El macrismo en el gobierno: shock neoliberal y pragmatismo de derecha
Con el triunfo de Cambiemos en las últimas elecciones presidenciales, sumado a su inesperada victoria en la Provincia de Buenos Aires, se cristaliza un cambio de etapa en la política argentina. Escribimos unas incipientes líneas, a título estrictamente hipotético, tratando de echar luz sobre los nuevos fenómenos. Advertimos, sin embargo, que el proceso apenas está iniciando su curso y es difícil todavía comprender su sentido de totalidad. Entre otras razones, porque la misma nueva gestión gubernamental parece proceder con un criterio experimental, de ensayo y error, midiendo relaciones de fuerza, verificando su capacidad de acción e iniciativa. Este aporte tiene, por lo tanto, un carácter provisorio. Las elaboraciones que aquí compartimos intentan clarificar hacia dónde parece estar moviéndose la nueva etapa política, sin que sea posible hacer afirmaciones taxativas sobre su dinámica global.
Hemos analizado en otras instancias las condiciones que llevaron hasta acá. Por un lado, el propio kirchnerismo socavó las capacidades de movilización e intervención independiente de la clase trabajadora y los sectores populares, generando una correlación de fuerzas favorable a la clase dominante. Al integrar y disciplinar parcialmente el conflicto social, el kirchnerismo hizo retroceder los niveles de organización y combatividad de los sectores subalternos, generando las condiciones para una contra-ofensiva conservadora. Por otro lado, hoy la dinámica del capital impone sobre la política argentina sus históricos ciclos de alzas y bajas, que afectan de manera periódica al globo y en forma más virulenta a las economías periféricas. Combinados estos factores, se pusieron de manifiesto los límites del modelo de “desarrollo con inclusión”, que no cuestionó los pilares del capitalismo o significativamente del neoliberalismo y que se basó más en la verticalidad de la decisión estatal que en la lucha popular.
Las condiciones que enmarcan un proceso, con todo, nunca lo saturan de forma completa. El triunfo de la alianza Cambiemos expresa los límites estructurales del proyecto kirchnerista, tanto en términos de lucha de clases como de acumulación de capital, pero imprime al saldo de ese proceso un signo específico y una dinámica política propios. El PRO (que ahora ocupa la mayoría de los cargos ejecutivos) no es el mero ejecutor neutro de un “giro a la derecha” preordenado en la lógica social. Dicho en forma general: el Estado no es un reflejo pasivo de las necesidades de la acumulación o de la lucha de clases. Por el contrario, interviene en ese proceso y cristaliza sus resultados de una manera u otra. Con el triunfo del macrismo se podría terminar de cancelar el ciclo abierto en 2001, si el ataque a los consensos sociales progresivos construidos desde entonces logra construir una hegemonía social. Primero, el gobierno saliente recuperó para sí una serie de demandas populares, haciéndolas parte de la agenda estatal en un proceso de compromiso de clase encarado desde arriba. Ahora, un partido autónomo de la derecha, vinculado de manera más inmediata al capital, prescindiendo de esa mediación burguesa pero ambigua que ha sido el peronismo, ha logrado hacerse con el aparato de Estado. Si el kirchnerismo integró y subordinó a los sectores populares a partir de un proceso de inclusión subalterna de sus demandas, construyendo una dudosa épica basada en la ilusoria confrontación entre el Estado y el mercado; la gestión macrista abre el peligro de que se consolide una hegemonía mucho más virulenta de la clase dominante, instalándose una ideología políticamente tecnocrática y socialmente armonicista que barra los pocos sentidos progresivos que perduran desde la rebelión de 2001 y que no fueron completamente desdibujados en los años pasados.
Tres elementos definirán la actuación del PRO en el gobierno: sus propias decisiones políticas, las presiones sociales y las constricciones del ciclo capitalista en su fase declinante. En cuanto a lo primero, el PRO aparece como un partido “inmediatamente burgués” o “autónomo de derecha”, donde la distancia entre la clase dominante y la política se minimiza. Este “gobierno de CEO’s” expresa una articulación más directa, pobre en mediaciones, entre el capital y el Estado. En tanto que el kirchnerismo expresó un proceso de compromiso de clases, que condensaba de manera subordinada también una fracción de los intereses populares, el PRO expresa un activismo político directo de la burguesía.
Existen tensiones dinámicas que condicionan las posibilidades de este gobierno “burgués autónomo” o “inmediato”. El PRO llegó al poder desdibujando su perfil derechista. Sabían que tenían cautivo el voto de la derecha en el balotaje, y se dedicaron–con éxito– a conquistar los votos de un centro que podría haber optado por Scioli. A partir de este dato, podemos hipotetizar que el macrismo no asumió en una sociedad completamente derechizada. Llegó al poder prometiendo "continuidad con cambios" con el proceso de integración estatal de demandas populares que fue el kirchnerismo. Pero, una vez en el gobierno, decidió imponer una política de shock derechista, más acorde con su más estrecha base social y su carácter de gobierno autónomo de la burguesía. La política de shock y revancha busca desmoralizar toda oposición y aprovechar los primeros meses de verano para rearmar radicalmente el mapa político. Luego pensarán qué hacen para recomponer legitimidad social sobre las nuevas bases, en una avanzada cuyo alcance todavía no conocemos (y que parecen estar gestando "a tanteos", lo que hace suponer que van a ir tan lejos como crean posible ir).
El PRO, de momento, no optó por una política que parezca gradualista. La vertiginosa sucesión de medidas de los últimos días busca generar una imagen de ejecutividad (incluso con ribetes autoritarios), marcar un quiebre epocal y aprovechar los “cien días de gracia” del gobierno que se inicia para marcar fuertemente la cancha. Cuando arranque el año parlamentario, tendremos ya instaladas la baja de retenciones a la exportación agrícola, la quita en subsidios a servicios públicos, una brutal devaluación, avances sobre la ley de medios, expulsiones masivas en el sector público y otros avances similares. Se trata de una brusca política de transferencia de ingresos a favor de la clase dominante, que ataca desde varios ángulos el salario real y el nivel de vida de la clase trabajadora; pero también que busca sentar rápida, coherente y agresivamente las bases de una nueva etapa política, volviendo a dibujar de entrada el mapa institucional de los próximos años. Los avances culturales y simbólicos, donde el tono revanchista del nuevo gobierno es más ostensible, acompañan esta vocación de repensar radicalmente el Estado argentino desde una nueva matriz más inmediatamente derechista.
Queda por verse si, en algunos meses, el PRO se plantee algunas medidas “hegemónicas”, buscando estabilizar la situación social y política tras las medidas de shock actuales. Es una realidad que, si pretenden reproducirse en el poder, tendrán que lograr aparecer como un partido de la armonía social, capaz de gobernar también para aquellos sectores sociales cuyos intereses el PRO no representa en primer lugar. El recorte de subsidios y la devaluación podrían, así, ser complementadas con una serie de medidas que busquen relegitimar al nuevo gobierno. Esto puede abarcar aspectos más simbólicos, como una política verde o el mantenimiento de algunas actividades culturales gratuitas y abiertas (cosas que significan muy poco en el presupuesto y, a cambio, aportan legitimidad entre las capas medias). Fundamentalmente, es razonable esperar del PRO el despliegue de un aparato clientelar y punteril de estilo peronista en los barrios pobres. La reaparición de la figura de Moyano, ahora como aparente aliado del gobierno, hace suponer también una vocación de arreglar con la burocracia sindical, aunque no está claro cómo va a resolverse la pulseada por las paritarias, que sin duda será central.
Si la actual política de shock derechista resulta compatible con una hegemonía ideológica del PRO (las elecciones de 2017 serán un test importante al respecto), el nuevo gobierno podría efectivamente barrer con los consensos sociales progresivos construidos en los últimos años. De resultar, harían aparecer de nuevo a la tecnocracia y la apología de mercado no sólo como lo único posible, sino incluso como un nuevo marco de consensos sociales estables. En caso de que el ataque al salario obrero sea compatibilizado con crecimiento económico (no hay garantías de esto, pero tampoco es imposible), se podría imponer un disciplinamiento significativo de la clase trabajadora, forzada a aceptar que los salarios bajos sean el precio a pagar por el crecimiento del empleo.
Si el PRO deberá construir esa nueva hegemonía de la clase dominante frente a una sociedad que, al menos por ahora, no parecía estar derechizada completamente, hay dos elementos más que condicionarán su agenda. El primero son las presiones internas, en un partido con fuertes vínculos con sectores reaccionarios de la iglesia, con los militares y la marina, etc. Estos sectores, que vivieron la victoria electoral como ocasión para la revancha social, están ahora exaltados y creen que les llegó su turno. Estas presiones se ponen de manifiesto en el nefasto editorial de La Nación del 23 de noviembre, por ejemplo. El PRO representa directamente a estos sectores (gobierna para ellos y hasta cierto punto está articulado orgánicamente con ellos), y ha respondido directamente a sus intereses en todos los planos, tanto económicos como simbólicos.
El último elemento, probablemente el más difícil de manejar, es la presión objetiva del ciclo del capital. La economía argentina llegó a fin de año sostenida con alfileres, en un contexto donde la caída de reservas, la baja de la renta agraria y la restricción externa imponían la combinación de devaluación, recorte a los subsidios y otros ajustes que castigarán a los sectores populares. El PRO ya accedió a nuevas fuentes de endeudamiento externo que, sumadas a los potenciales efectos de la devaluación sobre la competitividad y la exportación agrícola, podrían permitirle pilotear la situación sin que el costo social y económico sea imposible de pagar. Si el nuevo gobierno logra relanzar la acumulación sobre las nuevas condiciones y con salarios reales bajos, entonces podría presentarse como una alternativa duradera de gobernabilidad. Pero ello no está garantizado, en una economía mundial que dista de ser estable y en un contexto de importantes debilidades locales. De la manera como el PRO logre articular los intereses que representa con los del conjunto de la sociedad y vérselas con el ciclo del capital, dependerán sus capacidades para construir, o no, una nueva hegemonía política de la derecha argentina, en un escenario que todavía permanece abierto.
El kirchnerismo: un aparato desmoronado, una nueva ola de legitimación social
El kirchnerismo, frente al gobierno, probablemente busque relegitimarse como dirigente político de una (nueva) “resistencia al neoliberalismo”. El margen que tenga para esto dependerá de su capacidad para recomponer una orgánica política desbastada y de los márgenes que le dé el propio gobierno del PRO. El kirchnerismo también se enfrenta a presiones contradictorias. Se ha desmoronado su aparato político, que estuvo construido en torno al Estado y que, perdidas no sólo la presidencia sino también la Provincia de Buenos Aires, dejó de existir tal como lo conocimos. Esta situación empeora si consideramos que se abre ahora una salvaje interna en el PJ, donde los sectores más conservadores viven esta derrota como responsabilidad de la “demasiado izquierdista” dirigencia kirchnerista y pugnarán por retomar el control del partido en las elecciones del año que viene, bajo alguna figura como Urtubey o similares. En el período que se abre, el kirchnerismo deberá recomponerse como fuerza pero también lograr arreglárselas con el viejo PJ que le respondió relativamente mientras aquél tuvo la caja y los cargos, pero que ahora se considera en condiciones de reasumir el mando del histórico partido del orden argentino. Resulta casi imposible imaginar que el kirchnerismo se separe del PJ, ya que eso anularía toda posibilidad de volver al poder el 2019. Es ostensible que un aparato propio les permitiría, a lo mucho, construir una oposición de centro izquierda importante, pero incapaz de ganar las elecciones. El manual de política construido en los años recientes dice que los cambios se logran desde el Estado y que para llegar al poder hay que tragarse unos cuantos sapos, de lo que se deduce que la disputa, por salvaje que sea, con el PJ, se dará en las entrañas del partido. En caso de que el kirchnerismo no logre hegemonizar al ancho continente del justicialismo (lo cual no deja de ser plausible), es probable que la fuerza saliente se recicle como una corriente peronista de centro-izquierda, más o menos significativa pero también más o menos desdibujada dentro del peronismo.
Ahora bien, a contrapelo de su desmoronamiento como aparato político, el kirchnerismo también ha sufrido una nueva ola de legitimación entre sectores progresistas y de izquierda horrorizados por la victoria de Macri. Esto se evidenció, por ejemplo, en la campaña anti-macrista espontánea, en los carteles fotocopiados y escritos a mano pegados en las plazas, importantes actos de rechazo, y en los parques colmados de gente convocada por funcionarios o periodistas kirchneristas, durante los primeros días del gobierno de Macri. El kirchnerismo podría relegitimarse ante una nueva camada de sectores progresistas y populares, auto-invistiéndose como la expresión política principal del anti-macrismo venidero (esto, aun si su participación en la lucha social es negociadora, tímida e incluso si traiciona a los sectores combativos). De su capacidad para reorganizarse como fuerza sin el aparato de Estado, dependerán las chances del kirchnerismo de encolumnar una fuerza política propia, que capitalice la nueva situación y resista o incluso gane la interna pejotista.
Globalmente y allende los matices, parece que vamos a un nuevo contexto, donde tendremos un gobierno “inmediatamente empresario”, con gestos hegemónicos todavía inciertos, enfrentado por un peronismo opositor, en cuyo seno el kirchnerismo intentará legitimarse como línea de centro-izquierda. El grado de agresividad de las políticas macristas, el impacto del ciclo de acumulación y la capacidad del kirchnerismo para organizarse, vérselas con la interna del PJ y legitimarse sin el aparato de Estado, son probablemente los factores que delimitarán la medida en que funcione este esquema. Se trata, en cualquier caso, de una nueva etapa política que modifica el conjunto del mapa y que obliga a la izquierda, también, a revisar sus posiciones y lugares de construcción.
¿Vuelve la resistencia social?
El contexto que se abre plantea serios desafíos para la izquierda, donde es importante hacer varias advertencias. Ante todo, para quienes provenimos de la “nueva izquierda” nacida en el 2001, es preciso evitar recaer en la “ilusión social” y los sueños de retorno a las lógicas de la resistencia noventista. No sólo porque no es inmediatamente evidente que volvamos a las mismas formas de lucha callejera del cambio de siglo; sino también porque aquello implicaría hacer virtud de nuestras taras estratégicas. No hay una relación directa entre el alza de la conflictividad social y el ascenso de una perspectiva socialista y anticapitalista con posibilidades de poder. En 2001 vivimos, en buena medida bajo el influjo del autonomismo, las coordinadoras de base y otras organizaciones “político-sociales”, un fuerte ascenso de luchas que terminó en una profunda laguna política, regalándole la resolución del impasse hegemónico al kirchnerismo. La fracción más lúcida de la burguesía en condiciones de hacerse con el Estado en aquel momento resolvió el desafío lanzado por la lucha social, que se probó, por sí misma, estratégicamente limitada. Alegrarse porque la nueva etapa simplificaría las cosas sería repetir el error de idealizar la resistencia y la falta de perspectivas como reaseguros éticos de una presunta política genuina de los de abajo. La lucha social es indispensable y es el principal motor del cambio social, pero la resolución de los contextos de crisis e, incluso, la acumulación de fuerzas con bases sólidas en períodos de normalidad, sólo se pueden tramitar en el nivel político. Esto incluye las delimitaciones ideológicas, las clarificaciones programáticas, las estrategias de poder globales y la perspectiva de acceso al aparato de Estado como palanca indispensable de la transformación social. Sin una proyección política integral, que incluya en su agenda la necesidad de hacerse con el poder del Estado desde una estrategia de poder global, el “anticapitalismo” queda reducido a una expresión de rechazo ético vacío.
Ahora bien, habida cuenta de lo anterior, también sabemos que en términos inmediatos no se abre una etapa de definiciones estratégicas demasiado precisas, sino de intentar una lenta acumulación de fuerzas en un contexto defensivo. La táctica para esta acumulación, sin embargo, también se define políticamente, en virtud de las características del nuevo momento. La participación en el conflicto social y sectorial, la acumulación desde abajo, será capitalizada políticamente por actores capaces de intervenir en el debate estratégico y, también, de intervenir en la arena electoral. En este contexto, los sectores en lucha que no planteen intervenciones propias para esos niveles, serán representados de hecho ya sea por el FIT o por el kirchnerismo, lo quieran o no.
Las perspectivas políticas para la izquierda
¿Cómo construir una intervención política para la etapa que se abre? En primer lugar, no se confirman pronósticos abusivos desde la izquierda que, una y otra vez, pregonan el “agotamiento del nacionalismo burgués” o que “la clase obrera saltaba el cerco del peronismo”. Ante el cambio de etapa y con el PRO en el gobierno, la figura de Cristina puede crecer en la oposición o en el recuerdo, como la protagonista de un periodo feliz para las clases populares, no suficientemente valorado. Esto permitiría reeditar, también una vez más, algunos tópicos clásicos de la cultura nacional, como el de la “incomprensión del peronismo” por parte de ciertas capas medias vinculadas a la cultura de izquierdas. De ser así, podría reforzarse el liderazgo cristinista sobre un sector muy importante del campo popular. Esta situación, evidentemente, está abierta, en un contexto donde la interna peronista presenta perspectivas complejas para la fuerza de gobierno saliente y no es claro que el kirchnerismo vaya a conducir el peronismo en el futuro
Desde la izquierda anticapitalista pueden delinearse tres tácticas principales para afrontar el periodo que se viene. Es posible que muchos compañeros y organizaciones, ante el estrangulamiento del espacio social y político para la izquierda, decidan “saltar el cerco” e integrarse tardíamente al kirchnerismo. No sería la primera vez que corrientes radicales o anticapitalistas se alineen dentro de una fuerza política dirigida por una dirección burguesa, nacionalista o reformista, que posee ascendencia entre las bases populares. Esto no constituye necesariamente una prueba definitiva de degeneración: la mitad de la IV Internacional luego de la muerte de Trotsky decidió insertarse en partidos de masas (socialistas, estalinistas, nacionalistas burgueses como el MNR boliviano), lo que no impidió que años después encabezaran la construcción de organizaciones políticas independientes. Sin embargo, esa táctica constituiría un grave error en el contexto actual. No hay margen (ni voluntad por parte de las organizaciones militantes) para ninguna “disputa por la dirección” en el seno del kirchnerismo. Apostar a radicalizar en un sentido clasista un fenómeno nacional-popular burgués (como intentó el peronismo revolucionario de los 60/70) resulta extemporáneo hoy. Por medio de una experiencia de “entrismo” se estaría reforzando y embelleciendo una dirección política de la que no es posible esperar más que lo ya conocido: un “capitalismo con inclusión social” que no fue otra cosa que la estabilización de niveles de desigualdad y precariedad del empleo, que no mejoró los datos de los “diabolizados” años 90, aun en el mejor contexto económico de la historia moderna, difícilmente repetible. Una dirección política que, es central señalarlo, tiene el grueso de la responsabilidad por la derrota actual ante la “nueva derecha”. No solo por los groseros errores tácticos cometidos durante la campaña electoral, sino por una tendencia de fondo mucho más decisiva, basada en la desmovilización de la sociedad.
Si bien no puede descartarse del todo como recurso de corto plazo en ciertas circunstancias, un “entrismo” como táctica cínica de crecimiento organizativo conlleva hoy riesgos muy grandes. La pérdida de la propia cultura organizativa se refuerza porque los nuevos militantes influenciados por la táctica entrista están apegados a la expectativa en la dirección de la fuerza política de masas, no en la apuesta a la construcción de una pequeña fuerza política independiente. Sumado a que las fracciones que se desprenden de la dirección habitualmente son minoritarios, en comparación a los grandes batallones militantes, las presiones hacia la adaptación y la integración indefinida son muy fuertes, lo mismo que el riesgo hacia una degeneración cualitativa.
Obligados a resistir una posible nueva oleada de kirchnerización del activismo y sectores del movimiento de masas, otra táctica posible sería reforzar el polo político independiente del kirchnerismo “realmente existente”: el FIT. Sin embargo, el “son todo lo mismo” ante el reciente balotaje, cuando los sectores más conscientes de la sociedad se movilizaban para cerrarle el paso a lo que consideraban su peor enemigo, coronó todo un periodo político caracterizado por una delimitación sectaria con respecto al fenómeno kirchnerista. Esto explica que cuando el mismo kirchnerismo giró a la derecha (con la elección de Scioli como su candidato), esta izquierda no logró capitalizar electoral ni militantemente casi nada. Y esto responde a que podría tener un aspecto de verdad la desconfianza con la que la base social y electoral del kirchnerismo percibe a nuestra izquierda trotskista: en los “momentos decisivos” donde hubo disputas políticas donde se jugaban algo de los intereses populares, las fuerzas del FIT se mostraron neutrales o incluso aparecieron como la “extrema izquierda” del bloque neoliberal: IS ante el conflicto agrario, el PO ante las movilizaciones reaccionarias de Blumberg o todo el FIT ante la Ley de Medios o la expropiación parcial de YPF. Esto se corona con las declaraciones actuales (referidas a Venezuela y Argentina) que sostienen que con el derrumbe de los nacionalismos “la victoria de la derecha puede desatar situaciones revolucionarias” (Altamira). No sólo se trata de un pronóstico disparatado sino que nuevamente coloca al FIT en el campo opuesto a lo más consciente y movilizado de los sectores populares. Adaptarse a esta estrategia parece ser funcional al achicamiento del espacio social y político para la izquierda anticapitalista y socialista como tal.
Finalmente, pensamos que es posible una tercera orientación política para la izquierda, aunque tiene que justificar su derecho a la existencia en una cultura política polarizada entre las tradiciones populistas vinculadas al peronismo y las corrientes sectarias del trotskismo local. Debemos comenzar por permanecer lúcidos, resistir a las presiones y los impresionismos, y a la vez mostrar audacia para conectar con los mejores elementos del proceso popular. Todavía existe un espectro de organizaciones, herencia desgastada de 2001, proveniente de la izquierda social, que puede ser embrión de una izquierda política que hoy no existe. Esta izquierda debe, en primer lugar, impulsar con radicalidad la táctica que los revolucionarios de los años veinte denominaron “frente único obrero”. Desde 1848 los comunistas hemos declarado no tener “intereses propios que nos separen de los intereses generales” de la clase trabajadora. Los revolucionarios no sólo somos el ala más radical del movimiento obrero, sino el mejor garante de la unidad contra los enemigos comunes. Solo sobre el fondo de la mayor unidad es que la “lucha por la dirección” no se vuelve un faccionalismo de secta hostil a los intereses populares. En el periodo que se abre, el interés supremo de las clases populares es hacer fracasar el intento de producir una recomposición derechista de la hegemonía de las clases dominantes que intentará el gobierno de Macri. Si este gobierno tuviera éxito, y derrotara a las clases populares, lograría cerrar el ciclo político y social abierto en 2001 y cambiaría decisivamente, para peor, nuestro paisaje social y político.
En segundo lugar, es impostergable la construcción de una alternativa organizativa que pueda ofrecer un campo político diferenciado de la derecha gobernante y el kirchnerismo opositor. El 2001 no tuvo una expresión unitaria que proyectara en el plano político la contestación social en curso y eso allanó el terreno para ese “hijo distorsionado” de 2001 que fue el kirchnerismo. Paradójicamente, el macrismo es también hijo político de 2001: interpretación derechista del derrumbe del bipartidismo y de la crítica a “los políticos”, “nueva derecha”, con suaves rasgos populistas, caracterizada por una ideología tecnocrática y post-política.
La construcción de una alternativa política es irreductible al simple crecimiento lineal de alguna organización del campo de la izquierda revolucionaria. Requiere procesos amplios de fusión con fenómenos populares, donde las experiencias unitarias de las corrientes radicales y anticapitalistas cumplen un rol fundamental. A su vez, exige superar los rasgos basistas y movimientistas todavía extendidos en buena parte de la militancia social, por un lado, y las lógicas de auto-construcción sectaria, hostil a experiencias genuinas de reagrupamiento, de las fuerzas dominantes de la izquierda política, por otro. El FIT podría contribuir en la construcción de esta alternativa solo si se decide a superar su auto-limitación sectaria y se resuelve a confluir con el carácter plural del movimiento popular de nuestro país. De ello depende que cumpla el rol de catalizador o de freno sectario de la emergencia de esta alternativa política.
Para construir una nueva experiencia política en Argentina es necesario comenzar por estructurar políticamente ese espectro de organizaciones sociales que podrían ser el embrión de una izquierda anticapitalista no sectaria, democrática, abierta a dialogar con las tradiciones plebeyas y populares. Existieron recientes experiencias político-electorales que fueron un avance en este sentido: Pueblo en Marcha en CABA y Provincia de Buenos Aires, el Frente Ciudad Futura en Rosario o el Partido de la Dignidad del Pueblo en Jujuy. Es impostergable que este espectro de organizaciones confluya en una herramienta política unitaria de alcance nacional, un instrumento organizativo plural, presente en todos los terrenos de la lucha de clases, incluyendo el electoral.
Esta “nueva izquierda”, si lograra estructurarse como corriente política a nivel nacional, debería apostar a disputarle al kirchnerismo el nuevo clima de “deliberación social” que produjo el balotaje y que ahora podría transformarse en resistencia social contra el ajuste. Y tampoco puede conformarse con su auto-construcción como tendencia política, sino que debe apostar a ser parte de una confluencia política amplia para el nuevo ciclo de luchas que se avecina. Un frente social y político que sea una referencia para los luchadores y los movimientos sociales, que aglutine a los dirigentes sindicales combativos, a la intelectualidad de izquierda, a las corrientes políticas revolucionarias favorables a las articulaciones unitarias, y a todos los sectores sociales, sindicales y políticos dispuestos a construir un canal de oposición a las políticas de ajuste que preparan las clases dominantes. Debemos demostrar que existe un espacio entre la adaptación y el sectarismo para que la izquierda enfrente el próximo periodo político.