22/12/2024
Capitalismo, azúcar y trabajo*
Renán Vega Cantor··
Un negro es un negro. Sólo bajo determinadas condiciones se convierte en esclavo (Marx, s.f.)
[...] la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles negras, caracterizan los albores de la producción capitalista (Marx, 1985 939).
Antes de la trata de negros, las colonias no daban al mundo viejo más que unos pocos productos y no cambiaron visiblemente la faz de la tierra. La esclavitud es, por tanto, una categoría económica de la más alta importancia” (Marx, 2007: 18).
Cuando se conmemoran los 200 años del nacimiento de Karl Marx uno de los mejores homenajes que se le puede hacer estriba en desarrollar y actualizar sus grandes aportes, uno de los cuales reside en haber señalado la existencia de una acumulación originaria, en su célebre capítulo XXIV de El capital. Basándonos en el espíritu siempre actual de ese enjundioso texto, vamos a presentar en este ensayo un análisis histórico sobre la relación entre esclavitud y capitalismo, centrándonos en el caso del azúcar.
Azúcar y esclavitud en América
La caña de azúcar fue domesticada en Nueva Guinea hace varios miles de años. De allí se expandió a otros lugares del mundo, hasta llegar a Europa. A ese continente fue llevada por los musulmanes, durante su expansión territorial, quienes la introdujeron en España y en otros lugares del Mediterráneo. En la isla de Madeira, donde los portugueses empezaron a sembrar caña desde mediados del siglo XVI, se dio tempranamente la vinculación entre azúcar y esclavitud de población negra, en razón de la dureza del trabajo y la demanda de gran cantidad de fuerza de trabajo (Canale, 2001: 29). Con la traída de la caña a América, España fue la precursora de un sistema que combinaba la manufactura del azúcar, la mano de obra esclava procedente de África y el modelo de la plantación. Ese sistema alcanzó su máximo esplendor en los dominios ingleses, holandeses y franceses.
La producción azucarera funcionó como un “cultivo de rapiña” que destruyó la fertilidad del suelo y de los bosques, arrasó con la madera nativa y exterminó a millones de esclavos negros. El poder de los “reyes del azúcar” se sustentaba, en cuanto a la producción, en la apropiación de gran cantidad de tierra, en reunir la maquinaria y fuerza de trabajo esclava, y en fletar y comercializar lo producido; y en cuanto al consumo, el azúcar aparecía como una “una especie de poder, algo muy similar a lo que pasa hoy con el caviar, los abulones frescos o los vinos finos” (Mintz, 2003: 34).
Existieron nexos directos entre la esclavitud y el azúcar desde 1493, cuando Cristóbal Colón trajo consigo los primeros negros africanos como esclavos e introdujo la caña de azúcar, que se sembró en la isla de La Española. Así comenzó el matrimonio entre esclavitud y azúcar. Ese modelo prefería islas para construir plantaciones-una especie de campos de concentración-, exterminó a las poblaciones indígenas e introdujo esclavos negros, fomentó la monoproducción, configuró extensos circuitos de tipo geográfico(por la “separación espacial de las zonas de aprovisionamiento de esclavos, de producción de azúcar y de consumo”. En suma, en ese modelo emergió un “carácter precozmente capitalista de la producción” (Coquery-Vidrovitch/Mesnard, 2015: 109).
El comercio de esclavos creció después de 1680, ya que más de 10 millones fueron traídos entre 1700 y 1850, a un ritmo anual de 70 mil (ibíd.: 117), motivado por el auge en la producción de azúcar. Los negros traídos de África eran raptados jóvenes y su tiempo de vida, después de ser raptados, era de siete años. Los esclavos eran medios de producción, que se evaluaban a partir de tres variables: el precio de la compra, las horas diarias de trabajo y la esperanza de vida estimada, desde el momento en que los incorporaban a la producción. En las “islas del azúcar” emergió una aberrante estructura demográfica, con pocas mujeres, niños y ancianos, porque “eran cárceles productoras de azúcar, donde no hay relaciones familiares y perviven aberrantes módulos de comportamiento sexual. La subsistencia de una economía basada en una estructura demográfica de este tipo exigía la entrada libre e ilimitada de los africanos” (Moreno Fraginals, 2001: 333).
Los esclavos y el azúcar fueron importantes en el desarrollo del capitalismo en algunos lugares de Europa, puesto que traficantes de carne humana en ese continente se beneficiaron directamente con el “comercio triangular”, que se iniciaba en las islas del Caribe. Luego de la zafra y de refinar el azúcar esta se cargaba en las bodegas de los barcos, con destino a Londres, Ámsterdam, París… y allí se intercambiaba por productos manufacturados y baratijas, que se llevaban a la costa occidental de África, donde se cambiaban por esclavos, y de regreso se completaba el triángulo con el retorno a las islas del Caribe, lugar en donde se vendían los esclavos.
En la travesía por el Atlántico murieron miles de africanos, porque el tráfico triangular era un comercio sangriento. La mercancía principal de estos dos triángulos estaba constituida por cargamentos humanos de esclavos. Para obtenerlos se embarcaban productos al África con los que se intercambiaban, luego los esclavos en América creaban riqueza, materializada en mercancías diversas (como productos agrícolas, incluido el azúcar), que se iban hacia Inglaterra, donde se consumían esos productos. Los bienes manufacturados por los ingleses (ropas, herramientas, instrumentos de tortura) eran consumidos por los esclavos, “quienes a su vez eran consumidos en la creación de riqueza” (Mintz, 1996: 76-77).
El azúcar beneficio en forma directa e inmediata al naciente capitalismo inglés, puesto que el nexo capitalismo-esclavitud generó una demanda que contribuyó a estimular la economía británica. Así, “la demanda basada en el Caribe puede haber significado un 35% del crecimiento del total de las exportaciones británicas entre 1748 y 1776 y cerca de un 12% del aumento de la producción industrial británica en el cuarto de siglo anterior a la revolución Americana” (Morgan, 2017: 82).
La plantación azucarera
Para producir azúcar se erigió la plantación, una “unidad de producción organizada que produce una sola materia prima de origen destinada a la exportación (o, al menos, a ser enviada fuera de la región) y […] es controlada por un mercado extranjero (o exterior), aun cuando la plantación propiamente dicha sea propiedad de una persona o grupo natural de la región” (Moreno Fraginals, 2001: 466, n. 1).
Las plantaciones azucareras del Caribe precisaban de esclavos, cuya oferta no era suficiente, por su gran mortalidad, siendo necesario recurrir a nuevos trabajadores traídos de África. Los propietarios proporcionaban el capital y el equipamiento, empleaban capataces para que vigilaran a los esclavos, determinaban las jornadas y condiciones de trabajo, así como los castigos. Las plantaciones abastecían mercados lejanos (principalmente en Europa), con materias primas que satisfacían la creciente demanda de los consumidores, con lo que se alcanzaban las ganancias para los propietarios. El control político de las plantaciones se localizaba en Inglaterra, Holanda, Francia, Portugal y España.
La plantación de azúcar necesitaba tres veces el número de esclavos y de ganado que se requería en una plantación de otro producto (algodón, por ejemplo), pero también generaba más ganancias. Esto se manifestaba en el lujo, el derroche y la ostentación de que hacían gala los dueños de las plantaciones, hasta el punto que ese propietario absentista tenía “suficiente azúcar y ron para hacer ponche con toda el agua del Támesis” (Williams, 2009: 219). Era imprescindible garantizar el flujo de esclavos negros desde África, para mantener esos niveles de ganancia, que alcanzaban un 70 por ciento, con respecto a la inversión inicial.
En una plantación se sembraba caña y se manufacturaba azúcar. Se utilizaban máquinas rudimentarias y técnicas de producción poco mecanizadas, que se reducían a un molino vertical, movido por agua, viento, o por animales, donde se cocinaba el producto a fuego directo, en calderas al aire libre.
Las plantaciones en Cuba recibieron el nombre de ingenios, los cuales pueden caracterizarse como “manufacturas orgánicas de carácter extractivo: es decir, mecanismos de producción “cuyos órganos fundamentales eran los hombres” (Marx). Por lo tanto, el esclavo era considerado como el equipo fundamental del ingenio. Este concepto de hombre-equipo aparece expresado a través de toda la historia esclavista” (Moreno Fraginals, 2001: 268). El esclavo era al mismo tiempo fuerza de trabajo y medio de producción. En este segundo sentido representaba, en general, el 50 por ciento del capital fijo del ingenio y como cualquier medio de producción era comprado, vendido, alquilado y se depreciaba mediante su uso, estando sometido a las relaciones legales y económicas que regulan a los bienes muebles. En el primer sentido, como fuerza de trabajo, los esclavos se desempeñaban en la producción, con su energía física y mental producían el azúcar y sus derivados que, luego de ser vendidos, representaban un cuantioso volumen de ganancias para los dueños de las plantaciones. Al ser visto como un simple medio de producción, es decir, un equipo u otro mueble, “el esclavo perdió significación humana y estaba desprovisto de personalidad”. Por esa razón, “su nacimiento y muerte, o su compra y venta, se anotan en el libro diario de contabilidad como entrada o salida de un activo. Aunque por razones de identificación llevaran nombres diferentes, el congo Luis o el gangá Pedro eran por igual hombres maquinas, equipos de trabajo tipificados, adquiridos en el mercado, y se les atribuía una determinada productividad/zafra y una durabilidad promedio siempre que fueran sometidos a un esfuerzo normado y se les diera el mantenimiento adecuado” (ibíd.: 270).
La plantación fue un antecedente directo de la fábrica capitalista que surgió en Inglaterra durante la Revolución Industrial, tanto por su organización interna como por su disciplina laboral. Las plantaciones tenían “talleres” manufactureros en los que se procesaba caña para convertirla en azúcar. El ambiente de esos “talleres de caña” quedó registrado en el testimonio de un colono de Barbados en el siglo XVII:
Es vivir en un ruido y en una prisa perpetua, y es la única manera de hacer que una persona se enoje, y se convierta también en un tirano; pues el clima es tan caliente, y el trabajo tan constante, que los sirvientes (o esclavos) permanecen de pie en grandes casas para hervir, donde hay seis o siete calderos y hornos que se mantienen perpetuamente hirviendo; y ahí, con pesados cucharones y espumaderas, se espuman las partes excrementicias de las cañas, hasta que alcanzan su perfección y claridad, mientras que otros, que alimentan los fuegos, por así decirlo se asan vivos al controlarlos; y por otra parte se encuentra constantemente en el trapiche, para abastecerlo de cañas, día y noche, durante toda la temporada de elaboración de azúcar, que dura alrededor de seis meses del año […].[1]
Esta descripción no se diferencia mucho de las que Karl Marx nos presenta en El capital, cuando hablaba de la jornada de trabajo y de las pésimas condiciones laborales de las primeras generaciones del proletariado industrial en las manufacturas y fábricas textiles de Inglaterra.
El sistema de plantación funcionaba mediante la violencia física directa, bajo el control de una autoridad, encargada de imponer una férrea disciplina laboral a los esclavos. Esta integración se debía a que ni en el campo ni en el trapiche se podía producir en forma separada, era imprescindible organizar una fuerza de trabajo esclava, compuesta de trabajadores con distintos grados de calificación, para alcanzar las metas productivas de la plantación y, por último, existía un tiempo de la caña, regido por las características naturales de esa planta, que exigían ritmo y velocidad en los momentos de la zafra, para que la caña no se perdiera o se estropeara su calidad.
El trabajo en las plantaciones de azúcar
El cultivo de la caña y la producción de azúcar seguían varios pasos, encadenados entre sí. Primero, los terrenos asignados se repartían en paralelogramos de unas cinco hectáreas, que estaban separados unos de otros por una zanja ancha. Después se quemaban las malas hierbas, luego de lo cual los esclavos cavaban hoyos profundos y separados por una distancia de unos 90 centímetros. En cada hoyo enterraban trozos de caña verde, de cuyos nudos brotaban nuevos troncos. La caña se podía sembrar en cualquier época del año, aunque era mejor hacerlo en el período más fresco y menos húmedo, de noviembre a marzo. Durante tres o cuatro meses se escardaba la tierra para evitar que las hierbas ahogaran a los brotes jóvenes de caña. Cuando habían transcurrido entre 14 y 18 meses, los esclavos cortaban las cañas a ras del piso y les quitaban hojas y espigas y otros esclavos las agrupaban en manojos. Los troncos se cargaban en carretas pesadas, tiradas por bueyes y se llevaba hasta el molino, donde eran triturados. En esta peligrosa operación era frecuente que los esclavos perdieran sus dedos, manos o brazos. Durante el tiempo que duraba la cosecha, la plantación estaba en plena actividad, de día y de noche (Coquery-Vidrovitch/Mesnard, 2015: 145).
Los esclavos pasaban la mayor parte del tiempo, seis días a la semana, trabajando para sus amos. El trabajo en las plantaciones comprendía una amplia gama de tareas, con diferentes exigencias de destreza, aunque predominaban las labores agrícolas. Trabajaban bajo la dirección de un capataz blanco, el cual organizaba los turnos de trabajo y las rutinas, con el fin de alcanzar ciertos niveles de producción. El capataz informaba de lo que sucedía en la plantación a sus propietarios, simples terratenientes ausentistas. Por debajo del capataz se encontraban los encargados, esclavos negros que controlaban el trabajo que los otros esclavos realizaban y actuaban como intermediarios entre el personal de elite de la finca y los esclavos de campo.
El trabajo en las plantaciones azucareras del Caribe y de Brasil se realizaba en cuadrillas. Por lo general, una plantación de azúcar disponía de tres cuadrillas. La primera (a la que se denominaba la cuadrilla grande) se ocupaba del trabajo más duro en términos físicos. Estos esclavos eran los que hacían los hoyos para la caña, cortaban las cañas maduras, las cargaban en carros y las llevaban a los ingenios azucareros, bajo un inclemente calor tropical. La segunda cuadrilla se dedicaba a tareas menos pesadas, como retirar la hojarasca de los cañaverales, recoger y amontonar el estiércol, desbrozar las cañas más tiernas y trillar las delgadas. Era una cuadrilla mixta, compuesta por hombres y mujeres, y podía incluir a adolescentes. La tercera cuadrilla era la que recogía los desperdicios en los cañamelares y echaba el estiércol en los hoyos para la caña. “Las cuadrillas trabajaban con una precisión militar en filas paralelas, vigilados por un capataz negro y un supervisor blanco. Los supervisores extraían la máxima productividad de los esclavos durante la recolección de la cosecha” (Morgan, 2017: 104).
El día de trabajo empezaba muy temprano, hacia las cinco de la mañana. Tras la llamada y el desayuno los esclavos se iban al campo. La jornada inicial terminaba al mediodía, entre 11:30 y mediodía, con un breve tiempo para el almuerzo. Se retomaba el trabajo hasta la puesta del sol. Los esclavos trabajaban en línea y detrás de ellos iba el mayoral que supervisaba la labor. En época de cosecha (de enero a julio) luego de terminar la jornada de campo, se utilizaba a los esclavos en el molino, lo cual producía numerosos accidentes. El terror reinaba para garantizar el trabajo de los esclavos y el funcionamiento de la plantación. Un clérigo de Barbados, Jean-Baptiste Labat, contaba que “se castigaba con mucho rigor las menores desobediencias y aún más las revueltas. […] A los que eran capturados y llevados a prisión se les condenaba a ser pasados por el molino, quemados vivos o expuestos en jaulas de hierro que les aprisionaban de tal manera que no podían hacer movimiento alguno, y, en ese estado, se les ataba a la rama de un árbol donde se les dejaba morir de hambre y de dolor”.[2]
Como los esclavos eran mal alimentados y se les metía en barracones insalubres, al tiempo que estaban sometidos a un ritmo intensivo y brutal de trabajo, puede decirse que eran “condenados a muerte con prorroga” (cit. en Coquery-Vidrovitch/Mesnard, 2015: 157).
Resistencia y rebeliones de los esclavos
Los esclavos soportaban una “muerte social”, impotentes ante el control total de los amos. La captura en África, su venta y tráfico a través del Atlántico y luego en territorios de América fueron componentes fundamentales de esta muerte social de los africanos, que perdieron sus identidades originarias al ser reducidos a “máquinas de trabajo”. No obstante, los esclavos se rebelaron de múltiples formas contra esa muerte decretada: huían, se suicidaban, saboteaban la producción, se organizaban en palenques…
La resistencia de los esclavos se iniciaba desde el momento en que eran capturados en territorio africano. Continuaba en las embarcaciones, donde algunos investigadores han detectado hasta el momento 493 insurrecciones, con una participación de entre 75 mil y 100 mil esclavos. La mayor parte de estas insurrecciones se presentaron en las costas de África Occidental. Esas revueltas se presentaban de noche y en unas cien ocasiones los esclavos recuperaron su libertad. En 1532 se registró una rebelión en el barco portugués Misericordia, en la que fueron ajusticiados los tripulantes blancos por los 80 esclavos transportados, que regresaron a la costa de Benín, de donde procedían (Coquery-Vidrovitch/Mesnard, 2015: 178).
Las revueltas en tierras americanas fueron constantes desde el mismo comienzo de la esclavitud. Así, en 1522 se registra la primera insurrección en el actual territorio de República Dominicana (Santo Domingo), cuando unos veinte esclavos de la finca del gobernador Diego Colón, se insurreccionaron y mataron a varios blancos. Los rebeldes fueron capturados, torturados y brutalmente asesinados. Como dijo Fernando Ortiz: “Apenas se implanta la industria azucarera en América con sendas dotaciones de negros de África, ya hubo sublevaciones de esclavos, que hoy llamaríamos huelgas revolucionarias. Así ocurrió en la isla Española el año de 1522 y en varios ingenios, incluyendo el del Visorrey, Almirante y Gobernador Don Diego Colón, el hijo de Don Cristóbal el descubridor” (Ortiz, 1987: 419).
Esas revueltas fueron frecuentes en todas las colonias del Caribe y del continente, pero deben destacarse las de los esclavos de las plantaciones de caña. Puede destacarse la acaecida en Barbados en 1675. En esa ocasión estaba planeado que ‘“cuando sonasen las trompetas en las colinas, los esclavos prenderían fuego a los campos de caña de azúcar y descenderían a cortarle la garganta a los amos’. Cuffe, un esclavo nacido en el golfo de Guinea, sería coronado rey y hasta habían tallado un trono exquisito para la ceremonia” (cit. en Carabaña, 2018). El desenlace de esta revuelta fue brutal: “Pese al gran número conspiradores y lo largo de su gestación, esta revuelta fue descubierta gracias a una esclava fiel, Fortuna, que escuchó un comentario a vuelapluma ocho días antes de que llegase ese apocalipsis anunciado por trompetas. Cientos de esclavos fueron apresados, flagelados y quemados vivos a fuego lento como advertencia al resto” (ibíd.).
Entre las numerosas revueltas de esclavos negros de las plantaciones de azúcar la más célebre e importante fue la que se presentó en Haití, donde se efectuó una revolución anticolonial y antiesclavista al mismo tiempo. En esa “isla francesa del azúcar” se presentó la sublevación de esclavos más famosa de la historia, cuya lucha se prolongó hasta la independencia de Francia, que se selló el primer día de 1804, y significó una terrible derrota para los ejércitos de Napoleón Bonaparte, que hasta ese momento se creían invencibles.
Ese acontecimiento no puede entenderse sin referirse a lo que acontecía antes de 1791, cuando anualmente ingresaban a la isla 40 mil negros traídos del África, para satisfacer los requerimientos de una producción que crecía rápidamente. Esa producción de azúcar, café, melaza, ron […] exigía abastecerse en forma continua e ininterrumpida de esclavos, como se evidenciaba con una cifra elemental: en 1789, “del medio millón de esclavos que habitaban en la colonia, más de dos tercios habían nacido en África” (James, 2003: 66).
Los esclavos vivían en promedio siete años luego de ser llevados a Haití, por el terrible trato de los colonos franceses. En una de esas torturas –como una tremenda ironía– se utilizaba azúcar contra los negros, los mismos que la producían, para causarles dolor y sufrimiento indecibles, con unas increíbles dosis de sadismo:
Un género de suplicio frecuente aún es el entierro de un negro vivo, a quien ante toda la dotación, se le hace cavar su tumba a él mismo, cuya cabeza se le unta de azúcar, a fin de que las moscas sean más devoradoras. A veces se varía este último suplicio: el paciente, desnudo, es amarrado cerca de un hormiguero, y “habiéndolo frotado con un poco de azúcar, sus verdugos le derraman reiteradas de hormigas desde el cráneo a la planta de los pies, haciéndolos entrar en todos los agujeros del cuerpo” (cit. en Franco, 2004: 126s.).
En 1789, en Haití más del 90 por ciento de sus tierras cultivables estaban dedicadas a la producción, existían 793 ingenios, 3150 plantaciones de añil, 789 plantaciones de algodón, 3117 plantaciones de café y 50 de cacao.Las inversiones en la isla representaban dos tercios del total del comercio francés en ultramar, de los 17 millones de libras esterlinas que representaban las exportaciones de Francia, 11 millones estaban dedicadas al comercio colonial con Haití. Allí se producía el azúcar más apetecido del mundo. La producción de azúcar por hectárea en suelo haitiano era un 25% superior al de las otras colonias del Caribe. En ese mismo año de 1789, de Haití salieron 163 millones de libras de azúcar, 68 millones de libras de café y cerca de un millón de libras de añil. El comercio entre Francia y su joya del Caribe requería de 750 barcos, que empleaban a 80 mil marineros. En suma, el comercio de Francia con su perla colonial constituía dos tercios de toda su economía.[3]
El azúcar: de bien de lujo a objeto de consumo popular en Europa
En los primeros tiempos de su explotación el azúcar era un producto de lujo, consumido por las cortes reales, un cierto “manjar de los dioses”, por su elevado precio. A medida que se abrían nuevos campos de cultivo para el azúcar y en forma concomitante se traficaba con más esclavos, el precio del azúcar descendía, y en forma directa aumentaba su demanda en Europa. A mediados del siglo XVII, el azúcar dejaba de ser un artículo suntuario para convertirse en un alimento básico en Europa, primero de la clase media y luego del naciente proletariado industrial.
En 1700, un inglés medio consumía 1,8 kilos al año, en 1800 8,2 kilos y en 187021 kilos. El azúcar empezó siendo un producto de lujo, luego descendió por la pirámide social, hasta llegar a la base de la misma, hasta los más pobres. De ser juguete de la realeza se convirtió en una necesidad, en términos de consumo, de los trabajadores: “Su uso generoso con té fuerte y caliente señaló la primera ocasión en que la clase trabajadora de algún lado se volvió enormemente dependiente de alimentos –que en este caso eran producidos sobre todo por coerción– enviados desde los confines de la tierra” (Mintz, 2003: 33s.).
En las Antillas se producía a bajo precio una fuente de energía para alimentar a la fuerza de trabajo asalariada de Europa, lo que representaba un gran ahorro para el capitalismo, porque el azúcar fue el primer alimento suntuario, importado, que se convirtió en un producto básico, barato y de masas, lo que “sintetizó el éxito de una economía industrial en surgimiento por vincular el consumo de los obreros con su productividad creciente” (ibíd.: 93s.).
Esto fue posible porque en Europa se presentaron alteraciones profundas en la vida de los trabajadores, que posibilitaron las nuevas formas de alimentarse, los extensoshorarios de trabajo y las transformaciones en la vida cotidiana. La generalización del consumo de la sacarosa entre los trabajadores permitió incrementar el número de calorías, pero sin aumentar el consumo de aves, lácteos, carne y pescado, fuentes de proteína, como parte de la dieta proletaria.
Mientras en Inglaterra primero y luego en otros lugares de Europa cambiaba el destino del azúcar, en los territorios americanos su explotación intensiva generó una grandestrucción ambiental y aniquiló a millones de africanos, en un comercio que se prolongó durante todo el siglo XIX, hasta la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos, Cuba y Brasil. Esto demuestra la validez de las lacónicas pero certeras afirmaciones de dos pensadores de América, la deEric Williams, quien sostuvo que “sin azúcar no hubiera habido negros” y la de Fernando Ortiz, quien aseguró que el azúcar es la hija predilecta del capitalismo.[4]
De esclavos a proletarios
Luego de la abolición de la esclavitud, en América se siguió sembrando caña de azúcar, y eso lo continuaron haciendo los mismos negros que antes habían sido esclavos, pero que ahora se iban a convertir en peones asalariados. Eso sucedió en las “islas del azúcar”, donde los antiguos esclavistas pasaron a ser o grandes latifundistas o capitalistas de los ingenios, que ahora explotaban a trabajadores formalmente libres.
Este paso se facilitaba porque las mismas plantaciones se habían modificado y coexistían dos formas: las de viejo estilo y las de nuevo estilo. En las primeras los trabajadores, esclavos, se ocupaban de muchas cosas, y el propietario se preocupaba por su reproducción, mientras que en las de “nuevo estilo” la subsistencia de la fuerza de trabajo no le incumbía a la empresa. En estas últimas se asimiló rápidamente la abolición de la esclavitud, puesto que ya estaban dadas las condiciones para la incorporación del trabajador asalariado “libre”, en la medida en que los esclavos y peones debían conseguir por sus propios medios el alimento y el sustento para reproducir su fuerza de trabajo, dado que el dueño de la plantación había abandonado esa “responsabilidad”.
Desde la década de 1830, para algunos partidarios de la abolición de la esclavitud“el mayor problema que debe resolverse al elaborar cualquier plan para la emancipación de los esclavos en nuestras colonias, es diseñar algún modo de inducirlos, cuando se liberen del miedo al capataz y a su látigo, a llevar a cabo el trabajo habitual y continuo que es indispensable para lograr la producción del azúcar”. Planteada esta premisa, según este personaje, el inglés lord Howick,había que evitar a toda costa que el esclavo liberado tuviera acceso a la tierra, porque eso implicaba que ni “siquiera con salarios liberales se lograría comprar el tipo de trabajo que se requiere para el cultivo y la fabricación de azúcar”. Ante esta perspectiva, poco halagadora para los dueños de las plantaciones, con cinismo se concluía con esta recomendación:
Creo que contribuiría en gran medida a la verdadera felicidad de los hombres negros, si la facilidad de adquirir tierra pudiese restringirse al punto de evitar, al ser abolida la esclavitud, que abandonen el hábito de trabajar con regularidad […]. En consecuencia, en la imposición de un impuesto considerable sobre la tierra veo el principal medio para permitir a los plantadores continuar su negocio, cuando la emancipación haya tenido lugar (Cit. en Williams, 2009: 430).
Más claro, ni el agua. En esas palabras estaba enunciado el programa de los plantocratas tras la abolición de la esclavitud, que no querían quedarse sin la fuerza de trabajo de los negros para cortar la caña y accionar los trapiches. Y ese fue el programa que se hizo realidad, con obvias diferencias en las diversas colonias (inglesas, francesas, españolas…), desde mediados del siglo XIX.
Para obligar a los antiguos esclavos a seguir laborando bajo la férula de los viejos esclavistas era indispensable, como en efecto se hizo, impedirles el acceso a la tierra, recurriendo a diversos procedimientos: emitir leyes que les prohibían comprar tierras, encarecerlas, ampliar los latifundios mediante el uso de cercados ilegales en las tierras de los libertos y campesinos, y, como para que no quedaran dudas, destruir los árboles frutales y pequeños cultivos de los labriegos negros. Eso se hacía para obligarlos a vender lo único que les quedaba, luego de negado su acceso a un pedazo de tierra, como era su capacidad de trabajo. Por eso, se convirtieron en trabajadores asalariados, aunque en muchos casos fuera un trabajo forzado, respaldado en una punitiva legislación en la que se decía, como en las Islas Vírgenes, que “ningún trabajador debe permitirse decidir qué trabajo ha de hacer ni rechazar las tareas que le ordenen ejecutar, a menos que esté contratado solo para un trabajo particular” (ibíd.: 432).
El trabajo asalariado y forzado se extendió, pero no se pudo impedir en varias de las islas del Caribe que algunos de los antiguos esclavos tuvieran acceso a la tierra. Cuando eso sucedió, los dueños de las plantaciones clamaron por la traída de trabajadores asiáticos, lo cual generó una nueva oleada de inmigración en el Caribe que comenzó en 1838 y terminó en 1924. En la Guayana británica ingresaron 238 mil indios entre 1938 y 1917, 145 mil a Trinidad, y miles más a las otras islas del Caribe.
Cuba, colonia de España y donde la esclavitud seguía vigente, ante la escasez de fuerza de trabajo, por las restricciones inglesas a la trata de esclavos, se vio obligada a importar culíes de la China. Estos, en 1874, eran125 mil, que representaban el 3% del total de la población de la isla, y se desempeñaban como “trabajadores por contrato”, junto a los esclavos en los ingenios azucareros. A Cuba, ante el hambre de fuerza de trabajo por parte de los dueños de los ingenios, llegaron extranjeros, procedentes de Haití, Curaçao, España, Italia y hasta de Colombia. La mayor migración después de la de chinos fue la de los haitianos, para ser empleados en los cañaduzales e ingenios en épocas de zafra.
A los culíes, pese a ser considerados como trabajadores asalariados, se les obligaba a firmar un contrato de semi-esclavitud, con condiciones de trabajo y de vida similares a las de los africanos. Era así, porque los hacendados azucareros “buscaban un trabajador a quien pudieran mantener en condiciones de semiesclavitud asalariada (es decir, con todas las ventajas de la esclavitud y sin sus desventajas), activo, diligente, con un aceptable grado de resistencia física para soportar jornadas de 16 a 18 horas diarias en tiempo de zafra, acostumbrado a la disciplina que exigen las labores agrícolas, y todo ello por un salario misérrimo, cercano al simple costo de supervivencia” (Fraginals, 1989: 227; cf. Pérez de la Riva, 1978: 54ss.).
Los migrantes de origen asiático, chinos hacia Cuba e indios hacia las colonias inglesas (Trinidad, Surinam, Jamaica, Granada…) padecieron una elevada tasa de mortalidad en los viajes –incluso mayor que la de los esclavos negros–, se suicidaban y, en general, desertaban del trabajo, llegando a organizar rebeliones. De los 125 mil culíes que habían ingresado a Cuba hasta 1874, un cuarto de siglo después solo quedaba un 10 por ciento, es decir, 15 mil chinos, que se incorporaron a la sociedad local.
En general, la transición de la esclavitud al trabajo asalariado en la mayor parte de las islas del Caribe se dio primero a través de formas de semi-esclavitud, semi-servidumbre o trabajo forzado, en el período que cubre todo el siglo XIX, hasta cuando entraron en crisis las plantaciones de las potencias europeas. Ese era un resultado de los requerimientos de una fuerza de trabajo barata y sometida, que debía realizar un trabajo exigente desde el punto de vista físico. Por eso la transición hacia el trabajo libre se dio siguiendo una serie de gradaciones, como lo demuestra el ejemplo de Cuba, uno de los últimos países del mundo donde fue abolida la esclavitud, en 1884:
Para empezar, existía el esclavo “puro”, obligado físicamente a trabajar en el ingenio de azúcar. A continuación, venía el esclavo “contratado”. Este se hallaba sujeto a condiciones totalmente diferentes: los castigos físicos estaban prohibidos y recibía parte del dinero que se pagaba al contratarlo. Venía luego el “jornalero”, que era una variante del anterior, el esclavo que se contrataba personalmente en un ingenio a cambio de cierta cifra y que, periódicamente, entregaba una parte de su salario a su propietario nominal en concepto de pago de la condición de semiliberto con derecho a vender libremente sus servicios. Existía también el esclavo “asalariado” (rasgo muy común de la época) que generalmente cobraba entre el 50 y el 70 pòr ciento del salario de un hombre libre. Muchos esclavos, de todos los tipos, gozaban del usufructo de una pequeña parcela donde cultivaban productos y criaban animales, vendiendo una parte de todo ello al ingenio. Con ellos trabajaban negros y blancos libres, chinos y peones contratados procedentes de Yucatán (estos eran prácticamente esclavos) y, a veces, presos que el Estado proporcionaba a los ingenios y que percibían un pequeño salario. Esta situación anómala en la oferta de mano de obra surtió el efecto de frenar el desarrollo industrial capitalista: la ley de abolición era un modo de racionalizar de forma productiva el confuso sistema de la mano de obra (Moreno Fraginals, 2001: 482-483).
Este confuso panorama del mundo del trabajo posterior a la abolición de la esclavitud quedaría despejado a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX cuando entraron en crisis los imperios azucareros de Europa y serían sustituidos por el emergente imperialismo estadounidense, lo que significó la formación de grandes monopolios, en alianza con bancos, que se apropiaron de la producción de azúcar en los países del Caribe. En efecto, los reyes del azúcar se encontraban ahora en los Estados Unidos, puesto que, para señalar un caso concreto, en el decenio de 1880 la producción de azúcar de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo (República Dominicana) estaba destinada casi en su totalidad al mercado de los Estados Unidos y era comprada por una sola empresa, la Americam Sugar Refining Co. El azúcar era transportado en barcos con bandera de los Estados Unidos, los precios de la misma eran fijados en Nueva York por el Produce Exchange y lo que giraba en torno a la caña de azúcar estaba regido por lo que determinaran los Estados Unidos y sus empresarios de la sacarosa.
Eso representó un cambio en el funcionamiento de las plantaciones y de los ingenios que fueron modernizados por las empresas estadounidenses, que se extendieron apropiándose de nuevas y productivas tierras, despojaron a colonos y campesinos, e incorporaron una gran masa de trabajadores como proletarios asalariados. Estos no iban a gozar de mejores condiciones de vida, en términos generales, que sus antecesores, los primeros descendientes de los antiguos esclavos. Bajo la egida de la emergente potencia imperialista del norte del continente, “todo se vuelve masivo, informe, colectivo y anónimo: la compañía, el azúcar y el sindicato; multitud de capitalistas, multitud de productos, multitud de trabajadores” (cit. en Williams, 2009: 539).
En las islas del Caribe donde se imponía la corporación estadounidense sucedía lo mismo: monopolio en la producción, apropiación de ferrocarriles y medios de comunicación, exterminio de colonos y campesinos. Allí los trabajadores asalariados del azúcar representaban el sector más importante del proletariado de sus respectivos países y así siguió sucediendo hasta mediados del siglo XX. Esas grandes empresas de capital estadounidense afianzaron la mono-producción y mono-exportación, y se convirtieron en el principal generador de empleo asalariado, ya que en Puerto Rico, por ejemplo, ocupaban al 20% del total de los trabajadores que tenían un empleo remunerado y algo similar sucedía en los otros países.
Esos trabajadores asalariados soportaban difíciles condiciones de trabajo y de vida, dado que el trabajo era estacional, ya que aumentaba su demanda en época de zafra y se reducía el resto del año. Esos trabajadores tenían pésimos salarios, estaban mal alimentados, se alojaban en casuchas miserables, sus hijos eran analfabetos y soportaban enfermedades tropicales que les ocasionaban a menudo la muerte. En palabras de un investigador de Puerto Rico,en la década de 1930, “la economía de la plantación azucarera, basada en el empleo temporal de miles de peones inadecuadamente pagados, no ofrece ninguna esperanza para la mejora de las condiciones sociales y económicas; en su lugar tiende a perpetuar la actual situación deplorable” (cit. en ibíd.: 556).
En conclusión, el reino estadounidense del azúcar significaba para el trabajador de la caña una vida que no era muy diferente, en términos laborales, de la que habían soportado sus antecesores, los esclavos de siglos atrás, aunque desde luego estuvieran cubiertos por el manto formal de la libertad. Simplemente se había pasado de la esclavitud absoluta a la esclavitud asalariada.
Bibliografía
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* Artículo enviado especialmente por el autor para su publicación en este número 61 de Herramienta.
·· Renán Vega Cantor es historiador, profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá, Colombia. Doctor de la Universidad de París VIII. Diplomado de la Universidad de París I en Historia de América Latina. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI. 2 volúmenes. Bogotá: Pensamiento Crítico, 1998-1999; El Caos Planetario (Buenos Aires: Herramienta, 1999); Gente muy Rebelde. 4 volúmenes (Bogotá: Pensamiento Crítico, 2002); Neoliberalismo: mito y realidad. Entre sus últimos trabajos, podemos mencionar: Los economistas neoliberales, nuevos criminales de guerra: el genocidio económico y social del capitalismo contemporáneo (2010). La República Bolivariana de Venezuela le entregó en 2008 el Premio Libertador por su obra Un mundo incierto, un mundo para aprender y enseñar. Dirige la revista CEPA (Centro Estratégico de Pensamiento Alternativo). Es integrante del Consejo Asesor de la Revista Herramienta, en la que ha publicado varios de sus trabajos.
[1]. Thomas Tyron, colono de Barbados, texto de 1700 (cit. en Mintz, 1996: 81).
[2]. Jean-Baptiste Labat, Voyage aux iles de l‘Amérique, Antilles 1693-1705, editado en 1722 (cit. en Coquery-Vidrovitch/Mesnard, 2015: 152).
[3]. cf. Grafenstein, 1987: 27 y ss.; Grüner, 2010: 307.
[4]. Cf. Williams, 1975: 23; Ortiz, 1987.