04/12/2024
Por , Schachter Silvio
Pocas veces mi tristeza fue compartida por tantos. Murió José Saramago, pero no siento dolor, pues su vida y su obra fueron pura coherencia, compromiso y creatividad; la pena es por su ausencia, no poder contar más con sus lúcidas opiniones, esperar sus novelas y poemas.
Contados escritores como el quijote portugués, tallador de palabras, acompañaron con su literatura nuestras vivencias. Este comunista libertario, hormonal, como se autodefinió, estuvo atento a la realidad de su tiempo, nunca formal, siempre incisivo, sin ataduras, nada complaciente. Un referente ético impar, quizás el último gran escritor que unió una narrativa brillante y seductora con una implacable honradez intelectual, no eludió temas para evitar controversias, supo incomodar y desatar polémicas con sus punzantes reflexiones. Fue capaz de trasladar a su universo literario el más fuerte compromiso, compromiso que adquiere plus valor cuando esa palabra ha sido vaciada de todo significado. Fue un ejemplo de concordancia entre el decir y el hacer.
“Mi oficio era levantar piedras, no es mi culpa si debajo de esas piedras había monstruos que quedaban al descubierto”. En una conferencia en la Biblioteca Nacional, más política que literaria, dijo “nací en un mundo injusto y seguramente moriré en uno igual, en mi lápida que pongan aquí yace José Saramago, murió furioso”.
La iglesia lo acusó de hereje, el Vaticano no dejó de insultarlo en todas las lenguas posibles. En su obituario en el L'Osservatore Romano el oscurantismo ensotanado reiteró su impotente diatriba. Saramago se animó a humanizar la figura de Jesús, a contar cómo perdía la virginidad con María Magdalena, a dibujarlo como a un títere de Dios para multiplicar y expandir su dominación mundial.
“Para defenderme de los que me llamaron hereje, no tengo más que decir que la palabra herejía, etimológicamente, quiere decir ‘el que elige otra cosa’, y que todos deberíamos tener ese derecho. Aunque las religiones nunca fueron contemplativas con los que piensan distinto ni han servido nunca para acercar a los hombres los unos a los otros”.
Sus abuelos analfabetos fueron sus maestros en el arte de narrar y de vivir; así lo recordó en su discurso al recibir el Nobel, una pieza para releer. Nunca olvidó su origen, escribió para comprender. Tuvo la sabiduría de plantearse todos los interrogantes que se niegan quienes miran pero no ven. ¿Qué pasaría si las personas dejaran de morir? ¿si el mundo se volviera ciego? ¿si todos votaran en blanco? ¿si la península ibérica fuera una balsa a la deriva? ¿si Cristo no hubiera sido lo que dice la Biblia? Sumergirse en la escritura tersa, musical de sus novelas es aproximarse a algunas de las posibles respuestas. De allí parten sus metáforas cautivantes, literatura ficcional urdida con personajes de carne y hueso. Imaginación tejedora de absurdos para interpelar una realidad sostenida por las más absurdas creencias.
Miles de lisboneses lo despidieron con sus libros en alto, unidos en homenaje, sus lectores y sus personajes, creados letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro. “Sin ellos no sería la persona que soy”.
Se burló de las eternidades. “Espero morir como he vivido, respetándome a mí mismo como condición para respetar a los demás y sin perder la idea de que el mundo debe ser otro y no esta cosa infame”... “entraré en la nada y me disolveré en ella”.
Adiós José Saramago, compañero del alma, compañero. Estás vivo, te seguimos pensando.