21/12/2024
Por Goodbar Pablo
Publicado en Dossier, Guerra y genocidio en Palestina: colonialismo y resistencias en tensión
El sionismo es una corriente nacionalista originada en sectores de la comunidad judía azhkenazí de Europa Occidental a fines del siglo XIX. En sus inicios, tuvo la oposición de la mayoría del judaísmo religioso europeo y también de los sectores influidos por la “asimilación” y la “izquierdización” en la comunidad.
La confusión entre antisionismo y antisemitismo es una decisión deliberada del sionismo para encubrir su política colonialista y discriminatoria en Palestina y en la región. Esclarecer esa confusión deliberada es esencial para ampliar el apoyo popular a la causa palestina.
1. Judaísmo: de la religión a la “identidad étnico nacional”
El judaísmo es una religión monoteísta surgida en el pueblo hebreo. Los hebreos fueron uno de los pueblos en el territorio histórico conocido como Canaán o Palestina desde hace más de tres mil años. Ese territorio en sentido estricto incluye a la Palestina ocupada y el Estado de Israel, y en sentido amplio también a Jordania, Líbano, Siria, y parte de los actuales estados de Irak y Turquía. Contra el discurso sionista, la religión judía no surgió exclusivamente en la “Tierra de Israel”sino en un proceso de intercambio cultural con la Babilonia histórica (en el actual Irak).
Es entre los pueblos cananeos que comienza el moderno concepto moderno de ““monoteísmo” (una religión con una sola deidad) a partir del culto a “El” que deriva en “Yahvé” / “Jehová”, como deidad del pueblo hebreo. En esta etapa, el judaísmo era la religión de un pueblo específico, y las identidades religiosa y étnica estaban fuertemente unidas.
Pero ya desde el siglo VIII A.C, el judaísmo buscó desarrollarse entre otros pueblos. Toda religión que contenga en su lógica una visión totalizadora de la existencia es por su propia naturaleza una propuesta a ser difundida por sus fieles.
En ese sentido, el judaísmo fue la primera religión proselitista en el mundo del Mediterráneo, y se extendió entre distintos pueblos (de los bereberes del norte de África al actual territorio de Yemen en la península arábiga, del pueblo túrquico jázaro en Asia Central al mundo sefaradí en el sur de España, etcétera). El judaísmo fue dejando de ser la religión propia de un solo pueblo, y se transforma en la primera “religión monoteísta moderna”. Ese proceso será desarrollado después por el cristianismo y el Islam, que tuvieron logros muy superiores en sus objetivos proselitistas.
En un largo proceso histórico, el idioma hebreo fue dejando de ser un idioma de uso cotidiano de un pueblo para convertirse en la lengua de los rituales religiosos judíos. De un modo similar, el latín se transformará en el idioma del culto religioso de la Iglesia Católica.
El proselitismo no fue cuestionado por la mayoría de los pensadores judíos religiosos durante la mayor parte de los últimos dos mil años. Sólo con el surgimiento del nacionalismo europeo en el siglo XIX, comenzó a ser negado en sectores crecientes de la comunidad judía europea, y también por el “antisemitismo” racial. El objetivo de esa negación era claro: utilizar la idea fuerza histórica y religiosa del “Pueblo Elegido” para sostener que se trataba de un solo pueblo que había perdido su territorio original (la “Tierra de Israel”), y que ese pueblo tenía un derecho ancestral (histórico y religioso) sobre Palestina.
La dominación de Palestina por el imperio romano en el siglo I fue contemporánea con la aparición del cristianismo, que surge como una corriente religiosa dentro del propio judaísmo. El cristianismo se expandió entre distintos pueblos de Asia, Europa y África, con el Mediterráneo como eje geográfico. En 380 D.C se convirtió en la religión oficial del imperio romano, y avanzó el proceso de “cristianización” de la mayoría de los pueblos europeos, por medios políticos y militares.
En cambio, la expansión del judaísmo fue mucho más limitada, porque el cristianismo ocupó el rol de religión dominante desde fines del siglo IV. Intentó sumar adherentes en la misma región mediterránea, con resultados menos “exitosos” que el cristianismo o el Islam (una corriente religiosa originada en la península arábiga en el siglo VII, que se reconoció explícitamente dentro de la tradición judeo-cristiana). Pero logró desarrollarse entre pueblos muy distintos, desde sectores bereberes en el norte de África hasta el reino jázaro en Asia Central.
Uno de los mitos fundantes del sionismo, basado en elementos históricos de la tradición judía, es el “éxodo” y dispersión del pueblo hebreo a fines del siglo I y principios del siglo II. A partir de ese éxodo se habrían desarrollado las distintas comunidades de religión judía (desde Marruecos hasta Asia Central, desde España hasta el este de Europa, de Yemen a Etiopía). Las investigaciones históricas muestran que sólo una parte de la élite religiosa y cultural se fue de Palestina en esa etapa, y que la mayor parte del pueblo hebreo (mayoría de campesinos y pastores) permanecieron en el territorio (Sand, 2011, p.145-207).
La identidad judía se desarrolló en distintas culturas durante siglos. Los “sefaradíes” se originaron en los pueblos del norte de África (el Magreb del mundo árabe, en Marruecos, Túnez, Argelia, Libia, Mauritania, Sahara Occidental), y fueron parte de la historia cultural española durante siete siglos. “Sefarad” es el territorio de España en la literatura medieval hebrea. Los “mizrajíes” son las comunidades judías del este del mundo árabe (el Mashriq, que incluye Palestina, Jordania, Líbano, Siria, Egipto, Arabia Saudita, Irak,). Hay otras comunidades étnicas de religión judía (como en Etiopía, el Beta Israel; en Yemen ; o incluso los Lemba en Sudáfrica y Zimbabue). Es imposible comprobar una “identidad étnica común” entre tan diversas comunidades, y tampoco con las comunidades judías de Europa Central y Oriental, los “ashkenazíes” (Ashkenaz es Alemania en hebreo).
Es preciso señalar que los términos que designan a las dos principales comunidades judías (Ashkenaz y Sefarad) buscaban enmarcarse en el prestigio político cultural de ambas entidades, Alemania y España. La inmensa mayoría de los “ashkenazíes” no provenían de Alemania ni eran alemanes, y la comunidad sefaradí se desarrolló entre los pueblos bereberes del Magreb en un etapa anterior a ser parte del Al Andalus en el sur de España.
A fines del siglo XIX, más del 80 % de los judíos vivían en el este de Europa, en territorios del Imperio Ruso y del Imperio Austro-Húngaro. Esta población era “azhkenazí”. Las evidencias históricas señalan que se trataba de la dispersión del antiguo pueblo jázaro, convertido al judaísmo en Asia Central a partir del siglo VIII. Este pueblo judío en Europa Oriental hablaba un idioma propio (el ídish, que reunía elementos del hebreo, alemán y distintas lenguas eslavas), y constituía parte importante de la población en las actuales Polonia, Bielorrusia, Ucrania, Lituania y Rusia.
El “mundo ídish” (el “yiddishland”) tenía elementos culturales propios: una lengua, una religión, aldeas propias, y era fuertemente discriminado por la nobleza de los dos grandes imperios donde residía (los “ghettos”, la prohibición de realizar determinadas actividades económicas y acceder a puestos en el aparato estatal y educativo, etcétera). En ese universo, el avance del laicismo y de los Estados nacionales modernos (a partir de la Revolución Francesa y de las transformaciones sociales en la Europa del siglo XIX) provocaron importantes cambios, que trastocaron profundamente la vida cotidiana.
El laicismo creciente se vinculó con la “asimilación” de la población judía en Europa Occidental (es decir, el otorgamiento de derechos civiles a los nuevos ciudadanos de los estados), y una parte importante de esa población fue abandonando a su tradición religiosa como elemento principal en su existencia cotidiana. Comienza a desarrollarse la idea del judaísmo como “identidad étnico-cultural” más que como una identidad religiosa.
Es el momento histórico en que surge el “antisemitismo”, como fenómeno de la modernidad europea.
2. Antisemitismo: una categoría racista
El antijudaísmo en la Europa medieval era principalmente un prejuicio basado en motivos religiosos. Para esa concepción, los judíos eran quienes se habían negado a reconocer a Jesús como hijo de Dios, como figura central en la nueva religión cristiana. A nivel popular, en una etapa histórica donde la Iglesia tenía el monopolio de la identidad religiosa “correcta”, el judaísmo era muy importante como representación de la diversidad, del otro entendido como “enemigo”. Los judíos eran responsables de la muerte de Jesús (eludiendo, por cierto, cualquier responsabilidad del Imperio romano en ese supuesto hecho), y debían ser repudiados. En la España de los Reyes Católicos, esa ideología antijudía se combinó con la retórica antimusulmana utilizada durante la “Reconquista”, una construcción discursiva útil para la dominación de Castilla y Aragón sobre la península ibérica.
En cambio, el uso de la categoría “antisemitismo” no se basó en una concepción religiosa, ni precisó para su construcción de un supuesto histórico. La responsabilidad en la muerte de Jesús es un suceso incomprobable e incierto, pero se presentaba como un hecho “histórico” ante los ojos de la sociedad de su época. El “antisemitismo” es una categoría racista o racializada, que se desarrolló en la Europa del siglo XIX al calor del surgimiento del nacionalismo de las potencias dominantes. Este nacionalismo supremacista dividió con claridad entre los pueblos que tendrían “derecho” a la construcción de su Estado Nación, y otros pueblos que no tendrían tal “derecho”. Invocaron distintos argumentos para esa división: los derechos históricos, su peso económico, el papel de la lengua, y por supuesto la “raza”.
Esta concepción racista tenía una finalidad concreta: justificar la dominación de las potencias europeas sobre el conjunto de los pueblos del mundo, un supuesto que también utilizaron para los pueblos europeos que consideraron incapaces de “construir su propio Estado”. Desde fines del siglo XVIII los judíos se transformaron discursivamente en una “raza semita”, opuesta a la supuesta “raza aria”, que era considerada superior.
El “antisemitismo” es una corriente ideológica y política moderna, que negó la historia del judaísmo como religión proselitista. El estereotipo del judío odiado por el “antisemitismo” será el judío de la Europa Oriental, el “mundo ídish” con su idioma y cultural particulares, que se extendía desde Rusia hasta Alemania.
El término “semita” comienza a utilizarse en el universo de la filología comparada en 1781 (Chedid, pág. 111), en la búsqueda del “proto lenguaje” originario. Es la forma particular que toma el racismo moderno en esa disciplina. Las lenguas “semitas” se oponían a las lenguas “arias”, supuesto origen del germánico europeo. El racismo positivista del siglo XIX buceará en ese “proto lenguaje” un sentido de la superioridad “racial”.
El término “antisemita” lo comienza a utilizar un periodista alemán, Wilhem Marr, en 1879. Varias organizaciones de la derecha europea de entonces reivindicaron la nueva forma de odio al judaísmo, como la Liga Antisemita de Francia.
En la postura que compartimos (Chedid, 2009), el uso de esta terminología (“ario”, “semita” y “antisemita”) constituye un profundo error histórico y cultural, y tiene gravísimas consecuencias históricas y políticas, racistas y discriminatorias. La existencia de pueblos “arios” y “semitas” se sostiene en estos supuestos racistas, con fines de dominación colonial e imperialista.
El odio a los judíos debe llamarse por su nombre: es judeofobia. Los sectores dominantes del mundo actual no discriminan al judaísmo en su discurso público desde hace mucho tiempo. Pero en las últimas décadas, como resultado de las políticas del imperialismo estadounidense y del estado israelí, crece el odio a las comunidades islámicas y árabes, es decir la islamofobia y la arabofobia. Estas discriminaciones son potenciadas constantemente por el aparato mediático y cultural de Estados Unidos y el “mundo occidental”.
Desde la década de 1880 hasta principios del siglo XX se desata una nueva ola de pogromos contra el pueblo del “mundo ídish” en Europa del Este. Los pogromos eran matanzas colectivas a las comunidades o a los ghettos judíos en el Imperio Ruso, que tuvieron base en el antijudaísmo tradicional desde la Edad Media. Reciben ese nombre a partir del asesinato del zar Alejandro II por parte de una organización populista rusa en 1881. Los nuevos ataques masivos a los judíos, auspiciados por la nobleza rusa, tuvieron consecuencias. Millones de judíos ashkenazíes emigraron a América, especialmente a Estados Unidos y a Argentina (Traverso, 2003), y a Europa Occidental. Los nuevos ataques combinaron elementos ideológicos del viejo antijudaísmo con el nuevo “antisemitismo”, y popularizaron esta categoría.
A fines del siglo XIX, en Francia, uno de los países en donde más había avanzado la asimilación judía a la ciudadanía estatal, un suceso político y judicial conmovió al país y al judaísmo europeo. Fue el “Caso Dreyfus”. En 1894, el capitán francés Alfred Dreyfus fue acusado de espionaje a favor de Alemania. La opinión pública y el sistema político lo condenaron públicamente, remarcando su carácter judío, en una campaña racista “antisemita”, con miles de franceses cantando “muerte a los judíos”. En 1898, el escritor Emile Zola publicó un folleto en defensa de Dreyfus “J’accuse”. Después de ser condenado y puesto en prisión en la Guyana francesa, el capitán fue rehabilitado en su condición militar en 1906.
Este caso afectó profundamente a sectores importantes de las capas medias y la intelectualidad judía de Europa Occidental, que veían frustradas las perspectivas de la “asimilación”. En los debates del Caso Dreyfus se fue conformando la ideología sionista. De hecho, Theodor Herzl era un judío asimilado del Imperio Austro Húngaro, indiferente a los problemas del “antijudaísmo” y el “antisemitismo”, que a partir de estos sucesos escribió su texto fundador del sionismo (Herzl, 1960).
3. Sionismo: un proyecto supremacista
En ese contexto histórico originario de los nacionalismos y de los estados modernos en Europa, se desarrolla el sionismo. Nace entre sectores intelectuales de Europa Occidental, en países donde las comunidades judías eran minoritarias y estaban en proceso de integración social a los nuevos estados. Muy rápidamente sus fundadores advierten que la base social para la realización de su proyecto nacionalista (conseguir un Estado judío para las comunidades judías europeas) debía buscarse en el este de Europa, donde vivía la mayor parte de los judíos del continente y del mundo, sufriendo los pogromos y la discriminación económica y política.
En su primera época, el sionismo era una corriente muy minoritaria dentro del “mundo ídish”. Mayoritariamente los sectores religiosos, los rabinos con mayor predicamento, rechazaron al sionismo como una ideología contraria a su tradición (Rabkin, 2008). Desde esa perspectiva, el “retorno” efectivo a la “Tierra de Israel” era una concepción equivocada, dado que el judaísmo es una identidad religiosa universal. La identidad sagrada de ese territorio no implicaba una apropiación material concreta, sino una referencia religiosa, sin carácter territorial ni “nacional”.
El sionismo tampoco era mayoritario entre los sectores influidos por el proceso de secularización y laicización. Entre los sectores de capas medias de Europa Occidental, predominaba el liberalismo político, es decir la búsqueda de integrarse con plenos derechos en sus respectivos estados.
En el “mundo ídish” de Europa Oriental tenían fuerza otras propuestas políticas. El Bund (Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia) se crea en Vilna (Lituania) en 1897, y fue una corriente mucho más representativa que el sionismo. Era una corriente que reivindicaba al mismo tiempo la identidad de clase, la cultura azhkenazí y al ídish como idioma. Se oponía tanto al sionismo como a otras corrientes de la izquierda socialista de su tiempo. Otros sectores importantes de los trabajadores e intelectuales judíos de Europa del este formaron parte de la lucha contra el zarismo, desde una perspectiva socialista, e integraron las distintas organizaciones socialistas de esa época.
Desde sus orígenes en el primer Congreso Sionista (Basilea, 1897), el sionismo buscó asociarse con las potencias para conseguir su objetivo de transformar a Palestina en el “Hogar Nacional” de los judíos europeos. Al principio intentaron negociar con el Imperio Otomano, que tuvo al territorio palestino bajo su control durante cuatro siglos, hasta 1917 cuando pasó a estar bajo control británico. Pero los contactos con los dirigentes del Imperio inglés comenzaron desde los primeros días del sionismo como movimiento nacionalista. Seguramente esas relaciones fueron facilitadas por la existencia de una relevante corriente “sionista cristiana” entre las capas dirigentes inglesas ya desde el siglo XVI a partir de la separación protestante con la Iglesia Católica (Sand, 2013, p. 145-178).
El Imperio británico consideró útil asociarse con la propuesta sionista, no sólo por “coincidencias bíblicas”, sino por razones de dominación política. En 1907, el primer ministro Campbell-Bannerman formó una comisión que redactó un informe sobre la política a aplicar para consolidar su dominación colonial. Este informe sólo tomó estado público en 2007, y su veracidad aún se debate en ámbitos académicos. Pero el informe es verosímil con la política británica efectuada en esos años a través del Mandato Británico en Palestina. En 1915, Herbert Samuel (diputado británico judío azhkenazí, y posterior Comisionado del Mandato entre 1920 7 1925) elaboró un memorándum que apoyaba la postura sionista y reforzaba la política colonial del Imperio en la región.
En elinforme Campbell-Bannerman, podemos leer: “Hay pueblos (los árabes) que controlan grandes extensiones de territorios con abundantes recursos al descubierto y ocultos. Dominan las intersecciones de las rutas del mundo. Sus tierras fueron la cuna de las civilizaciones y religiones humanas. Este pueblo tiene una sola fe, una lengua, una historia y las mismas aspiraciones…si por casualidad, esta nación se unificara en un Estado, tomaría los destinos del mundo en sus manos y separaría a Europa del resto del mundo. Tomando estas consideraciones seriamente, un cuerpo extranjero debe ser plantado en el corazón de esta nación para prevenir la integración de sus extremos de tal manera que desgaste sus poderes en guerras sin fin” (Antisemitismo: El intolerable chantaje, 2009, p.163-164).
Este “sionismo cristiano” no estuvo solamente ligado a los orígenes del proyecto sionista en Palestina. Actualmente el peso de ese sector en Estados Unidos repercute en forma directa en la colaboración permanente entre la potencia imperial y el Estado de Israel. Después de la guerra de 1967, la relación principal de Israel será con el imperialismo yanqui.
La Declaración Balfour (1917) favorable a un “Hogar Nacional Judío” en Palestina no significó inicialmente que la mayoría de los judíos emigrantes del este europeo fueran a ese territorio. Como ya señalamos, en general emigraban a Estados Unidos, Argentina y a otros países de América. Pero la Ley Johnson-Reed (1924) fijó “cuotas” de inmigración por países y limitó la salida de la comunidad azhkenazí hacia EEUU. El ascenso del nazismo al poder en Alemania en 1933, y el genocidio nazi sobre judíos y otros sectores sociales (gitanos, perseguidos políticos, eslavos, minorías sexuales) incentivaron la inmigración masiva. En ese contexto histórico, existieron negociaciones de la derecha sionista con el poder político en Alemania para promover la salida de los judíos hacia territorio palestino (Brenner, 2011). Esta política, completamente inmoral y antiética, no tuvo resultados prácticos considerables.
Sólo después del asesinato masivo de la mayor parte de la comunidad azhkenazí en los campos de concentración nazi, el sionismo se fue convirtiendo en la corriente principal de estas comunidades, tanto entre los sectores religiosos como en las corrientes laicas.
A partir de la Declaración Balfour, el sionismo promovió la emigración y la compra de tierras a terratenientes árabes (que no eran palestinos, y vivían en otros países de la región), buscando modificar tanto la propiedad de la tierra y la composición demográfica de Palestina. Propagandizaron una idea falsa: que a la población en Palestina no le importaba en qué zona del mundo árabe vivía, que se trataba de un pueblo desinteresado de la propiedad y cultivo de la tierra. Organizaron una política de transferencia poblacional “pacífica” basada en esa idea, sin obtener los resultados deseados (Masalha, 2008).
El concepto sionista de “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” es racista, en línea con el nacionalismo colonial europeo del siglo XIX. Y al mismo tiempo es completamente falso. La comunidad palestina estaba (y sigue estando) profundamente arraigada a su tierra, no sólo en términos nacionales, sino como comunidad agraria.
Para la justificación ideológica de su proyecto colonial supremacista, el sionismo transformó a determinadas disciplinas en herramientas útiles. Busca encontrar argumentos históricos, arqueológicos, lingüísticos, biológicos y bíblicos. Se trata de “probar”, por distintos medios, la continuidad histórica del pueblo hebreo en la región. Con el mismo sentido, niegan toda entidad nacional a Palestina (llaman “árabes-israelíes” a palestinas y palestinos, que son más del 20% de la población del estado israelí), y dominan a otras identidades religiosas y culturales que habitualmente tienen un rol subordinado en el territorio (beduinos, drusos, bahaíes).
En la disputa ideológica, en su propia “batalla cultural”, el sionismo precisa la existencia de un enemigo al que pueda calificar como “antisemita”. El “antisemitismo” biológico y racista surgido en el siglo XIX, con el trágico resultado del exterminio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, fue un fenómeno real. Actualmente ese “antisemitismo” es un fenómeno marginal, ausente en la ideología de las corrientes ultraderechistas que avanzan en todo el mundo. Por el contrario, la ultraderecha está vinculada estrechamente con los intereses del Estado de Israel, y es prosionista. Esta política potencia, por cierto, la judeofobia.
El discurso sionista es que el “antisemitismo” acecha a todo el judaísmo en forma constante desde hace dos mil años. Ese discurso es funcional a la dominación colonial en dos sentidos que se complementan. En primer lugar, para afirmar la existencia biológica de un único “pueblo de Israel”, derivado directamente de los hebreos de Canáan, negando siglos de proselitismo religioso. Y en segundo lugar, para sostener la necesidad de la defensa permanente del judaísmo frente a un “enemigo” también permanente, un “otro” que los odiaría por su condición como “pueblo judío”.
4. Antisemitismo y antisionismo: La hora de la IHRA
Desde sus orígenes, el sionismo buscó asimilar toda crítica a su política colonial con el odio a los judíos. Cualquier lucha palestina o árabe fue asimilada a los pogromos del imperio zarista, a la inquisición española, o al nazismo. Toda solidaridad con la lucha palestina será calificada como “antisemita”.
Desde 1917 hasta la Resolución de Naciones Unidas de 1947 de “partición de Palestina”, su discurso se sostuvo en comparar a los palestinos y a los árabes en general que se oponían a la ocupación con el antijudaísmo medieval o con el “antisemitismo” racista surgido en la modernidad capitalista.
Buscan construir una mirada que califique como “antijudía” la resistencia del pueblo palestino a la ocupación sionista de su territorio histórico. La colonización israelí es contemporánea del proceso de descolonización e independencia de la mayoría de los pueblos de Asia y África. En esa misma etapa, el Estado de Israel se establece como una potencia colonial de asentamiento. De esa manera, la concepción imperialista de Campbell-Bannerman, Samuel y Balfour encuentra un medio para hacerse efectiva, trabajando en la vieja política de “dividir y reinar”.
Para desacreditar las luchas contra la limpieza étnica y la ocupación, el sionismo y el Estado de Israel fueron generando distintos instrumentos, con un uso “propio” del holocausto nazi (Finkelstein, 2014).
El Centro Simon Wiesenthal tuvo como objetivo inicial buscar a criminales nazis, pero su eje actual es analizar qué comportamientos sociales o políticos califican como “antisemitas”. La sede principal del Centro Wiesenthal está en Los Ángeles (EEUU), con otras sedes en ese país (Nueva York, Chicago y Florida), y sedes en París, Jerusalén y Buenos Aires (como oficina latinoamericana).
Contar con una sede en Buenos Aires fue una decisión inmediata después de la explosión en la Embajada israelí en nuestro país (1992), dos años antes del atentado a la AMIA (1994). Estos gravísimos hechos nunca fueron aclarados por el Poder Judicial, que sólo constató como distintos estamentos del estado nacional encubrieron lo ocurrido e impidieron llegar a la verdad judicial. Para ese encubrimiento jugaron un papel central los servicios de inteligencia (con el asesoramiento y la colaboración de los servicios estadounidenses e israelíes). La persecución mediática y judicial contra estados como Siria e Irán y a organizaciones como Hezbollah (Líbano) se basa en acusaciones que nunca fueron probadas, y son funcionales a la posición israelí.
En nuestro país, los atentados de 1992 y 1994 acorralaron a los sectores progresistas y/o críticos del sionismo dentro de las comunidades judías o de origen judío, y consolidaron la alianza de las instituciones sionistas (AMIA y DAIA) con la derecha (como el PRO, con fuerte presencia en ambas instituciones) y actualmente con la ultraderecha de Milei, que hoy brinda un importante apoyo mediático central para el genocidio en Gaza.
En 1998 se conformó el IHRA, la Alianza Internacional por el Reconocimiento del Holocausto (IHRA por su sigla en inglés). Se trata de una organización internacional integrada por 35 países miembros y 8 países observadores, con organismos no gubernamentales roles de asesoramiento (como el propio Centro Wiesenthal). Es el instrumento principal de la política sionista para promover la acusación de “antisemitismo” a los cuestionamientos a la política de apartheid de Israel. En América Latina, Argentina es el único miembro pleno, con Brasil y Uruguay como observadores. La mayor parte de los países integrantes son estados europeos, incluyendo además Estados Unidos, Canadá, Australia, con Nueva Zelanda y Turquía como observadores.
En 2016 la IHRA acordó una definición de “antisemitismo”, que es lo suficientemente abarcadora para ser útil a ese objetivo ( https://holocaustremembrance.com/resources/definicion-del-antisemitismo). Entre los ejemplos ilustrativos de esta definición, la IHRA incluye “establecer comparaciones entre la política actual de Israel y la de los nazis”.
En 2020, durante el gobierno de Alberto Fernández, la Cancillería argentina adoptó esa definición a través de la resolución 114 (4/6/2020). En ese momento, distintas personalidades y organizaciones argentinas, encabezadas por Adolfo Pérez Esquivel y Nora Cortiñas, promovimos una declaración solicitando derogar esa resolución (https://www.resumenlatinoamericano.org/2020/06/13/argentina-numerosas-personalidades-y-organizaciones-sociales-solicitan-derogar-la-resolucion-oficial-sobre-la-definicion-de-antisemitismo/).
Con esa orientación, el Comité Argentino de Solidaridad con el Pueblo Palestino, la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), la Cátedra Libre de Estudios Palestinos “Edward Said” de la UBA y la Red Internacional Judía Antisionista publicaron las “Críticas a la definición de antisemitismo de la IHRA”, que ayudan a desmontar esta operación ideológica de judicialización de la lucha a favor de Palestina y contra el sionismo (https://www.apdh-argentina.org.ar/sites/default/files/2020-09/1600365467503_Cuaderno%201-Antisemitismo.pdf).
En definitiva, el Estado de Israel es un proyecto colonialista tardío en pleno desarrollo, de asentamiento de una población en un territorio ocupado históricamente por otro pueblo. Ese proyecto precisó para su desarrollo de una fuerza militar y política (con vinculación estratégica primero con el imperialismo inglés, y después con el imperialismo yanqui). Desde 1967, el estado israelí actúa como aliado permanente de la potencia estadounidense, con un importante grado de “autonomía”. Es una posición coimperial (Katz, 2021)
El aspecto ideológico del proyecto sionista es decisivo, tanto para cohesionar la fuerza propia y los apoyos como para estigmatizar y condenar las luchas contra su dominación colonial.
El pueblo palestino busca recuperar su territorio arrebatado por el colonialismo israelí. Para lograr que Palestina sea un país para toda su población, sin discriminación étnicas, religiosas y políticas, es imprescindible derrotar la lógica de limpieza étnica israelí. La lucha de ideas es un elemento central en la resistencia palestina y en la solidaridad internacional con su pueblo heroico.
Bibliografía utilizada
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