época de los hechos se
llevaban a cabo en la Argentina prácticas policiales que incluían
las denominadas razzias, detenciones por averiguaciones de iden-
tidad y detenciones por edictos contravencionales de policía. El
Memorandum 40 facultaba a los policías para decidir si se notifi-
caba o no al juez de menores respecto de los niños o adolescentes
detenidos (supra 69.A.1). Las razzias son incompatibles con el res-
peto a los derechos fundamentales, entre otros, de la presunción de
inocencia, de la existencia de orden judicial para detener –salvo en
hipótesis de flagrancia– y de la obligación de notificar a los encar-
gados de los menores de edad. (…)”.
     Y, como parte de la condena, la Corte IDH ordenó al Estado
Argentino, para garantizar que no se repitieran hechos similares
(los que, digamos de paso, suceden por centenares cada año), que
 “[adopte] las medidas legislativas y de cualquier otra índole que sean
necesarias para adecuar el ordenamiento jurídico interno a las nor-
mas internacionales de derechos humanos, y darles plena efectivi-
dad, de acuerdo con el artículo 2 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos (...)”. En otras palabras, que para estar a tono
con el derecho internacional en materia de libertades individuales de
las personas, se deroguen en la Argentina las faltas y contravencio-
nes, la averiguación de antecedentes, y toda otra facultad para dete-
ner personas por fuera de la flagrancia y la orden judicial.
     No es necesario aclarar que, a cinco años de dictada esa sen-
tencia, y a pesar de las reiteradas intimaciones cursadas por la
Corte IDH en el marco del proceso de supervisión del cumplimien-
to de la sentencia, los sucesivos gobiernos argentinos nada han he-
cho al respecto, porque simplemente no pueden hacerlo: cumplir la
condena en el caso Bulacio los privaría de sus más esenciales he-
rramientas represivas. Ése es uno de los motivos del reiterado in-
cumplimiento, que tiene escandalizado al organismo internacio-
nal. El otro, es que la Corte IDH consideró que el delito del que fue
víctima Walter, y por extensión, todo crimen policial, es un crimen
de estado, y como tal, es imprescriptible. Peligroso precedente, que
podría ser invocado en todos y cada uno de los casos de gatillo fá-
cil, de tortura, de detenciones ilegales, para sostener viva la acción
penal a pesar de las demoras y dilaciones habituales.
     La Corte Suprema argentina tardó un año y tres meses en di-
gerir el fallo y encontrar la forma de resolver el dilema. Finalmen-
te, en la víspera de Navidad de 2004, los “renovados” cortesanos del
kirchnerismo, se encargaron, por boca de Raúl Zaffaroni, de aclarar
que no compartían el criterio de jueces interamericanos, aunque de-
bieron reconocer que la resolución era de cumplimiento obligatorio.
El fallo, del 23 de diciembre de 2004, impregnado de retórica pro-
gresista y garantista, es una brillante actualización de aquello que
decían los funcionarios virreinales americanos cuando llegaban in-
cómodas órdenes de la metrópoli: se acata, pero no se cumple.
     Frente a la violación a los derechos de Walter y su familia, y a
la comprobación, incluso dentro del estrecho margen de maniobra
que ofrece el tribunal internacional, de la práctica policial de las
detenciones arbitrarias y de la práctica judicial de la eterna dila-
ción cuando los acusados son funcionarios públicos, la corte argen-
tina eligió defender el derecho al debido proceso del comisario, ar-
gumentando que la condena internacional vulneraba su defensa
en juicio, pues Espósito no había sido parte del proceso regional.
Dejando a salvo su opinión en contra, la corte declaró que la acción
penal no estaba prescripta por exclusiva imposición de la obligato-
riedad de los fallos de la Corte IDH, y no se pronunció sobre los
restantes aspectos de la condena internacional. No repuso a la fa-
milia como querellante, no ordenó la revisión de las normas y prác-
ticas que habilitan detenciones arbitrarias, y no reconoció el carác-
ter de crimen de estado del delito policial.
    Unos años después, con el fallo Derecho que ya comentamos,
cauterizaría la herida abierta en la lógica jurídica del sistema por
el caso Bulacio, al fijar como doctrina nacional que “un caso aisla-
do”, como Bulacio, como Bueno Alves, como los miles y miles de tor-
turados, asesinados y encarcelados arbitrariamente por aplicación
de las políticas represivas estatales, no responden a la obvia exis-
tencia de una política de estado.
    El 14 de agosto de 2008, en Montevideo, la Corte IDH convocó
a las partes a una audiencia, en la que exigió explicaciones al go-
bierno por el reiterado incumplimiento. La respuesta oficial fue
tan inconsistente que, a fin de año, la Corte emplazó al Estado Ar-
gentino a ofrecer pruebas del cumplimiento, a más tardar, el 28 de
febrero de 2009, fecha que, sabemos, llegará sin novedad alguna.
    En cuanto a Bulacio, la causa sigue abierta y “en trámite”, sin
que la familia ni CORREPI podamos acceder a ella3. El comisario,
ya jubilado, está, como siempre estuvo, libre, y su defensa continúa
dilatando el elefantiásico expediente, que técnicamente está en la
misma etapa procesal que en junio de 1996. Eso sí, ya tiene quere-
llante el voluminoso expediente. Mientras la madre de Walter fue
nuevamente rechazada para recuperar el rol de particular damni-
ficada que jamás debió perder, el juez Facundo Cubas no encontró
objeciones a la petición del Ministerio de Justicia, Seguridad y
DD.HH., por intermedio de su Secretario de DD.HH., Eduardo
Luis Duhalde, “el bueno”, de ser tenido como parte acusadora. Si-
guiendo la lógica perversa de toda la causa, que muestra como po-
cas la lógica del sistema en su conjunto, el jefe directo del asesino
se ha constituido como víctima, reclamando castigo para el viejo
subordinado, que no hizo otra cosa que lo que le mandaron hacer.
 
VII. Yo sabía, yo sabía...
 
   El proceso judicial se fue desarrollando paralelamente a la
movilización popular, con una profunda relación entre uno y otro
escenario. El mismo día que asumimos la representación procesal
de los padres de Walter, miles de jóvenes se reunieron frente al
Colegio Nacional Rivadavia, en la Avenida San Juan, para mar-
char hacia el Congreso. Lejos de las vueltas judiciales que tendría
el expediente, desde ese primer momento estuvo claro cuál era el
eje de la movilización popular. Las consignas contra los edictos po-
liciales, la Doble A, el gatillo fácil y las torturas policiales surgían
y se extendían naturalmente.
     En la segunda marcha, un grito se hizo unánime, y se queda-
ría para siempre: “YO SABÍA, YO SABÍA, QUE A WALTER LO
MATÓ LA POLICÍA”. Han pasado casi 18 años, pero en las can-
chas de fútbol, en los recitales, en las marchas contra el gatillo fá-
cil o en los escraches a comisarías, más temprano que tarde, se es-
cucha esa consigna, a veces cambiando el nombre de Walter por
otro, a veces generalizando “a los pibes los mató la policía”. Hoy
gritan Yo sabía... chicos que no habían nacido o eran bebés cuando
mataron a Walter, pero que saben, saben porque no necesitan que
nadie les explique cuál es el rol de la policía, porque lo viven en su
propio cuero cada día de su vida.
     Walter se convirtió, sin la menor intención de su parte, en ban-
dera de la lucha antirrepresiva. Su nombre se convirtió en referen-
cia ineludible en la organización contra la represión. También, al
calor de la movilización originada por su detención y muerte, ter-
minó de parirse una organización popular independiente que tra-
ta de sintetizar una praxis coherente entre su militancia y las
ideas que sostiene, y que ha resistido todas las tentaciones del sis-
tema, todos los cantos de sirena, todos los intentos de cooptación.
Pero la historia de CORREPI merece un capítulo aparte.

 


  

http://www.herramienta.com.ar/ediciones-herramienta/represion-en-democracia-de-la-primavera-alfonsinista-al-gobierno-de-los-derech

 

Caso_Bulacio_libro_Represion_en_democracia.pdf

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