23/12/2024
Por Al-Amin Esam ,
En junio de 1967, las fuerzas israelíes necesitaron solo seis horas para derrotar al ejército egipcio y devastar sus fuerzas aéreas, infligiendo la más humillante de las derrotas al mundo árabe del último medio siglo. En la guerra de octubre de 1973, el ejército egipcio mató a 2.600 soldados israelíes en veinte días de combates. Casi cuarenta años después, el ejército egipcio vuelve sus armas contra sus propios ciudadanos provocando una inmensa devastación: el 14 de agosto, las fuerzas combinadas del ejército y la policía egipcios tardaron solo doce horas en dispersar a decenas de miles de pacíficos manifestantes desarmados que llevaban a cabo dos sentadas en las zonas este y oeste de los suburbios de El Cairo. Tras el golpe de Estado del 3 de julio, sus autores estaban decididos no solo a derrotar a sus oponentes políticos sino también a golpear de forma decisiva la democracia y el imperio de la ley en Egipto y en todo el mundo árabe.
Desde el 28 de junio, los islamistas dirigidos por la Hermandad Musulmana (HM), estaban acampados en esos dos lugares, inicialmente como muestra de apoyo al Presidente Mohammad Mursi cuando era cuestionado por la oposición; pero desde su destitución el 3 de julio, los manifestantes estaban exigiendo su vuelta, la restauración de la suspendida constitución y el restablecimiento del disuelto parlamento. A lo largo de 48 días, las acampadas y manifestaciones por todo Egipto atrajeron a millones de seguidores de Mursi así como a grupos a favor de la democracia, que protestaban del hecho de que el golpe hubiera anulado sus votos presidenciales y parlamentarios, así como su ratificación del referéndum sobre la nueva constitución.
Durante seis semanas de compás de espera, los gobernantes militares del país, con el líder del golpe al frente, el general Abdelfatah Sisi, insistieron en que los HM debían reconocer de forma total el statu quo y someterse a la hoja de ruta política determinada por Sisi el 3 de julio. En diversas ocasiones, Sisi declaró que no pensaba ceder un ápice ni permitir un rumbo que obstaculizara la senda del país hacia la democracia y la legitimidad constitucional, ignorando la voluntad del electorado expresada en las urnas en más de seis ocasiones a lo largo de los últimos dieciocho meses. Aunque los egipcios eligieron a Mursi como Presidente por una clara mayoría en junio de 2012 en unas elecciones libres y justas, también votaron en una proporción de casi dos a uno cuando ratificaron la nueva constitución seis meses después. El artículo 226 de la constitución afirmaba que el mandato del actual presidente (Mursi) “terminaría cuatro años después de su elección”, es decir, en junio de 2016.
La realidad es que, un mes después del golpe, la opinión pública egipcia se ha vuelto de forma decidida contra el mismo. El 6 de agosto, el respetable Centro Egipcio para Estudios de los Medios y Opinión Pública publicó una encuesta que mostraba que el 69% del pueblo egipcio rechazaba el golpe militar, que un 25% lo apoyaba y que un 6% no quería expresar su opinión. De los que lo rechazaban, solo el 19% se identificaban a sí mismos como seguidores de los HM, el 39% pertenecía a otros partidos islamistas, mientras que el 35% no tenían afiliación política pero sentían que sus votos habían quedado invalidados con el golpe. De los que lo apoyan, el 55% en la encuesta se consideran ex leales al régimen de Mubarak, mientras que el 17% se identifica como cristianos coptos que se oponen al gobierno islamista. Además, el 91% de los que se negaron a responder pertenecen al Partido salafí pro-saudí Al-Nur, que apoyó inicialmente el golpe antes de retirarse y abandonar la hoja de ruta de Sisi.
Como expliqué en un artículo anterior, poco después del golpe, el ejército y sus facilitadores, en gran medida laicos y liberales, sentaron las bases para excluir a los grupos islamistas, especialmente los HM y su afiliado político, el Partido por la Libertad y la Justicia, arrestando o emitiendo órdenes de busca y captura de sus dirigentes, congelando sus cuentas, incautando sus activos, prohibiendo sus medios y orquestando una elaborada campaña de satanización contra ellos. Este discurso traía a la memoria las tácticas de la era Mubarak, utilizadas contra el grupo durante décadas por el infame aparato de seguridad estatal, que fue reconstituido poco después del golpe.
En la última semana de julio, la oferta hecha por el ejército a los HM se limitaba a que aceptaran el golpe y todas sus consecuencias a cambio de unirse a un manipulado proceso político. Los HM rechazaron firmemente la oferta, que les negaba todos sus logros y solo les permitía conseguir no más del 20% de los escaños parlamentarios, excluyéndoles además de cualquier cargo en el ejecutivo.
Al principio, la mayoría de las potencias occidentales miraron para otro lado respecto al golpe militar, consintiendo básicamente sus consecuencias. Pero como las manifestaciones a favor de Mursi persistían y se ampliaban durante días y semanas, se hizo evidente que no podían ignorar la situación política. Las apuestas eran demasiado altas no sólo para la estabilidad de Egipto sino para toda la región. Por tanto, se iniciaron seriamente todo un conjunto de negociaciones políticas, dirigidas por EEUU y la UE, entre las partes antagonistas. Aunque los HM y sus seguidores querían negociar sobre la base de la constitución y la legitimidad democrática, el ejército y sus aliados querían que los HM aceptaran una solución política basada en el golpe y en la nueva realidad.
Durante una semana, el enviado de la UE, Bernardino León, y el Secretario Adjunto de Estado de EEUU, Williams Burns, intentaron negociar un acuerdo. Inicialmente, los interlocutores insistieron en que los HM se unieran al nuevo proceso político a cambio de la liberación de sus dirigentes. Finalmente, los negociadores acordaron incorporar diversos elementos de una iniciativa elaborada por una comisión de más de cincuenta intelectuales, académicos y personalidades públicas egipcias.
El plan permitía un mecanismo constitucional que habría restaurado al Presidente Mursi durante un breve período de tiempo, después del cual se nombraría por consenso un primer ministro y un gabinete de tecnócratas. Después presentaría su dimisión. El nuevo gabinete supervisaría después las elecciones parlamentarias que se celebrarían en un plazo de sesenta días. Los mediadores occidentales consiguieron además que los HM aceptaran este resultado político y obtuvieron una inmensa concesión por su parte: mantener al mismo primer ministro nombrado por el golpe. Según el enviado Bernardino León: “Había un plan político que estaba sobre la mesa, que la otra parte (los HM) había aceptado”, pero que fue finalmente rechazado por el ejército.
Cuando las negociaciones estaban en marcha, la campaña de los medios dirigida por los leales de Mubarak, los oligarcas corruptos y el “estado profundo” alcanzaron niveles y tonos febriles. Jehan Soliman, presentadora de la televisión estatal, y en absoluto partidaria de los HM, se enfureció ante la campaña de demonización dirigida por las autoridades del estado, logrando que finalmente denunciara esa campaña ante la gente. Además, las principales fuerzas laicas y liberales exigieron al ejército que no negociara ni llegara a un acuerdo con los musulmanes sino que aplicara más mano dura a los manifestantes. Mientras tanto, según el ministro del interior, el general Mohammad Ibrahim, mientras las negociaciones estaban en marcha, las fuerzas de seguridad se preparaban para atacar a los manifestantes, limpiar los campamentos y arrestar a los líderes. Era evidente que los líderes del golpe estaban decididos a poner de rodillas como fuera a los HM y a sus aliados islamistas, bien políticamente o por la fuerza.
Para justificar la brutal represión final sobre manifestantes pacíficos, el ejército y la policía exigieron que el complaciente fiscal general emitiera una orden que pudieran utilizar de cobertura legal. Aunque las protestas pacíficas están constitucionalmente protegidas, el fiscal emitió prestamente la orden bajo un pretexto falso, a saber, que los manifestantes estaban armados (falso) o que se habían convertido en una molestia para quienes residían allí (lo que fue abrumadoramente rechazado por los vecinos). En cambio, no se emitieron nunca órdenes para desalojar a las docenas de grupos laicos de la Plaza Tahrir durante buena parte del pasado año, aunque sus protestas hicieron que las agencias gubernamentales estuvieran cerradas durante días y, en algunas ocasiones, semanas.
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Hay momentos en la historia de una nación que quedan grabados en piedra. Como por ejemplo, la Nakba palestina, las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki y los ataques del 11 de septiembre. Los horrores desplegados el 14 de agosto pasarán a la historia de Egipto como acontecimientos trascendentales. Cientos de miles de personas habían estado acampadas durante 48 días en la Plaza Nahda cercana a la Universidad de El Cairo, en la zona occidental de la capital, y alrededor de la mezquita de Rabaa Al-Adawiyya, en la zona oriental. Los congregados acababan de celebrar el final del sagrado mes del Ramadán hacía pocos días. Estaban decididos a afirmar pacíficamente su voluntad, así como a seguir defendiendo con firmeza la constitución y el proceso democrático expresado en las urnas. Rechazaban el golpe y detestaban la vuelta del estado de seguridad. Buscaban restaurar la democracia y al Presidente Mursi, que había sido ilegalmente detenido y llevaba semanas en situación de aislamiento.
Acababan de rezar sus oraciones matinales y la gente se hallaba en ambas plazas escuchando las invocaciones espirituales mientras reafirmaban su compromiso para mantener su protesta de forma pacífica cuando los acontecimientos se precipitaron. A las 06,30 horas de ese fatídico día, tanques del ejército, vehículos blindados y buldóceres descendieron sobre los manifestantes desde diferentes direcciones. Iban seguidos de fuerzas especiales del ejército, policía y matones vestidos con ropas civiles y protegidos por los responsables de la seguridad del Estado. La escena era escalofriantemente similar a la del levantamiento de los primeros días de enero de 2011 que derrocó a Mubarak. Había francotiradores situados en lo alto de los tejados, especialmente de los edificios militares, incluida la sede de la Inteligencia Militar.
Según el relato oficial ofrecido por el General Ibrahim en una conferencia de prensa, la policía empezó primero a advertirle a la gente que se dispersara a través de altavoces. Dijo que la policía ofreció después a los manifestantes un pasaje seguro para que se marcharan con la promesa de que no iban a arrestarles. Poco después, la policía roció a los manifestantes con cañones de agua. Cuando los manifestantes se negaron a marcharse, la policía utilizó entonces gases lacrimógenos; en ese momento, según él, los manifestantes utilizaron armas automáticas contra la policía. El general Ibrahim acusó a los HM de tener francotiradores en los tejados que disparaban contra la policía, provocando la muerte de 43 agentes. Sin embargo, no hay pruebas de esas muertes, ni sus nombres, ni fotos, ni videos, nada. Solo entonces, afirmó el Ministro, la policía utilizó fuego real, matando a 149 personas por todo Egipto. También afirmó que los manifestantes no eran pacíficos y que se les incautaron alijos de armas, incluyendo nueve rifles automáticos y miles de municiones. Ni que decir tiene que nada de este cuento urdido no es ni remotamente cierto.
Según muchas informaciones internacionales, incluyendo una información de la CNN, los manifestantes eran pacíficos y estaban desarmados. Un informe del Guardian afirmaba: “Los manifestantes eran pacíficos y entre ellos había muchas mujeres y niños”. Los medios de televisión egipcios a favor del golpe, empotrados entre el ejército, difundieron imágenes de varios alijos de armas para mostrar que los manifestantes no eran pacíficos, solo para acabar revelando que esas armas las había llevado la policía a fin de que las “descubrieran”.
Contrariamente a las afirmaciones del general Ibrahim, la policía nunca utilizó altavoces o cañones de agua. Empezaron a disparar de inmediato sobre los desarmados manifestantes con fuego real. El observador europeo de los derechos humanos Ahmad Mufreh, ofreció su vívido testimonio en directo por televisión, asegurando que la policía empezó a disparar a matar contra la gente. De hecho, la policía nunca tuvo intención de ofrecer un paso seguro, quienes intentaban escapar a través de él fueron brutalmente golpeados e inmediatamente arrestados.
Al mediodía, el ejército y la policía habían roto las defensas de la Plaza Nahda y dispersaban brutalmente a sus manifestantes. Sin embargo, no fue hasta las 18,00 horas cuando pudieron hacerse con el control total sobre la mezquita de Rabaa Al-Adawiyya. Los agentes de seguridad quitaron entonces los carteles y pancartas de los manifestantes y quemaron sus tiendas de campaña, incluso con cadáveres en su interior. El Dr. Ahmad Muhammad, un cirujano que operaba en el hospital de campo de Rabaa, dijo a Mubasher Misr de Al-Jazeera, que a él y a otros doctores se les ordenó de inmediato que se marcharan o les dispararían, obligándole a abandonar al paciente que estaba operando y dejándole morir.
Otro de los testigos, Sameh Al-Barghy, contrario a los HM y licenciado por la Universidad Americana de El Cairo, dijo a Al-Jazeera que aunque no había estado en la protesta y se oponía a ella por principios, había corrido a ayudar poco después de escuchar la noticias de la represión. Con la voz quebrada, dijo que había presenciado una horrenda masacre cuando un grupo de manifestantes que se escondía en un edificio en construcción fue cazado y sacado por las fuerzas de seguridad. Dijo que la policía había entrado en el edificio disparando a quemarropa contra los que se escondían en los dos primeros pisos antes de arrestar al resto. Otro testigo dijo que había visto frente a sus ojos cómo la policía disparaba contra dos viandantes sin que mediara provocación alguna.
Otro doctor del hospital de campo en la mezquita de Rabaa dijo a Al-Jazeera que contó más de 2.600 cuerpos, incluidos 65 niños. Asmaa El-Beltagy, la hija mayor de 17 años del líder de los HM Mohammad El-Beltagy, estaba entre las víctimas. Más tarde, por la noche, el portavoz de los HM, Ahmad Arif, proclamó que ese día, por todo Egipto, había habido más de 3.000 personas asesinadas y alrededor de 10.000 heridas, muchas de ellas de gravedad. La brutalidad y la crueldad de la represión del ejército pueden verse en las imágenes capturadas en los vínculos anteriores, que se difundieron por todo el mundo. Fueron también asesinados al menos media docena de periodistas, entre ellos el cámara de Sky News Mick Deane, y la periodista de Gulf News Habiba Abdelaziz. Según múltiples testigos, una vez que se hicieron con el control, las fuerzas de seguridad quemaron el hospital de campo, el centro de los medios y las tiendas de campaña donde yacían los cadáveres de los manifestantes a fin de ocultar los crímenes del ejército.
Y para añadir algo más de sal a la herida, el gobierno se ha negado a entregar los cuerpos de los asesinados hasta que sus familias firmen un documento afirmando que la causa de la muerte era “natural”. En muchos de los casos, el juez dejó en blanco la causa de la muerte. Muchas familias se han negado a aceptar tan inmoral exigencia dejando sin reclamar muchos cuerpos y en peligro de descomposición. Mientras las organizaciones por los derechos humanos y las libertades civiles de todo el mundo, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch condenaban con firmeza la masacre de Egipto, la Organización Árabe por los Derechos Humanos, dominada por elites laicas y liberales culparon, lo que resulta bastante sorprendente, a los HM del baño de sangre.
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Es inconcebible que el general Sisi, el general Ibrahim, sus facilitadores civiles, sus patrocinadores occidentales y los autores de estos crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad no conocieran o anticiparan el nivel de la carnicería que iba a producirse. Al embarcarse en el golpe, sus dirigentes estaban decididos a asestar un ataque fatal a los islamistas, especialmente a los HM. Cada uno tenía sus propios motivos. Los liberales laicos reconocieron que no podían ganar en unas elecciones libres y justas contra los islamistas en futuras elecciones tras sus sucesivas derrotas en las urnas durante los pasados dos años. Por tanto, excluir o debilitar a los islamistas daría a los partidos liberales y nacionalistas el espacio necesario para ocupar la escena política en un previsible futuro.
Los leales a Mubarak y los elementos del estado profundo estaban ansiosos por vengarse de los HM, sus acérrimos enemigos históricos durante las últimas tres décadas, por haberles echado del poder en el levantamiento de 2011. No solo podían marginar y someter a sus opositores sino también emprender un regreso exitoso por derecho propio. Irónicamente, en 30 meses, los contrarrevolucionarios se han convertido en el rostro de la revolución. Confían en que el 30 de junio, el día de su regreso, sustituya al 25 de enero, el día de su destitución.
El ejército se considera como el defensor de la nación y de sus instituciones y quiere retener sus privilegios económicos y sociales. No quiere someterse a ningún control civil significativo. El precedente fijado por el levantamiento de enero de 2011, razonaron, podría un día debilitar al ejército o incluso obligarle a ceder a la sociedad su privilegiado estatus, como finalmente tuvieron que hacer sus homólogos turcos. Los generales esperaron el momento pertinente para golpear y poner fin al devaneo del pueblo con la democracia para retrasar, si no totalmente el final, al menos la llegada del temible día en que tuvieran que rendir cuentas ante el pueblo.
Muchos grupos de jóvenes se sentían desilusionados y frustrados de todos los partidos. Pudieron deshacerse del rostro del régimen corrupto y represor de Mubarak. Pero dada su decepción e impaciencia por el lento progreso, pensaban que podían librarse igual de fácilmente de lo que percibían como la arrogancia o incompetencia de los HM. Y de paso, no sólo devolvieron el control a los militares sino también hicieron que el sueño de establecer un sistema democrático auténtico basado en el imperio de la ley se alejara un poco más. El ejército nombró a un primer ministro-títere de 77 años y a un gabinete compuesto mayoritariamente de leales e Mubarak. De 25 gobernadores provinciales, el ejército designó a 19 generales, incluidos muchos oficiales de la era Mubarak. Para el ejército, reprimir y controlar a la población era su prioridad más importante. En eso quedó la promesa de empoderar a los jóvenes.
Liberales como Muhamad ElBaradei se convencieron a sí mismos de que podían aliarse con los militares a expensas de sus enemigos ideológicos, los islamistas, en vez de competir democráticamente en las urnas. ElBaradei tuvo que despertar pronto a la dura realidad de que la fuerza bruta y la violencia es la herramienta favorita del ejército para solucionar disputas, no los desagradables compromisos de la democracia. El laureado con el Premio Nobel de la Paz tuvo que dimitir en desgracia. A su compañero de Premio, Barak Obama, no le fue mejor. También fracasó en la prueba de fuego de la democracia al no condenar el golpe cuando éste se anunció y no decantarse con firmeza por la democracia y el imperio de la ley. Sin embargo, el día posterior el baño de sangre, Obama condenó la violencia, de la que dijo eran responsables el gobierno interino y las fuerzas de seguridad. La afirmación fue un paso en la buena dirección, aunque no fue lo suficientemente decidido, ya que fue muy ambiguo en su apoyo a la restauración de la constitución y del presidente depuesto democráticamente elegido.
A las potencias extranjeras les preocupa muy poco Egipto o su pueblo. Una y otra vez, Occidente ha demostrado que su retórica de elevados valores ideales se sacrifica fácilmente en el altar de los intereses a corto plazo. Históricamente, EEUU ha estado más preocupado por la seguridad de Israel que por servir a sus propios intereses a largo plazo. Israel había considerado a Mubarak como un activo estratégico a lo largo de tres décadas. Fue la razón principal de que EEUU tuviera que apoyarle en vez de ayudar a construir instituciones democráticas en el país. Si Israel o sus partidarios en EEUU favorecían a Sisi temiendo el ascenso de los islamistas, probablemente EEUU favorecería al ejército por encima de la voluntad democrática del pueblo egipcio sin mirar las consecuencias, que finalmente podrían poner en peligro los intereses a largo plazo en la región de la seguridad nacional estadounidense.
Tanto el Secretario de Estado, John Kerry, como la Jefe de la diplomacia de la UE, Catherine Aston, habían expresado reservas acerca de la intervención del jefe del ejército egipcio. Pero cuando más importaba, aceptaron sus consecuencias. Cuando el gobierno adoptó duras medidas utilizando tácticas sangrientas comparables a Gadafi en Libia o Asad en Siria, los gobiernos occidentales contuvieron sus críticas. Cuando el gobierno pro golpe declaró un estado de emergencia tras el golpe, en vez de rechazarlo en el acto, Occidente lo aceptó vergonzosamente confiando en que “pronto sería levantado”. Para que sea creíble, el llamamiento al Consejo de Seguridad de la ONU de varios países occidentales debe incluir el traslado de los líderes del golpe en Egipto al Tribunal Penal Internacional para enfrentar la acusación de crímenes contra la humanidad. Hay amplias pruebas reunidas ya en Internet y numerosos testigos para probar este monstruoso crimen.
La crueldad del golpe y la brutalidad de la represión han reafirmado a los ojos de los islamistas y de muchos egipcios que quieren la democracia, los inmensos desafíos a que se enfrentan. El levantamiento del 25 de enero no fue una revolución total. Los socios revolucionarios se la entregaron al ejército, que finalmente pudo reunir las piezas que necesitaba para restaurar la vieja coalición del ejército y el estado profundo a expensas de los verdaderos objetivos de la revolución.
Sin duda alguna, el golpe del ejército ha desviado a Egipto de la senda de la democracia. La forma más eficaz de volver a ella para los egipcios normales y corrientes de todas las tendencias políticas es bajar de nuevo a la calle por millones para desafiar el autoritarismo y la brutalidad del Estado. Los egipcios deben recuperar su celo revolucionario. Deben también aspirar a reconquistar su unidad: musulmanes y cristianos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. El factor determinante debería ser un compromiso verdadero y auténtico con los principios democráticos y el imperio de la ley. Eso significa un rechazo absoluto del golpe militar y de la intervención del ejército en la política, así como la purga de todos los elementos corruptos del Estado profundo. Eso implica el repudio absoluto de cualquier conflicto sectario. La quema de iglesias coptas no solo debe condenarse, sino que las iglesias deberían estar protegidas por los musulmanes como cualquier venerada mezquita. Baste con recordar que fueron el aparato de seguridad de Mubarak y el ministro del interior Habib Adly los responsables reales de los atentados de la Iglesia de los Santos en Alejandría un mes antes de la revolución de 2011, a fin de acusar a los islamistas y extender la sospecha y acritud. De igual forma, la identidad y naturaleza de la sociedad egipcia no debería ser objeto de debates sectarios; Egipto ha demostrado a lo largo de los siglos que puede tener una cultura de base islámica que sea tolerante y armoniosa.
Como si el régimen a favor del golpe no fuera ya suficientemente ilegítimo, la sangrienta masacre le ha desnudado completamente de cualquier indicio de legitimidad. Una campaña internacional de boicot-desinversión-sanciones y un movimiento de protesta global debería de ponerse en marcha de inmediato mientras dentro del país se extiende un movimiento de desobediencia civil masiva hasta que el régimen criminal sea derrocado y sus elementos asesinos llevados ante la justicia. Según el jurista internacional y experto legal en derechos humanos, el Profesor Cherif Basiuni, es posible que la Comisión de Derechos Humanos de la ONU inicie un proceso para investigar la sangrienta masacre y finalmente presentar las acusaciones ante el Tribunal Penal Internacional.
Mientras los egipcios toman las calles en los próximos días, semanas y meses, hay tres factores que pueden influir individual o colectivamente en el futuro curso de la inacabada revolución de Egipto: la disolución y derrota del estado de seguridad, la salida del ejército de la vida política de Egipto y su sometimiento al control civil, y una posición de principios e inflexible por parte de la comunidad internacional contra el golpe en apoyo de la democracia y el imperio de la ley.
Max Weber razonaba que una condición necesaria para que una entidad sea Estado es que conserve su reclamación sobre el monopolio de la violencia para reforzar el orden. Pero cuando ese monopolio de la violencia se utiliza contra los ciudadanos de un Estado civilizado para desbaratar su voluntad, no podrá ser nunca legítimo, tan sólo un Estado gobernado por la ley de la jungla.
Publicado en Rebelión el 19/08/13, para quien fue traducido por Sinfo Fernández. Fuente original: http://www.counterpunch.org/2013/08/16/bloodbath-on-the-nile