Belleza compulsiva
Traducción de Tamara Stuby
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008, 346 págs.
La traducción al castellano de Belleza compulsiva llega tarde a los lectores argentinos: su primera edición, a través del Massachusetts Intitute of Tecnology, data de 1993. Sin embargo, no cuesta reconocer que en esa década y media el libro de Hal Foster ha resistido bien al tiempo, ha envejecido poco, y nos llega como una obra actual. Dos motivos pueden esgrimirse: el primero, que aborda un caso, el del surrealismo, prácticamente equidistante tanto del momento en el que el libro fue publicado como de nuestro presente. La segunda es que la escena de época en la que, afirma, el surrealismo ha sido reivindicado, no parece haberse agotado aún.
Gestado en la década del 20 –el primer manifiesto surrealista es de 1924–, el surrealismo se extinguió rápidamente luego de la Segunda Guerra Mundial, al menos en Occidente. Foster señala un nuevo interés por esta vanguardia desde los ochentas, tras haber sido menospreciada durante décadas, tanto desde las historias del abstraccionismo basadas en el cubismo como desde los relatos neovanguardistas, más interesados en el constructivismo ruso o en dadá. En épocas más recientes, en cambio, diferentes movimientos relacionados con temáticas de género hallaron en el surrealismo un valioso antecedente de incorporación sistemática de lo sexual en un programa de vanguardia. Al mismo tiempo, el arte posmoderno habría encontrado en este movimiento una importante referencia retroactiva en lo que concierne a una crítica de la representación.
Este fenómeno, más el lugar clave que el surrealismo posee en tanto punto de encuentro de tres discursos fundamentales del siglo XX –el psicoanálisis, el marxismo cultural y la etnología–, demandan, para Foster, el desarrollo de una teoría general sobre este movimiento, aún vacante. Los abordajes previos recopilados por el autor tienen como principales defectos perder las especificidades del surrealismo al empalmarlo con otras propuestas estéticas (es el caso de la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger), e historizarlo a partir de los mismos términos que sus miembros utilizaron para definirse, imposibilitando una descripción crítica. Frente a ello, Foster se propone “situar en el surrealismo una problemática que excede su comprensión de sí mismo” (p. 18). Buscando no caer en un enfoque de tipo semiótico, el autor propone partir de un concepto gestado contemporáneamente al surgimiento de esta vanguardia, la noción freudiana de lo siniestro (the uncanny).
Las investigaciones de diferentes autores estadounidenses vinculados a un “postmodernismo crítico”, donde podría consignarse el lugar de Foster, se encuentran hoy entre las más recientes y convincentes interpretaciones de los legados intelectuales y artísticos del siglo XX. En Belleza compulsiva, varias obras de Breton –como Nadja (1928) o Los vasos comunicantes (1932)– son revisitadas, así como algunas de las obras de Max Ernst, Alberto Giacometti o Giorgio De Chirico. Quizás el pasaje del libro más potente, más revelador, sea el dedicado al menos frecuentado Hans Bellmer, artista plástico alemán cuyas pupées ejemplifican con claridad la hipótesis de Foster.
En resumidas cuentas, el libro parte de la noción de lo siniestro, entendido como retorno de lo reprimido: plantea como operación fundamental del surrealismo la redirección de ese retorno con fines críticos, aun cuando (en sus manifiestos y en otras obras) los surrealistas tomaron cauta distancia de este concepto y sus implicancias. Tanto las categorías fundamentales del movimiento –la belleza convulsiva, el azar objetivo, el objeto encontrado– como sus procedimientos –la escritura automática, la creación colectiva, en ocasiones el collage–, y los principales objetivos de su programa –la liberación de las ataduras del intelecto, la fusión de arte y vida– se encuentran atravesadas para Foster por este término, aunque “sin dejarse penetrar por él”: así como para Friedrich Nietzsche en la Antigüedad un arte apolíneo plasmó el sentimiento dionisíaco a través de lo ridículo (la comedia) y lo sublime (la tragedia), en el siglo XX, a través del sinsentido y el absurdo, el surrealismo evocó en sus expresiones lo maravilloso y lo atroz de un tiempo plagado de nuevos horrores y paisajes impredecibles.
Desde esta óptica, el surrealismo, gestado entre las dos contiendas bélicas más sangrientas de la historia, puede entenderse como el aporte de una dimensión sociohistórica para lo siniestro. ¿De qué manera operaría hoy este esquema? ¿Qué recuperar de él? Para Foster, en la fantasmagoría de la ciudad posmoderna, son las mismas directrices del surrealismo las que retornan reprimidas, con sus efectos invertidos: lo desestabilizante ya no libera, sino que disciplina, y la vieja crítica del yo burgués se enfrenta a una condición cotidiana de no subjetividad. “Tal vez el surrealismo –concluye– siempre dependió de la racionalidad a la que se opuso” (p. 329).
Tanto el cierre como otros breves pasajes de Belleza compulsiva, sin embargo, permiten hacer otra evaluación del libro que la de la (innegable) calidad de un ejercicio interpretativo. La recuperación y el análisis de los acercamientos y valoraciones del surrealismo realizados por autores como Ernst Bloch o Walter Benjamin, así como una tan delicada como inteligente comparación entre surrealismo y fascismo, pueden entenderse como estrategias de Foster para realizar, en las páginas finales, una crítica del discurso de los estudios culturales de raigambre marxista sobre el arte posmoderno. En ese debate, puede comprobarse una vez más, siguen siendo centrales e imprescindibles las reflexiones de Fredric Jameson.