08/12/2024

Argentina: Claves para interpretar un momento de cambios

 
Aquel interminable “año electoral” que fuera 2013 quedó ya muy atrás. La derrota del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner reveló, reconfiguró y agudizó viejos problemas,[1] de modo tal que el país ingresó en una vorágine de incertidumbres y tensiones que anticipa y condiciona el recambio presidencial previsto para 2015. El gobierno imaginaba un diciembre de festiva conmemoración por los “30 años de democracia”, pero resultó ser un mes de crispación y angustias: motines policiales que arrancaron fuertes aumentos salariales, ciudades con “saqueos” primero instigados y luego reprimidos por las “fuerzas de seguridad”  que dejaron un saldo de 13 muertos, millones de habitantes sin luz y sin agua durante semanas…
El país entero ingresó al nuevo año con un gobierno dando manotazos de ahogado. La presidenta antes omnipresente decide ahora recluirse (en la residencia de Olivos, en El Calafate o en la Casa Rosada), matizando el voluntario “enclaustramiento” con discursos por cadena nacional que poco dicen. La gestión cotidiana queda a cargo de un jefe de gabinete parlanchín como vendedor de baratijas y un ministro de economía que dice y se desdice tratando de explicar lo inexplicable.
La fenomenal devaluación de la moneda y el “ajuste” en toda la regla puesto en marcha pasan a ser, en la “neo-lengua” del oficialismo, una gesta nacional y popular que permitirá preparar algún tipo de sucesión kirchnerista-peronista. Entre tanta confusión y volatilidad, aventuramos algunas posibles claves para la interpretación de esta realidad.
 
Reacomodamientos por arriba… y por abajo
 
Ya en 2012 los “cacerolazos” habían visibilizado el descontento de los sectores medio-altos de la población, atizado por “los medios” opositores. Pero el malestar social era generalizado, como bien lo advirtieron los sectores de la burocracia sindical que, abriendo el paraguas y jugando a dos puntas, motorizaron controladas y discontinuas acciones de protesta, acercándose al mismo tiempo a los opositores por derecha.
A lo largo del año 2013 un lento pero persistente incremento en la conflictividad laboral y social culminó con fuertes “paros” y multitudinarias manifestaciones callejeras en algunas provincias, evidenciando la disconformidad de extensos sectores populares que luego se reflejaría en las urnas. Pero todo esto expresa también algo que el conjunto de la “clase política” pretende “barrer bajo la alfombra”: una severa crisis del régimen de partidos y la evidente disgregación de las dirigencias políticas burguesas. 
Discursivamente, el Frente para la Victoria minimizó su derrota electoral argumentando que seguía siendo la principal fuerza nacional, pues las distintas expresiones de la oposición solo podían exhibir victorias “locales”: el Frente Renovador (Massa) en la provincia de Buenos Aires, el PRO y en segundo lugar UNEN en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el Frente Cívico (socialistas y radicales) en Santa Fe, un justicialista disidente en Córdoba, el ex vicepresidente y dirigente radical Cobos en Mendoza… Todo esto es cierto, pero carece de relevancia porque el mismo Frente para la Victoria es un conglomerado heterogéneo de caudillos y fracciones en disputa (desde el “progresismo” de Carta Abierta o La Cámpora hasta el conservadurismo puro y duro de los “jefes” territoriales del Partido Justicialista, pasando por un Daniel Scioli que abona su candidatura presidencial presentándose como “prenda de unidad” de todos ellos). Lo cierto en todo caso fue que, tras reasumir sus funciones,[2] la presidenta decidió cambiar al jefe de Gabinete y al ministro de Economía. “Hemos leído atentamente el resultado electoral, perdimos un millón de votos, por eso hicimos todos estos cambios”, sinceró el diputado Carlos Kunkel.
Jaqueados por la inflación, presiones devaluatorias y fuga de divisas, la presidenta y el gabinete “recargado”[3] debieron adoptar a las apuradas algunas medidas reclamadas por el gran capital: actualizar hacia arriba los “precios cuidados” y salir a buscar una especie de “acuerdo nacional” que permita llegar sin mayores sobresaltos al 2015. Fuerte devaluación y reiterados gestos de “buena voluntad” hacia las transnacionales y los centros de poder económico mundial por un lado, por el otro negociaciones paritarias a las que se pretende imponer un “techo” muy inferior a la inflación: la receta no difiere sustancialmente de lo propuesto por los “opositores”, pero no parece suficiente para poner fin a la compleja crisis en curso.[4]
En este contexto, descartada constitucional y políticamente cualquier posibilidad de reelección de Cristina Fernández de Kirchner, proliferan los “presidenciables”; en primer lugar dentro mismo del kirchnerismo y el PJ: Scioli, Capitanich, Uribarri, Randazzo, Urtubey, Aníbal Fernández… Otro sector del peronismo se reagrupa a paso firme en torno a Massa y su Frente Renovador. Macri sale a provincias intentando un armado más francamente derechista. Y el pelotón de “centristas”, que ahora parecen preferir denominarse de “centro-izquierda” o “socialdemócratas”, es más nutrido aún: Binner, Cobos, Sanz, Pino Solanas, Carrió… Y el rompecabezas se hace más complejo por las posibles combinaciones entre todos ellos.
Para algunos analistas, los pasados resultados electorales y el perfil de los posibles candidatos evidencian el desplazamiento del país hacia la derecha. Otros señalan que en la mayoría de la población persisten valores y aspiraciones que apuntan en un sentido opuesto.[5] En cualquier caso, sería arbitrario identificar el mezquino y conservador “horizonte” de la clase política y la dirigencia empresarial con el malestar social, por difuso y contradictorio que este sea. En el seno de la población coexisten, más o menos conflictivamente, desde actitudes reaccionarias y xenófobas hacia los más pobres y vulnerables, hasta la instintivamente clasista indignación contra la obscena acumulación de riqueza, negociados y privilegios de “los de arriba”, que abona arraigadas aspiraciones al cambio social y a vivir de otro modo. Los reacomodamientos por arriba y las expectativas que crecen desde abajo tienen, potencialmente, distinto signo. ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? Este tipo de incógnitas no se despeja mediante encuestas ni haciendo futurología: decidirán las luchas (y sus resultados). 
 
El kirchnerismo y el ciclo abierto por la rebelión popular de 2001
 
Los kirchneristas recuerdan su capacidad de recuperación tras una derrota anterior (en 2009) y se entusiasman con la “agenda política” de la presidenta. Pero el hecho es que el gobierno ya perdió más de la mitad de los votos que obtuviera dos años atrás y ha ingresado en una “guerra sucesoria” que lo debilitará aún más.
Que el apellido del próximo presidente/a no sea Kirchner introduce ciertamente un elemento de crisis en el anquilosado aparato del PJ. Pero no será tal elemento el condicionante principal del período por venir, del mismo modo que el ciclo económico, político y social recorrido por la Argentina durante estos años no comenzó con la asunción de Néstor Kirchner, sino con la rebelión popular de 2001 y la crisis orgánica a ella asociada.
Las movilizaciones populares que expulsaron al mal gobierno pero se revelaron incapaces de impedir un brutal ataque al nivel de vida y, más aún, de instituir una salida revolucionaria, lograron sin embargo adelantar el fin de la presidencia (mal habida) de Eduardo Duhalde. E hicieron impensable la consolidación de algún gobierno que no contemplara, siquiera parcialmente, las reivindicaciones populares.
El kirchnerismo leyó correctamente la nueva relación de fuerzas y se propuso reconstituir la gobernabilidad y la paulatina normalización del sistema, aprovechando la coyuntura de muy bajos salarios y altos precios de las exportaciones para reactivar la economía y renegociar con quitas el pago de la deuda externa. Néstor Kirchner supo utilizar el imaginario y las utopías “setentistas”, al mismo tiempo que las banalizaba atándolas a un proyecto “refundacional” que asumía como techo y horizonte la idea de un capitalismo “serio” o “normal”. Indudablemente, la anulación de las ignominiosas leyes de Punto Final y Obediencia Debida, el reinicio de los juicios a los genocidas, el rechazo al ALCA y el acercamiento a los gobiernos de Chávez y Lula en función de proyectos de integración regional, así como, posteriormente, la Ley de Medios, ganaron simpatías hacia el gobierno y su modelo.
Un modelo o proyecto que prometiendo un Estado activo alimentó el mito de un capitalismo desarrollista y soberano, al mismo tiempo que facilitó y multiplicó el saqueo de los bienes comunes y la precarización del trabajo y la vida. En la práctica, un Estado superavitario que renegoció la deuda externa con quites significativos y recuperó cierta capacidad redistributiva, aseguró al gran capital (predominantemente extranjerizado) y al sector financiero niveles de ganancia excepcionales, sin dejar de otorgar una serie de concesiones a los sectores populares. El desempleo y la miseria extrema retrocedieron aunque las desigualdades e inequidades sociales no dejaron de aumentar.
Durante la pasada década hubo distintos momentos, reacomodamientos y ajustes, anunciados siempre como “profundización del modelo”. Pese a la inexistencia de reformas estructurales y cambios sociales sustanciales, entre 2003 y 2007, la gestión K ganó credibilidad. Después del enfrentamiento con un gran sector de la burguesía agropecuaria en torno a las “retenciones”, y del golpazo económico y político sufrido en 2009, fue capaz de ganar un “segundo aliento” con la nacionalización de las AFJP, la Asignación por Hijo o la ampliación de derechos con la Ley de Matrimonio Igualitario: en 2011 obtuvo ese 54% de los votos que ahora se esfuman… El pueblo advierte, con mayor o menor claridad, que aquel círculo virtuoso prometido por el kirchnerismo tiene en realidad consecuencias cada vez más dañinas, antinacionales y antipopulares.
Así las cosas, el rumbo y el ritmo de los acontecimientos no dependen ahora del éxito de tal o cual candidato opositor, ni de la habilidad del kirchnerismo para negociar alguna retirada honrosa en 2015. La clave reside en la disposición de lucha del pueblo trabajador y su capacidad de movilización y organización para defender lo conseguido y prestar inmediata atención a las inmensas necesidades insatisfechas. El previsible escenario de roces, fisuras y permanente tira y afloje entre el gobierno, la oposición y las exigencias (internas y externas) del gran capital no debe ocultar lo esencial: es posible y necesario que el pueblo recupere su pleno protagonismo, en el terreno de las luchas y en la construcción de una voluntad colectiva de cambio social y político. Así como el ciclo actual se inició con las luchas populares de 2001, un nuevo auge del protagonismo popular podría lograr que la pasada década, en lugar de terminar en una frustración colectiva capitalizada por los sectores más reaccionarios, reabra un nuevo ciclo de cambios cualitativamente superior.
 
El comienzo del fin
 
La nueva situación ha sido muy bien resumida por Claudio Katz:[6]
 
La derrota del oficialismo y las exigencias capitalistas acentúan los desequilibrios de la economía. El precio del dólar se disparó por la ineficacia del control de cambios y no por el “cepo”. Al pagar sentencias del CIADI, reabrir el canje y confeccionar índices junto al FMI se retoma un endeudamiento innecesario. Este giro irrumpe luego de cancelar pasivos con reservas y desfinanciar al ANSES.
El ajuste fiscal del gobierno es una variante atenuada del gran recorte que exigen los neoliberales. Se renunció a la reforma impositiva progresiva y ahora se presenta la baratura del transporte o el gas como un privilegio.
La inflación ya no deriva solo de bajas inversiones, encarecimiento de exportaciones y acciones de los oligopolios. Se acentuó con la emisión. Como los acuerdos de precios con las empresas han fallado, ahora se intenta imponer un techo salarial.
Los principales ganadores de la década pasada fueron los grupos concentrados. Pero el periodo de alto crecimiento y creación de empleo quedó atrás. La desaceleración del nivel de actividad no se explica por la crisis mundial. El continuado empuje de la demanda ha chocado con exigencias de rentabilidad, que dejan poco espacio para medidas progresistas.
La derecha no piensa recomponer la solvencia fiscal erradicando la corrupción. Con un gran despliegue de anti-chavismo prepara atropellos contra las conquistas sociales. En el nuevo escenario crecen las posibilidades de protagonismo de la izquierda.
 
Es importante advertir que no solo el “modelo económico” debe ser superado por izquierda. También las prácticas políticas del kirchnerismo lucen erráticas y desgastadas. Tras la fracasada opción por Boudou, la jefa del proyecto impuso a Martín Insaurralde como “candidato estrella” en la provincia de Buenos Aires, con el consabido fiasco.  Ahora, la nueva carta son “gestores con capacidad técnica” como Capitanich-Kicillof, cuyo desempeño despierta más dudas que aplausos, incluso en el seno de la “propia tropa”… 
El neoliberalismo de los noventa, aprovechando la derrota de los trabajadores y los pueblos, había travestido la política como gestión a cargo de técnicos poseedores de un supuesto saber neutral capaz de gobernar con eficiencia sustrayéndose a los distintos intereses y el antagonismo social. Pero después de las rebeliones populares que se sucedieron en la Argentina y otros países de Nuestra América a principios del siglo XXI, ya no resultaba posible construir hegemonía y recomponer la gobernabilidad de los viejos regímenes presentándose como gestores “neutrales”. Néstor Kirchner se diferenció de otros fosilizados partidos y dirigentes reivindicando fuertemente el quehacer político o, mejor dicho, el quehacer de los políticos: se reivindicó la política en términos tales que buscaban expropiar al pueblo su protagonismo para convertirlo en apoyatura más o menos pasiva de la política construida por otros.
La verdadera naturaleza del liderazgo político kirchnerista se aprecia al contrastarlo con la carismática y revolucionaria conducción política de Chávez Frías. Mientras en Venezuela se desafiaba y derrotaba la vieja relación de fuerzas cristalizada en la Constitución “puntofijista” y se impulsaba el empoderamiento popular, aquí se fomentaban el “posibilismo” y la delegación. Mientras Chávez intentaba superar el viejo Estado impulsando las Misiones, las Comunas y otras formas de autorganización popular, el kirchnerismo maquilló y sostuvo el régimen político delegativo, operando además para subordinar y/o fragmentar las organizaciones populares.
Es verdad que la apropiación y resignificación de lo político por el kirchnerismo se anotó algunos puntos significativos: cuando Néstor enfrentó y logró modificar la composición de la Corte Suprema de Justicia; con la reanudación de los juicios contra los militares genocidas; y muy especialmente cuando se sumó al “No al ALCA”, y con ello contuvo y congeló la crisis de la institucionalidad política y jurídica argentina (pero no la solucionó ni mucho menos democratizó). Y si supo mostrarse dinámico, innovador y hasta irreverente frente a los partidos e instituciones del régimen (lo que entusiasmó al pueblo y enojó a sectores del poder), poco a poco se descubrió que la pregonada “transversalidad” reconducía… al Partido Justicialista.
La política sistémica muestra nuevamente su viejo rostro ajado y putrefacto y, precisamente por ello, se intenta un nuevo desplazamiento desde lo político a la “gestión”. Los ajustes que están dispuestos a implementar tanto el oficialismo como la oposición buscan presentarse como medidas dictadas por la “realidad”. También en nombre del realismo el gobierno inició una mayor aproximación a la jerarquía eclesiástica limitando aún más la política de extensión de derechos que se implementaba desde arriba, como se hizo evidente con la reformulación del proyecto del nuevo Código Civil por el oficialismo.
La presidenta sigue hablando de “profundizar el modelo”, pero se trata ahora de un llamado a hacer más de lo mismo, pero al revés. Y todo el Frente Para la Victoria, incluso su ala más “progresista”, entrampado en la lógica de “gestionar” desde los despachos y oficinas, la opción por “el mal menor” y el reinado de lo “posible”, ha comenzado a retroceder en toda la línea.
 
Encuentros y desencuentros por derecha
 
La oposición burguesa encuentra puntos de convergencia en el rechazo al kirchnerismo, en la búsqueda de alianzas con los potentados del agronegocio y el gran capital local o extranjero, y en la exigencia de mayor disciplina social, a los palos si fuese necesario. También los aproxima un visceral antichavismo. Pero están lejos de tener un común proyecto alternativo.
El Frente Renovador, fortalecido por un rotundo triunfo en la provincia de Buenos Aires, sigue atrayendo a peronistas de todo pelaje y tránsfugas de otras vertientes, y se presenta como creíble alternativa de gobierno y alardea de tener proyecto y capacidad de gestión, pero su “equipo” es un rejuntado de antiguos colaboradores del kirchnerismo (como lo fuera Massa mismo).
Macri busca diferenciarse con un perfil más decididamente “antipopulista” y autoritario sin asumirse empero como líder derechista: quiere consolidar su ascendiente sobre un sector de la población claramente reaccionario, elitista, xenófobo y partidario de la mano dura, pero sabe que con ello no le alcanzaría ni siquiera para disputar la presidencia y se presenta entonces como un poco creíble moderado de centro...
Los radicales (diferenciados según sigan a Sanz, Aguad, Cobos o…), el Frente Amplio Progresista (“socialistas” a lo Binner, tránsfugas del radicalismo como Stolbizer y renegados de la izquierda como Libres del Sur), los de UNEN (Coalición Cívica de Carrió, restos de Proyecto Sur con Pino Solanas y radicales varios de Capital) constituyen un bloque heterogéneo que desplazándose hacia la derecha insiste en identificarse como un nuevo espacio de centro-izquierda o socialdemócrata. Se dicen dispuestos a conformar un espacio (posiblemente UNEN) que dirimiría candidaturas en las “internas abiertas”, pero por ahora no tienen siquiera un discurso común. 
Los partidos y liderazgos políticos del sistema están en una crisis que, por el momento, parece un proceso de descomposición más que de recomposición. Carecen de proyectos, de genuina militancia e inserción social. Ofrecen sus servicios a los reales factores de poder (que tampoco tienen muy claro cómo actuar ante la crisis estructural del capital) y protagonizan campañas marquetineras para dar una pátina de participación y legitimidad a un régimen decadente.              
 
Agotamiento de la centroizquierda
 
La debacle de los agrupamientos políticos de centroizquierda en sus diversas vertientes merece también algunas consideraciones. Ya en anteriores ocasiones hubo fuerzas políticas de centro-izquierda que crecieron para luego implosionar, desmoralizando militantes y traspasando dirigentes a las formaciones más tradicionales. El Partido Intransigente en los ’80 y el Frente Grande en los ’90 alentaron esperanzas de millones, pero terminaron con más pena que gloria. No se llegó a tales resultados producto de la mala suerte o las falencias de tal o cual dirigente, sino por la lógica de construcción política característica de los políticos que se inscriben en este tipo de espacios y los conduce en la misma dirección. Pueden diferir en el programa que levantan (más o menos “izquierdista”) o en el perfil (más o menos contestatario) de las candidaturas, pero coinciden en la prédica de que el cambio social posible solo puede surgir desde el seno y según las reglas de las “instituciones democráticas”, incluso cuando estas poco tengan de democráticas. Esta concepción y práctica política deriva en la “acumulación de fuerzas” mediante acuerdos con otras agrupaciones o partidos de presencia institucional y generalmente a su derecha, a los que terminan subordinándose. En su momento, el Frente Grande llegó al poder junto a De la Rúa con los resultados ya conocidos. Ahora, desde Hermes Binner hasta Tumini, pasando por Luis Juez y Pino Solanas, patéticamente se UNEN en torno a una convergencia liberal-republicana claramente reaccionaria.
Es verdad que un pequeño sector proveniente del FAP, encabezado por Claudio Lozano y Víctor De Gennaro, referentes de un sector de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) y dirigentes del flamante partido Unidad Popular, se negaron a ir con los radicales en las recientes elecciones, pero incluso en ese momento lo hicieron sin diferenciarse de un Binner al que, por el contrario, le dieron la tribuna de su Congreso fundacional. Los dirigentes de esta Unidad Popular sostienen desde hace casi dos décadas una orientación que los llevó a ser parte del Frente Grande, del Nuevo Encuentro, del FAP... Y durante todo ese tiempo hicieron aportes para el desgaste de luchas importantes y la parálisis de valiosas iniciativas como el Frente Nacional contra la Pobreza o la Constituyente Social, al encajonarlas en la búsqueda de alianzas electorales mediante la cual esperaban (infructuosamente) imponer sus propuestas. No en balde, decenas de miles de trabajadores y jóvenes y muchas de las agrupaciones de base que los acompañaron en el pasado hoy ya ni siquiera los votan, como lo prueba el pobre desempeño de sus candidatos en las recientes elecciones.
 
Oportunidad, límites y nuevas responsabilidades para la izquierda
 
El sector del progresismo que se plegó al gobierno se justificaba diciendo que “a la izquierda del gobierno solo está la pared”. Las pasadas elecciones mostraron otra cosa. Casi un millón y medio de votos fueron hacia opciones de izquierda, en su mayoría hacia el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT), que logró tres diputados nacionales, aunque también hubo candidaturas provinciales que pueden tener gran potencialidad, como la elección del metalúrgico Oscar Martínez en Tierra del Fuego.
Entre las razones de la buena performance del FIT –junto a la extendida desconfianza  hacia los políticos tradicionales y la debacle del centroizquierda– se encuentra la capacidad de articular a tres organizaciones trotskistas (Partido Obrero, Partido de los Trabajadores Socialistas e Izquierda Socialista) en una opción a escala nacional, así como su intervención en luchas sociales y políticas a veces emblemáticas, como lo fueron la nacionalización de la Fábrica Sin Patrones “Zanon” o la exigencia de castigo a los responsables del asesinato del joven militante Mariano Ferreyra. La propaganda del FIT hizo centro en importantes reivindicaciones de los sectores populares, como la carestía, las jubilaciones, la precarización o la entrega del petróleo, presentadas en lenguaje comprensible y por gente del pueblo.
Hace poco más de una década, la rebelión de 2001 había ofrecido una oportunidad que esta izquierda concentrada en su autoconstrucción, y renuente a asimilar las enormes energías populares que desde abajo emergían, fue incapaz de aprovechar. Pareciera surgir ahora una segunda oportunidad, en una situación muy diferente y con un pueblo aun desperezándose. Pero las organizaciones que integran el FIT solo podrán estar a la altura de las tareas del momento desprendiéndose del dogmatismo sectario que los hace ajenos a las ricas, complejas y plenas de contradictorias experiencias de lucha y cambio social en América Latina, en especial en Venezuela. Asimismo, una concepción de la lucha política y social que privilegia “la construcción del partido” (en realidad, tres partidos enfrentados entre sí) y desconoce la estratégica tarea de construcción del poder popular, hace que el FIT no logre superar la escisión entre la lucha económico-social y la política, amén de alentar continuos conflictos sectarios. El público enfrentamiento entre el Partido Obrero y el Partido de los Trabajadores Socialistas, en el momento mismo en que asumían sus bancas los tres flamantes diputados nacionales, no permite ser muy optimista.
Por fuera del FIT, algunas expresiones de otra izquierda en gestación (“nueva-nueva izquierda”, “izquierda independiente”, “izquierda popular”, etc.), surgida con las luchas sociales y políticas que marcaron el pasaje al siglo XXI en Nuestra América, se presentaron por primera vez a elecciones en unas pocas ciudades. Con características diferentes, lo hicieron Marea Popular (en el frente Camino Popular) en la Ciudad de Buenos Aires; Patria Grande y Frente Popular Darío Santillán Corriente Nacional (en el Frente Ciudad Nueva) en La Plata; Marea Popular en Luján; Ciudad Futura en Rosario; y el Partido por un Pueblo Unido en Jujuy, logrando resultados satisfactorios aunque no ganaran banca alguna. Caso aparte es el ya mencionado de Tierra del Fuego, donde Oscar Martínez, un reconocido luchador de izquierda y dirigente metalúrgico no solo fue electo, sino que su Movimiento Solidario Popular quedó posicionado como la segunda fuerza política de la provincia.
A pesar de que esta “otra izquierda” llegó a las elecciones de 2013 tarde, dividida, mal preparada y relativamente opacada por el FIT, el balance de esas experiencias puede ser considerado positivo y promisorio, en cuanto ratifica que es posible y necesaria la confluencia de múltiples organizaciones antes dispersas en torno a una común perspectiva política de emancipación social y nacional. Algunas de estas organizaciones (Frente Popular Darío Santillán-Corriente Nacional, Marea Popular y con ellos otros muchos colectivos o grupos socio-políticos y culturales) han iniciado un proceso de fusión con una capacidad de atracción significativa y que puede aún ser multiplicada. Son pasos que cabe saludar, sin caer en un optimismo ingenuo y advirtiendo que el verdadero desafío está por delante. La izquierda popular en construcción deberá ser capaz de hacer política sin atenerse a las reglas de lo “políticamente correcto”, intervenir en la institucionalidad “democrática” para desafiar sus límites y, sobre todo, ir delineando otro proyecto de país, asumiendo las transformaciones estructurales imprescindibles para afrontar los principales problemas de la nación y el pueblo. Desde abajo y a la izquierda, construyendo poder popular, avanzando objetivos y ejes políticos concretos acordes al despliegue de la lucha de clases a todo nivel: asumiendo el inevitable conflicto entre el “ajuste” en marcha y las aspiraciones del pueblo trabajador. Trabajando por hacer realidad el sueño de un país distinto, integrado en una Nuestra América por fin libre, soberana y emancipada, en lucha por un socialismo para el siglo XXI.

 

 


[1] Deplorable estado del transporte ferroviario; depredación social y ambiental derivadas de la mega-minería, los emprendimientos sojeros y el negocio inmobiliario; concesiones a la petrolera Chevrón y resignación de la soberanía nacional ante los dictámenes del CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones) que depende del Banco Mundial... También, obviamente,  la inseguridad agitada por los medios y potenciada por el muy real accionar de bandas narco-policiales en los barrios más pobres. Y la inflación, que deteriora salarios y planes sociales, aunque las estadísticas trucadas del INDEC digan otra cosa. Todo ello agrietó la mística “refundacional” que el kirchnerismo supo imprimir a la acumulación de su poder político entre los años 2003-2013.
[2] Recuérdese que por razones de salud Cristina Fernández de Kirchner debió observar 45 días de reposo absoluto, que la mantuvieron alejada del proceso electoral.
[3] Muchos fueron los cambios, pero el centro de gravedad del nuevo gabinete pasa por las figuras del conservador ultracatólico Jorge Capitanich y el economista keynesiano Axel Kicillof.
[4] Aun reconociendo que la “muñeca” del Banco Central frenó la caída de las reservas y no se está al borde de una hiper-inflación, presentar como cartas de triunfo un ritmo de devaluación del 50 o 60% en el año y una inflación que en 2014 podría llegar al 45% no resulta nada convincente.
[5] Estudio de Flacso/Ibarómetro, mencionado por José Natanzon en un artículo publicado en Página 12 el 24 de noviembre 2014.
[6] “La economía desde la izquierda I: coyuntura y ciclo”, Claudio Katz – La Haine,  29/11/2013. 

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