23/11/2024

Agamben y el estado de excepción. Una mirada marxista. Presentación

División social del trabajo, relaciones capitalistas de apropiación, modo de producción cultural, ideologías: la primera parte del libro explicita una determinada visión de la tradición marxista y el personal uso que de la misma se presenta.

Clarificadas así cuestiones terminológicas y establecido el punto de vista inicial, el resto de la obra dialoga con los influyentes paradigmas jurídicos de Giorgio Agamben y con la aguda denuncia que el filósofo italiano formula del "estado de exepción" que signa el actual momento de la vida humana.

Diálogo fructífero, por cuanto permite un crítico examen del "estado de contractualidad" propio de la modernidad capitalista y el Estado, incluyendo su actual deriva que entroniza la pura heteronomía, la condena a la nuda vita... En contraposición a lo cual surge la probabilidad de lo que Logiudice llama la nuova vita: la posibilidad de que quienes vivimos en los barrios pobres del planeta asumamos la lucha por la supervivencia de la especie como proyecto vivo, una lucha política que comprenda la lucha por la generación de normas colectivas autónomas.

Así, Ediciones Herramienta cumple con acercar a los lectores una nueva contribución al pensamiento crítico.


Edgardo Logiudice, escribano y abogado, docente de Ciencias Políticas de la Universidad de Buenos Aires y co-autor -junto a Leandro Ferreyra y Mabel Thwaytes Rey- de Gramsci Mirando al Sur, Buenos Aires, K&ai, 1994. Integró el Colectivo editorial de DOXA. Es autor de numerosos artículos y ensayos en publicaciones de Francia, Italia y nuestro país, referidos a las problemáticas de la pobreza, la propiedad, el Estado, la representación y la crítica a la ideología. Es colaborador habitual de HERRAMIENTA Revista de debate y crítica marxista.

 

Presentación de Giuseppe Prestipino:

Prefacio (a modo de provocación)

Edgardo es lo suficientemente amigo como para que yo pueda decir libremente todo lo malo que pienso de él. Por ejemplo, pienso que es, como decimos nosotros los italianos, un "testardo", en el sentido de que es dificilísimo disuadirlo de su pensamiento dominante.

Giacomo Leopardi, muy amado por mí, titulaba Il pensiero dominante una poesía suya en la cual el amor de mujer era obsesión y pasión suprema. Creo que en Edgardo, en cambio, la pasión por la desmitificación de toda ideología es la dominante; y que, para ser totalmente coherente, construye su marxismo en esa clave (como cada uno de nosotros, movido por sus propios presupuestos, tiene la facultad y también está en la obligación de hacerlo).

Si Hegel suele ser acusado de pan-logismo, Edgardo Logiudice debería responder a la "acusación" de pan-ideologismo. Al parece ve en la modernidad, casi para todo, solo un "modo de producción ideológico" que reagrupa, incauta o envuelve los otros modos y las formas específicamente modernas. Entiéndase - porque tal como él, tampoco yo me ilusiono con que existan verdades absolutas o supra-históricas - que le reconozco el pleno derecho de proponer su versión "pan-ideológica" de la dialéctica histórica. Solo me esfuerzo por atraer hacia mi planteamiento teórico sus argumentaciones o de apropiármelos a mi manera, tal como él mismo suele hacer, por lo demás, ante las cosas que pienso y escribo (lo que agradezco).

Primera apropiación indebida. Si en mis trabajos considero la cultura de la racionalidad como el elemento que, en la edad moderna, ejerce sobre los demás la acción o la influencia o la presión dialéctica mayor, nada prohíbe llamar "modo de producción ideológico" al complejo cultural modernamente caracterizado por la racionalidad. La racionalidad moderna es, en efecto, una (weberiana) "racionalidad con arreglo a fines", no "con arreglo a valores" y ni siquiera con arreglo a (una platónica) "verdad"; es una racionalidad calculadora en sentido lato, como sostenía la Escuela de Frankfurt, una racionalidad en la cual el componente instrumental tiene un peso creciente y se extiende a aquellos aparatos que Louis Althusser denominaba "aparatos ideológicos del Estado". ¿El diagnóstico vale también para la tardo-modernidad en la que vivimos hoy? ¿No resalta hoy en primer plano la racionalidad de la ciencia, con ese apéndice suyo cada vez más gigantesco que es la técnica? El diagnóstico vale aun, sobre todo porque la ciencia tardo-moderna no solamente exacerba hasta lo inverosímil la división del trabajo científico mismo, con la continua proliferación de siempre nuevas disciplinas especializadas (que cuanto más se especializan, tanto menos tienen en mira la "verdad" cara a los antiguos), sino que exacerba o al menos se acentúa, una especie de orden jerárquico establecido de hecho entre las ciencias o entre las grandes particiones disciplinarias. En efecto, son privilegiadas las ciencias de la naturaleza, tanto más cuanto menos es respetada, ni que decir amada, la naturaleza. Además las ciencias formales de la naturaleza, es decir las matemáticas o la computación, por lo tanto, las calculistas, dominan las mismas ciencias naturales-experimentales. Pronto veremos algún reflejo de este fenómeno también en el campo político.

Puesta esta premisa sobre el primado moderno y luego post-moderno de la racionalidad simple o discursiva, y después de la racionalidad compleja, o propiamente científica, querría re-traducir a mis más recientes reflexiones, el esquema general de mis trabajos que Edgardo Logiudice tuvo la bondad de traducir en los suyos. Un esquema que, en cuanto nexo dialéctico de opuestos-distintos, es ahora libremente reelaborado por mí, según las indicaciones del Gramsci reformador, no solamente de la dialéctica hegeliana, sino también de la dicotomía marxiana entre estructura y superestructura.

Antonio Gramsci muestra en la dialéctica un juego de relaciones más complejo que el recurrente en las obras de Hegel. Por otra parte, distanciándose del modelo marxiano o engelsiano e introduciéndole (como en su confrontación con la dialéctica hegeliana) una más articulada complejidad, se aleja de una visión jerárquica inmutable de la relación entre estructura y superestructura.

El esquema que he propuesto en algunos de mis escritos, y que quizá Edgardo traduce en su estilo de pensamiento, hipotetiza relaciones mutables de dominancia y subordinación entre modo de producción, modo de producción cultural, forma (o formación) social y forma ético-institucional: relaciones mutables en razón de los tiempos históricos en mutación, o volcados, uno frente a otro.

¿Cuál es la "re-traducción" de nuestro esquema que propongo ahora? Consiste en postular que la oposición-distinción entre el modo de producción y el de la producción cultural encuentra, o busca, su doble síntesis confluyendo, alternativamente, en una de dos formas, también ellas opuestas-distintas entre sí: o en la forma social o en la ético-institucional. En la edad moderna, la "síntesis social" (me acuerdo del título de un libro de A. Sohn-Rethel) intenta con relativo éxito hacer aparecer socialmente iguales dos partes que en el modo de producción son en cambio desiguales. En otros términos, si en el modo de producción la división del trabajo exige que el trabajo intelectual (o la racionalidad del cálculo) dirija y comande el trabajo dependiente, en la forma social en cambio las dos partes aparecen como igualadas, por el hecho de que lo que una vende lo compra la otra al mismo tiempo: la clase subalterna vende fuerza de trabajo y compra salario (o medios de subsistencia a través del salario); la clase dominante, o la que Edgardo llama la clase de los intelectuales, compra fuerza de trabajo y vende, también a la misma clase trabajadora, los productos-mercancías que caracterizan, precisamente, la sociedad de mercado. Es como decir: en el trabajo hay asimetría, mientras en el mercado hay simetría y reciprocidad o, si queremos repetir la palabra clásica, igualdad, Yo llamo a esta síntesis "viciosa", porque en ella la igualdad no es igualdad, o lo es por una ficción "ideológica", como diría Edgardo refiriéndose en especial a las figuras sociales de la propiedad y del contrato, por lo demás, en relaciones sociales jurídicamente sancionadas.

Dos palabras sobre el concepto de propiedad. Entiendo que Marx atribuyó una relevancia excesiva a la moderna propiedad jurídicamente garantida (por ejemplo, a la de los medios de producción) y también a la propiedad de hecho (por ejemplo, de la fuerza del trabajo). La propiedad sobre las cosas, en efecto, nace conjuntamente a la pre-moderna propiedad sobre las personas. Pero ya en el Medioevo se podía observar alguna atenuación del concepto de propiedad, tanto en lo concerniente a las cosas como a las personas. En el Medioevo, la propiedad antigua como derecho de uso y abuso, tiende a hacerse derecho de uso solamente, incluso si el uso concedido (por el soberano feudal, especialmente) puede ser un uso perpetuo ejercido sobre la tierra o sobre el siervo de la gleba. Este último es persona usada por el feudatario, pero como si fuese propiedad de la tierra en la que mora o, precisamente, de la gleba. En la primera modernidad parece haber recobrado auge el derecho de propiedad. No casualmente la fuente del inicial concepto moderno de propiedad está en el derecho romano. La propiedad de los medios de producción, más que de la tierras, caracteriza al capitalista clásico o de los orígenes. Además renace también el contrato clásico, en cuanto regula el pasaje de propiedades o la cesión de uso de las cosas o de la fuerza del trabajo, no ya de las personas. El contrato moderno es la racionalidad llevada a lo social en forma consensual, después de haber sido instalada como fuerza en la producción. Pero, en el capitalismo actual (y, para nuestra mirada retrospectiva, también en el menos reciente - si es verdad que la anatomía del hombre nos ayuda a entender la anatomía del mono, como escribía Marx) la propiedad es cada vez más algo "residual". Existe un uso indebido en la expresión "propiedad intelectual". Ella es impropia, porque también en este caso lo vigente es un poder de disposición. En efecto, a la actual producción, tanto material como cultural, en primer lugar hoy les incumbe un poder de mando o disposición. La vieja o clásica propiedad ha cedido el puesto a otras relaciones sociales, que son, diría, transacciones de naturaleza híbrida. Con ellas ninguno es propietario en el sentido clásico, por ello podría decirse que si ninguno es propietario, de algún modo todos lo son. Basta observar lo que Edgardo ha subrayado a menudo: la compraventa de bienes futuros, la frecuencia del obrero pseudo-accionista, del consumidor endeudado, del más o menos pequeño empresario que recurre al leasing y, por lo tanto, no es propietario de los medios de producción usados; en fin, basta observar el abuso que todos perpetramos sobre bienes fundamentales que no son nuestros ni de otros, pero son sin embargo necesarios para la vida de las generaciones futuras.

Pero, a nivel teórico, podemos constatar también la tentativa mal resuelta de una síntesis "virtuosa". Esta debería realizarse en la forma ético-institucional o en su configuración específicamente moderna que es la política, sobre todo la representación política. Ya el joven Marx había desmitificado la política que intentaba presentar como mero "ciudadano" tanto al burgués como al proletario. La más reciente democracia quiso luego consolidar la igualdad política mediante el instituto del sufragio universal. En efecto, si ayer los ciudadanos se dividían siempre entre gobernantes (incluso por derecho divino, o casi) y gobernados, hoy parecería más fácil para todos los ciudadanos, en cuanto electores, transformarse en ciudadanos electos y viceversa. Pero Edgardo tiene razón al considerar esta segunda síntesis, la síntesis político-representativa, en gran medida fallida, sino deliberadamente engañosa. Es una síntesis incompleta, no porque a los ciudadanos les sea reconocida formalmente y, en cambio, sustraída subrepticiamente la igualdad frente a la ley: son iguales. El problema está en que la otra síntesis, la síntesis social "viciosa" en la que los contratantes son "falsamente" iguales, malversa y hace sentir sus efectos deformantes sobre la síntesis político-representativa, introduciéndole disparidades de hecho entre ciudadanos que son empresarios o intelectuales influyentes y ciudadanos que no lo son. Por lo tanto, aunque no "viciosa", esa política es una síntesis fallida.

Tanto más si miramos como, en el nuevo milenio, hasta las democracias representativas más avanzadas están afectadas en todos lados por una crisis originada por el vaciamiento del Estado-nación, bajo el doble azote de una tecnocracia supranacional que preside los centros del nuevo capital cognitivo y de un retorno al uso de la fuerza o de la guerra (y hasta de la guerra santa) que chamusca aquel poco de consenso recogido hasta ayer y perpetúa el "estado de excepción" analizado por Giorgio Agamben, re-actualizando el homo sacer. Paralelamente la ideología indica un regreso hacia sus orígenes, que no son buscados tanto en la propia y verdadera religión, o en la teología, sino en la más antigua mitología. Ideología como nueva mitología era ya la teorizada por George Sorel celebrando las virtudes salvíficas de la huelga general y, más dañina aún, la teorizada o predicada y practicada en la Unión soviética; pero sobre todo la mucho más destructiva, propagandizada y llevada a la práctica con el culto nazi de la raza, de los antepasados arios, y en los aparejados "ritos" de sangre, de exterminio y de horror.

La violencia, o sea el poder de coerción, es inseparable de la política, que precede lógica e históricamente al verdadero y propio Estado. El derecho es un momento del conjunto estatal y, por lo tanto, no se identifica en rigor con el Estado. Pero dado que el Estado, cuando nace subsume la política y la hace un momento interno suyo, junto con la política atrae a sí todo poder de coerción, que por lo tanto deviene, según Max Weber, "monopolio de la violencia legítima". Por ello también el derecho es inseparable de la coerción. En abstracto, podrían ejercerse prescripciones jurídicas sin sanciones para los incumplidores. Gramsci hace de ello una previsión-augurio cuando escribe sobre un futuro Estado "educador" y sobre un autónomo consenso mutuo en la normatividad, capaz de hacer retroceder y finalmente anular la necesidad de la fuerza. Pero es verdad, también como dice también Edgardo, que hoy hasta la misma la función ideológica dirigida a captar el consenso, queda hurtada a la política y atraída por la cultura de la racionalidad compleja, para ser ejercida bajo la forma de penetración mediática entre las grandes masas. Este es un aspecto del nuevo "americanismo", entrevisto por Gramsci en el período taylor-fordista, aunque sin embargo no analizado adecuadamente hasta sus últimos desarrollos.

No está fuera de lugar una última precisión, aún sobre la democracia representativa. Obviamente, como dice Edgardo, una mayoría de votos no puede pretender decidir si una aserción científica es una "verdad" y ni siquiera si es una verdad a medias. Pero, inversamente, la racionalidad del cálculo es la que "hace leyes" por doquier, aún sobre la democracia representativa. Por lo tanto, no debe sorprendernos tampoco el peso conferido a los números en el juego político-representativo. Se llega hoy a tal punto que el viejo criterio "un hombre, un voto" (atendiendo, mal o bien, a las diversidades proporcionalmente representadas) cede el lugar, en muchos países, a sistemas electorales montados sobre flacas mayorías o únicamente sobre la adhesión de multitudes adormecidas por el nuevo "opio" de los medios o sobre el aplastamiento de las minorías más concientes, en homenaje a un presunto derecho de gobernar que, en realidad, los gobiernos han perdido. Y no porque no haya demasiada democracia, sino porque los fuertes nuevos poderes tecno-económicos, con su política desprovista de toda legitimidad y a menudo dictada en cambio desde fuera de la política o contra la política institucionalizada, nos conceden demasiada poca democracia.

Hay cada vez menos necesidad de Estado como garante de un "contrato central" (Jacques Bidet), pero en compensación, hay siempre más necesidad de política como policía, porque están excluidos (o recluidos) los sin contrato. Hemos dicho que vuelve al primer plano la guerra (military order) en sentido lato. Pero, si vamos a la raíz de las cosas, observamos que está parcialmente superada la fase en la que el capital usufructuaba solamente el trabajo - lo usufructuaba en tanto recibía del trabajo más de lo que le daba -. El capital, que para poder usufructuar trabajo se apoyaba también en su propio saber en tanto saber individual o individualizado en el mismo empresario, hoy puede realizar ganancias principalmente apropiándose del nuevo saber general (del general intellect) que no es suyo sino de todos, o expropiando a todos los humanos de sus bienes y, mediante esa expropiación , saqueando (siempre sin indemnización o resarcimiento, ni siquiera parcial como ocurre en cambio con el uso de la fuerza del trabajo) a la naturaleza que también es pertinente, más que perteneciente, a todos. El valor de uso de la fuerza del trabajo era cedido o vendido por contrato, pero el valor de uso del saber general y de los recursos naturales, energéticos, etcétera, no es comprado observando las reglas contractuales. Aquí está, quizá, la primera raíz del actual "estado de excepción" permanente, también en la conducta política y militar de los poderes públicos: en especial, del poder supremo de quienes manejan el Pentágono y la Casa Blanca.

El mayor problema, para Edgardo, es la "distinción entre normas autónomas y heterónomas". Le pregunto ¿Qué sería la autonomía en un Estado concebido como comprensivo de Estado-gobierno y sociedad civil (Gramsci)? Y ¿si el Estado-gobierno redujese sus poderes coercitivos, transfiriendo otros poderes a una sociedad civil "sana" y renovada, en lugar de estar caracterizada por las actuales governances de extracción tecno-capitalista? ¿Sería, como lo entiendo yo, la posibilidad para los ciudadanos de auto-reconocerse en las normas discutidas según procedimientos considerados, ellos también, como actos de auto-regulación por parte de la comunidad? En cambio sería una autonomía imposible, y por tanto ilusoria, la de un individuo-trabajador singular (o de una pequeña comunidad autogestionada) que pretendiese desde la sociedad civil poder decidir directamente sobre cualquier cosa, dictando en primera persona (o sin interpósitas personas) toda norma, incluso una norma cargada de consecuencias para la comunidad o los individuos lejanos, y para los descendientes. La democracia directa, en especial en sus formas asamblearias, debe ser experimentada ciertamente en todos los campos y en todos los lugares en los cuales es posible. Debe funcionar también como correctivo o como control permanente de los organismos, que seguiré llamando representativos, y que deberán ser reformados de arriba abajo, pero no podrán ser abolidos, especialmente para aquellos ámbitos territoriales (sobre todo en la futura ciudad-mundo) y para aquellos campos o tareas (por ejemplo, la regulación ambiental y el mantenimiento de la paz perpetua) que no son compatibles con decisiones asamblearias de todo un pueblo o de todos los pueblos. Agrego que algunas objeciones - a los partidarios de las cooperaciones locales, en la acepción en que quizá la entienda Edgardo - provienen de los que sostienen que el capital global, en ciertos aspectos es francamente favorable a la conformación de "nichos autogestionados", ya sea porque puede ser ventajoso para el capital que los excluidos se auto-excluyan y el mismo capital sea exonerado de toda forma de asistencia o protección social (puesto que los condenados de la tierra se auto-asisten o se auto-protegen), ya sea porque los muchos pequeños-débiles no le dan miedo al Uno-Fuerte, ya sea finalmente porque -dejándolos vivir- el Uno-fuerte podría procurarse una excusa y recuperar así una parte de la hegemonía perdida. Un carácter de universalidad en sentido kantiano es por lo tanto inseparable, aunque sea implícitamente, de toda auténtica auto-nomia. Al menos, para algunas cuestiones debería hacerse valer una rousoniana "voluntad general" de toda la especie humana, pero convocar una "asamblea" tan numerosa sería en verdad difícil. Por lo tanto, para algunas cuestiones la democracia representativa, debidamente reformada y extendida, repito, no puede ser abolida. Se deberá, en cambio, abolir toda "soberanía", también la soberanía popular e incluso la de cada uno sobre sí mismo. Que cada uno deba ser libre es otra cosa. Pues soberano es quién posee, y quién posee, cualquiera sea el objeto de su posesión, no es libre.

 

Presentación de Claudio Martinyuk

El autor, de mi conocimiento, doy fe.

Los escribanos son practicantes atentos de la lectura y la escritura, aunque resulta bastante excepcional que reflexionen sobre su práctica. Leen con minuciosidad, con una forma de rigor literal desacostumbrada, conscientes de las implicancias institucionales de la palabra grabada. Escriben sin adornos, desarrollando un lenguaje descriptivo, al modo fisicalista y, en un sentido práctico, exacto. Por algo sus registros se llaman protocolos. Los escribanos son lectores y escritores institucionales. Analizan títulos, levantan actas y emiten testimonios, las propiedades y los derechos personales dependen del contendido de los papeles que emiten, las firmas de las personas se autentican por sus firmas, las representaciones se validan por los poderes que ante ellos se otorgan. Hacen instrumentos públicos con la escritura.

La escribanía es la forma de vida de Logiudice, y con esto me refiero a su modo especial de leer y de escribir. Sabe de que está hecho un título, por eso milita contra los esencialismos. Experimenta la potencia de las formas, el embrujo de las liturgias de las escrituras. Recita testimonios, acrecenta el peso del archivo y recorre la precariedad de los derechos. Pero él estudia y produce más, más allá de los ritos legales, cavando en la sociedad. Prefiere hacerlo. Lo hace con rigor y pasión, como se muestra en este libro. Interviene en la filosofía política con disidencias y complementos, con matices y perfiles sutiles. Muestra una convicción: la sencillez como forma de vida. En el fresco sosiego de su casa -que imagino abierta al aire fresco, al perfume de eucaliptos-, vive fuera de hipotecas y títulos de propiedad, fuera de arrebatos poéticos, excepto los propios de la música ciudadana. Cultivó un ritmo paciente, con él aprendió a cuidar las lecturas y los escritos. Confeccionar escritos legales es un trabajo proverbialmente árido, que obliga a concentrarse, adoptando una atención permanente. Rastrea en la historia los antecedentes, las figuras, las instituciones. Practica la crítica, y su distancia es aplomada, sin vanidad. Su punto de vista lo hace público únicamente cuando advierte que hay una necesidad, una razón. Así se comporta un hombre honrado. No abandona las ideas forjadas por los años, no se deshace de las convicciones. Persevera, tal vez con una soteriología resistente a las desventuras.

Lee y escribe con precisión y claridad, en libertad. No es este un escrito institucional. Su punto de apoyo para discernir son sus dos manos. Escribe sobre sus documentos, acerca de sus tablas de escribir. Escritura de la escritura del escribano, no es, entonces, una mano extraña quien la practica. Sabe de la vejez de la letra, del valor instituido a la literalidad. Testimoniar, copiar, reproducir, escritura frecuentemente invisible de escribano, escritura documental, basal, inocente, punzante, silenciosa. El escribano es una firma, pero Logiudice se desplaza de ese lugar. Sabe del conocimiento por testimonio, de la fe pública y la prueba indubitada, sabe que asegura la circulación de bienes y garantiza la fidelidad a la voluntad. Adentro y afuera de ese mundo, lo problematiza y cuestiona, traza genealogías. Desplaza la dirección del análisis, volviendo a las materialidades, contraponiendo una particularidad a otra, esquivando cristalizaciones.

Procurador, representante, poderdante y poderes son figuras cotidianas de la escribanía. Pero no es frecuente que transiten por la reflexión teórica. Comparte con Giorgio Agamben el interés por las raíces de las figuras, por un horizonte de nubes que arrastran los hábitos, la tradición, la fuerza y las ideologías. En su libertad, el escribano se mezcla con nociones embarazosas, estigmatizantes, maniqueas. No teme las impurezas. Las prefiere a las figuras ideales idealizadas. No teme, por eso desmalignifica a las reflexiones acerca de la ideología. Mira a lo lejos, corriendo mitologías. De allí nos lega este libro.

 

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