El Consejo Editorial de la Revista Herramienta despide al querido Eduardo, amigo y colaborador de muchos años. Saludamos en su memoria al compañero que supo poner rigor y buen humor en el estudio y desentrañamiento del pasado. Como un jardinero de la memoria colectiva, cuidó cada brote, cada gajo y cada rama de nuestra historia en la que se detuvo a mirar y reflexionar. Nos invitaba siempre a la reflexión crítica, a la esperanza y a la buena prosa. En sus clases, en sus libros y en sus artículos, Eduardo vive. Y en todos y todas quienes disfrutamos de su humanidad y de sus aportes.
 
Revista Herramienta, 9 de octubre de 2011.
 
 
 
Muere el escritor tucumano Eduardo Rosenzvaig   
 
9 de Octubre de 2011
 
El también historiador y docente de la UNT recibió premios por sus obras, que muchas fueron traducidas a otros idiomas. Sufría una enfermedad terminal.
EL ADIÓS A UN GENIO. Eduardo Rosenzvaig era reconocido a nivel mundial. 
El escritor, historiador y docente de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT) Eduardo Rosenzvaig falleció el sábado a la edad de 60 años tras combatir contra una larga enfermedad terminal que padecía. Este genio tucumano fue premiado en varias ocasiones por sus obras, de las cuales muchas fueron traducidas a otros idiomas. 
Los restos de Rosenzvaig son velados en las salas ubicadas en pasaje Padilla y Junín. Este domingo será sepultado en el cementerio israelita. 
En la UNT obtuvo la Licenciatura en Historia, y en Salamanca el doctorado. Enseñó en la Facultad de Filosofía y Letras y en la Facultad de Artes de la UNT. En el 99 fue candidato a vicegobernador por Pueblo Unido.
 
Rosenzvaig publicó centenares de artículos en diarios y revistas especializadas como Clarín, Página 12, Realidad Económica (Buenos Aires), Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid), Latin American Perspectives (California), Casa de las Américas (La Habana), Historia y Fuente Oral (Barcelona), Herramienta (Buenos Aires). 
 
"Mamá, ¿puedo bailar?" es el último libro que editó, de una lista de 30, entre los cuales se destacan: "Historia social de Tucumán y del azúcar", "Tucumán, crisis de un modelo y modelo de una crisis", "El sexo del azúcar", "De la manufactura a la revolución industrial. El azúcar en el norte argentino" (con Luis Bonano), "La oruga en el pizarrón", "Quimeras y pesadillas", "El zoológico de Londres. Cuentos argentinos", "Cuentos políticos", "El 48. Historia de la Cultura Funeraria del Norte Argentino", "Los desnudos y los dientes". Fue galardonado con los premios "Jorge Sábato" (Conicet), Ensayo Casa de las Américas (Cuba), los internacionales de novela "Luis Berenguer" y de cuentos "Miguel de Unamuno" (España).
 
El pensador de izquierda y de fuerte compromiso con los derechos humanos y con el movimiento cooperativista, era hermano del dramaturgo y ensayista de teatro Marcos Rosenzvaig, y durante más de 25 años dirigió el Instituto de Cultura Popular de la Facultad de Artes, donde desarrolló una intensa tarea de investigación sobre el impacto social y cultural de la industria del azúcar en la provincia, que publicó en distintos tomos. 
 
Muchos de sus trabajos recibieron premios internacionales, entre ellos el prestigioso Casa de las Américas, en Cuba, en dos oportunidades: en 1996 por el ensayo "Etnias y Árboles. Historia del Universo Ecológico Gran Chaco", y en 2009 a la literatura testimonial por “Mañana es lejos (memorias verdes de los años rabiosos”.
 
 
 
El proyecto Rosenzvaig: un  paradigma 
Escribe Alejandro Carrizo (desde Jujuy)
 
Casi todo se lo debo. Nos  iniciamos juntos, en muchos aspectos: cuando recién empezábamos a garabatear  papeles con intención de ser escritores. Él con sus notas periodísticas para  “Aquí y Ahora” (tan singulares, por cierto) y yo con mis poemas. Por supuesto  firmábamos con seudónimo –él se llamaba Eduardo Ron–; era la época de la  clandestinidad. Nuestros hijos Gonzalo y Pablo nacieron el mismo año, y compartimos el  entusiasmo de la canción de Viglietti: “Gurisito mío”. Por supuesto, juntos militamos  en el área cultura de la Federación Juvenil Comunista (la Fede). Después  vinieron las brigadas de café a Nicaragua; él fue, yo no, yo ya estaba enojado,  me estaba yendo del partido. Él siguió, pero antes que el partido estaba su  ética personal, y eso hizo que nunca nos separáramos. Y el arte, por supuesto,  el arte como militancia. Creo que él confiaba más en mí que yo mismo. Me  incitaba, me buscaba. Eduardo presentó todos mis libros (9 hasta ahora), pero  nunca voy a olvidarme del primero, que no era un libro, era una cartilla  fotocopiada. “Un poeta ha nacido en el norte…” dijo (aún sigo pensando que  exageraba). Estaba más entusiasmado que yo, quizá porque él todavía no había publicado. Pero  pronto llegó su turno. Me convocó, ya no a tomar un café (o mejor un té, como a  él le gustaba), sino a una conversación de trabajo en el altillo de su casa, en  su bohardilla. El asunto parecía serio. Y lo fue. Había que corregir y publicar “Historia social de  Tucumán y del azúcar”.
Ahí conocí a “la máquina  rosenzvaig”. Estuvimos más de un año juntos, casi 18 horas diarias, a veces incluidos los domingos.  Yo no salía de la bohardilla corrigiendo el mamotreto  (escribía igual que Marx, con un gran margen blanco a la izquierda para las  anotaciones); él hacía varias  cosas: un rato escribía, un rato leía, estudiaba, o preparaba las clases, y otro rato atendía la bicicletería (¡sí, vendía  “tripillas”, cadenas, cuadros, rayos y hasta parchaba a veces!), pero debajo del  mostrador de atención al público tenía un cuaderno, una lapicera, un libro de  Foucault y el mate, por supuesto. Todo quedaba con los bordes engrasados, sobre  todo porque no veía un carajo, tenía un problema en la córnea. De ahí en más la  topadora rosenzvaig no paró más (¡publicó 40 libros!). Yo estaba  alucinado porque nunca había conocido a alguien tan consecuente, tan noble, tan  obsesivamente productivo, pero sobre todo tan simple, tan niño. Y, quizá lo más importante, tan desprendido,  tan solidario. Yo no se lo podía decir, pero me preguntaba “¿cómo se hace para  ser tan buena gente?, ¿cómo se hace para no tener malos pensamientos, para ver  siempre el vaso medio lleno?, ¿cómo se hace para no cagarse de odio y no putear  en Tucumán?”. Sí, lo tengo que decir, Eduardo era un “puro”, un  “mahatma” (sí, no hagan esas  caras, no hay otra forma de decirlo). No era ingenuo, ¡por favor!, era  consecuente. Y contundente en la lucha sin denuedo contra el fascismo, con una  de las mejores armas: la producción intelectual. Por ahí hay compañeros que  dicen “era comunista”; perdón, con todo respeto, decir sólo eso es, al menos, un  reduccionismo. Era un hombre de una ética impecable, ni bueno ni malo, justo. El  “proyecto rosenzvaig” es un paradigma, sí. Y tenía, por supuesto, muchísimos  admiradores (sus amigos, sus lectores, pero sobre todo los alumnos que llenaban  el aula de su cátedra optativa de Historia del Arte) y también –como  corresponde– algunos  detractores, sobre todo por reflejo de clara impotencia.
Una sola vez me mintió, y mal. Yo  había estado trabajando en el diario “
 
La Gaceta”, con un sueldo más que interesante, por supuesto, ya hacía más  de un año. Esa tarde yo caminaba por la calle  Buenos Aires, destruido, hacia su casa. Me habían echado del diario (tuve la  insolencia de participar en el sindicato) y encima me habían asaltado en mi  casa, me habían robado hasta los calzoncillos. Eduardo me esperaba en la puerta  de la bicicletería. Me dio un fuerte abrazo y me dijo: “Vení, tengo ahí una ropa  que ya no uso… ¡Qué va a hacer!... Por lo del diario –me dio otro abrazo–, te  felicito, es lo mejor que te pudo haber pasado…”. A los cinco días me llamó por  teléfono:
–Necesito un favor tuyo urgente.  No me podés decir que no.
–Sí, hermano, lo que quieras –le dije.
–Gané una beca, tengo que hacer  un trabajo de investigación en el Archivo Histórico, pero no me dan los tiempos,  si no me ayudás me van a joder…
–Contá conmigo, por supuesto –le  dije.
–Pero vas a cobrar, mirá que es  buena plata…
–Perfecto –le dije–, si no, no  importa…
–¡No, tenés que cobrar, hacerme factura y un  informe, si no, no me bajan la plata!…
 
Estuve trabajando casi un año en  el Archivo, cumpliendo horario y haciéndole los informes, como a él le gustaba.  El trabajo estaba bueno, pero yo decidí irme a vivir a Buenos Aires. Me dijo que  no había problemas, que él lo  terminaría porque ya estaba mejor con los tiempos, que me agradecía mucho y que  nunca olvidaría el favor que le había hecho. Por supuesto, siempre volví a  Tucumán, desde Buenos Aires o desde Jujuy, y siempre volvimos a encontrarnos,  siempre estuvimos armando proyectos: de charlas, de presentaciones, de  artículos, con la revista “El Duende”, con Apyme, con el Plan de Lectura, y  últimamente con la gran ayuda que me dio para que la madre de mi hijo recuperase el trabajo que  había perdido cuando la secuestraron en los ´70. Bueno, después de muchos años  me enteré de que nunca había existido tal beca, ni que nadie había bajado  fondos. Él me había estado pagando de su bolsillo, mintiéndome, y nunca me dijo  nada. Ése era Eduardo.
 
Este año, la 

última vez que estuvimos juntos fue hace  unos meses, en su bohardilla (¡con más de 15.000 libros!); me mostró la cicatriz de la operación  y me contó todo rápidamente, para pasar a lo que realmente nos importaba: los proyectos. Justamente  “Proyecto Minka” se llamará la revista (que aún no salió), y el Partido  Solidario: “Dale –me dijo–, vos en Jujuy, yo en Tucumán; hay que  hacerlo…”.
 
 
Puedo decir, sin temor a excesos,  que Eduardo Rosenzvaig fue un medio, un significante protagónico en la lucha por  la transformación de una sociedad, la tucumana, una especie de sobrehueso  simbólico (con el prisma del arte en la mano, con la belleza) obturador de ese  cuerpo social tan abstruso como fatuo. Imposible, ahora, ingresar en el  conocimiento del fenómeno tucumano sin pasar por el filtro  Rosenzvaig, le guste a quien le guste y le pese a quien le pese.
 
Por mi parte, cuando mis hijos y  mis nietos me pregunten por qué me falta un brazo, podré decirle que ese fue el  precio de haber conocido a un hombre con mayúsculas, a un “gran-alma” llamado  Eduardo Rosenzvaig. Si me pidiesen que lo pinte, haría una rayita simple, una  sonrisa.
 
Jujuy, octubre de  2011